España no es un mito – Pregunta 3: ¿Desde cuándo existe España?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la tercera pregunta:

¿DESDE CUÁNDO EXISTE ESPAÑA?

Presupuestos implícitos en la pregunta «¿Desde cuándo existe España?»

Dos presupuestos: la realidad de España y la Idea de España que se tenga

La pregunta «¿Desde cuándo existe España?» presupone por lo menos dos tipos de consideraciones: aquellas que tienen que ver con el reconocimiento de que España existe (con la existencia de España), y aquellas que tienen que ver con la Idea de España (más o menos clara, más o menos distinta), es decir, con la esencia de España, con su unidad y con su identidad, en función de las cuales podamos definir el sujeto gramatical de la proposición «España existe».

Por ello, la pregunta «¿Desde cuándo existe España?» resultará capciosa para todo aquel que niegue la existencia de España, para todo aquel que no reconozca su existencia, cualquiera que sean sus motivos, sean estos irracionales o racionales (verdaderos o falsos).

Analicemos un poco más de cerca, aunque del modo más breve posible, cada uno de estos dos tipos de presupuestos.

El supuesto de la existencia de España

El primer presupuesto de la pregunta titular lo hemos formulado así: quien pregunta por el origen de España (o bien: ¿desde cuándo existe España?) está ya reconociendo, con buenas razones o sin ellas, que España existe, que es una «realidad existente»; podríamos decir que la pregunta presupone la España «realmente existente». Pero esto puede entenderse de distintas maneras, y tenemos que precisar a cuál de ellas nos atenemos, por nuestra parte, para evitar el caos en la exposición.

Por de pronto, «España existe», aunque contiene la referencia al tiempo presente («España existe ahora, en 2005»), implica también una referencia al pretérito, porque una realidad histórica o procesual, como en todo caso es la de España, no puede haber surgido súbitamente, por generación espontánea, o acaso a consecuencia de la decisión de una Asamblea parlamentaria que hubiera decidido «darse a sí misma su Constitución». No puede decirse siquiera, por ejemplo, que España existe a partir de la Constitución de 1978, porque sólo cuando la Asamblea se considere democráticamente representativa de una España previamente existente podrá declarar la existencia constitucional de España.

Dicho de otro modo: la Constitución formal o legal de España (de 1978) presupone una constitución material (systasis) o real previa; en otro caso estaríamos incurriendo en el absurdo de reconocer un proceso de «autocreación»: «España existe desde el momento en que se da a sí misma su Constitución». O, aplicando el absurdo de la causa sui a un terreno menos metafísico que el de la creación ex nihilo: «España está sosteniéndose sobre el vacío, agarrándose a sus propios cabellos», como lo hacía el barón de Munchausen. En nuestro caso, España estaría sosteniéndose sobre el vacío agarrándose a las leyes del Estado de derecho que ella misma segrega.

La existencia de España en la Constitución actual requiere un regressus histórico a su existencia en Constituciones anteriores

La proposición, en presente gramatical, «España existe» ha de entenderse, por tanto, con referencias que desbordan el ahora (2005) de los que la pronuncian, es decir, ha de entenderse con referencias a un presente histórico, como pudiera serlo: «España existe en 1978, cuando proclamó su Constitución». Proclamación que, por cierto, no afirma, de ningún modo, que la existencia de España se derive de su Constitución, puesto que fundamenta esa Constitución precisamente en el supuesto de una España preexistente. En su artículo 1 la Constitución de 1978 no dice que «España se constituye como realidad», sino que dice que se constituye en un «Estado social y democrático de derecho»; y en su artículo 2, refiriéndose ya explícitamente a sí misma como constitución formal, dice que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española».

Es cierto que algún escolástico, acudiendo en ayuda de los <nacionalistas-constitucionales», podría interpretar que este fundamento habría de entenderse en el terreno puramente lógico, como si dijera: “Todo lo que viene a continuación gira en torno a la unidad indisoluble de la Nación española, que queda definida por esta Constitución»; pero quienes lo redactaron entendieron evidentemente el fundamento en su sentido histórico -«es la España realmente existente, la que existe mientras estamos redactando su Constitución, y que puede hablar en nombre de todos los españoles vivientes, a cuyo referendo va a ser sometida esta Constitución, el fundamento democrático de la misma Constitución»-. Y con ello, los «Padres de la Patria» tuvieron que exponerse a las críticas de los nacionalistas fraccionarios, que les acusaban de petición de principio (de hecho, los nacionalistas vascos no firmaron la Constitución, porque no reconocían que el cuerpo electoral pudiera ser identificado con la Nación española, ni, por tanto, con el cuerpo electoral que, en el referéndum, pudiera figurar como «conjunto indistinto de españoles»).

El presupuesto «España existe» ahora y, por tanto también, necesariamente en un pretérito o presente histórico (como pueda serlo para nosotros el año 1978, pero el argumento es retrospectivamente recurrente, por ejemplo hasta la primera Constitución española, en 1812), implica la existencia ininterrumpida de España desde un presente histórico (tomado como origen, aunque fuera a título convencional en el plano de la discusión) hasta el ahora del presente existencial. De hecho, en el terreno constitucional, si España existe ahora, en 2005, es porque España existió en 1978; y esta existencia, en 1978, no es pretérita, sino que es presente, porque, al menos jurídicamente, sigue siendo el fundamento actual y operante (por estructura y no sólo por génesis) de la España constitucional realmente existente de hoy. Ocurre en las realidades históricas lo mismo que ocurre en las realidades orgánicas: el pretérito (por ejemplo, el representado por los esqueletos de los primates homínidos) sigue existiendo en el presente: la estructura del esqueleto de un primate no es algo que esté dado en el pasado, en un museo, sino algo que está presente en cada uno de los esqueletos de los individuos humanos vivientes.

Pero como, según hemos dicho, la España constitucional de 1978 presupone a su vez una España realmente existente anterior a la Constitución formal, el presente histórico queda indefinido: España existe en 1978, pero también antes, por ejemplo, en 1931, año en el que se proclamó la Constitución de España como «República de trabajadores de todas clases». Y una vez iniciado el proceso de recurrencia histórica, el regressus histórico, ¿cuándo habrá que detenerlo, puesto que obviamente no cabe pensar en un regressus indefinido, que nos llevaría a una España increada, «eterna»?

Si practicamos el regressus de Constitución a Constitución (de 1978 a 1931, de 1931 a 1876, de 1876 a 1869, de 1869 a 1845, de 1845 a 1837, de 1837 a 1812), ¿habrá que detenerse en 1812, en la Constitución de Cádiz, que es la primera Constitución de España, en la que además se habla de la Nación española, y, por cierto, englobando en ella a todos los españoles que viven «en ambos hemisferios»?

Pero a su vez, la Constitución formal de 1812 requiere también el reconocimiento de una Constitución real (systasis) de la España que en las Cortes de Cádiz proclamó la Constitución, a través de la cual, formalmente, se redefinía a España como Nación política. Por lo tanto, la pregunta «¿desde cuándo existe España?» queda abierta, hasta que no se determine la fecha, o la franja de fechas de su origen.

La existencia histórica de España ha de entenderse como una existencia ininterrumpida

Sin embargo, y aun manteniendo indeterminado el origen, la precisión según la cual la proposición «España existe» sólo puede significar «España existe ininterrumpidamente desde su origen hasta ahora» es una precisión necesaria, cualquiera que sea la época asignada, aun convencionalmente al origen.

Y es necesaria si queremos salir al paso, o sencillamente desmarcarnos, por de pronto, de todos aquellos que entiendan la existencia, en general, como una existencia interrumpible o intermitente. Al margen de la cuestión sobre si tiene sentido suponer la posibilidad de una «existencia intermitente» (la existencia de un ser que, como el «Mundo» del obispo Berkeley, desaparece o deja de existir cada vez que dejamos de percibirlo, y reaparece y vuelve a existir al volverlo a percibir), lo cierto es que la idea de una «existencia intermitente» actúa de hecho, no sólo en los obispos metafísicos idealistas, sino también en muchos politólogos o historiadores, en general, y en los politólogos e historiadores españoles, cuando hablan sobre España, en particular.

La célebre definición que Renan dio de la nación -«un plebiscito cotidiano»- podría considerarse en efecto como una aplicación del principio idealista y metafísico de la «existencia intermitente» -la idea cartesiana de la «conservación» del mundo material como una «creación continuada en cada instante»- a la «duración real» de una nación histórica. Es como si la duración real, a lo largo del tiempo histórico, de una nación, por ejemplo, de la Nación francesa surgida de la Revolución de 1789, fuese sometida a una descomposición en miles de unidades circadianas, cuya concatenación posterior nos devolviera a la duración real. (Acaso Renan se hubiera pensado dos veces su definición de haber conocido la crítica que Bergson hiciera años después al «pensamiento cinematográfico», que ofrece la apariencia de la duración real de un movimiento por su reconstrucción mediante sucesión de secuencias de imágenes fijas inmóviles.)

Si aplicamos la definición de Renan a la Nación española, incluso si su existencia la circunscribiésemos al intervalo 1978-2005, habría que concluir que la existencia de España durante este intervalo es una existencia ininterrumpida, a lo largo de más de ocho mil, ochenta mil u ochocientas mil unidades, es decir, durante los instantes que median entre un «plebiscito intencional» y el del día siguiente. Si Renan o sus discípulos respondieran que su «plebiscito diario» es sólo un modo de abreviar la idea de un «plebiscito continuo» (que habría de tener lugar a lo largo de las horas, de los minutos y de los segundos de cada día), sin interrupción alguna, habría que decirles a su vez que, en tal supuesto, deberían retirar la palabra «plebiscito», o mantenerla en el terreno de la más inofensiva metáfora literaria y no ya por razones derivadas de su dificultad (o imposibilidad) tecnológica.

Un plebiscito continuo, en el que cada decisión de un pueblo puede reiterarse, modificarse, es decir, ponerse en tela de juicio en cada segundo, no sería un plebiscito. Un plebiscito político constitucional implica planes y programas calculados, no ya a escala de segundos o minutos, ni de días, ni de meses, ni de años: la Nación tiene dimensiones seculares. Y por eso un plebiscito desaparece en el límite de la serie de los intervalos cada vez más estrechos, como desaparece la línea al ser dividida sucesivamente en partes y alcanzar los puntos adimensionales. Una Nación no es un plebiscito cotidiano, como tampoco una recta es una suma de puntos, que no son otra cosa sino el límite de la sucesiva división de esa recta en segmentos. Porque la Nación no resulta de un plebiscito, aunque se llame «fundacional» (¿cómo podría fundar una Nación el cuerpo electoral del plebiscito que resulta precisamente de esa Nación?). Es verdaderamente peligroso que los politólogos o constitucionalistas confundan las metáforas brillantes con los conceptos.

También es cierto que el esquema de la «existencia intermitente» no suele ser aplicado, por historiadores o políticos, a escala circadiana, lo que no quiere decir que no podamos ver la presencia de este esquema en las cabezas de muchos ciudadanos que no son historiadores o politólogos. Por ejemplo, se ajustan a este esquema quienes, apelando a las virtualidades abiertas por internet, defienden la posibilidad y la conveniencia de un plebiscito permanente, en la forma, por ejemplo, de referendos continuos sobre asuntos de interés común -valoraciones de planes y programas sobre autopistas o sobre alimentos transgenéricos, valoraciones de gestión…-; referencias cuyos resultados quedarían reflejados diariamente en la pantalla, del mismo modo a como se reflejan diariamente las cotizaciones de las bolsas internacionales o las audiencias de los programas de televisión.

También se ajustan a este esquema quienes consideran un «absurdo democrático» que una Constitución que fue aprobada antes de que ellos tuvieran la edad de votar (por ejemplo, hace diecinueve, o veinte, o treinta años…) pueda serles impuesta como «ley fundamental democrática». ¿Por qué hemos de aceptar -dicen- una Constitución que aprobaron nuestros abuelos, nuestros padres o nuestros hermanos mayores? ¿Es que no podemos votar una Constitución a nuestra medida? ¿No se están arrogando el derecho (nuestros abuelos, padres o hermanos mayores) de haber decidido en nuestro nombre?

Sin duda, este argumento tendría potencia suficiente para dinamitar la «teoría democrática de la Constitución democrática», si hubiese un mínimum de lógica interna entre los demócratas fundamentalistas-constitucionalistas. Y de este argumento se deduciría necesariamente la necesidad de acudir al esquema de la existencia intermitente (por lo menos durante el periodo de interregno constitucional) si no a escala de días, sí a escala de lustros.

En cualquier caso, los historiadores suelen utilizar el esquema de la existencia intermitente, si no a escala de días, de lustros o de generaciones, sí a escala de épocas históricas, o sencillamente de intervalos históricos que juzguen pertinentes para cada sociedad política. «España existió, como Hispania, en la época del Imperio romano.» Pero esta Hispania, se dice, dejó de existir a consecuencia de las invasiones bárbaras, en nuestro caso, de las invasiones vándalas, suevas o visigóticas. Volvió a existir España gracias a la política de los visigodos, especialmente de Leovigildo; sólo que la España visigoda ya no podría considerarse como una misma realidad histórica que podamos atribuir a la Hispania romana (San Isidoro, Isidoro de Hispalis, por ejemplo, dice Américo Castro, «escribía con conciencia de ser visigodo»).

Pero si es distinta, ¿cómo puede decirse que fue España la que existió una vez como España romana y otra vez como España visigótica? Decir que se trata de una existencia intermitente ¿tiene más sentido que decir de algo que es un círculo cuadrado? Si España (Hispania) dejó de existir con las invasiones bárbaras, ¿cómo mantenerla, como sujeto de su renacimiento, con los visigodos? Porque lo que permanece «sustancialmente» ya no será España, sino otra cosa. Otra cosa que tampoco permitiría llamar «españoles» a los celtíberos o tartesios o saguntinos, como los llamaba Ortega, comentando la observación de Aníbal cuando decía que los celtíberos, tartesios y saguntinos «carecían de necesidades» (Ortega, por cierto, también llamó sevillano a Trajano).

Y otro tanto habría que decir de los historiadores que hablan de la desaparición de España (por ejemplo de la España visigoda) como consecuencia de la invasión sarracena. España dejó de existir y pasó a significar la parte de la Península ocupada por los moros (que por
cierto, llamaron Al Andalus  a la Hispania que ellos iban ocupando). Quienes, sucesores acaso de lo visigodos junto con otras tribus aún no bien romanizadas o visigotizadas, y otras poblaciones hispanorromanas, se enfrentaron a los musulmanes no se llamaban a sí mismos «españoles» (salvo más tarde en algunas partes de Cataluña), sino «cristianos». En el Poema del Cid hacia 1140, aunque se habla de España, no se habla de «españoles» sino de gallicianos, leonese , castellanos y «francos» (es decir, catalanes). Según demostró Paul Aebischer, el término «español» es un provenzalismo -en romance debiera haber producido «españuelo»-, cuya primera expresión escrita, según Rafael Lapesa, podría fecharse en un documento de 1194 suscrito por un clérigo de Toledo, un «domno Español».

Sin embargo ¿quiere esto decir que la existencia de España se hubiera interrumpido con la invasión mahometana? Lo que se interrumpió ¿no fue sólo el nombre de sus habitantes cristianos, pero no lo habitantes mismos? En todo caso el nombre de Hispania no desapareció. Lo constatamos en el Himno a Santiago durante el reinado de Silo (774-783) en la Crónica de Alfonso III

Otra vez, el esquema de la «existencia intermitente» nos demuestra su rudeza, y nos exigiría hablar de Renacimiento (en un sentido literal) de esa existencia, en lugar de hablar de Reconquista.

La existencia ininterrumpida no correspondería a España sino, en todo caso, a «las Españas»

Sin embargo, los historiadores de la «escuela intermitente» -que podrían llamarse también de la «escuela palingenésica»- se inclinarían a ver en los siglos medievales de la península Ibérica, si no ya una España interrumpida o discontinua en el tiempo, sí una España intermitente o discontinua en el espacio, por ejemplo, la España de los cinco reinos sucesivos, que impedirían hablar de un Reino de España. En su lugar cabría hablar de «las Españas», cuya existencia individual ya podría reconocerse como ininterrumpida desde tiempos anteriores a la venida de los romanos a España hasta la fecha (¿acaso los arévacos, los tartesios, la cultura de Breogán, los vascones, los layetanos, los berones… no siguen existiendo ahora en las Comnunidades autónomas de Castilla-León, de Andalucía, de Galicia, del País Vasco, de Cataluña o de La Rioja?).

En suma, dirán, durante los siglos VIII al XV España no existe sino, a lo sumo, en la forma de la «entelequia imperial» (por ejemplo, la entelequia del título de Alfonso VII, Imperator hispaniarum). Y por ello, añadirán, sólo podrá decirse que «España» comienza a existir (de nuevo, o por palingenesia) en la época de los Reyes Católicos, y esto con muchas restricciones, al menos en cuanto al nombre (que es el terreno que pisan los filólogos: «Quienes concurren a formar los ejércitos imperiales no se llaman españoles, sino castellanos, aragoneses, navarros…»; «aún en 1625, en la época del Conde Duque, aparecen corno extranjeros los aragoneses, entre quienes figuraban los catalanes y los valencianos»).

Sin embargo, la España que los Reyes Católicos habrían puesto en existencia habría sido también muy efímera, porque los mismos reyes que la proyectaron comenzaron a destruirla, en el momento en que obligaron a exiliarse a los judíos; y esta labor de destrucción se habría prolongado con la expulsión de los moriscos. Los Reyes Católicos y sus sucesores, los Austrias (Carlos I, Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II), destruyeron la España de Fernando III, la «España de las tres culturas», incluso la España de los comuneros, enterrándola en aventuras locas que la desangraron (y entre ellas, los historiadores más progresistas cuentan tanto a la Inquisición como a América y a Flandes).

Esta ideología negra -por cuanto se nutre, en gran medida, de la Leyenda Negra- se mantiene viva en las corrientes de la izquierda española anticlerical (unas veces krausista, otras masónica, a veces socialdemócrata, casi nunca marxista). La percibimos en La Catedral de Blasco Ibáñez, o incluso en el discurso de Azaña en las Cortes Constituyentes (sesión de 27 de mayo de 1932, en la que se continuaba el debate sobre el Estatuto de Cataluña): «La unidad española, la unión de los españoles bajo un Estado común -decía Azaña, a la sazón presidente del Consejo de Ministros- la vamos a hacer nosotros, y, probablemente, por primera vez; pero los Reyes Católicos [ni la monarquía española en general] no han hecho la unidad española, y no sólo no la hicieron, sino que el viejo rey [se refiere a Fernando el Católico, no propiamente a Alfonso XIII, que también] hizo todo lo posible por deshacer la obra en que consiste su gloria, y por deshacer la unidad personal realizada entre él y su cónyuge, y además, por dejarnos envueltos en una odiosa guerra civil».

Según esto, si España volvió a existir, aunque débilmente, con los Borbones, a partir del siglo XVIII, dejó de existir también por su culpa con ocasión de la invasión napoleónica de 1808. Resucitó en la Constitución de Cádiz, aunque inmediatamente perdió la mayor parte de su cuerpo electoral transatlántico. Volvió a recuperarse en la Primera República y, sobre todo, en la Segunda. Ahora es cuando Azaña podía decir, en 1932, que la unidad española, la unidad de los españoles, iba a lograrse por primera vez en la historia.

Pero otra vez esta España emergente, la España que trajo la Segunda República, volvió a recibir otro golpe mortal, el que le asestó Franco. España, según pensaban (y siguen pensando) muchos, dejó de existir, y sus despojos o bien fueron encerrados en cárceles franquistas o tuvieron que ir a existir fuera, en el exilio.

Gracias a la tenacidad heroica de las izquierdas del exterior, y del interior, España resucitó de nuevo (pues una nación sin libertad es una nación muerta), es decir, volvió a existir, recuperó la libertad, de acuerdo con el esquema palingenésico, en 1978. Esquema que aquí, por cierto, sólo puede ser aplicado con gran violencia, porque los cuarenta años de Franco (aun computados desde la perspectiva de las izquierdas antifranquistas) no son, ni pueden ser de hecho interpretados como años de inexistencia de España, por dos razones principales: 1ª) porque si se apela a la «tenacidad heroica» de la clandestinidad, tendrá que reconocerse también que España, en una de sus partes más significativas, seguía viva y no había muerto; 2ª) porque, sea franquista o antifranquista el historiador, no puede olvidar el hecho central de que la resurrección de España, tal como se produjo en 1978, fue un resultado necesario de la evolución de la España de Franco, evolución encabezada por el propio Franco cuando nombró sucesor suyo, a título de Rey, a don Juan Carlos de Borbón; también fueron decisivos en la transformación hombres como Adolfo Suárez, uno de los puntales del régimen franquista, y que de secretario general del Movimiento pasó a ser primer presidente del Consejo de Ministros de la nueva España democrática.

España, no «las Españas»

La existencia de España no estuvo por tanto interrumpida en el intervalo 1936-1978. En este intervalo España se mantuvo viva, porque en ella, acabada la Guerra Civil, se dieron las transformaciones económicas y sociales que, al iniciar el estado del bienestar -Seat 600, piso a plazos, Seguridad Social- que elevó a España al noveno lugar de los países desarrollados, hizo posible la metamorfosis de los partidos y sindicatos revolucionarios en partidos y sindicatos socialdemócratas y socialpopulares, ya fuera bajo el nombre de partidos socialistas, ya fuera bajo el nombre de partidos comunistas, o de partidos populares, todos los cuales juraron la Monarquía constitucional. Y España mantuvo viva su continuidad en el terreno social y político, si tiene algún sentido afirmar que las instituciones fundamentales de la nueva democracia -desde los Sindicatos y la Corona hasta los ferrocarriles y las universidades- fueron configuradas en el seno mismo del régimen franquista.

En resolución, si para reformular la pregunta «¿Desde cuándo existe España?» partimos del supuesto de que España existe, es porque admitimos también que esa existencia ha de entenderse como existencia global, continua e ininterrumpida, y no intermitente, como pide la «metodología palingenésica». Una existencia continua e ininterrumpida desde el tiempo en que determinemos su origen, que tomamos como referencia de esa existencia.

La existencia de una realidad de naturaleza procesual o histórica (un organismo animal o una sociedad política) ha de entenderse, en efecto, corno una existencia ininterrumpida, a lo largo de su duración. No podemos admitir que un mismo animal, cuya vida dura treinta, cuarenta o cien años, haya muerto varias veces y haya resucitado otras tantas, porque ya no sería el mismo animal, como «realidad sustancial» (en el sentido del actualismo). Una realidad sustancial que no la entendernos al modo de la metafísica de la sustancia, corno sustrato inmóvil y uniforme que permanece «igual a sí mismo» sin perjuicio de los «cambios accidentales» que puedan tener lugar en su superficie. (En nuestro caso, la «sustancia eterna» sería algo así corno el «sustrato celtibérico» que se mantendría idéntico a sí mismo, unas veces disfrazado de ciudadano romano, incluso de emperador romano, otra veces de filósofo cordobés o musulmán, otras veces disfrazado de conquistador de México, de Perú o de Flandes, y por último otras veces actuando como guerrillero en las partidas de la guerra de la Independencia, o bien en las partidas formadas por los «huidos» o por los maquis al terminar la guerra de 1936-1939.)

La continuidad en la existencia de una misma realidad sustancial, como habría de serlo la española, no tiene por qué ser de índole metafísica, sino positiva, como lo es la realidad reconocida por el sustancialismo actualista. La continuidad actualista sustancial de una realidad procesual que está dada en una duración es ante todo la propia de una continuidad causal, muy próxima a lo que los biólogos llaman «autocatálisis evolutiva», derivada de la concatenación de las partes que se determinan unas a otras en círculo causal. Aplicada esta idea de continuidad actualista a la existencia de España, como realidad histórica, tendremos que decir que la existencia de España, en los momentos de crisis en los que parece haber desaparecido su existencia, no habrá podido interrumpirse, si es que se admite una «recuperación» posterior a la crisis.

No será la existencia de España lo que se ha interrumpido, sino alguna de las partes de su cuerpo, de sus instituciones. Pero en los intervalos de crisis no cabe hablar de interrupción o corte absoluto. Incluso en los cortes aparentemente más profundos (y que algunos, como Américo Castro, percibían como radicales, al menos en el terreno de la historia cultural, como sería el caso del «corte» entre la Hispania romana y la visigótica), la concatenación actualista de unas partes con otras partes, dadas en la misma realidad histórica, podrá dar lugar a efectos de novedad, gradual casi siempre, pero tan notable como pueda ser la transformación, por ejemplo, del latín vulgar en romance, o bien la transformación del cristianismo niceno imperial en el cristianismo arriano visigótico, y de éste, a su vez, en cristianismo romano.

Con la expresión «las Españas» pueden, por tanto, designarse muchas cosas; pero para atenernos, dentro del marco de nuestra argumentación a la Nación política española, tendremos en cuenta que en la Constitución de 1812 «las Españas» tiene como clara referencia los territorios de América, de Asia y de África. (El artículo 179 establecía que «El Rey de las Españas es el Señor Don Femando VII de Borbón, que actualmente reina», y el capítulo I, «Del territorio de las Españas», en su artículo 10 decía: «El territorio español comprende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes: Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las Islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África. En la América septentrional: Nueva España con la Nueva-Galicia y península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su gobierno».)

Por tanto, interpretamos que España, por antonomasia, tiene como referencia la Península, islas y territorios adyacentes.

El «presente ficción» necesita una «historia ficción»

En cuanto al segundo supuesto de la pregunta «¿Desde cuándo existe España?», nos limitaremos a indicar cómo este supuesto no es otro que el que conocemos, aunque sea de un modo muy oscuro y confuso, corno el contenido, el quido la esencia, o consistencia de España, es decir, la unidad y la identidad de aquello cuya existencia estamos suponiendo. En rigor, la cuestión sobre si algo existe no puede plantearse al margen de toda cuestión sobre la unidad y la identidad de los contenidos de aquello que existe.

No puede plantearse, en efecto, la existencia de «algo» cuya esencia o consistencia sea totalmente desconocida, una X absoluta. Y no se puede plantear, porque entonces esa X tanto podría ser una realidad desconocida (o incognoscible) como la «misma nada». Sólo cabe hablar de existencia de lo «absolutamente desconocido» en términos del límite de una serie de preguntas por un «algo» que cada vez fuera más desconocido o indeterminado. En este límite, el sujeto (al menos el sujeto gramatical) del predicado gramatical «existe» quedaría, por hipótesis, desvanecido, lo que hará imposible referir esa existencia, predicada gramaticalmente, a ningún sujeto.

De otro modo, si tiene sentido suponer que existe «algo» es porque sobreentendemos que este algo no es desconocido enteramente; por lo menos debe mantener algún tipo de coexistencia con otras realidades, ya determinadas, y entre ellas, desde luego, los cuerpos de quienes preguntan, o el mundo en el que estos cuerpos viven. Este algo desconocido, cuya existencia presuponemos, debe ser, por lo menos, una realidad material, capaz de influir sobre nuestros cuerpos o sobre nuestro mundo. Y este conocimiento tan sumario ya nos permitiría una mínima determinación de ese algo.

Ahora bien, en el caso de las realidades no procesuales o atemporales (por ejemplo, las matemáticas), las cuestiones de génesis, por tanto, las cuestiones de evolución o de historia, pueden ser completamente disociadas de las cuestiones de estructura. Puedo establecer la estructura del teorema de Pitágoras sin preguntarme por la trayectoria que siguió mi mano al dibujar las figuras del triángulo: basta que éstas estén dadas o existan en un plano presente. Puedo establecer el estado de energía potencial de una masa que he elevado a cien metros sobre el suelo, siguiendo cualquier trayectoria, sin que las trayectorias seguidas intervengan en la ecuación de estado correspondiente.

Pero en el caso de las realidades históricas u orgánicas, las cuestiones de génesis ya pueden formar parte de las cuestiones de estructura. Esto se constata ya con evidencia en Biología, como hemos dicho antes. La estructura anatómica de un animal no puede ser segregada de sus fases embriológicas, ontogenéticas o filogenéticas. No cabe remitir estas cuestiones a un «pretérito cámbrico», dado in illo tempore y separado de los organismos del presente. Porque la estructura de los organismos en el presente es, en gran medida, la misma estructura viviente del pretérito, que sigue en el presente, a la manera como los dinosaurios no permanecen sólo en los esqueletos que se exhiben en los grandes museos: siguen existiendo hoy día transformados en palomas o en urracas.

En el caso de las realidades históricas, las cosas se plantean de un modo similar. La existencia de España, en el presente, implica la realidad y la existencia ininterrumpida, como hemos dicho, de una España dada en el pretérito. Por ello la España histórica no es, en su totalidad, una realidad pretérita que pueda ponerse en un mundo fantasmagórico que sólo puede ser contenido de una «memoria histórica» colectiva («dejémonos de historias»). Al menos en la medida en la cual esa España pretérita está sirviendo para definir el contenido, esencia o consistencia de la España actual (mutatis mutandis habrá que decir lo mismo de otras «Comunidades históricas»).

Porque sólo podemos y debemos «dejarnos de historias» cuando las historias sean imaginadas o fingidas, y aun en este caso servirán para demostrar la conexión general entre génesis y estructura; o bien, cuando, aunque siendo reales, sean irrelevantes, o incluso contradictorias con la estructura del presente. En este caso, es cierto, se intentará sustituir las historias irrelevantes por otras fantásticas, que es lo que hacía Sabino Arana describiendo la supuesta «batalla de Arrigorriaga», del año 870, cuyo héroe, un tal Jaun Zuría, resultaba ser hijo de Culebro, un duende, y de una princesa escocesa a quien, mientras dormía, Culebro habría dejado preñada; o bien lo que hacen los catalanes que celebran la Diada, como si la Barcelona enfrentada a Felipe V no hubiera comenzado aclamando al archiduque Carlos como rey de España.

Pero las energías que se utilizan para inventar historias, con el objetivo de definir al presente que importa, demuestran que el pasado histórico está viviendo en el presente, y que cuando el presente no tiene una justificación clara por sí mismo, necesita también proporcionarse un contenido, una historia, aunque sea falsificada: tan falsificada como su presente.

La necesidad de apelar a una historia, aunque sea una historia ficción, demuestra, en todo caso, que no es posible definir un presente histórico al margen de su pretérito. Es decir, que no cabe dar por cierto que la España realmente existente de hoy sea una creación ex nihilo de quienes «se dieron a sí mismos la Constitución de 1978».

Y esta intrincación de la historia del presente, intrincación que estamos intentando explicar a partir del «trámite de definición» del contenido o consistencia de la realidad histórica presente cuya existencia se postula, se advierte claramente en los debates hoy planteados sobre las «comunidades históricas» y sobre la «deuda histórica». El 30 de junio de 2005, el candidato a la presidencia de Galicia por el conducto del Bloque Galega, señor Quintana, que había perdido las elecciones con un notable descalabro, pero que gracias a su coalición con el señor Touriño, del partido socialdemócrata gallego, logró alcanzar «democráticamente» el gobierno de coalición, manifestó su voluntad de «pedir a España» la satisfacción de la «deuda histórica» que, según él, España tiene contraída con Galicia, deuda fundada «en el atraso económico y marginalidad de Galicia» atribuida al Estado español.

¿De qué Estado español histórico habla el Bloque Galego? ¿Del Estado de los Reyes Católicos? ¿No suelen decir los políticos más radicales, que representan a las «nacionalidades históricas», que España no existía en aquel reinado, y que únicamente existía allí una unidad de familias reales, unidas por matrimonios de conveniencia, antes que una unidad política? Además, ¿por qué no computar al menos, en el cálculo de esa deuda histórica, el Hostal que los Reyes Católicos edificaron en la plaza del Obradoiro? Si Asturias utilizase, de este modo tan ridículo, el concepto de «deuda histórica» podría reclamar también al «Estado español» las prestaciones debidas a las «víctimas de terrorismo islámico», pero ahora no ya a las víctimas asturianas del 11-M, sino a quienes sacrificaron su vida en la batalla de Covadonga.

La historia está intrincada en el presente histórico, pero cuando este presente es definido en términos reales y no fantásticos. El supuesto presente de la «nación catalana», en nombre de la cual la clase política está impulsando la reforma de su Estatuto, es un presente ficción: una encuesta del verano de 2005 denuncia que sólo un cinco por ciento de quienes viven en Cataluña están interesados en esta reforma; y éste es el motivo por el cual la ficción del presente tiene que ser complementada con la ficción de la historia. Fantásticas son, por ejemplo, la marginación, la colonización o la explotación de Galicia, o de Asturias por el «Estado español». Y sólo cuando definimos el presente real, libre de fantasías repugnantes, la historia que necesitamos para apoyar esa realidad deja de necesitar ser historia ficción. Historias ficción que, imbuidas a través de una tenaz labor pedagógica ejercida sobre los niños y los jóvenes gallegos, vascos o catalanes (labor pedagógica sufragada por los fondos públicos administrados por cada Comunidad), podrá dar lugar a unas visiones tan irreales corno fanáticas, pero no menos activas en su proceso de fabricación de la realidad capaz de transformar la posible convivencia de los españoles en una convivencia de orates. Y cuando esos ilusos fanáticos disponen además de armas, la convivencia comienza a ser peligrosa. Dicen que dijo Indalecio Prieto durante la Guerra Civil: «A nada temo más que a un batallón de requetés recién comulgados».

La pregunta «¿Desde cuándo existe España?» no tiene una respuesta unívoca

La pregunta por el origen se hace desde la plataforma del presente que nos interesa vivir

La respuesta a la pregunta «¿Desde cuándo existe España?» depende de los supuestos, premisas o principios que estén inspirando a quien la formula, y tanto, desde luego, si nos referimos a los supuestos relativos a la existencia de España, como si nos referimos a los supuestos relativos a su esencia o consistencia, a su unidad y a su identidad.

Dos metodologías posibles

Los supuestos que se refieren a la existencia de una Sociedad política en el presente (por ejemplo, los supuestos que se refieren a proposiciones tales como «España existe») requieren dar las coordenadas históricas de esa existencia de referencia. Por ejemplo, el supuesto de que «España existe» puede tener como referencia el presente actual (por ejemplo, el intervalo 1978-2005); pero también podría tener como referencia un presente histórico, pongamos por caso el siglo XIII o el siglo XVI.

Si partirnos de la existencia de España en la actualidad del presente político (1978-2005) y una vez definidos los grados de unidad y los criterios de identidad desde los cuales asumimos el supuesto de existencia actual de España, tendremos que ir regresando en el tiempo histórico hasta determinar otro presente histórico en el cual pueda decirse que España ya existe como tal, y no sólo como una futura España. A partir del presente actual tendremos a su vez que ir regresando, y tras alcanzar el siglo XIII, pongamos por caso, continuar después hasta el momento -¿las cuevas de Altamira? ¿la Edad del Hierro? ¿Atapuerca?- en el que la existencia de España se nos desvanezca. Pero además tendremos que progresar hacia el futuro perfecto (es decir, a la posterioridad del presente histórico de referencia), a fin de reconstruir las transformaciones que en ese intervalo histórico experimentó esa existencia de España.

Por descontado, cualquiera de estos métodos está abierto; pero aquí preferimos el que parte del presente, como referencia, regresando hacia el pretérito, para después iniciar el progreso hacia el futuro perfecto (es decir, el futuro relativo al estado inicial presupuesto, un futuro que se supone ya dado en la historia positiva).

Propiamente el círculo descrito por estas fases de regreso (desde el presente actual hasta el «tiempo del comienzo») y las del progreso (desde los tiempos originarios hasta el tiempo presente) podrían comenzarse partiendo desde su final, o partiendo desde su principio o comienzo, siempre que no se olvide que este comienzo ha sido determinado desde su final.

El «diálogo» presupone el consenso, no se deriva de éste

Los otros supuestos tienen que ver, como ya hemos dicho, con la unidad y la identidad de la España cuya existencia, en momentos determinados del tiempo histórico, sea tomada como referencia. No es lo mismo atenernos a una definición de la unidad de España en términos sociales o políticos que atenernos a la definición de su identidad establecida según criterios determinados (identidad global o particular, identidad genérica o específica con otras culturas, etc.). Las respuestas a la pregunta acerca del comienzo de España, según los contenidos considerados, no tienen por qué ser siempre las mismas; pero lo que nos importa es distinguir las respuestas que, aun distintas, por su enfoque, pueden ser compatibles, y las respuestas que son incompatibles entre sí.

Se trata, sobre todo, de determinar el lugar en el que se origina aquella incompatibilidad que, obviamente, hará imposible cualquier «diálogo de consenso». La imposibilidad del diálogo deriva de la imposibilidad del consenso. Cuando quien debate advierte que sus respuestas son incompatibles con los supuestos del adversario, y las posiciones irreductibles, entonces la coexistencia pacífica entre los dialogantes sólo puede tener lugar mediante actos de transigencia o tolerancia cuya vía más segura es la abstención ante cualquier circunstancia que implique reproducir los debates. Es decir, la orientación a hablar de otra cosa, por tanto, a interrumpir el diálogo, a cambiar de conversación. Y cuando esto no sea posible, el diálogo también quedará interrumpido, acaso por una confrontación más violenta. Que algunos considerarán «irracional», como si la racionalidad sólo existiera en el diálogo habermasiano, cuando, por hipótesis, hemos supuesto que el diálogo es imposible. Otros dirán que el conflicto deriva del enfrentamiento de la «razón» con la «voluntad» (o el sentimiento) de quien no quiere aceptar mis respuestas. Pero en realidad el conflicto deriva de que los contendientes no parten de los mismos supuestos, premisas o principios. Y lo que es más grave, de que no pueden compartirlos, porque estos supuestos no se asumen en función de una «intrínseca racionalidad», sino en función de intereses y prejuicios contrapuestos, que acaso tienen su racionalidad propia. El conflicto en las respuestas deriva, en suma, no tanto del conflicto de voluntades irracionales, en principio, sino del conflicto entre «racionalidades» (por tanto, voluntades) que acaso tienen la misma dirección, pero un sentido contrario.

Quien, partiendo metodológicamente de la existencia de España como unidad, en cuanto Nación política, tal como esa unidad está representada en el artículo 2 de la Constitución de 1978, tenga la voluntad racional de mantenerla en el futuro, tenderá a retrotraer el comienzo de esa unidad lo más atrás posible del tiempo histórico, puesto que cuanto mayor «espesor histórico» se atribuya a la unidad nacional, mayores argumentos podrá utilizar para mantenerla en el futuro.

Quien, partiendo también de la existencia de España como unidad nacional representada en la Constitución, no tenga sin embargo, y acaso también racionalmente, esa voluntad de mantenerla en el futuro, sino, por el contrario, de descomponerla en naciones políticas soberanas (Cataluña, «Euskalherría», Galicia… ) tenderá a acogerse a respuestas orientadas a acortar el comienzo histórico de esa unidad de España a fechas muy recientes.

Lo único que puede resultar de esta confrontación de voluntades, que se canalizan en un diálogo supuestamente racional y neutro, es una reafirmación de las posiciones irreductibles, y la apelación a las consecuencias que en otros órdenes (económicos, sociales, etc.) y en el futuro puedan derivarse de las respuestas asumidas. Pero como las consecuencias en el futuro sólo pueden alcanzar algún grado más o menos alto de probabilidad, tampoco podrán ser tomadas como criterios de decisión para dirimir el conflicto sobre el origen. Sólo quedará acogerse a la «dialéctica de lo hecho», sin que pueda decirse que, en lo que a la cuestión de España concierne, sea «más racional» inhibirse de toda acción. ¿O es que hay que considerar «más racional» (a veces más sabio) a la conducta del individuo que se inhibe cuando otro le arrebata lo que considera suyo que al individuo que resiste, o incluso ataca (con las letras -las leyes- o con las armas, si las letras son insuficientes) para mantener «su propia identidad»?

Cuestiones sobre el origen de la unidad de España y sobre el origen de su identidad

En cualquier caso, lo que sí podríamos extraer de estos diálogos imposibles (en nuestro caso, sobre el origen de la existencia de España es la evidencia de que las argumentaciones que en ellas se enfrentan suelen arrastrar, en completa confusión, los componentes más diversos del proceso. Al exponer una determinada respuesta a la pregunta sobre el comienzo de España, será difícil distinguir las cuestiones de unidad y las de identidad.

Por ejemplo, Américo Castro rechaza, con la «razón antropológica» en su mano, la creencia que tantos españoles tienen de considerarse «casi como una emanación del suelo de la Península Ibérica»; y mete en el mismo saco, rotulado con esta creencia en lo «autóctono», tanto a quienes ven a los artistas de las cuevas de Altamira como españoles precursores de Picasso, como al padre Mariana, cuando decía, en el siglo XVI, que Cartago envió a Sicilia dos mil cartagineses y otros tantos soldados españoles; o a Pericot cuando dice, en 1952, que el reino de Tartesos constituye una de las raíces más profundas de la España de todos los tiempos. Sin embargo, las críticas que Américo Castro termina utilizando son más bien de índole lingüística que antropológico cultural, al defender la tesis de Aebischer que ya hemos citado, según la cual el adjetivo «español» no puede aplicarse con rigor a quienes vivieron en la península Ibérica con anterioridad a la invasión musulmana.

Todo esto es, sin duda, cierto. Pero ¿puede deducirse de ahí que España y los españoles sólo comenzaron a existir en el siglo XII o, a lo sumo, en el siglo XI? Sería puro idealismo subordinar el origen de la unidad existente de España al lenguaje. El lenguaje común, el español no es una mera «seña de identidad», ni es sólo un rasgo distintivo de los españoles (frente a los franceses o a los ingleses); es un agente de la unidad actualista de España, y por ello, a la vez que agente, un efecto de esa unidad.

Pero el término «español», que comienza a aparecer en el lenguaje escrito o hablado en el siglo XII, es un indicio claro de algo nuevo; esta novedad no podrá considerarse como meramente lingüística. Se apoyará en novedades reales previas, que percibimos desde plataformas distintas. Novedades, porque efectivamente no cabe retrotraernos a los orígenes del tiempo histórico de España como si estos orígenes fuesen una «emanación del suelo de la Península». Pero sí que hay que retrotraerlas a la realidad de alguna unidad ya conformada (por el entorno romano -de donde procede el término «hispanus»- y después visigótico) y, sobre todo, por la confluencia a la cual se vieron obligados las diferentes partes en las que fue re-partida la unidad del reino visigodo entre los invasores musulmanes, cuando aquellas partes se veían solidariamente unidas en su lucha frente a un enemigo común, en el momento de tratar de recuperar su identidad.

En el origen de España está la voluntad expansionista («imperialista») de alguna de las partes que resultaron de la invasión sarracena.

Una recuperación que no se bastaba con una reconquista de lo que ya antes había poseído; la reconquista era el primer paso obligado, pero que tenía que ser rebasado por una voluntad imperialista, fundada no tanto en una mímesis del imperio islámico, cuanto en el propio componente cristiano (católico) de la nueva monarquía asturiana, componente que habría tenido que subrayar esta monarquía para poder enfrentarse a los mahometanos. Los cristianos llamaban «grandes» a sus más altos señores, no ya tanto porque los musulmanes llamasen así (akabora, ad-daulati) a los grandes hombres de su reino, sino porque los hombres más notables de los cristianos, como pudiera serlo Alfonso II, eran católicos, y se creían con más derecho que los mahometanos a llamarse «grandes».

En su origen, España no comienza a partir del desarrollo de algunos «núcleos de resistencia» al invasor musulmán, sino a partir de núcleos expansionistas o imperialistas.

La unidad conformadora de España fue, según esto, desde el principio, una unidad expansionista (imperialista). En modo alguno la unidad que se circunscribe a su «membrana», para resistir a los ataques musulmanes. Los reyes de Oviedo fueron precisamente quienes conformaron este tipo de unidad expansionista (imperialista) sobre la cual se moldearían más tarde la unidad y la identidad de España: cuando el reino de Alfonso I el Católico, el de Alfonso II el Casto y el de Alfonso III el Magno fue creciendo y cuando se expandió a través de Alfonso VI y Alfonso VII el Emperador, hasta el punto de que pudo comenzar a ser percibido, desde fuera (etic), desde Provenza, como una realidad formada no por hispani, sino por españoles.

Pero esta unidad conformadora, así moldeada por los nuevos hechos, sólo pudo llevarse a término porque pisaba sobre una realidad conformada previa, a saber, la unidad lograda por los visigodos y, antes aún, por los romanos. Ninguna «Historia de España» puede comenzar sin ellas. La Hispania romana, o la visigoda, no son prehistoria de España.

Según esto, sólo podemos considerar como una verdad a medias la tesis de que «España comienza a existir durante el intervalo que se extiende desde el siglo VIII al XII». A lo sumo, en estos siglos, la unidad de España comienza a existir como unidad proyectada hacia nuevas identidades, como una «metodología imperialista» (imperial) que se mantendrá a lo largo de los siglos XIII al XVI, y se continuará tras la toma de Granada, por África, América y Asia.

No podría decirse que España comenzó a existir, en términos absolutos, en esta época. España, aún con el nombre de Hispania, y, como unidad conformada, existía ya hacia finales de la república romana. Era una España que todavía no lo era «formalmente», desde el punto de vista político, pero sí materialmente; en un sentido parecido a como decimos que un niño de seis años todavía no tiene formalmente (es decir, jurídicamente, socialmente, incluso psicológicamente) la personalidad que alcanzará en su juventud, y, mejor aún, en su madurez; pero, sin embargo, la personalidad juvenil o adulta sólo podría ser resultado de la individualidad del niño cuya impronta determina en gran medida las formas del adulto.

La «futura España» comenzó como unidad conformada por Roma y con una identidad romana en proceso que irá consolidándose (calzadas que unen las ciudades, desde Tarragona a Astorga, desde Mérida a Gijón; instituciones similares, idioma de comunicación cada vez más extendido) hasta alcanzar el punto en el que casi todos los ciudadanos de la Península, y no sólo algunos distinguidos, en la época de Caracalla, llegaron a ser ciudadanos romanos.

Los visigodos no destruyeron esta unidad, tan alabada por san Isidoro, por ejemplo; pero sí destruyeron su identidad romana, en cuyo ámbito Hispania (las Hispanias, la Citerior y la Ulterior, la Bética, la Lusitania, la Tarraconense) ocupaba un puesto equiparable en rango al que ocupaba la Galia, Libia, Italia o Grecia… Con los visigodos, Hispania dejará de ser una diócesis o distrito más del Imperio romano (junto a la Galia, Germania y otras). Se desvinculará políticamente de Roma, para vincularse, al menos teóricamente, a Constantinopla. Y se distanciará de la Galia, una vez que se haya liberado del lugar que ocupaba como diócesis de Diocleciano. Su identidad será ahora la identidad cristiana, y a través de esa identidad, el reino visigodo, una vez traspasada su «fase» cesaropapista. arriana (fase en la que recaerán los reinos europeos protestantes, siglos más tarde), volverá, desde Recaredo, a vincular a España con la Roma del papa católico.

Pero en el ámbito de esta nueva identidad, la Hispania visigótica mantendrá su unidad, precisamente a través de su identidad principalmente mediante la Iglesia hispánica con capital en Toledo. Los visigodos, desde Galia, llenarán la península Ibérica a la manera como una corriente de agua va llenando una inmensa cuenca cerrada en la que desemboca, pero sin intención de desbordarla (sino, a lo sumo, desalojando de su ámbito a otros «compañeros de viaje» que también habían entrado en esa cuenca: alanos, suevos, vándalos). Precisamente por esto, por esa circunscripción en la «cuenca peninsular», en la Hispania visigótica no puede aún reconocerse la España posterior; porque la España posterior se reconocerá como incapaz de permanecer circunscrita al perímetro de la península Ibérica.

Y, sin embargo, solamente la unidad y la identidad de la España visigótica podrá constituir la materia imprescindible sobre la cual se conformará España cuando su unidad y su identidad reciban definición propia.

El núcleo originario de España se conforma en Asturias, con los reyes de Oviedo

El proceso mediante el cual la España visigótica comenzó a transformarse en una España embrionaria, pero ya realmente existente (y resultante precisamente de esa transformación), no fue un proceso «interno», es decir, una «evolución» de la propia España visigótica (por ejemplo, resultado de una dialéctica entre godos e hispanorromanos). Fue un proceso determinado, sin negar la importancia de tal dialéctica, desde el exterior peninsular; a saber, por la invasión musulmana de comienzos del siglo VIII. Los invasores musulmanes destruyeron, en muy pocos meses, la unidad política del reino visigodo. Y esa destrucción hubiera significado el final definitivo de la España visigótica, que habría sido transformada al recibir una identidad totalmente nueva e inesperada, que ya no tendría nada que ver con Roma o con Constantinopla, sino con Damasco: la identidad islámica, impulsada por la expansión imperialista de los hijos de Mahoma.

Y sobre todo, habría significado el término definitivo de la «futura España» (desde cuya plataforma hablamos ahora), si no hubiera sido porque en Asturias (y no en Navarra o en Cataluña) lograron rerganizarse los restos visigodos (el duque de Cantabria, Pelayo, etc.) con las tribus más o menos romanizadas o visigotizadas de las montañas y valles del Norte, constituyendo primero, después de Covadonga (718), una suerte de «Jefatura», y casi inmediatamente un reino, el reino de Alfonso I el Católico. Un reino que dejó inmediatamente de asumir la función de mero «punto minúsculo de resistencia» ante el invasor musulmán, para constituirse como un proceso de «contraataque» continuado que años más tarde se llamará Reconquista (Alfonso I desbordó en seguida la cordillera Cantábrica, inició las razias hacia León y Palencia y extendió sus alas hacia Calicia y Bardulia).

Ocurre como si la pérdida de la unidad de Hispania hubiera determinado muy pronto su figura como un proyecto de unificación que había que reconstruir, sin duda, pero sin necesidad de mantenerse limitado en la «cuenca peninsular», por la que se había extendido el reino visigodo que había sustituido el poder romano que mantenía la unidad de Hispania. La unidad de Hispania, al haber sido destruida por el islam, sólo podía ser reconstruida desde otra identidad, aquella que fuera capaz de contrarrestar al Imperio islámico. Una identidad que, por cierto, también procedía de fuera de Hispania, es decir, no «emanada» de su suelo. Y esta identidad sólo podía haberla encontrado en la cristiandad católica, pero asumida como empresa propia de quienes acababan de perder la unidad de Hispania.

En este proceso cobra un significado singular la fundación de Oviedo por Alfonso II, un rey que formaba parte ya de una dinastía que había comenzado a extender sus territorios, y según un estilo arrasador (se han comparado algunas veces las talas e incendios que Alfonso I hizo en León, para lograr un desierto estratégico que defendiera su reino de los invasores mulsulmanes, con procedimientos similares a los utilizados por Alejandro Magno). La fundación de Oviedo como capital de un reino ya existente, pero con proyectos que desbordaban su fronteras iniciales puede considerarse como un caso típico de fundación de una «ciudad imperial», situada en el centro estratégico de las grandes coordenadas de la época, la línea de oeste a este y la línea de norte a sur. Una ciudad imperial equivalente por tanto a Alejandría, a Constantinopla, a Roma, y después a Toledo, a través de la cual seguía proyectándose la sombra de Constantinopla y de Roma.

Ya en la época del rey Mauregato (783-789) se escribe el célebre Himno a Santiago (un Santiago cuyo sepulcro sería «inventado» desde Oviedo por. Alfonso II, juntamente con el Camino que conducía a él, y que tuvo en este rey a su primer peregrino). Un Himno, probablemente compuesto por Beato de Liébana que ve a Santiago como caput refulgens aureum Ispaniae.

La idea de la Re-conquista define con precisión el proceso mediante el cual España comienza a existir como entidad política, con identidad plena, pero con unidad no fija sino en expansión constante e indefinida en virtud precisamente de su identidad católica, universal. Una expansión que debería recuperar, ante todo, la cuenca ibérica ocupada en su mayor parte por los sarracenos, pero sin tener que detener e al llegar a sus límites, porque su identidad le impulsará a desbordarlos, incluso cuando el islam, siglos después haya sido arrojado del último reducto de la «cuenca», el Reino de Granada.

El impulso expansionista del origen, en el siglo VIII, se renueva en el siglo XVI

Será preciso desbordar los límites peninsulares, seguir acorralando a los mahometanos en África, y aun tratar de «cogerlos por la espalda» en la ruta del Poniente hacia las Indias, que Colón venía proponiendo a los Reyes Católicos por aquellos años. No puede olvidarse, sin incurrir en anacronismo, que esta razón estratégica es la que movió a los Reyes Católicos para apoyar el proyecto de Colón. De hecho, y tras el inesperado «descubrimiento de América» (que Colón seguirá confundiendo con las indias orientales, con la China o con el Japón), la vuelta al globo terráqueo pudo darse por primera vez, y Elcano pudo recibir de Carlos I una divisa, en la que figura la Tierra con la leyenda Primus cirumdedisti me. Fue desde España, por tanto, desde donde partió la primera globalización, y en su sentido más literal, si recordamos que «globo» es, según nos dice Cicerón, la traducción latina del término griego sphairos (esfera).

España comienza a existir formalmente (es decir, con una identidad y una unidad en expansión indefinida, con la que se reconocerá durante los siglos posteriores) a partir del momento en el que los reyes de Oviedo asuman en serio el nuevo ortograma estratégico cuya expresión simbólica más ceñida es la del Imperio universal. Una expresión simbólica -porque simbólico era el imperio mismo, como simbólica era la unidad futura que la Reconquista habría de comenzar- pero presente a lo largo de los siglos corrientes: desde Aldephonsus [III] Hispaniae Imperator, hasta Alfonso VI, Imperator totius Hispaniae; desde Alfonso VII el Emperador y Alfonso VIII hasta Alfonso X el Sabio, empeñado, durante toda su vida, en «el fecho del Imperio». Una unidad, como hemos dicho, que, desde el principio, no se circunscribía a la Península (no podría definirse la Reconquista como una empresa de restauración del reino gótico perdido), sino que implicaba ya, en su mismo ortograma, su desbordamiento. En el Cantar del Cid se mira ya en serio a África.

A medida que el proceso de «recomposición católica» (expansionista, imperialista) va creciendo y consolidándose gracias a la convergencia de los diferentes reinos peninsulares (en principio organizados como meros «baluartes de resistencia»), en un objetivo común, el proceso, en fase aún muy primeriza de ejecución, comienza a ser percibido por los vecinos y, ante todo, desde la Galia, por los provenzales. De aquí saldrá, como ya hemos dicho, la denominación que esas gentes comenzarán a dar a quienes venían ejercitándose en la Península en tan singular propósito: «los españoles» (y los primeros que fueron vistos como españoles fueron obviamente los más próximos a ellos, los catalanes). Los españoles, como tales, ya existían formalmente como conjunto de pueblos y de reinos que confluían en un propósito común inmediato: recuperar las tierras que los musulmanes habían ocupado a los reyes visigodos.

¿Desde cuándo existe España? Sin duda, al menos desde la perspectiva que hemos asumido, España existe ya formalmente desde los Alfonsos de Oviedo. Ciudad en consecuencia, que exige su reconocimiento como «ciudad histórica más antigua de España» y capital no propiamente de un territorio que pudiera ponerse en correspondencia con el de la actual Aturias (cuyos límites no estaban ni siquiera dibujados) sino con un territorio de límites indefinidos que se iban extendiendo constantemente con el transcurso de la décadas. Y esta existencia se consolida en los reyes de León y de Castilla. La existencia de esta España no tiene por supuesto, la estructura o consistencia de una ación política. Hasta muchos siglos después no hubo aciones políticas; las naciones que existían en estos siglos no eran Naciones políticas, sino naciones étnicas, castas, estirpes integradas en general en sus correspondientes reinos o imperios.

La España que va formándose en los siglos medievales no tiene la unidad de una Nación política, ni tampoco la de un reino; tiene la unidad de un Imperio.

España existía, pues, desde el siglo VIII, pero no como Nación política, ni tampoco como un reino. Era más bien una «comunidad de reinos» que durante siglos, actuaron guiados por un ortograma objetivo, preciso y convergente (que daría lugar a incesantes conflictos): detener la invasión musulmana pero, sobre todo atacarla a la contra recuperando los territorios perdidos. Perdidos por cierto, no por los nuevos reinos (que nada podrían haber perdido porque aún no existían), sino perdidos en un horizonte que se dibujaba por detrás de ellos. Y se dibujaba con más nitidez ante unos reinos que ante otros. Ante Alfonso X, por ejemplo, mejor que ante Jaime I, cuando le «cede» Murcia (lo que hubiera sido impensable en sentido recíproco); o cuando la Generalitat de Barcelona, a mediados del siglo XV, ofrece la corona catalana a Enrique IV de Castilla a fin de librarse de la tiranía de Juan II de Aragón. Es decir, los que «ceden» lo hacen ante los reyes que utilizaban el título de «Emperador».

Como símbolo insuperable de lo que estamos diciendo, quisiéramos tomar una batalla que fue decisiva para la Reconquista, la batalla de las Navas de Tolosa. Allí están, formando triángulo o trinidad, los reyes hispanos cristianos: Alfonso VIII el Emperador, rey de Castilla, en el vértice del triángulo; y los reyes de Aragón y de Navarra en los flancos. Las tropas europeas que habían acudido a la batalla se retiraron antes; el rey provisional de León, Alfonso IX, en Babia. El «triángulo cristiano» avanza en las Navas de Tolosa hacia la «media luna» formada por el ejército musulmán, y la desbarata.

¿Puede decirse que en 1212 existe ya España? Insistimos: no como Nación política, no como reino, pero sí como una «comunidad de reinos» hispánicos cristianos, entretejidos en la cúpula y muchas veces, «por encima de la voluntad» de algunos, por relaciones de parentesco, y con un vínculo político muy débil, si se quiere, pero no por ello de menor poder simbólico: el vínculo creado en torno al título de Emperador. Y con un idioma que va haciéndose en cada momento que pasa, un idioma entendido por todos, el idioma ligado a la dinastía de los Alfonsos emperadores, y que llegará a ser el español. Ya en la corte de Fernando III el Santo, el hijo de Alfonso VIII, se compone El libro de los doce sabios (y tanto da que los filólogos digan que está escrito en alfonsí, o que está escrito en castellano: es un libro que lo puede entender sin traducir cualquier español de nuestros días que lo lea).

Estos reinos irán integrándose, cada vez con más fuerza, primero en los «Reinos Unidos» de los Reyes Católicos; en seguida en la Monarquía hispánica de Carlos I, de Felipe II…, es decir, cuando la unidad de España se consuma desde la identidad de una Monarquía católica, universal; cuando el español se convierte en la lengua del Imperio, en expresión de Nebrija.

La convergencia, a escala peninsular, de los reinos medievales que se mantenía por el «atractor» de la Reconquista (al margen incluso, como hemos dicho, de la «voluntad» de alguno de estos reinos: nuestra perspectiva es materialista) se consuma cuando ésta termina, pero se reproducirá, a escala mundial, por el «atractor» de la ConquistaEntrada en América.

¿Quién podría atreverse a decir con fundamento, salvo un canalla disfrazado de historiador, que España no existe plenamente -en la superposición de su unidad en expansión y de su identidad de monarquía católica universal- ya a comienzos del siglo XVI? Su unidad no es la de una Nación política, pero sí la de una nación histórica, resultante de la fusión o confusión, más o menos intensa, de las diferentes naciones étnicas, estirpes, gentes, o castas que se agrupaban en los reinos. Esta nación histórica irá progresivamente consolidando una lengua común cuyo canon gramatical estableció Nebrija, precisamente el mismo año del Descubrimiento. Esta nación histórica no tiene, es cierto, un correlato jurídico político; pero España es entonces tan real o más como pudiera serlo más tarde, en el nuevo régimen de 1812, la Nación política española. Ricote, a quien ya hemos citado, uno de aquellos moriscos que tuvo que marcharse de su lugar, «por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba», le dice a Sancho: «Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural» (II, 54).

«Memoria histórica» y olvido histórico

Y esto es lo que quieren olvidar tenazmente los políticos secesionistas y los historiadores a su servicio (incluso los que se creen, lo que todavía es peor, en «la vanguardia de la ciencia»), cuando pretenden negar la existencia de España en la Edad Media, y aun en la Edad Moderna, fijándose únicamente y anacrónicamente, en los componentes jurídicos políticos y aun burocráticos que debiera tener como Nación política o como Estado. Olvidando que aunque Felipe II o Felipe III… siguieran llamándose reyes de León, o de Castilla, o de Aragón…, España, como nación histórica (equivalente en extensión, aunque no en definición jurídica, a una Nación política) ya existía. Y no entendiendo que, si en 1624 el conde duque de Olivares, en su llamado Gran Memorial, se atreve a exhortar a Felipe IV a hacerse «Rey de España» es porque España ya existía como Nación histórica. El mismo Conde Duque quiere transformar esa nación española -de la que ya hablan los de fuera y los de dentro- en una «nación comercial, en una nación industrial» (aunque sería un anacronismo suponer que también deseaba transformarla en una Nación política).

El más duro golpe que sufrió la unidad de España desde la identidad hispánica fue sin duda el golpe que le asestó Napoleón. La invasión francesa abrió el camino, desde luego, a la reconfirmación de España como Nación política; pero muy pronto fue despedazada como Imperio, y este despedazamiento culminó en 1898 con la secesión de Cuba y Filipinas.

A partir de esta fecha comenzarán a tomar forma política, en serio, los movimientos secesionistas en la Península. A partir de 1931 se presentarán en público, en el Parlamento español, los nuevos pueblos que aspiran a ser Naciones políticas, Estados. Décadas después recibirán la denominación de «nacionalidades autónomas». En la España de Maragall-Rovira, o de Ibarreche-Otegui-Madrazo, en la España en la que muchos españoles comienzan a aborrecer hablar en español, e incluso comienzan a aborrecer ser españoles, la unidad y la identidad hispánica comienzan también a peligrar de nuevo, en beneficio de una identidad europea en la que muchos esperan también encontrar la posibilidad de que la unidad de España quede definitivamente disuelta.

La voluntad de secesión de las «naciones étnicas» españolas no hace sino continuar el proceso de descomposición de la Nación española constituida en 1812: las ratas abandonan el barco cuando creen percibir que comienza a zozobrar.

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