Charles V / Carlos V

2000 International Congress. Carlos V y la quiebra del humanismo político en Europa (1530-1558): Madrid, 3-6 July 2000

The idea of Empire and humanism / La idea del imperio y el humanismo 

VOLUME I 

Empire and political relationships / Imperio y relaciones políticas 

Charles V and the Low Countries / Carlos V y los Países Bajos 

Charles V and the moriscos / Carlos V y los moriscos 

VOLUME II 

Institutions and power elites / Instituciones y élites de poder 

VOLUME III 

Art and culture / Arte y cultura 

VOLUME IV 

The Indies during the reign of Charles V / Las Indias durante el reinado de Carlos V

Religiousness and Inquisition / Religiosidad e Inquisición

Economical and financial aspects / Aspectos económicos y financieros

Final – Don Quijote, espejo de la Nación Española

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con el último capítulo que lleva por título:

DON QUIJOTE, ESPEJO DE LA NACIÓN ESPAÑOLA

Contra la interpretación de Don Quijote como símbolo de la solidaridad universal, de la tolerancia y de la paz

Año 2005. Se celebra en toda España el cuarto centenario de la publicación de Don Quijote (cuya impresión ya estaba terminada en diciembre de 1604). Y esto corrobora, evidentemente, la tesis que hemos mantenido en el cuerpo de este libro, acerca del carácter transparente, a la cultura española, de todas las regiones y «culturas» de España. Centenares de conferencias, pronunciadas en todas las ciudades y capitales de las autonomías, «históricas» o «sin historia», concursos, nuevas ediciones, lecturas públicas (colectivas o individuales), exposiciones, talleres e interpretaciones de toda índole: psiquiátricas (Cervantes habría descrito admirablemente el «síndrome de Capgras»), éticas (Don Quijote es la fortaleza y la generosidad), morales (Don Quijote simboliza, en la época moderna, las virtudes del estamento caballeresco de la época feudal), o bien símbolo de valores estrictamente literarios (la novela moderna), o de valores con implicaciones políticas (¿valores europeos?) o, más aún, valores universales, que convierten a Don Quijote en un símbolo del Hombre, de los Derechos Humanos, de la Tolerancia y de la Paz: «Don Quijote es patrimonio de la Humanidad.»

A las interpretaciones políticas de Don Quijote pacifista y tolerante se han adherido especialmente las autoridades, a la sazón socialistas, del «lugar» en el que vivió Alonso Quijano, el «Caballero de la Mancha», como se le llama. A saber, un lugar transformado en Comunidad autónoma, denominada Castilla-La Mancha, con capacidad legal para promulgar una Ley 16/2002 «del IV centenario de la publicación de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», en la que, considerando que «Don Quijote es un símbolo de la humanidad y un mito cultural que la Mancha siente honrosamente como suyo», busca crear una «Red de Solidaridad que, apoyándose en el valor de una lengua común, trabaje en la consecución de la igualdad y el desarrollo de todos los pueblos, fundamentalmente a través de la educación y la cultura», para contribuir al «desarrollo social, cultural y económico de Castilla-La Mancha (…) a fin de fomentar y difundir los valores universales de justicia, libertad y solidaridad que el Quijote simboliza» (artículo 1).

José Bono, presidente de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha al promulgarse esta Ley, fue nombrado, después del 11-M, Ministro de Defensa. Un rótulo que traduce, en las democracias de ideología pacifista, los rótulos de los antiguos Ministerios de la Guerra, aunque el Ministro de Defensa actual y los Ministros de la Guerra no democráticos, entendieran de las mismas cosas: cañones, misiles, acorazados, helicópteros y, en general, en la sociedad industrial, armas de fuego (en modo alguno, lanzas, espadas y yelmos de Mambrino). Su pacifismo, tan poco quijotesco, le ha llevado a pedir en este 2005 que se retire la palabra «guerra» de la Constitución española de 1978: no ha llegado a pedir la disolución del Ejército, si bien, acaso para justificar la intervención del Ejército español en Afganistán, parece que el gobierno socialista pretende, después de la retirada de las tropas del Irak, transformarlo en una especie de Cuerpo de Bomberos sin Fronteras dispuesto a ir a Afganistán para vigilar los incendios que puedan producirse casualmente en el periodo electoral de esa nueva proyectada democracia.

Ahora bien, no tenemos por qué entrar aquí en el debate sobre el alcance político que puedan tener los proyectos de justicia, paz perpetua, diálogo, tolerancia y solidaridad de los gobiernos democráticos fundamentalistas que conmemoran a Don Quijote y lo representan a su imagen y semejanza. Pero sí nos parece necesario concluir que si pretenden seguir manteniendo su pacifismo y solidaridad universal, tendrán que retirar la «devoción» a Don Quijote. Porque Don Quijote no puede en modo alguno tomarse como símbolo de solidaridad, paz y tolerancia. Que sigan con su política pacifista y antimilitarista, pero que no utilicen el nombre de Don Quijote en vano y en falso.

Y si Don Quijote es símbolo de algo, no lo es de la «solidaridad universal», ni de la «tolerancia». ¿Qué solidaridad mantuvo Don Quijote con los guardias que llevaban encadenados a los galeotes? Su solidaridad con los galeotes no puede ser llamada universal, por cuanto implicaba la insolidaridad con los guardias. Si Don Quijote es símbolo de algo, lo es de las armas y de la intolerancia. Ni siquiera tolera Don Quijote que, en su presencia, Maese Pedro represente con sus títeres una historia, la de Melisendra, que está a punto de ser capturada por un rey moro: como esto es inadmisible, Don Quijote saca su espada, la emprende a mandobles con el teatrillo y destruye «toda la hacienda» del titiritero. ¿Y quién concibe a Don Quijote desarmado? En el último capítulo, es cierto, Don Quijote «cuelga sus armas», a la manera como el fraile «cuelga sus hábitos»; pero mientras que para el cura o el fraile colgar los hábitos suele significar el renacimiento hacia una nueva vida, en la que su barragana quedará elevada a la condición de esposa, para Don Quijote, colgar las armas significa el paso que le conduce inmediatamente a la muerte.

Don Quijote no es símbolo autogórico

Don Quijote es un símbolo o, por lo menos, puede ser interpretado como símbolo, al menos si admitimos la discutible distinción (procedente de Schelling) entre símbolos autogóricos y símbolos alegóricos.

Los símbolos autogóricos son los que «se representan a sí mismos» y Don Quijote ha sido representado, y aún sigue siéndolo muchas veces, aún sin llamarlo así, como un símbolo autogórico de su propia figura imaginaria. Como símbolo autogórico, o conjunto de símbolos autogóricos, interpretan el Quijote quienes lo ven como una obra estrictamente literaria, «inmanente», sin más referencias que sus propias figuras imaginarias. Figuras imaginarias que se agotarían poblando un «imaginario» social. Pero ese «imaginario» no está constituido por representaciones e «imágenes mentales» (que son los contenidos de esas «mentalidades» estudiadas por los «historiadores marxistas» que se acogieron hace unos años a la llamada Historia de las mentalidades) sino por «imágenes reales», físicas, por ejemplo las que dibujaron ya en los siglos XVII y XVIII, Antonio Carnicero, José del Castillo, Bernardo Barranco, José Brunete, Gerónimo Gil, Gregorio Ferro; o en el XIX, José Moreno Carbonero, Ramón Puiggarí, Gustavo Doré, Ricardo Balaca o Luis Pellicer; y en el XX Daniel Urrabieta Vierge, Joaquín Vaquero, Dalí o Saura, por no contar también a los innumerables dibujos de los Quijotes para adultos o para niños, comics, películas, representaciones teatrales.

Ampliando discretamente el campo de la «inmanencia literaria autogórica», cabría citar también, dentro de este campo de los símbolos autogóricos, a las habituales interpretaciones del Quijote como obra literaria dirigida contra otras obras literarias, los libros de caballerías. Es decir, contra los caballeros andantes de papel, y no contra los caballeros reales, como pudieron serlo Hernán Cortés, o Don Juan de Austria, bajo cuyas banderas militó el propio Cervantes.

Interpretaciones «autogóricas» que podrían apoyarse en las palabras que el ventero dirige contra el cura (I, 32), cuando arremete contra esos libros mentirosos, llenos de disparates y devaneos, que matan el interés por los relatos de héroes históricos reales, tales como Gonzalo Hernández de Córdoba o como Diego García de Paredes: «¡Dos higas para el Gran Capitán y para ese Diego García que dice!», exclama el ventero, por cuya boca creen algunos que está hablando el propio Cervantes.

No negamos sentido a estas interpretaciones literarias (inmanentes) del Quijote; lo que sí ponemos en tela de juicio es la legitimidad de considerar como símbolos a los símbolos autogóricos que, a lo sumo, constituyen un caso límite de la Idea de símbolo, límite en el que el símbolo cesa de serlo, como cesa de ser causa la causa sui. Porque un símbolo, en cuanto figura alotética, dice precisamente relación a referencias distintas del propio cuerpo del símbolo. Y ello porque las referencias del símbolo han de ser también corpóreas: cada parte del anillo fragmentado que se entrega a cada partícipe principal de la ceremonia, es símbolo de la otra parte; el Credo es «Símbolo de la Fe» porque cada grupo de fieles que recitan versículos suyos, remite a los fieles que recitan los sucesivos, y de este modo la comunidad de los fieles configura una comunidad viviente, que es una parte real de la Iglesia militante.

Desde luego Don Quijote no es un símbolo autogórico, en el sentido más literal en el que, según Clarín, era, para el Magistral de Pas el versículo «y el verbo se hizo carne». «¿Creía don Fermín en este versículo?» En rigor, en lo que don Fermín creía (decía Clarín) era en las letras rojas que estaban escritas en un tablero dispuesto en el altar y que decían: «Et verbum caro factum est.» Las figuras, interpretadas como símbolos estrictos, alegóricos, nos remiten a referencias extraliterarias, a figuras reales, a figuras de la historia civil, política o social.

Don Quijote, ¿es una historia clínica?

En esta línea, suponen algunos intérpretes que en la figura de Alonso Quijano, Cervantes querría haber representado algún individuo real, que él pudo conocer directamente, o a través de algún amigo o escritor.

La referencia real de Don Quijote, según esto, sería Alonso Quijano, es decir, algún individuo de carne y hueso, pero afectado de un tipo específico de locura que Cervantes pudo conocer e «identificar» intuitivamente, sin ser médico o psiquiatra. Menéndez Pidal descubrió, en 1943, la figura de Bartolo, del sainete de Entremeses de los Romances; Bartolo era un pobre labrador que enloqueció de tanto leer el Romancero, y en quien Cervantes pudo haberse inspirado. Se cita también a don Rodrigo Pacheco, un marqués de Argamasilla de Alba, que enloqueció leyendo libros de caballería.

Los psiquiatras han tendido, como es natural, a interpretar a Don Quijote desde las categorías propias de su oficio. Desde el doctor Esquirol, en el siglo XIX, que interpretó a Don Quijote como un modelo de «monomanía» –él fue el inventor de este término– hasta el doctor Francisco Alonso-Fernández, que acaba de publicar una interpretación de Don Quijote según la cual ésta obra podría considerarse como una suerte de «historia clínica» de un sujeto afectado de un síndrome que Cervantes habría logrado establecer, ajustándose asombrosamente al síndrome que hoy es identificado como «autometamorfosis delirante». Un síndrome emparentado con los síndromes delirantes de Capgras, Frégoli y otros. En consecuencia, propone se considere como auténtico protagonista de la novela, no tanto a Don Quijote, sino a Alonso Quijano. En efecto (argumenta), fue Alonso Quijano quien padeció el síndrome delirante de identificación con un imaginario Don Quijote, que sólo existió en su mente; es Alonso Quijano quien logra curarse de su locura, gracias a las atenciones del bachiller Carrasco, del cura y del barbero, y a «una calentura que le tuvo seis días en la cama» (II, 74). Alonso-Fernández subraya cómo este incidente no pasó desapercibido «al perspicaz ojo clínico del eximio doctor Miguel de Cervantes Saavedra».

Hay que agradecer al doctor Alonso, gran amigo mío, su demostración de que Alonso Quijano padeció un síndrome que Cervantes logró describir con asombrosa puntualidad; lo que sólo se explicaría si admitimos que Cervantes había conocido y diferenciado casos específicos de locura (como también habría conocido y descrito la locura del licenciado Vidriera). Y en todo caso, ni Don Quijote ni Vidriera son puras «creaciones literarias».

Pero, ¿quiere esto decir que Cervantes se propuso como objetivo literario la «descripción clínica» de un tipo de delirio específico?

No necesariamente, si es que Cervantes estaba utilizando o aprovechando su descripción de un tipo de locura real como símbolo de otra referencia, a saber, acaso, la realidad de unas gentes de España (no de España misma, como muchos dicen) en la que los hombres, según muchos, habían enloquecido, porque iban a América, dicen algunos, o porque dejaban de ir (decimos otros). Porque iban a América en busca de El Dorado, o porque allí, evocando un libro de caballerías (Las Sergas de Esplandián) daban el nombre de California a un imaginario reino de las amazonas; o, en su momento, daban el nombre de Patagonia a las tierras en las que vivían hombres que les recordaban las tribus de salvajes monstruosos descritas en la novela de caballerías, El Primaleón. Más aún: cabría extender el simbolismo de la locura de Don Quijote a lugares que habría que buscar en España, y no en América, en Italia o en Flandes, en cualquiera de los lugares de la Mancha o de cualquier otra parte de España o Portugal en la que los fieles cristianos, en las iglesias, en las transformaciones del pan y del vino eucarístico, veían la carne y la sangre de Jesucristo. Cuando Don Quijote, al acuchillar los cueros de la venta, cree ver sangre derramada donde sólo hay vino, ¿no está intentando describir un género de delirio similar al de quien, tras las palabras de la consagración, se dispone a beber del cáliz un vino que se ha transformado en sangre?

Una cosa es que Don Quijote despliegue una serie de delirios que, lejos de ser meramente literarios, tengan una consistencia clínica (lo que ya nos obligaría a considerar a Don Quijote como una figura no autogórica, sino alotética) y otra cosa es que Cervantes se hubiera propuesto hacer (finis operantis) y, sobre todo, hubiera hecho (finis operis) la descripción anticipada de un síndrome delirante, padecido por un tal Alonso Quijano. Porque, ¿acaso Alonso Quijano no es él mismo una figura literaria? Sobre todo, ¿acaso no es el propio delirio sistematizado de Don Quijote aquello que es utilizado por Cervantes como símbolo de otras figuras reales, que precisamente no se consideraron víctimas de síndromes de Capgras o de Frégoli? ¿Y acaso las propias calenturas de los últimos días de Don Quijote, sin perjuicio de haber sido recogidas por el ojo clínico de Cervantes, no pueden simbolizar también las calenturas de España en unos años de profunda crisis?

Los delirios de Don Quijote, interpretados como símbolos alegóricos, tendrán como referencia, no a «locos de atar», que el psiquiatra ve en el hospital o en su consulta, sino precisamente a figuras históricas reales, que acaso pasan por ser figuras extraordinarias y aún heroicas. Otra cosa es identificar esas figuras y determinar el alcance que pueda tener la utilización, por Cervantes, de síntomas delirantes, como símbolos de ellos mismos.

El individuo y la pareja de individuos

Ahora bien, una figura humana, como sin duda lo es la figura de Don Quijote, nunca existe en solitario: una persona implica siempre a otras personas que se involucran las unas a las otras en coexistencia pacífica o bélica. De otro modo: el individuo, en cuanto existente, es un sinsentido, es una entidad metafísica y, por tanto, es ya simple metafísica el intento de interpretar a Don Quijote como símbolo de algún individuo aislado, ya esté cuerdo, ya esté loco. Un individuo, por sí mismo, no puede existir, porque existir es co-existir.

El individuo ni siquiera existe como tal cuando alcanza la condición de Rey o de Emperador. Por ello, la célebre clasificación de las sociedades políticas, de Aristóteles, en los tres géneros consabidos: monarquías, aristocracias y repúblicas, ha de considerarse como una clasificación propia de una ciencia política-ficción, sin perjuicio de que siga siendo nuestra referencia actual. No pueden distinguirse las monarquías de las aristocracias o de las repúblicas según el criterio aristotélico: o bien manda uno, o varios, o todos (o la «mayoría»). Y esto por la sencilla razón de que «uno» no puede mandar, porque no puede existir en cuanto tal «uno»: el Rey más absoluto no manda solo, sino como cabeza de un grupo.

El mínimo numérico de las personas coexistentes es el de dos; y acaso por ello alcanza un grado casi máximo de consenso universal la interpretación de las relaciones humanas desde el esquema dualista de las parejas (en especial de las parejas constituidas por individuos opuestos, ya sea según el género gramatical –masculino o femenino– ya sea según otros criterios de oposición: alto/bajo, tonto/listo, viejo/joven, gordo/flaco). Las personas, según esto, jamás estarán solas, sino emparejadas, y según pares de individuos que habrán de oponerse entre sí por diferentes y opuestos tipos de atributos. Y si los elementos de una pareja se consideran «iguales», la oposición entre ellos surgiría de su propia coexistencia, como ocurre por ejemplo con las situaciones enantiomorfas, en las que aparecen opuestas figuras iguales pero incongruentes, como ocurre con la incongruencia entre dos manos iguales pero de sentido opuesto (derecha e izquierda). Adán y Eva es el prototipo de una primera pareja, con oposición de género, pero acompañada de un cortejo variado de otros pares de oposiciones. Los dióscuros (Castor y Polux) fueron vistos, en la batalla del lago Regilo, montando en sus caballos blancos y luchando entre sí.

Desde el esquema dualista de la coexistencia, Don Quijote se ha considerado desde siempre asociado o involucrado con Sancho. El par «Don Quijote y Sancho», y las oposiciones más peculiares de atributos que entre ellos se establecen (señor/vasallo, caballero/escudero, alto/bajo, delgado/gordo, idealista/realista…) se considerará muchas veces reproducida en otras famosas parejas literarias, desde el par Sherlock Holmes/Watson, hasta el par Asterix/Obelix (que rompe alguna de las oposiciones de atributos consideradas como características, como la oposición leptosomático –alto, delgado– / pícnico –bajo, grueso–).

Ahora bien, hay razones muy serias para concluir que los esquemas dualistas son sólo un fragmento de estructuras más complejas. Adán y Eva, por ejemplo, es sólo un fragmento de la sociedad formada por ambos con sus hijos, Abel, Caín y Set. Don Quijote y Sancho suelen ser concebidos en función de oposiciones abstractas, tales como idealismo/realismo, o utópico/pragmático. Pero estas oposiciones fracasan en seguida: pues suponen que el «idealismo» es una suerte de disposición personal orientada a trascender el horizonte inmediato de la prosa de la vida, impulsando a las personas hacia el altruismo o la gloria, entonces Sancho no se opone a Don Quijote, porque también Sancho, desde el principio (y no en la Segunda parte, como se dice) está quijotizado, y acompaña a Don Quijote aventurándose en toda clase de peligros, y no sólo para adquirir riquezas (lo que ya sería suficiente, puesto que quien quiere adquirir riquezas poniendo su vida en peligro ya no es un idealista pragmático, en el sentido convencional), sino para elevar a un rango social superior a su mujer Teresa Cascajo. Sancho no es el tipo de villano que han concebido tantos historiadores villanos que ponen, como única motivación de los españoles que se alistaban a los tercios o a los galeones, la satisfacción del hambre (recordemos la película de Antonio Landa, La marrana).

Tiene para nosotros la mayor importancia advertir la incompatibilidad de los esquemas dualistas con los principios del materialismo filosófico, en la medida en que estos implican el principio platónico de symploké. Platón, en efecto, en el Sofista, establece las dos premisas que han de considerarse presupuestas en todo proceso racional: 1) Un principio de conexión entre unas cosas y otras: «si todo estuviese desconectado de las demás cosas, el discurso racional sería imposible»; 2) un principio de desconexión entre las cosas: «si todo estuviese conectado con todo, el discurso racional sería imposible.» Es preciso, por tanto, si queremos aproximarnos racionalmente a la realidad, presuponer que cada cosa no está conectada (por ejemplo, causalmente) con todas las demás, ni tampoco que está desconectada de todas las demás: es decir, es preciso presuponer que las cosas se encuentran entretejidas (en symploké) con algunas cosas, pero no con todas.

Pero cuando aplicamos a un grupo social dado (por ejemplo, el círculo de los individuos humanos) el esquema dualista de conexión, entonces la realidad se nos presentará como una pluralidad de parejas desconectadas entre sí (pues suponemos que los términos de cada par se refieren íntegramente el uno al otro). La conexión de los términos de cada pareja, en efecto, será completa internamente, tanto si cada individuo se considera correlativo al otro, como si se considera conjugado con él. Cada «par aislado» introduce una tal dependencia recíproca entre sus términos, que permite sea tratado como una unidad «monista», como un dipolo, tanto si sus relaciones son armónicas como si son dioscúricas. Por tanto, la realidad global se nos ofrecería como una multiplicidad compuesta por infinitas parejas entre las cuales sólo cabría reconocer interacciones aleatorias. Y en el supuesto en el cual el esquema dual se aplicase a un único par, coextensivo con la «realidad misma» (Ormuz y Arihman, entre los maniqueos; la diada Byzos/Aletheia entre los gnósticos; o el Yin/Yan entre los chinos), entonces ese «dualismo cósmico» equivaldría prácticamente a un monismo, y ello sin necesidad de que se contemplase la posibilidad de que uno de los términos del dualismo acabase venciendo o reabsorbiendo al otro. Sería suficiente que permaneciesen eternamente diferentes, aunque complementándose el uno al otro, o separándose el uno del otro, hasta la muerte («una de las dos Españas ha de helarte el corazón»).

Las tríadas

La estructura más elemental, compatible con el principio de symploké del materialismo filosófico, es la estructura ternaria. En una triada (A, B, C) los miembros estarán involucrados los unos con los otros, pero, al mismo tiempo, será posible reconocer coaliciones binarias [(A, B) (A, C) (B, C)] en cada una de las cuales queda segregado el tercer miembro, que, sin embargo, tendrá que mantenerse asociado al otro. La estructuración en triadas de cualquier campo constituido por individuos encierra además la posibilidad de que cada triada esté a su vez involucrada, a través de alguna unidad común, a otras triadas, dando lugar a eneadas (3×3) o a docenas (3×4), &c. El principio de symploké, en resolución, se cumple muy bien en pluralidades estructuradas en triadas, eneadas, docenas, &c. De esta pluralidad podrá ya afirmarse tanto la conexión (no total) de unas cosas con otras, como la desconexión (o discontinuidad) de unas cosas con otras, que seguirán su propio ritmo.

Por lo demás, la concepción de la realidad o de sus regiones en cuanto organizadas según esquemas ternarios, son tan antiguas como las concepciones organizadas según los esquemas binarios o dualistas. Baste recordar las célebres trinidades de los dioses indoeuropeos que Dumèzil puso de manifiesto hace años (Zeus, Heracles, Plutón), (Júpiter, Marte, Quirino), la «tríada capitolina» (Júpiter, Minerva, Juno) o sus transformaciones germánicas (Odín, Thor, Freya).

En la tradición cristiana, y más concretamente católica, a la que pertenece sin duda Don Quijote, la triada fundamental está representada por el dogma de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, «que del Padre y del Hijo procede» (en esto se diferencian los católicos romanos de los ortodoxos griegos, para quienes el Espíritu Santo viene a ser como una emanación del Padre, sin el concurso del Hijo). No es evidente que la trinidad católica sea un mero caso particular de las trinidades indoeuropeas.

En el cristianismo romano el dogma de la Trinidad fue constituyéndose paulatinamente, y probablemente la apelación al Espíritu Santo tuvo que ver con la misma constitución de una Iglesia universal, que no tenía parangón, según su estructura social, con las estructuras sociales conocidas por los griegos (como pudieran serlo la familia o el Estado). Sabelio sostuvo, bien que heréticamente, que el Espíritu Santo representaba a la Iglesia, como entidad femenina (la «Santa Madre Iglesia»); también es verdad que en algunas trinidades germánicas, uno de los miembros es femenino (Odín, Thor, Freya), aunque acaso por contaminación con el cristianismo, como lo probaría la fórmula litúrgica, calco de la cristiana: «En el nombre de Odín, de Thor y de Freya.» Pero sí es cierto que la trinidad de Gaeta, o la trinidad de la Peña de Francia (en Salamanca), a las que encomendaba Sancho a Don Quijote en el momento de descender a la cueva de Montesinos (II, 22) son manifestaciones de la Trinidad genuina del catolicismo (Padre, Hijo, Espíritu Santo).

Las tríadas del Quijote

Si nos decidimos a dejar de lado el esquema dualista de estructuración, que nos impone la asociación en pareja entre Don Quijote y Sancho, por fundamental que esta asociación sea (unas veces explicada por su complementariedad, otras veces por su conjugación: Don Quijote mantiene la unidad entre los distintos episodios de su carrera a través de Sancho; y Sancho mantiene la unidad entre los episodios de la suya a través de Don Quijote) entonces, la reestructuración trinitaria de las figuras del Quijote se nos manifiesta con fuerza, y esto independientemente de que Cervantes hubiera sido consciente de esta estructura: tanto más interesante sería el caso de una estructura objetiva que se impone «por encima» o independientemente de la voluntad del autor.

Lo cierto es que Don Quijote aparece siempre como un miembro de la trinidad (Don Quijote, Sancho, Dulcinea); lo que no quiere decir que los miembros de esta trinidad no estén a su vez involucrados en otras trinidades diferentes. Don Quijote, por ejemplo, forma también triángulo con su ama y su sobrina (II, 6). Sancho aparece siempre involucrado con su mujer, Teresa Cascajo, y con su hija; así también con el cura y el barbero (I, 26). Dulcinea, según su figura más real de labradora, se le aparece a Sancho montada en un asno junto con otras dos mujeres también labradoras. «Y sucedióle todo tan bien [a Sancho], que cuando se levantó para subir en el rucio vio que del Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara…», y poco después, cuando Sancho anuncia a su señor que ha visto a Dulcinea, «salieron de la selva y descubrieron cerca a las tres aldeanas. Tendió Don Quijote los ojos por todo el camino de El Toboso, y como no vio sino a las tres labradoras, turbose todo, y preguntó a Sancho si les había dejado fuera de la ciudad» (II, 10).

En cualquier caso, la «trinidad básica» en torno a la cual Cervantes parece moverse a lo largo de toda su obra es la constituida por Don Quijote, Sancho y Dulcinea. Si confrontamos, como desde nuestras hipótesis estamos obligados a hacerlo, esta trinidad con la Trinidad católica, se concederá que a Don Quijote le corresponde el papel del Padre; Sancho es el Hijo (al menos, así le llama una y otra vez su señor); en cuanto a Dulcinea habría que ponerla en correspondencia con el Espíritu Santo, que Sabelio interpretaba como entidad femenina, como la Madre Iglesia. En efecto, ¿cómo no reconocer que Dulcinea, como figura ideal, procede a la vez del Padre (Don Quijote) y de su Hijo (Sancho)?

Don Quijote concibe, desde luego, a la figura de Dulcinea, porque aunque su nombre real fue el de Aldonza Lorenzo, una moza labradora, hija de Lorenzo Corchuelo y de Aldonza Nogales, y de muy buen parecer (I, 25), y de quien él un tiempo anduvo enamorado, sin embargo nació, en cuanto Dulcinea, «por decreto» de Don Quijote, cuando a este le pareció bien darle el título de «señora de sus pensamientos». Pero fue Sancho quien también contribuyó al nacimiento y fortificación de la figura de Dulcinea, un moza de chapa, hecha y derecha, nada melindrosa, y teniendo mucho de cortesana: «¡Qué rejo que tiene, y qué voz!», dice Sancho a Don Quijote. «Ahora digo, señor Caballero de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse, que nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo.»

Y esta figura así concebida hubiera permanecido como una sombra de recuerdo meramente imaginario, si no hubiera sido por la industria que Sancho tuvo para encontrar a la señora Dulcinea, es decir, para establecer el vínculo entre la figura del recuerdo y algún correlato real, el que necesita re-anudarse, aunque no sea con la gallarda Aldonza, sino con una labradora carirredonda y chata (II, 10). De este modo resulta ser Sancho (y no ya la mente enferma y delirante de Don Quijote) quien, arrodillado, finge saludar a Dulcinea en la figura de la labradora chata y carirredonda, que Don Quijote, puesto de hinojos junto a Sancho, miraba también con «ojos desencajados y vista turbada», es decir, miraba a la labradora, a la que Sancho llamaba reina y señora. Y entonces la labradora, que había hecho la figura de Dulcinea, pica a su borrica con un aguijón, que en un palo traía; la pollina dio en correr prado adelante, de forma que Dulcinea dio en el suelo; «lo cual visto por Don Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, (…) y queriendo Don Quijote levantar a su encantada señora en los brazos sobre la jumenta, (…) le quitó de aquel trabajo, porque, haciéndose algún tanto atrás, tomó una corridica y, puestas ambas manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un halcón». Y dijo Sancho (a Don Quijote): «…es la señora nuestra ama más ligera que un alcotán y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mexicano!, (…) Y no le van en zaga sus doncellas, que todas corren como el viento.»

¿No es evidente que Cervantes, que ha querido demorarse en la descripción de la visión poética de la labradora que Sancho ofrece a Don Quijote, poniendo en primer lugar la agilidad de esta labradora que su señor estaba viendo, como para ocultar tras ella su cara carirredonda y chata que también Don Quijote había visto? En cualquier caso, la transfiguración de la figura de la labradora en Dulcinea no puede atribuirse a un proceso endógeno psicológico propio de un demente en pleno delirio alucinatorio. Don Quijote ve, no a Dulcinea, sino, reforzado por Sancho, a una labradora ágil (también chata y carirredonda). No padece, por tanto, en absoluto, alucinación alguna: ni siquiera esta labradora podría evocarle la Aldonza de su juventud. Y «te hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma». Cervantes parece tener aquí buen cuidado en subrayar que si Don Quijote relaciona a esta labradora con Dulcinea es por culpa de Sancho. Dulcinea se nos muestra aquí como asunto de fe, no de alucinación; de fe en la «autoridad revelante», que en este caso es Sancho, en cuya palabra Don Quijote confía y cree, cuando al salir de la selva las tres aldeanas, anunciadas como Dulcinea y sus doncellas, el caballero de la Triste Figura dijo:

—Yo no veo, Sancho –dijo Don Quijote–, sino a tres labradoras sobre tres borricos.
Y Sancho replicó:
—¡Agora me libre Dios del diablo! –respondió Sancho–. ¿Y es posible que tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor que me pele estas barbas si tal fuese verdad!
—Pues yo te digo, Sancho amigo –dijo don Quijote–, que es tan verdad que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo menos, a mí tales me parecen.

Por lo demás, la resistencia a ver el milagro de la transfiguración de la labradora en Dulcinea, milagro en el que Don Quijote ha de creer por la fe que le merece la autoridad de Sancho (en otras ocasiones tan crítico de las alucinaciones de su señor, ante los molinos de viento, ante los rebaños de ovejas…) no deja de recibir una «explicación teológica»: «Si yo no veo a Dulcinea en la figura de esta labradora, no es porque no lo sea, sino porque el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos, y no para otros, ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre.» Si los psiquiatras se empecinan en ver aquí delirio, habrían de agregar que no se trata de un delirio alucinatorio (la percepción de un labradora como Dulcinea) sino de un delirio de «racionalización teológica», orientado a explicar por qué esta labradora que veo no es la Dulcinea que Sancho dice ver; un delirio de racionalización teológica que los psiquiatras deberían también reconocer en la operación de Santo Tomás cuando pretende explicar por qué el trozo de pan, y el trago de vino que el consagrante está manipulando en el altar, son en realidad la transmutación milagrosa del cuerpo de Cristo invisible e intangible. ¿Y qué psiquiatra se atrevería a diagnosticar de loco a Santo Tomás de Aquino?

La locura de Don Quijote, como se demuestra por su comportamiento ante Aldonza Lorenzo, y ante la labradora anónima; pero también sobre todo, por su comportamiento ante los duques, que son los responsables de todos los «delirios» (en realidad engaños) que Don Quijote y Sancho experimentan en su compañía –incluyendo aquí a las escenas de Clavileño o a las de la ínsula Barataria– no son solo un proceso psicológico que hubiera afectado Alonso Quijano; es también, y muy principalmente, un proceso social, inducido por otras personas que rodean a Don Quijote, y que actúan como «genios malignos» engañadores cartesianos, aún teniendo al parecer voluntad de ayudarle, o simplemente de entretenerle. Genios malignos que actúan sobre Don Quijote, pero como contrafiguras de aquellos que actúan a través de Mefistófeles cuando va a presentarse ante Fausto: «Yo soy el espíritu que buscando siempre el mal hace siempre el bien.» Y en todo caso es gratuito atribuir la locura y el delirio a Don Quijote, reservando para Sancho la prudencia y el sentido común. Si Don Quijote se dice loco, porque emprende aventuras descabelladas, tan loco está Sancho que lo acompaña, y no en la primera ni en la segunda salida, sino también en la tercera. «Mirad, Teresa, –respondió Sancho–, yo estoy alegre porque tengo determinado de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere así mi necesidad.» (II, 5.)

El escenario del Quijote contiene tres tipos de referencias: unas «circulares», otras «radiales» y unas terceras «angulares»

Desde el presupuesto general de que la persona implica siempre pluralidad de personas, hemos tratado de delimitar la estructura de esta pluralidad de personas en la que se mueven los personajes del Quijote.

Y descartando, como metafísicas, las estructuras monistas (que atribuyen a la persona la situación originaria propia de una persona absoluta, solitaria, «sublime soledad», propia del Dios neoplatónico: «Sólo con el Solo»), así como también las estructuras binarias (dualistas, dioscúricas o maniqueas), hemos encontrado la conveniencia de operar, en el momento de interpretar a Don Quijote, con estructuras trinitarias entretejidas, de las cuales, en cualquier caso, podemos obtener estructuras más complejas, como puedan serlo, según hemos dicho, las eneadas o las docenas, también presentes en la novela, bajo la forma del recuerdo de los doce signos del Zodiaco, de los doce apóstoles o de los doce caballeros de la tabla redonda.

La disciplina hermenéutica que impone este postulado estructural es bien clara: evitar sistemáticamente el tratamiento de Don Quijote (o de cualquier otro personaje), incluso en su soliloquios, como si se tratase de un personaje ab-soluto, o incluso como si se tratase de un personaje ligado a su complementario, aunque fuera al modo maniqueo (el que inspiró los famosos versos de Antonio Machado –su caletre no daba para más– que «la izquierda española» tomó como divisa durante décadas: «Españolito que vienes al mundo, salveos Dios: una de las dos Españas ha de helarte el corazón»); estimular sistemáticamente la investigación de las conexiones de los personajes del Quijote con otros personajes de los que aparecen en el escenario de la novela, es decir, sin necesidad de salirnos fuera de su inmanencia, buscando referencias extraliterarias o extraescénicas (que, sin embargo, habrá que encontrar en el momento oportuno).

El Quijote, se ha dicho muchas veces, es una novela escrita desde una óptica teatral (Díaz Plaja observó que el Quijote es la única novela cuyo personaje central va siempre disfrazado). Y aquí radicaría su virtualidad para hacer de ella representaciones pictóricas o escultóricas, y después cinematográficas o televisivas. Cervantes nos ofrece ante todo a sus personajes en escenarios bien definidos. En los escenarios se mueven, en principio, varias personas (sólo excepcionalmente un único actor, en monólogos, o en diálogos). También el triángulo es la estructura elemental del teatro.

Ahora bien, un escenario teatral, como pueda serlo la gran novela de Cervantes, no puede circunscribirse a los límites de su estricto recinto. Un escenario teatral en el que los actores individuales, al ponerse la máscara (per-sonare, pros-opon) comienzan a actuar como personas, es siempre una parte de un círculo de personas humanas, una parte del espacio antropológico.

En consecuencia, al escenario, además de las dimensiones «circulares» (las relaciones de las personas humanas con otras personas humanas) en las que se mueven las personas humanas, que en él desarrollan el drama, la comedia o la tragedia, le corresponde también una dimensión cósmica, en la que quedan englobadas, desde luego, las referencias geográficas e históricas externas a la inmanencia del escenario, pero involucradas internamente en él (llamamos «radiales» a esta red de relaciones e interacciones que las personas humanas mantienen con las cosas impersonales que las rodean); y al margen de estas referencias sería imposible, como trataremos de demostrar en lo sucesivo, entender la filosofía de Don Quijote, que permanece oculta, o sepultada, en las imágenes literarias o cinematográficas. Por último, el escenario, además de referencias y de figuras contenidas en el círculo de las personas humanas, o en la región radial del espacio, contiene también figuras y referencias que desbordan aquel círculo y esta región, porque aún siendo personales (de condición muy semejante a la de las personas humanas, por tener o pretender tener apetitos, conocimientos y sentimientos), no son de naturaleza humana (llamamos a estas referencias «angulares», y entre ellas pondremos a ciertos animales numinosos, a demonios, ángeles, diablos…).

En el Quijote aparecen varias menciones «angulares» a diablos, a aves de mal agüero (como la infinidad de grandísimos cuervos y grajos que salieron de la maleza que cubría a la boca de la cueva de Montesinos) y algún mono que «habla con el estilo del diablo» (II, 25). También se hace referencia a gigantes, como el gigante Morgante (que era afable y bien criado), que en Amadís es uno de los tres con los que se enfrenta Roldán, o bien el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula de Malindrania, a quien Don Quijote espera vencer en singular batalla a fin de enviarle presentado ante su dulce señora.

Y, por supuesto, entre estas personas no humanas, hemos de contar también a las personas de la Trinidad de Gaeta antes citada, o a las de la Peña de Francia, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a las que Sancho encomienda a Don Quijote en el momento de ponerse a descender a la cueva de Montesinos. En cualquier caso, conviene siempre recordar que Cervantes insiste una y otra vez en que él no quiere entrometerse en los asuntos reservados a la fe de la Iglesia católica.

Traduciendo estas reservas a nuestro lenguaje: Cervantes afirma rotundamente que él desea mantenerse siempre en torno al escenario humano (circular) y cósmico (radial), y también religioso (angular), al que parece atribuir un ritmo propio, aunque finito e inmanente (que contrasta con el ritmo indefinido y trascendente que conviene a los asuntos de la fe católica).

El escenario del Quijote no se refiere al «espacio antropológico» en general, sino al Imperio español

Ahora bien, ¿cómo determinar las referencias personajes humanos, de los contenidos radiales, o de las entidades angulares que figuran en la «inmanencia» de este escenario?

Podría decirse que tales referencias no están definidas en el Quijote, lo que es un modo de afirmar que no existen, al menos como referenciales determinados. Según esto, las figuras de Don Quijote, Sancho o Dulcinea, por ejemplo, habría que «referirlas» a la Humanidad, en general (a figuras de la Humanidad que podríamos encontrar en cualquier lugar y tiempo). Y en ello cifrarían algunos la «universalidad» atribuida comúnmente a la obra de Cervantes. Asimismo, como referenciales «radiales» podrían tomarse cualquiera de los contenidos del mundo cósmico, geográfico o histórico. Y, por supuesto, como referencias angulares, valdrían todas aquellas que, en todo lugar y tiempo, reunieran las características adecuadas. Dicho de otro modo: las referencias de Don Quijote serían universales o, lo que es lo mismo, los personajes y el escenario de Don Quijote, tendría referencias, dicho de forma positiva, pancrónicaspantópicas, lo que equivaldría a decir, en forma negativa, que es ucrónico y utópico, y que ahí reside la raíz de su universalidad.

Sin embargo, y sin perjuicio de reconocer la posibilidad de estas interpretaciones «universalistas» (posibilidad a la que se orientan las interpretaciones éticas o psicológicas de los personajes del Quijote, de su idealismo o de su realismo, de su fortaleza o de su avaricia, y otras tantas características de la «condición humana») preferimos atenernos a las interpretaciones, y no son escasas, históricas y geográficas muy precisas de Don Quijote, como condición suficiente, por no decir necesaria, para penetrar en su significado.

En una palabra, nos parece (como también les parece a otros muchos intérpretes) que el escenario del Quijote, en cuanto símbolo, nos remite a referencias históricas y geográficas muy precisas. Referencias que podrán ser puestas entre paréntesis, sin duda, si se pretenden mantener las interpretaciones humanistas, éticas o psicológicas. Pero cuando reinterpretamos las referencias históricas y geográficas, entonces se nos imponen, en primer lugar, las interpretaciones políticas del Quijote, que han de girar, de un modo a otro, en torno al significado del Imperio español, del «fecho del Imperio», si utilizamos la fórmula de la que se sirvió cuatro siglos antes Alfonso X el Sabio.

Según estas interpretaciones políticas, Cervantes ofrece en su escenario una interpretación del Imperio español, como primer «Imperio generador» que alcanza su culmen a lo largo de los siglos XV y XVI (el Imperio inglés o el Imperio holandés se habrían levantado a partir del Imperio español, e inicialmente como sus depredadores). El Imperio español habría alcanzado sus cimas más altas a partir de 1521, con la conquista de México, y después, del Perú, o de Flandes; y sobre todo a partir de 1571, en Lepanto. En Lepanto fue detenido el Imperio otomano, que amenazaba seriamente a Europa. Cervantes intervino en la batalla de Lepanto a las órdenes de Don Juan de Austria, y allí perdió su brazo izquierdo, recuerdo permanente, durante toda su vida, de la realidad de la ofensiva musulmana; además fue hecho prisionero por los moros, permaneciendo preso cinco años en Argel, hasta que fue liberado mediante rescate económico.

(Una «ministra de cupo» del gobierno de Rodríguez Zapatero, de cuyo nombre no quiero acordarme, pero cuya connatural ignorancia está empapada del irenismo pánfilo de su grupo, declara en El País de 19 de mayo de 2004 que: «También creo que es importante nuestra proyección en el Mediterráneo. Si muchos nos hemos negado a la barbaridad de esta guerra [la del Iraq], es porque todavía sigue viva una vieja relación con el mundo árabe. Cervantes, sin ir más lejos, estuvo en Argel, en Orán… Tenemos que estar atentos a nuestra historia para saber quiénes somos.»)

Pero en 1588, fecha del gran desastre de la Invencible (aunque no de su destrucción, ni menos aún de la potencia, aún temible, que España representaba para Inglaterra, Holanda y Francia), tiene lugar una inflexión en el curso de su historia. No puede decirse que haya entrado en situación decrépita, todavía se mantiene como gran Potencia dos siglos más, los siglos XVII y XVIII. Pero su curso ascendente ha sido frenado, principalmente por los otros Imperios que han surgido a su sombra. Este es el momento en el cual Cervantes habría comenzado su meditación sobre el Imperio católico, una meditación que le conducirá a escribir su gran obra, Don Quijote de la Mancha.

La meditación acerca del Imperio español la entendemos como una tarea cuya importancia filosófica tiene un alcance mucho mayor, desde luego, que la meditación humanística sobre «la condición humana», aparentemente más profunda, pero que en realidad es una uniforme monotonía abstracta y vacía. En efecto, la meditación sobre «el Hombre» (o sobre la «condición humana») se presenta como una meditación metafísica a todo aquel que sepa que «el Hombre» (el Género humano, la Humanidad, la Condición humana) no existe, al margen de los Imperios universales; y que sólo desde los Imperios universales (que son una parte de la humanidad, pero no el todo) es posible tomar contacto con esa «condición humana».

Porque el hombre, en general, es una mera formalidad cuya materia sólo puede adquirirla a partir de sus determinaciones, no ya históricas, cuanto histórico-universales, es decir, a partir de las determinaciones o «modos de hombre» que han ido conformándose en la sucesión de los grandes Imperios, desde el Imperio persa hasta el Imperio de Alejandro, desde el Imperio romano de Augusto hasta el Imperio romano de Constantino y de sus sucesores, entre ellos, principalmente, el Imperio Hispánico, el Imperio Inglés y el Imperio Soviético. Sólo desde la plataforma de estos Imperios universales cabe aproximarse al fondo de eso que llamamos «condición humana», en tanto que ella no es algo invariante (salvo en sus estructuras genéricas, comunes con los primates), sino cambiante y dada en el curso de la Historia. La plataforma de los Imperios universales es, desde nuestras coordenadas, el más preciso criterio positivo disponible para diferenciar los análisis antropológicos (etológicos, psicológicos) de la «condición humana» de los  análisis filosófico históricos de esta misma condición.

Dicho de otro modo, la interpretación de Don Quijote, como figura universal, en el sentido del Género humano (¿qué tienen que ver los llamados valores del Quijote con los valores de los hombres musulmanes, en cuanto tales?), es una meditación vacía que recae, de un modo u otro, en puro psicologismo.

Y cuando nos decidimos a cultivar, una vez más, el género de interpretaciones políticas histórico-filosóficas del Quijote, en el sentido expuesto, lo primero que tenemos que despejar es la cuestión de las referencias extraliterarias que nos ofrece el escenario de Don Quijote, por el cual transita constantemente la trinidad Don Quijote, Sancho y Dulcinea.

Las referencias de las personas de la trinidad fundamental quijotesca

Ante todo, ¿cómo determinar las referencias extraescénicas de las figuras que aparecen en el escenario del Quijote?

Tomaremos como criterio las palabras que pronuncia, desde la propia inmanencia literaria de la novela, uno de los personajes más significativos que rodearon al Caballero de la Triste Figura, a saber, el bachiller Sansón Carrasco, «socarrón famoso» que, abrazando a Don Quijote, y con voz levantada, le dijo (en el capítulo 7 de la segunda parte):

—¡Oh flor de la andante caballería! ¡Oh luz resplandeciente de las armas! ¡Oh honor y espejo de la nación española!

Don Quijote, según palabras del bachiller (a través de quien muy bien podría estar hablando Cervantes), tiene como referencia inequívoca a la «nación española». Lo que tiene para nosotros un significado político del mayor alcance, no sólo porque demuestra que la nación española está ya reconocida en el siglo XVI, mucho antes de que fuera reconocida la nación inglesa o la nación francesa –o, por supuesto, la nación catalana o la nación vasca– sino porque nos ofrece explícitamente la referencia extraliteraria que Cervantes atribuía a la figura de Don Quijote.

Cierto que la «nación española» que, según el bachiller Carrasco, se refleja en Don Quijote, no es una Nación política en el sentido en el que ésta puede ser constatada en la batalla de Valmy, que ya hemos citado. La nación española a la que se refiere el bachiller Carrasco no es la nación política que surgirá a partir de las ruinas del Antiguo Régimen; pero tampoco es una nación meramente étnica, que viviera en los márgenes de algún Imperio, o acaso integrada, junto con otras, en el Imperio español. La «nación española» del bachiller Carrasco es una nación histórica, cuya extensión se superpone con la extensión misma de la Península Ibérica (cuando el bachiller Carrasco pronuncia su imprecación, Portugal está integrado en esa nación española: el propio Cervantes intervino el 26 de julio de 1582 en el combate naval de la Isla de San Miguel de Azores, contra mercenarios franceses que apoyaban las pretensiones de Don Antonio por convertirse en Rey de Portugal). La unidad y consistencia de esta nación española había podido ser captada desde fuera del Imperio entonces hegemónico y visible, había podido ser captada desde Francia, desde Italia, desde Inglaterra, desde América.

¿Y cual es la referencia de Sancho? También nos es dada, acaso, desde el mismo «escenario»: Sancho es un labrador de la Mancha, cabeza de una familia compuesta por su mujer y dos hijos. Sancho representa así a cualquier labrador de los que viven en la Península Ibérica, y cuya vida está destinada, junto con su mujer, a sacar adelante a su familia; porque Sancho, dotado de gran inteligencia (y no sólo labradora, sino también verbal y aún literaria), se entiende a la perfección con los otros labradores y gentes de su rango. Y, como ellos (o como muchos de ellos), Sancho, que está bien alimentado (no es un paria de la India, condenado a mantener miserablemente su vida en su propio lugar, aunque sea en presencia «del Todo»), está dispuesto a salir de su lugar, sirviendo a un caballero que puede llevarle a descubrir horizontes más amplios, sin perjuicio de los riesgos que su aventura le ha de deparar.

¿Y Dulcinea? Según decía, ya va para el siglo, Ludwig Pfandl (Cultura y costumbres del pueblo español de los siglos XVI y XVII, Barcelona 1929), «Dulcinea no es otra cosa que la encarnación de la monarquía, de la nacionalidad, de la fe. Por ella se esfuerza el manco, luchando contra los molinos de viento.»

Pero, si aceptásemos la interpretación de Pfandl, la referencia de Dulcinea, ¿no se confundiría con la referencia que el bachiller Carrasco señala para Don Quijote, es decir, la «nación española»?

De algún modo sí, de un modo general, como también Sancho (tal como lo hemos presentado) hay que referirlo a esa misma nación española que parece ya consolidada o existente como tal nación histórica, sin perjuicio de la profunda crisis que está padeciendo tras el desastre de la Invencible. Pero la circunstancia de que la referencia de Don Quijote, de Sancho y de Dulcinea sea, en términos generales, la misma, es decir, España, no significa que las perspectivas desde las cuales cada uno de estos personajes de la trinidad se refiere a España no sean distintas.

Despliegue histórico de la trinidad quijotesca: pasado, presente futuro

Acaso Don Quijote va referido a España desde la perspectiva del pretérito, Sancho va referido a España desde la perspectiva del presente, y Dulcinea desde la perspectiva del futuro (y, por ello, Dulcinea es asunto de fe, no de evidencia sensible).

Son tres perspectivas involucradas necesariamente entre sí, como involucradas están las personas de la trinidad quijotesca. Dicho de otro modo, si cada persona de esta trinidad escénica, Don Quijote, Sancho, Dulcinea, va referida a una España que ha entrado en una crisis profunda, es porque cada persona se refiere a ella a través o por mediación de las otras. Don Quijote, desde un pretérito que, aún en el tiempo escénico, está cercano (el tiempo en el cual los caballeros españoles usaban lanzas y espadas, en lugar de utilizar arcabuces y cañones); Sancho, desde el presente de un pueblo que vive gracias a los frutos que la tierra da tras el duro trabajo, y que ha se seguir produciendo en cada momento. Y Dulcinea representa el futuro, como símbolo de la madre-España, pero tomando esta referencia en sentido literal, que tiene poco que ver (la referencia) con el sentido de una «figura ideal» del «eterno femenino», si es que representa a la madre que puede parir a los hijos que, como labradores o soldados, podrán hacer posible el futuro de España.

Ahora bien, presente, pasado y futuro no son, en un tiempo histórico como el que corresponde a España, meros puntos de la línea que representa el tiempo astronómico. El tiempo histórico, el tiempo de España como Imperio emergente generador, que comienza a acusar las profundas heridas que le están infligiendo sus enemigos, los imperios depredadores europeos, es un conjunto fluyente de millones de personas en agitación e interacción constante, y que tienen la costumbre de «tener que comer todos los días». Este conjunto fluyente, este oceánico río de personas que hacen la historia y son arrastrados por ella, puede clasificarse en tres clases o círculos de personas teóricamente bien definidos:

En primer lugar, el círculo constituido por las personas que se influyen mutuamente, apoyándose o destruyéndose, durante los años de su vida; un círculo cuyo diámetro puede estimarse en cien años, los que corresponden a lo que llamamos el presente histórico (que no es, por supuesto, el presente instantáneo, adimensional, que corresponde al punto fluyente de la línea del tiempo).

En segundo lugar, el círculo (de diámetro finito, pero indeterminado) constituido por las personas que influyen, para bien o para mal, sobre las personas del presente, que tomamos como referencia, moldeándolas casi por completo; pero sin que quienes viven en el presente puedan influir en modo alguno, profunda o superficialmente, sobre aquellas, porque ya han muerto. Este es el círculo constitutivo de un pretérito histórico, el círculo de las personas muertas, aquellas que «cada vez mandan más sobre las vivas».

Y en tercer lugar el círculo (de diámetro indefinido) constituido por las personas en las cuales quienes viven en el presente influyen profundamente, hasta el punto de moldearlas casi por entero, marcando además sus caminos, pero sin que ellas puedan a su vez influir sobre aquellos que viven en el presente, porque todavía no existen. Es el círculo del futuro histórico.

Venimos suponiendo –si se prefiere, partimos de la suposición– que España es el lugar en el que hay que poner las referencias de los personajes simbólicos (alegóricos) que Cervantes nos ofrece en el escenario de su obra capital. Pero España es un proceso histórico. Afirmar que España es el lugar en el que hay que poner las referencias de los personajes escénicos –ante todo, Don Quijote, Sancho y Dulcinea– no es decir todavía mucho.

Hay que comenzar determinando los parámetros del presente, en el cual nuestro escenario está situado, como plataforma desde la cual podemos mirar también hacia su pretérito y hacia su futuro. Estos parámetros hay que obtenerlos, sin duda, siguiendo el método de análisis del propio escenario inmanente en el que actúan los personajes, es decir, de su inmanencia literaria. Y son varias, y concordantes, las que nos llevan a fijar las fechas en las que actúan los personajes en la época «del gran Filipo III». Más precisamente, la carta que Sancho, como gobernador de la Insula Barataria, escribe a su mujer Teresa Panza, está fechada el 20 de julio de 1614. Ha de concluirse, por tanto, que Don Quijote, cuando marchaba en busca de Dulcinea, también lo hacía en aquellos días.

Pero esto no significa que Cervantes haya querido ofrecer un escenario referido a la España de su presente, un presente que estará comprendido (si mantenemos nuestras hipótesis) en un círculo de cien años de diámetro que podrían ir desde 1616, año de su muerte a 1516, año en el que murió Fernando el Católico. El punto central de este diámetro se encuentra muy próximo a 1571, la fecha de la batalla de Lepanto, en la que Cervantes, con veinticuatro años de edad, estuvo gloriosamente presente.

Cervantes no se proponía hacer una crónica del presente, en el que suponemos ha situado su escenario. Desde su presente, por supuesto, Cervantes emplaza un escenario cuya referencia es España, pero no propiamente la España de la Edad Media (como pensó Hegel, cuando interpretaba a Don Quijote como símbolo de la transición de la época feudal a la época moderna). Don Quijote recorre una península ya unificada, sin fronteras interiores entre los reinos cristianos y, más aún, sin fronteras interiores con los reinos moros: la España que Don Quijote recorre es posterior a la toma de Granada en 1492, por los Reyes Católicos. Este es el «escenario literario» (no un escenario histórico) del Quijote.

Sin embargo Don Quijote no camina todavía a través de una España moderna (la del propio Cervantes, que ya sabe lo que es el olor y el ruido de la pólvora, los galeones que van y vienen a América, de la que no hay prácticamente referencia en su obra). Cervantes tiene buen cuidado de decirnos, en el primer capítulo de su obra, que lo primero que hizo Don Quijote, antes de salir de su casa, «fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón». Alonso Quijano (que vive en el presente) se disfraza por tanto de Don Quijote, un caballero del pretérito, pero de un pretérito que sigue influyendo, como es propio de todo pretérito histórico, de modo determinante en el presente, porque «los muertos cada vez mandan más que los vivos».

Sin embargo, como hemos dicho, Don Quijote y los suyos no se mueven en una época medieval, sino moderna. Ya no hay en España reyes moros. Incluso algunos de los moriscos que fueron expulsados vuelven a España, y se encuentran con Sancho:

—¿Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar? (II, 54.)

Parece evidente que Cervantes ha querido referirse, desde su escenario de 1614 (fecha de la carta de Sancho a su mujer) a la España de un siglo anterior, de 1514; una España que, aunque no es medieval, sigue siendo inmediatamente anterior a la llegada de Carlos I a España, y sobre todo a la entrada de Hernán Cortes en Nueva España, en México. Ocurre como si Cervantes hubiera deliberadamente querido regresar a una España ibérica anterior, si no al momento del descubrimiento de América, sí al momento de la «entrada» masiva de los españoles en el Nuevo Mundo (México, Perú, &c.) y a las repercusiones que de tal entrada hubieron de seguirse en la España de partida.

La España que Cervantes ve desde su escenario es una España que no aparece involucrada con el Nuevo Mundo, pero tampoco con el viejo continente (con Flandes, con Italia, con Constantinopla, ni con África). No es, por tanto, una España contemplada a escala de sociedad política coetánea, aunque el escenario esté emplazado en esa sociedad política que es su plataforma. Como si Cervantes hubiera querido iluminar las referencias que ve desde su escenario, que no es anacrónico políticamente hablando, sino sencillamente abstracto, como si estuviera siendo iluminado por una luz ultravioleta, capaz de desvelar una sociedad civil que seguía existiendo y moviéndose a su propio ritmo en el trasfondo de la sociedad política. Una sociedad civil con curas y barberos, duques y titiriteros, caballeros andantes arcaicos pero aún reconocibles, pero que aparecen, mediante los artificios de la iluminación, con un cierto aire intemporal.

El aire intemporal de una sociedad que, como la española, ya ha madurado, la primera, como nación histórica, pero que, aún abstraída de sus responsabilidades políticas perentorias (que obligan a movilizar ejércitos dotados de armas de fuego, hoy diríamos: de misiles con cabezas nucleares) necesita el cuidado de los caballeros armados con lanzas y espadas, porque la paz interior «intemporal» en la que se vive, la paz que los caballeros creen poder encontrar si se disfrazan de pastores, no tiene mucho que ver con la paz celestial, por cuanto siguen actuando los bandidos, los asesinos, los ladrones, los mentirosos, los engañadores, los desalmados, los canallas.

¿Cómo no tomar en serio, cuando queremos alcanzar alguna interpretación política del Quijote, esta «España intemporal» que artificiosamente habría iluminado Cervantes con esa luz ultravioleta de la que hablamos? ¿No parece imprescindible ver en esa «nación española», reconocida por Cervantes, y dispuesta para comenzar a flotar en esa atmósfera intemporal «ultravioleta» el artificio alegórico más significativo de la gran obra cervantina, cuando tratamos de interpretarla desde categorías políticas?

Así puestas las cosas, nos parece que cualquier intento de interpretación directa del escenario quijotesco mediante la referencia inmediata a las figuras históricas de su presente (como pudieran serlo Carlos I, Hernán Cortés, el Gran Capitán o Diego García de Paredes) habría que considerarla como primaria o ingenua («¡Dos higas para el Gran Capitán y para ese Diego García que dice!», replicó el ventero al cura).

El escenario del Quijote va referido a España, y a la España histórica, a su Imperio político; pero no de modo inmediato, sino por la mediación de una España intemporal, pero no irreal, sino simplemente vista a una luz ultravioleta, en la que una sociedad civil, dada en un tiempo histórico que habita la península ibérica, vive según su propio ritmo. Desde esta «mediación ultravioleta» tendremos que intentar interpretar los símbolos alegóricos de Don Quijote, que sólo a los lectores más bastos o primarios (aunque se hayan hecho eruditos) pueden parecer transparentes y sencillos.

Dos tipos de interpretaciones filosófico políticas del Quijote:
catastrofistas y revulsivas

Las dificultades aparecen ahora en el momento de la interpretación de las figuras del Quijote, aún en el supuesto de que se admita su condición de símbolos alegóricos con referencias ambiguas, tal como las hemos sugerido (referencias que juegan en el doble plano de la sociedad política y de la sociedad civil).

Hay muchas interpretaciones, formuladas a escalas muy diversas. Y lo primero que nos importa, desde la perspectiva histórico filosófica y política que mantenemos, es clasificar estas diversas interpretaciones en dos grandes grupos, el de las interpretaciones catastrofistas(o derrotistas,como pudiéramos llamarlas) y el de las interpretaciones no catastrofistas (o simplemente críticas, o revulsivas, en la medida en que interpretan al Quijote no tanto como la expresión de un derrotismo político irreversible, que sólo podría refugiarse en un pacifismo evangélico –propio de la izquierda extravagante– cuanto como ofrecimiento de un revulsivo que termina poniendo en las armas la condición necesaria –no suficiente– para remontar la decadencia o la derrota).

Interpretaciones catastrofistas del Quijote

Examinemos, aunque sea muy brevemente, algunas interpretaciones del significado de Don Quijote pertenecientes al grupo que hemos rotulado como «catastrofista», y en cuya reserva se encuentra el «panfilismo pacifista».

Según estas interpretaciones, Cervantes habría ofrecido en su obra fundamental la visión más despiadada y derrotista que de la España imperial podría haberse ofrecido jamás. Cervantes (dirán los agudos intérpretes psicologistas), resentido y decepcionado (escéptico, al borde del nihilismo) por los innumerables fracasos que su vida le deparó (mutilación, cautiverio, cárcel, fracasos, desaires, especialmente la denegación de su petición para trasladarse a América, a la que creía tener derecho como héroe de Lepanto), habría eliminado de su genial novela cualquier referencia a las Indias, así como también a Europa. Y las locuras de los caballeros reales españoles (Carlos I, Hernán Cortés, don Juan de Austria), que habrían acabado arruinando a su patria, estarían siendo aludidas alegóricamente por los héroes de los libros de caballerías que inspiraron a los conquistadores a ir a las Indias en busca de El Dorado, de California, o de Patagonia: «a las gentes de Hernán Cortés –dice Américo Castro– su entrada triunfal en México les pareció un episodio del Amadís o cosas de encantamiento», o ir a Inglaterra o a Flandes con una escuadra tan arcaica e «invencible» como pudiera serlo la propia lanza de Don Quijote, que se hizo añicos en el primer asalto.

Y si el bachiller Sansón Carrasco dijo a Don Quijote que era «el honor y espejo de la nación española», es fácil entender lo que quería decir. Pues, ¿qué es lo que reflejaba este espejo? Un caballero de esperpento, que acomete empresas delirantes y ridículas de las cuales sale continuamente derrotado. ¿No es este el reflejo de la nación española?

Y según esto, a Cervantes habría que ponerlo en la serie de aquellos hombres que, no ya desde el exterior, sino desde el interior de la nación española, más han colaborado (aunque de un modo más sutil y más cobarde) al entramado de la Leyenda Negra. En los lugares de salida de esta serie legendaria figuran Bartolomé de las Casa y Antonio Pérez; en los lugares terminales figura el último Premio Cervantes, Rafael Sánchez Ferlosio, que escribió, en 1992, un libro titulado Esas Yndias equivocadas y malditas (que mereció, en época de gobierno socialista, el Premio Nacional de Literatura). Pero como figura central de la serie habría que poner, si fueran coherentes los que mantienen esta interpretación catastrofista, al propio Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616). Cervantes, con su Don Quijote, habría ofrecido el marco genial y oculto de la Leyenda Negra contra España, y habría contribuido a difundirla por Europa. Montesquieu ya lo habría advertido: «El más importante libro que tienen los españoles no es otra cosa sino una crítica a los demás libros españoles.»

En resolución, ningún español que mantenga un átomo de orgullo nacional podría sentirse reflejado en el espejo de Don Quijote. Sólo un pueblo como el español «inflado de orgullo» y «cargado de derechos» –decía un catalán, ya en 1898, Prat de la Riba– podría identificarse con algunas cualidades abstractas del Caballero de la Triste Figura. Folch y Torres, otro separatista que se regodeaba con los fracasos de Don Quijote (sin duda en la medida en que ellos representaban los fracasos de España) llegará a decir, también en ese año, en el que los «quijotes castellanos cometieron la locura de declarar la guerra a Estados Unidos» (en el curso de los conflictos con Cuba y Filipinas): «Quédense los castellanos con Don Quijote, y buen provecho les haga.»

Más aún: esta interpretación derrotista a partir de Don Quijote, por tanto, desde dentro del Imperio español, como obra de un delirio megalómano y cruel, no sólo habría dado el marco, sino que habría alimentado la Leyenda Negra promovida desde el exterior de las Potencias enemigas (Inglaterra, Francia, Holanda), Imperios depredadores y piratas carroñeros que se alimentaban, en su infancia y durante su juventud, de los despojos que iban arrancando a España. Y no falta quien sugiere (últimamente Javier Neira) que el mismo éxito extraordinario que el Quijote alcanzó muy pronto en Europa pudo ser debido, en gran medida, precisamente a su capacidad de servir de alimento para el odio y el desprecio que sus enemigos querían dirigir contra España.

¿Habría que avanzar, a partir de esta interpretación derrotista de Don Quijote, en la senda que ya inició el propio Ramiro de Maeztu, cuando aconsejaba atemperar el culto a Don Quijote, no sólo en la escuela, sino también en el ideario nacional español?

Si Don Quijote es un antihéroe español, loco y ridículo, mera parodia y contrafigura del verdadero hombre y caballero moderno, ¿por qué empeñarse en mantenerlo como emblema nacional, celebrando con pompa inusitada sus aniversarios y centenarios? Tan solo los enemigos de España –y sobre todo, los enemigos internos, los separatistas catalanes, vascos o gallegos– podrán regocijarse con las aventuras de Don Quijote de la Mancha.

Con todo, cabría intentar reivindicar un simbolismo de Don Quijote menos deprimente, aún reconociendo sus incesantes derrotas, si nos situásemos en las posiciones del pacifismo más extremado, ya fuera el pacifismo defendido por esa izquierda extravagante, tan próxima al pacifismo evangélico de los actuales Papas (cuyo «Reino –de ahí su extravagancia– no es de este Mundo») ya fuera el pacifismo defendido por la izquierda divagante, que proclama en la Tierra la Paz perpetua y la Alianza de las Civilizaciones. Para estos pacifistas radicales las aventuras de Don Quijote podrán servir como ilustración, por vía apagógica de hecho o de contraejemplo, de la inutilidad de la guerra, y de la estupidez de la violencia y del uso de las armas.

Los intérpretes más audaces de esta ralea, deseando salvar a Cervantes, acaso se atrevan a decir: la «lección ética» que Cervantes ha dado a España y al mundo en general con su Don Quijote nos enseña la inutilidad de las armas y de la violencia.

De este modo los pánfilos verán en Cervantes a un pacifista convencido, que intenta demostrar la importancia de la paz evangélica, de la tolerancia y del diálogo, por la vía apagógica de los contraejemplos, de las armas que resultan ser inútiles por esforzado que sea el ánimo de quien las empuña.

Sin embargo, quienes creen poder extraer semejantes conclusiones –«moralejas»– de los fracasos de Don Quijote con sus armas, cometen una imperdonable confusión entre las armas de Don Quijote y las armas en general. Una conclusión o moraleja sacada desde la petición de principio de que las armas de Don Quijote representan a las armas en general. Pero, ¿y si Don Quijote estuviera insistiendo, mediante su peculiar modo críptico de hablar, en la diferencia esencial entre las armas de fuego (con las cuales se obtuvo la victoria de Lepanto) y las armas blancas de los caballeros antiguos? En este supuesto, los fracasos de Don Quijote, con sus armas blancas, herrumbrosas, se convertirían inmediatamente en la apología de las armas de fuego con las que se abre la guerra moderna, a cuyas primeras batallas asistió Cervantes en varias ocasiones (Lepanto, Navarino, Túnez, La Goleta, San Miguel de las Azores).

Sin embargo, es preciso constatar que, en todo caso, las interpretaciones catastrofistas del Quijote, afectarían antes a Cervantes que a Don Quijote. Según la tesis de Unamuno, Cervantes, hombre resentido y escéptico, se habría comportado como un miserable con Don Quijote, intentando ponerle una y otra vez en ridículo. Pero no lo habría conseguido, y la mejor prueba sería la admiración universal que Don Quijote suscita, y no precisamente (salvo en los psiquiatras) como un loco paranoico. Porque, por más que Don Quijote cae y se descalabra, también se levanta y se recupera: representa de este modo la fortaleza, la firmeza y la generosidad del caballero, que vive, no en un mundo de fantasía, sino en el mundo real y miserable, pero sin rendirse ante las miserias.

Además, no es nada claro que Cervantes mantuviera ante el Imperio español la actitud nihilista del resentido que Unamuno le atribuye. Cervantes conservó siempre el orgullo de soldado combatiente en Lepanto, en donde la Liga impulsada por el Imperio español, detuvo las oleadas del Imperio otomano, «la mejor ocasión que vieron los siglos», dijo Cervantes. También nos consta, por el propio Quijote, que Cervantes aprobó la política española de expulsión de los moriscos, y que siempre se manifestó convencido súbdito de la Católica Monarquía Hispánica.

No dibujó Cervantes la figura de un héroe con los trazos groseros y primarios según los cuales fue dibujada a lo largo de los siglos la figura del rey Arturo, o la de Amadís de Gaula. El procedimiento de Cervantes fue más sutil y, sin duda por ello, sus resultados más ambiguos. Tanto como para dar pie a que los enemigos de España lo transformasen en motivo de escarnio para su historia y para sus hombres.

El Quijote como revulsivo

Examinemos ahora algunas interpretaciones críticas susceptibles de ser incluidas en el grupo de las interpretaciones revulsivas, pero no catastróficas, de Don Quijote.

En efecto, en el Quijote, podríamos ver, ante todo, la demoledora crítica dirigida contra todos aquellos españoles que, tras haber participado en las batallas más gloriosas, en aquellos hechos de armas a partir de los cuales se forjó el Imperio español, habían vuelto a sus lugares o a la corte, como hidalgos o caballeros satisfechos, dispuestos a vivir de sus rentas en un mundo intemporal, y de sus recuerdos de los tiempos gloriosos. Y olvidándose de que el Imperio, que protegía su bienestar –su felicidad–, es decir, su pacífica vida, más o menos apacible, estaba, después de la Invencible, siendo atacado por los cuatro costados, y comenzaba a presentar vías de agua alarmantes.

Esta masa de gentes satisfechas, tras el primer gran esfuerzo del Imperio, que está comenzando a desmoronarse, tiene el peligro de ser un lugar de cuyo seno podrá surgir el «quiero y no puedo» de algún caballero esforzado, a quien solo le queda esperar el ridículo, si intenta valerse de las armas herrumbrosas de sus bisabuelos, es decir, por ejemplo, de los barcos paralíticos de la Armada Invencible.

Las lanzas y espadas de los bisabuelos, o el baciyelmo que el propio Don Quijote se fabrica, podrán comenzar a ser vistos como alegorías a través de las cuales Cervantes, sin necesidad siquiera de ser muy consciente de ello, estaba intentando representar aquella España que él iluminaba con la luz ultravioleta de la que hemos hablado. Cervantes, según esto, con su Don Quijote, podría haber intentado, o al menos (si lo que había intentado hubiera sido dar suelta a su escepticismo casi lindante con el nihilismo) podría haber logrado ejercer el papel de agente de un revulsivo ante los gobiernos de los reyes sucesores de sus majestades católicas, de Carlos I y aún de Felipe II, de los tiempos de Lepanto.

Lo que Cervantes les estaría diciendo a sus compatriotas es que, con lanzas y espadas oxidadas, con barcos paralíticos, o con aventuras solitarias, menos aún, disfrazados de pastores bucólicos y pacíficos, los españoles estarían destinados al fracaso, porque su Imperio, que les protegía y en el que vivían, estaba seriamente amenazado por los Imperios vecinos. Cervantes estaría viendo también, sin embargo, aunque con escepticismo, que sería posible remontar la depresión, que afloraba sin duda en algunos de sus personajes, y entre ellos Alonso Quijano transformado en Don Quijote. Y por eso Cervantes parece querer subrayar en todo momento que sus personajes tienen efectivamente esa energía, aunque ella tuviera que expresarse en forma de locura.

Según esto, el mensaje de Don Quijote no sería un mensaje derrotista, sino un revulsivo destinado a remover de su ensueño a quienes, después de la batalla victoriosa, pensaban poder vivir satisfechos, paladeando la paz de la victoria, o simplemente disfrutando de su «estado de bienestar» (como los españoles dirán siglos más tarde).

Es decir, el nuevo orden que había logrado imponer a sus antiguos enemigos, olvidándose de que ese bienestar procedía del exterior de las fronteras, de esa América que el propio Cervantes elimina del Quijote. Estaría explicando el por qué en el Quijote no se dice nada de todo lo que rodea al recinto peninsular, con sus islas y territorios adyacentes, por qué no se dice nada de América, de Europa, de Asia o de África.

Por eso Don Quijote, al mismo tiempo que sus locuras, estaría ofreciendo algunos indicios de los caminos que sería preciso seguir. Ante todo recorrer y explorar todo el solar de la nación española: Cervantes se ha preocupado que Don Quijote de la Mancha salga de su lugar de los campos de Montiel, traspase Sierra Morena; incluso se ha preocupado de hacerle llegar hasta la playa de Barcelona (aquella misma, al parecer, en la que Cervantes vio cómo se hacía a la mar, sin que él, en una última oportunidad, pudiera ya alcanzarlo, el barco que llevaba a Italia a su protector, el Conde de Lemos).

Pero recorrer España peninsular no simplemente para solazarse en un «merecido descanso», o acaso para insultar en privado a sus gentes, sino para esforzarse, sin descanso («mis arreos son las armas, mi descanso el pelear»), interviniendo en sus vidas, en actitud de intolerancia ante lo intolerable (por ejemplo, el retablo de Maese Pedro). O induciendo a estas vidas a la fabricación de armas que no fueran baciyelmos, sino armas nuevas, armas de fuego (hoy diríamos, bombas de hidrógeno), necesarias para mantener la guerra que sin duda van a desatar las naciones que acosan a la nación española, si ésta no se les somete.

Porque Don Quijote no cree en la Armonía universal, ni en la Paz perpetua, ni en la Alianza de las civilizaciones. Don Quijote vive en un cosmos cuyo orden no es otra cosa sino la apariencia que cubre las convulsiones profundas que experimentan sus partes, que jamas ajustan las una a las otra: «Dios lo remedie [dice en el capítulo del barco encantado, II, 29], que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más.»

Por ello el Quijote ofrecerá no ya a los hombres (al «Hombre», en general), sino a los hombres españoles, un mensaje preciso: la apología de las armas, «que lo mismo es decir armas que guerra». Bien está que quienes se dirigen al Hombre en general, o bien al Género humano, o a la Humanidad, dirijan mensajes de esperanza en una paz perpetua; porque estos mensajes serán inofensivos si tenemos en cuenta que su destinatario (el Género humano, la Humanidad) no existe. Pero un mensaje de paz perpetua y de desarme dirigido a la «nación española» sería letal; sólo podría entenderse como un mensaje enviado a España por sus enemigos, esperando, una vez que España se hubiera desarmado, entrar en ella para repartírsela.

En cualquier caso no es necesario suponer que Cervantes se propuso deliberadamente, como finis operantis de su obra maestra, ofrecer una parodia que sirviera de revulsivo a aquellos validos de la monarquía, caballeros de Corte, duques, curas o barberos, a fin de hacerles ver, a través de las aventuras de un esperpéntico caballero, adonde podía conducir su complacencia, su bienestar, incluso sus aficiones literarias por la caballería andante o por la vida pastoril.

Es suficiente admitir la posibilidad de que Cervantes pudiera haber percibido de inmediato en ese hidalgo, loco por sus lecturas de libros de caballería, un hidalgo, al que llamó Alonso Quijano, y de quien tuvo sin duda noticias precisas, que le interesaron, tanto por su condición de loco como, sobre todo, por la naturaleza de su locura (poco tiene que ver la locura del licenciado Vidriera con la locura de Don Quijote, aunque las diferencias entre ambos quedan borradas groseramente cuando sólo se atiende a su común denominación de «locos»). Una locura que lo aproximaba en seguida a los caballeros de corte, caballeros entusiasmados, no ya sólo acaso por Amadís o por Palmerín, sino también por Hernán Cortés o por el Gran Capitán, aunque Cervantes habría querido separarlos, desviando la atención hacia aquellos, para no levantar sospechas incómodas o peligrosas, o desviar la dirección de su argumentación apagógica.

En suma, en el hidalgo loco por las caballerías, convertido en caballero, y «armado caballero por escarnio», podría Cervantes haber intuido la ridiculez de aquellos caballeros felices y complacientes que se alimentaban de aquellas historias. Más aún: puede concederse que esta alegoría, intuida desde el principio, pero en claroscuro, habría asumido como estímulo constante, que tomaba fuerzas al andar, sobre el autor, impulsado para entregarse, cada vez con mayor dedicación, al desarrollo de un personaje tan ambiguo y, por ello, inagotable; un personaje que tanto prometía, ya desde su simple definición inicial.

El febril desarrollo de su genial invención, es decir, el descubrimiento del «hidalgo loco de la Mancha por su afán de transformarse en caballero andante» pudo ser, desde luego, el cauce que recogiera la poderosa corriente que en Cervantes manaba, sin duda, desde hacía algunos años, y en la que iban disueltos tantos resentimientos, desencantos y desprecios hacia los caballeros, validos o duques satisfechos. Hacia esos próceres, que en pleno Estado de bienestar, se complacían con las memorias heroicas, propias o ajenas, que les acompañaban en las cacerías o en los salones, ya fueran los de Madrid, ya los de Valladolid, ya fueran los de Villanueva de los Infantes.

Podría haber sido en el curso de estos desarrollos de la ambigüedad de la figura inicial –ambigüedad que suponemos constitutiva de la figura de Don Quijote–, en la medida en que debe ir siendo desplegada tanto en función de las aventuras interesantes en el terreno psicológico psiquiátrico, como en función de los contenidos de tales aventuras, de interés ético o político. Sería a partir del desarrollo de esta figura ambigua, en su principio, como Cervantes habría ido advirtiendo, por el peso mismo de los contenidos específicos caballerescos de esta específica locura, el alcance alegórico, filosófico político de su ficción.

Alonso Quijano es un loco, pero Don Quijote canaliza su locura por cauces que generalmente son violentos, pero al mismo tiempo llenos de firmeza y generosidad. Además el héroe, un loco por sus hechos o hazañas, es héroe discreto e ingenioso en sus discursos, impropios de un loco; pero puesto que Cervantes piensa que los discursos son los que conforman y dan sentido a los hechos (hasta el punto de que estos puedan ser borrados o transformados por aquellos), Cervantes se habría visto obligado, por la fuerza objetiva del personaje con quien se enfrenta, Don Quijote, así como de las personas individuales involucradas en él, a ir atribuyendo los constantes fracasos de Don Quijote, más que a su locura a los instrumentos de los cuales esta locura se valía, tales como armas arcaicas, caballos famélicos, ridículos baciyelmos.

De este modo, el Quijote se habría ido transformando poco a poco en una obra que objetivamente (según su finis operis) iba asumiendo, simplemente por el filtro escéptico de Cervantes, la función de un revulsivo dirigido a los mismos caballeros cortesanos o villanos, a los duques y a los bachilleres que Cervantes conocía, y que eran aquellos que en la segunda parte ridiculizaban ellos mismos los trabajos de Don Quijote. Es como si Cervantes, desarrollando las virtualidades de su personaje, hubiera llegado a alcanzar una disposición de ánimo tal que le hubiera hecho capaz de decir a sus compatriotas: «Ved cómo del magma complaciente y satisfecho de los próceres, ociosos, caballeros, villanos, escribas y legistas, curas y barberos, han emergido las figuras de Don Quijote, Sancho y Dulcinea, cuyo rango los eleva inmediatamente por encima de la vulgar muchedumbre ambiente.»

¿Por qué entonces resultan risibles, sobre todo la figura de Don Quijote? No por su esfuerzo, fortaleza, firmeza o generosidad, sino porque utiliza instrumentos o se propone objetivos risibles: lanzas quebradas, baciyelmos, molinos de viento, rebaños de ovejas, incluso gobierno de una ínsula; pero manteniendo siempre aquella energía esforzada, firme y generosa, heredada de su estirpe.

Sustituyamos lanzas quebradas por cañones, caballos famélicos por naves artilladas y ligeras, caballeros andantes por compañías o batallones (la violencia individual no sirve para «desfacer entuertos» sino para encadenar otros nuevos), molinos de viento por gigantes ingleses o franceses que nos atacan; sustituyamos al escudero Sancho por millones de labradores que salen de sus lugares para acompañar a los caballeros en la lucha contra los enemigos reales, y a Dulcinea por millares de mujeres que arrojan al mundo nuevos labradores y soldados.

Cervantes pudo entrever esta alegoría a medida que su relato iba avanzando. Lo importante es que tal alegoría fuera entrevista por Cervantes, porque sólo entonces podría entenderse su disposición para llevar a Don Quijote, en un momento dado de su carrera, a colgar las armas y, al mismo tiempo, a decretar su muerte. Porque lo que no puede olvidarse es que la lección final y más profunda del Quijote, que Cervantes parece querer ofrecernos, es ésta: que aunque los proyectos esforzados de Don Quijote y de los caballeros armados que representa parezcan locuras, la disyuntiva es la muerte. Para renunciar a estas locuras, para curarse de ellas, tras la gran calentura, habrá que colgar las armas; pero con esto (que es lo que no ve el pánfilo pacifista) viene la muerte. La muerte física de Don Quijote, al recluirse, tras colgar las armas, en el cuerpo de Alonso Quijano, simboliza así la muerte de España, al colgar las suyas.

«Razones tan discretas que borran y deshacen sus hechos»

La facultad de hacer discursos discretos e ingeniosos, que es facultad propia de los letrados –que son ante todo quienes dominan las letras de las leyes–, es una facultad que Cervantes atribuye a Don Quijote, pero no en abstracto, sino poniendo en su boca los mismos discursos discretos e ingeniosos que acreditan esa facultad, que aparece en Don Quijote con tanta o más fuerza cuanto más débiles y quebradas nos parecen sus acciones, sus armas y sus hechos.

No puede afirmarse, por lo demás, desde luego, que Don Quijote, en su locura, careciera de discurso, como tampoco carece de armas. Pero tampoco puede afirmarse (con don Diego Miranda) que la «incongruencia» (locura o tontería) de Don Quijote se encuentre sólo en el terreno de la coordinación de los discursos y sus acciones. La incongruencia de Don Quijote se encuentra ya en su propio discurso, y es éste el que enferma o degenera. Aunque no es fácil determinar cual es la línea divisoria que separa el discurso sano y el discurso degenerado, que en Don Quijote toma la forma de locura, y según una figura ya conocida, si damos por buena la tesis de Menéndez Pidal sobre el entremés de Bartolo.

En el momento de tratar de establecer esta línea divisoria habría que tener en cuenta que la «parte sana» del discurso de Don Quijote tendría que ser compartida por el propio Cervantes; o, dicho de otro modo, que Cervantes estaría expresando su pensamiento a través del discurso sano de Don Quijote, y que un discurso no se opone solo, en globo, a las acciones –a los hechos, en cuanto acciones–, sino también al juicio sobre los hechos de experiencia, que no son tanto acciones cuanto percepciones, sin perjuicio de que, a su vez, estas percepciones estén «recortadas» por alguna acción previa o virtual, con tal de que esté integrada en el discurso.

Cervantes (si es que es Cervantes quien habla, en el capítulo XVIII de la segunda parte, por boca de Diego de Miranda) no parece diagnosticar quiebra alguna en el discurso de Don Quijote, y su locura la pone más bien en la incongruencia entre su discurso, en sí mismo sano, y sus acciones, entre sus «palabras» y sus «hechos», dirán otros. Cuando don Lorenzo, el hijo poeta de don Diego, pregunta a su padre su opinión sobre el caballero que ha invitado a su casa («el nombre, la figura y el decir que es caballero andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos»), don Diego responde:

—No sé lo que te diga, hijo; sólo te sabré decir que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos. (II, 18; cursiva nuestra.)

No es por tanto propiamente que los hechos deshagan las palabras; la situación es mucho más interesante: son las palabras las que, según don Diego, deshacen los hechos.

Don Diego, según este diagnóstico, parece desplazar la incongruencia de Don Quijote a un lugar distinto (aquel en el que se contraponen los discursos y las acciones), en el que su hijo don Lorenzo, el poeta, parecía ponerla inicialmente (el lugar en el que se contrapone el discurso y los hechos, sin distinción, por un lado, y por tanto el comportamiento global de Don Quijote, que será coherente en sí mismo, y la expresión personal, no solo verbal, de los mismos («que el nombre, la figura y el decir que es caballero andante…»).

Cabe, en resumen, ensayar diferentes criterios. El que nos parece más plausible se basa en una distinción entre el discurso doctrinal (necesariamente abstracto, político, filosófico) y el juicio de aplicación del discurso a las circunstancias concretas del momento, en el que ha de intervenir la prudencia, y la sindéresis, y no sólo la sabiduría de los principios o de la ciencia de las conclusiones (la coherencia) de la doctrina. Cabría poner en correspondencia el discurso doctrinal con el «registro representativo del lenguaje», mientras que el juicio preferiría el registro del lenguaje expresivo o apelativo, que se dirige a personas en concreto.

Por ejemplo, en el capítulo 29 de la segunda parte (en el que Cervantes expone la famosa aventura del barco encantado) se le supone a Don Quijote una ciencia sólida en su discurso sobre la Esfera, puesto que utiliza conceptos que Sancho no conoce: qué cosas sean coluros, líneas, paralelos, zodiacos, eclípticas, polos, solsticios, equinocios, planetas, signos, puntos, medidas… Pero el discurso se quiebra –como se quebraría la lanza– al aplicarlo a las circunstancias concretas, allí donde el buen juicio, o la facultad de juzgar, de subsumir lo particular en lo universal, o recíprocamente, ha de ejercitarse rectamente. Don Quijote comienza a calcular «cuantas paralelas» ha de atravesar el barco arrastrado por la corriente del Ebro; comienza a interpretar las aceñas como castillo en el que debe encontrarse alguna infanta o princesa malparada. El buen juicio lo mantiene aquí Sancho, pero también la «canalla malvada» y los molineros de las aceñas «que vieron venir aquel barco por el río, y que se iba a embocar por el raudal de las ruedas». «Los cuales [molineros], oyendo y no entendiendo aquellas sandeces [de Don Quijote], se pusieron con sus varas a detener el barco, que ya iba entrando en el raudal y canal de las ruedas.»

Lo que parece aquí imprescindible indicar es que la locura de Don Quijote, definida como quiebra del juicio, es tal que permite mantener intacto el discurso doctrinal «académico» (científico, filosófico, político). No es una locura común, propia del esquizofrénico que padece confusión y caos mental. La locura de Don Quijote es solo un caso particular de la misma quiebra de juicio que padecen los hombres más sabios, los políticos o los científicos, por ejemplo, que una vez que han construido firmemente su doctrina o su diagnóstico, tratan de aplicarlos al caso concreto, y si este se resiste, echarán la culpa al caso, y no a la doctrina («el cadáver miente»).

Otra cosa es el origen de ese desajuste entre la doctrina y el hecho. ¿Se debe simplemente al dogmático empecinamiento del político o del científico (que llega a proponer, pongamos por caso, como doctrina cierta, la teoría del big bang, sin perjuicio de los hechos en contra)? ¿Se trata de que los hechos son «trastocados» desde fuera (por ejemplo, desde el palacio de los duques), a fin de que aparezcan distintos a como deberían aparecer? Descartes, en días muy próximos a aquellos en los que Cervantes escribía el Quijote, cuando juzgaba que «acaso esta estufa sea una ilusión propiciada por un Genio Maligno engañador», se enfrentaba con el mismo encantador con el que se encuentra Don Quijote.

Porque también Don Quijote recurre al encantamiento de un Genio Maligno para explicar la falta de ajuste entre las doctrinas sanas y los hechos de experiencia. El propio Sancho llegaba a veces a «perder el juicio» como le ocurrió en el episodio de los cueros de vino acuchillados por Don Quijote (I, 35), que los tomó por gigantes, y al vino derramado por sangre. ¿Quién no asocia este «encantamiento» de la transformación del vino en sangre con los debates del siglo XVII, entre galileanos, gassendistas y cartesianos, a propósito de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, y de la transubstanciación eucarística? Pero la doctrina de Santo Tomás, si la consideramos como un propotipo de discurso teológico racional, casi perfecto, dentro de los principios del hilemorfismo creacionista, ¿qué tiene que ver con esa locura de ver en el pan y el vino el cuerpo y la sangre de Cristo?

Nos permitimos advertir que la dificultad no aparece tanto en el terreno del discurso doctrinal teológico de Santo Tomás, cuanto en el juicio concreto acerca de si este pan de trigo, como hostia consagrada, es el cuerpo de Cristo, y si este vino de uva, consagrado, es la sangre de Cristo. Pero sólo puede asentirse a semejante juicio apelando a la acción divina, a un milagro, que es de algún modo obra de encantamiento. De un encantamiento que, como en el caso de Don Quijote, transforma el vino en sangre, y el pan en carne. (Cuando se cambiaba el discurso tomista, la doctrina, por ejemplo el hilemorfismo por el atomismo, el encantamiento se hacía mucho más difícil; y la defensa de la doctrina atomística sería el motivo por el cual, y no por su heliocentrismo, habría comenzado la persecución de Galileo.)

El discurso de las armas y las letras

Y entre los discursos más famosos, y también más racionales y sanos, atribuidos a Don Quijote por Cervantes (en cuya exposición, según hemos insinuado, estaría Cervantes manifestando su propio pensamiento), hay que contar, sin duda alguna, el «Curioso discurso de las armas y las letras» (Primera parte, final del capítulo 37 y 38).

Este Discurso, en sí mismo, no tiene quiebra, ni la tienen las armas a las cuales allí se aluden. Precisamente porque son «armas aludidas» (pintadas) y no armas utilizadas (vivas). La quiebra del discurso de las Armas y las Letras no aparece en alguna grieta o inconsistencia que en el mismo discurso podamos advertir, sino en el momento de su aplicación, pongamos por caso, en la falta de juicio que se manifiesta al tomar las aspas de los molinos por brazos armados de gigantes.

¿Y cual es la sustancia de este discurso perfecto de las armas y las letras? Es decir, ¿contra quien se dirige?

En nuestros días, en los cuales el «síndrome de pacifismo fundamentalista» (SPF)sacude intensamente a los ciudadanos y a los fieles (otros dirán, aún situados en «la izquierda», pero con reminiscencias clericales: sacude intensamente «a las conciencias»), quienes exaltan, en su cuarto centenario, a Don Quijote, esperarán poder levantar a su figura como un emblema más del pacifismo salvador. ¿No dice Don Quijote en su discurso que «las armas tienen por fin y objeto la paz»? ¿Acaso no recuerda Don Quijote en su discurso, aunque sin citarlo expresamente, a San Lucas, que en palabras de su Evangelio, con las que después se comenzará el cántico de la misa, dice: «Gloria sea en las alturas, y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad»?

Más aún, quienes, con Bataillon y tantos otros, ven a Cervantes como uno más de los españoles impregnados por Erasmo (¿qué escritor del siglo de oro español merecería ser citado por estos eruditos sectarios si no fuera porque en aquel discurso ven reproducida alguna idea de Erasmo?), leerán el curioso discurso de Don Quijote como una versión de la doctrina del pacifismo evangélico erasmista.

A fin de cuentas, Erasmo fue el gran abanderado del pacifismo de su época; la época en la que, en España, Vitoria y otros teólogos argumentaban a favor de la guerra, de la guerra que llamaban «justa». Pero a Erasmo no le gustaba España, porque era tierra en donde se toleraba con exceso a los judíos; aparte de ello el pacifismo de Erasmo no era tampoco un pacifismo puramente evangélico, porque estaba entretejido con intereses mundanos del siglo. Erasmo decía ser neutral: Francisco, rey de Francia, busca la paz, pero también Carlos la busca. Por eso diría Francisco: «Mi primo y yo estamos siempre de acuerdo, los dos queremos Milán.»

Pero el Discurso de las armas y de las letras de Don Quijote no es un discurso pacifista, ni, menos aún, es un discurso «erasmista». A lo sumo podría interpretarse como un discurso contra Erasmo (salvo que se suponga, y es mucho suponer, que Cervantes elogia la locura de Don Quijote cuando éste empuña sus armas). Y esto porque la doctrina que Don Quijote expone es, ni más ni menos, no la doctrina de Erasmo, sino la doctrina de Aristóteles.

Erasmo, en su Querella de la paz de cualesquiera pueblos, echada y derrotada, publicada en 1529, defiende, desde luego, la paz, atacando a las armas, en beneficio de las  letras y, sobre todo, de las letras divinas: la paz de Erasmo es la paz evangélica.

¿En qué se diferencia el hombre de los animales? En que el hombre, dice Erasmo, a pesar de tener inteligencia, se comporta de un modo más bestial del que las bestias acostumbran para relacionarse con las de su misma especie. Pero Erasmo, inventándose la etología, y sobre todo la etología humana, dice: «Entre las bestias más feroces encuentro yo más grata hospitalidad que entre los hombres.» Los animales viven en concordia cuasi civil. A menudo los elefantes se comportan entre sí como hermanos; los leones no se embravecen ante los leones; la víbora no muerde a la víbora. Debería bastar el vocablo «hombre» para establecer la avenencia entre los hombres. Y aunque la naturaleza los hubiera derribado o hecho caer, ¿no les bastaba Cristo? Cristo es el principio de la paz. A Cristo no le anuncian bélicas trompetas. ¿Por qué los hombres mueven guerras permanentes, a pesar de su inteligencia? Acaso por su pecado original. Pero Erasmo parece estar diciendo que si la inteligencia, o la razón, no hubiera sido menoscabada en el hombre por el pecado, como decía San Agustín, los hombres dejarían de cultivar las armas, precisamente en virtud de su racionalidad.

Se ha señalado una posible relación entre la Querela pacis de Erasmo, en que acusa la ambición de los príncipes belicosos, y el programa de Vitoria, De iuri belli. Manuel de Montoliu (Alma de España, págs. 632, 633) defiende esta relación. Pero semejante apreciación, a nuestro juicio, carece de todo fundamento, y es sólo fruto de la erasmomanía. Vitoria no es pacifista al modo de Erasmo; su posición sobre la guerra justa es precisamente la contraria a Erasmo.

Pero mientras que Erasmo afirmaba que los hombres deberían dejar de cultivar las armas, precisamente en virtud de su racionalidad, Don Quijote comienza reivindicando la condición racional de las armas. El hombre es animal racional, luego también han de serlo las armas, inventadas por el hombre. Tanto más importante es esta conclusión de Don Quijote cuando advertimos que sus armas no son armas-máquina (armas de disparar, como flechas, bolas, armas de fuego, granadas; menos aún armas automáticas, como cepos o misiles inteligentes) sino armas-instrumento (armas de blandir, como espadas o lanzas).

No imaginamos a Don Quijote manejando un arco o un arcabuz. Don Quijote sólo utiliza, como buen caballero andante, armas-instrumento, es decir, armas cuyo impulso lo reciben directamente del cuerpo del caballero, de forma que sea él quien directamente tome contacto con el cuerpo del enemigo, y en lucha «cuerpo a cuerpo» con él pueda percibir sus reacciones inmediatas. Los etólogos de hoy toman este criterio como base para distinguir la conducta agresiva animal (la conducta agresiva que actúa directamente sobre el cuerpo del enemigo) y la conducta agresiva humana, cuando ésta establece una desconexión cada vez mayor entre el agredido y el agresor. Lorenz habló de un «descarrilamiento del instinto de agresión», derivado de esta desconexión, cuyos primeros grados aparecerían ya en chimpancés, u otros animales que lanzan piedras, aunque propiamente no las disparan: la aceleración que experimenta la piedra lanzada con la mano –dejamos de lado la aceleración de la piedra lanzada con honda o la que es efecto de la gravedad– toma su fuerza de la mano que la lanza.

Pero no nos autorizaría esta distinción entre armas-instrumento (cuya energía procede del organismo, que utiliza los instrumentos como si fuesen órganos suyos: garras, colmillos, puños) y armas-máquina, a clasificar las armas instrumentales como armas animales irracionales. Las «armas orgánicas» no son, sencillamente, armas, sino órganos de ataque o defensa de un animal, o incluso a veces de una planta (espinas, venenos). Pero las armas instrumentales ya son armas estrictas, herramientas normadas, contenidos de la cultura humana, por lo tanto, como dice Don Quijote, racionales.

En consecuencia, ni las armas ni la guerra es propia de animales irracionales. La guerra no es cuestión de fuerza bruta, asentada en el cuerpo. La guerra supone el espíritu, el ingenio:

«Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio [de las armas de la andante caballería] excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras [las letras de los letrados, de los legistas, del Estado de derecho] hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quienes se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutarlos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo.»

Y todavía dirá más: las armas tienen un fin superior a las letras («y no hablo ahora de las [letras] divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo»), porque mientras las letras [las que giran en torno a las normas éticas, morales, políticas o jurídicas] tienen como fin y paradero «entender y hacer que las buenas leyes se guarden», este fin no es digno de tanta alabanza como la que merece «aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz (…) Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mismo es decir armas que guerra.»

Ahora bien, esta famosa proposición («La paz es el fin de la guerra») procede, como es sabido, de Aristóteles (Política, 1334 a15). Pero hay dos modos principales de interpretarla:

(1) La Paz, universal y perpetua, es el fin de todas y cada una de las guerras; una paz que habría que entenderla, por tanto, como una reconciliación mutua y sempiterna de los contendientes.

(2) La Paz no es un fin universal e indiferenciado de todas las guerras, sino el fin particular y específico de cada guerra: quien está en guerra busca la Paz, pero esta paz es la Paz de su victoria. Quien entra en la guerra colabora a un desorden; y el fin de la guerra es restablecer el orden, pero tal como lo entiende el que quiere vencer. Por ello, el fin de la guerra es la Paz, la Paz de la victoria, del orden victorioso y estable que haya logrado establecer el vencedor.

La primera interpretación de la proposición de Aristóteles es claramente meta-histórica, por no decir metafísica. Si la Paz fuese la ley universal de los hombres, como animales racionales, la única manera de explicar históricamente las guerras sería suponer que los hombres, a lo largo de la historia, han entablado guerras por su irracionalidad; es decir, habría que suponer que toda la historia del hombre es la historia de la sinrazón.

Sólo la segunda interpretación puede recibir un significado histórico positivo, desde el supuesto de que la humanidad no tiene existencia como tal, sino que está originariamente distribuida en partes que no tienen por qué ser compatibles ni congruentes entre sí. La guerra habrá sido la forma extremada de la relación ordinaria entre esas partes.

Cuando, desde este supuesto, hablemos de paz, como fin de la guerra, nos referiremos a la guerra real, a cada guerra en particular; y entonces hablar de paz ya puede tener un sentido político e histórico, y no metafísico o metahistórico. Hablar de la paz como fin de la guerra es hablar de una paz política: bien sea de la Pax Romana, bien sea de la Pax Hispana, bien sea de la Pax Británica o bien sea de la Pax Soviética (de la que Stalin se proclamó abanderado en 1950). La paz es el fin al que aspira la guerra con el objetivo de instaurar el orden inestable que la misma guerra ha comprometido, reconstruyéndolo a medida del vencedor.

Que la proposición de Aristóteles entiende la paz como fin de la guerra, en este sentido positivo, se corrobora con otro pasaje suyo, un poco anterior al citado (Política, 1333), en donde Aristóteles pone en correspondencia la contraposición trabajo/ocio con la contraposición guerra/paz, y dice: «La guerra tiene como fin la paz, como el trabajo el ocio.»

Por eso la guerra, en cuanto actividad racional que tiene como fin la paz, o el orden justo obtenido tras la victoria, implica también racionalidad de este orden y de las operaciones que conducen a él. Por ello la guerra no puede tener como fin la esclavización de los hombres que no lo merecen, y menos aún su exterminio. La paz a la que aspira la guerra ha de tener como fin:

(a) O bien evitar ser esclavizados por otros: es el fin al que aspiran las guerras defensivas.

(b) O bien lograr obtener la hegemonía sobre otros, no para dominarlos simplemente, sino para proporcionarles bienes mejores de los que disfrutan. Se trata de lo que después se han llamado guerras de civilización, o también guerras de liberación.

(c) O bien la guerra tiene como fin gobernar a los que merecen ser gobernados, incluso como esclavos. Vitoria, incluso Sepúlveda, asumirán este tercer fin de la guerra como un título de guerra justa, si es que él se propone tutelar y educar a los pueblos incapaces de gobernarse a sí mismos, hasta lograr que desarrollen sus propias capacidades.

(Sobre estos asuntos véase nuestro libro La vuelta a la caverna. Terrorismo, guerra y globalización, I, 4: «La Paz como objetivo final de la Guerra». Para la polémica Sepúlveda, Vitoria, Las Casas, véase el análisis de Pedro Insua, «Quiasmo sobre ‘Salamanca y el Nuevo Mundo’», El Catoblepas, número 15, mayo de 2003 [http://nodulo.org/ec/2003/n015p12.htm].)

No parece, en conclusión, que pueda afirmarse que Don Quijote está predicando, en su famoso discurso, un pacifismo político y una requisitoria contra las armas a favor de las letras. Podrá estar dibujada en su horizonte una Edad de Oro, que por otra parte tampoco se identifica con la Paz evangélica, que él invoca en otras ocasiones. A lo sumo Don Quijote estaría defendiendo un orden –una paz– susceptible de ser mantenida a través de leyes justas, que a su vez sólo por la fuerza de las armas podrían ser efectivas. Este es el fundamento de la superioridad que, en su famoso discurso, Don Quijote (Cervantes) atribuye a las armas sobre las letras: sobre las letras humanas (de las letras divinas no quiere hablar), sobre las letras propias de los letrados, es decir, sobre las letras de las leyes.

Si utilizásemos el concepto que, dos siglos después, crearon algunos letrados alemanes (como Robert von Mohl), el concepto de Rechtsstaat, que nosotros traducimos como «Estado de Derecho», tendríamos que concluir que, para Don Quijote, el «Estado de Derecho» –el Estado de los letrados, el Estado de los legistas– carece de fuerza por sí mismo, y que la fuerza de obligar que él pueda tener la recibe de las armas capaces de hacer cumplir las sentencias de los jueces; así como también fueron las armas las que hicieron posible que el orden representado por esas leyes prevaleciera sobre otros órdenes distintos, contrapuestos o alternativos.

Don Quijote, por su parte, se considera siempre muy lejos de cualquier tribunal de justicia: «¿Y dónde has visto tú o leído jamás que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que hubiese cometido?» (I, 10.) Don Quijote, como caballero andante soberano, asume la posición tradicional de todo soberano, de la Iglesia, dotada de fuero propio, o del Rey de las monarquías absolutas, y residualmente de las constitucionales: «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.» (artículo 56.3 de la Constitución española de 1978.) Pero también asume la posición que siempre corresponde a la soberanía política efectiva, la de un Imperio (como pueda serlo actualmente Estados Unidos de Norteamérica), a quien ningún Tribunal Internacional de Justicia (real y no de papel, como los que actualmente fingen serlo) puede juzgar, porque el cumplimiento de sus sentencias sólo es posible si es el Imperio mismo quien obliga a cumplirlas.

El orden representado en las leyes que pueda presidir a una Nación, tal como la Nación española, sólo puede mantenerse por la fuerza de las armas, que lo crearon y lo sostienen por debajo: las armas que lleva Don Quijote, pero no en solitario, sino asistido por Sancho y por Dulcinea, de la cual podrán salir los nuevos soldados y los nuevos legistas.

Una Nación desarmada o débil sólo podrá asumir el orden que le impongan otras Naciones o Imperios mejor armados. Y, por ello, las armas deben ser consideradas superiores y más racionales que las letras, que las leyes:

«Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio [de las armas] excede a todas aquellos y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras [la leyes del Estado de Derecho] hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutarlos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo.»

Las armas, en resolución, tienen un fin superior a las letras («y no hablo ahora de las letras divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo»), porque mientras las letras tienen por fin y paradero entender y hacer que las buenas leyes se guarden, este fin no es digno de tanta alabanza, como el que merece aquel al que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz. La paz es el verdadero fin de la guerra, puesto que lo mismo es decir armas que guerra.

Don Quijote nos obliga a afirmar –tal es nuestra interpretación– que si España existe, que si España puede resistir sus amenazas, que si España es una Nación y quiere seguir siéndolo, todo esto no pudo resultar ni podrá mantenerse solamente con las letras, con las leyes, con el Estado de derecho. Son necesarias las armas, es decir, es necesario estar preparados para la guerra, puesto que como afirma Don Quijote: «Lo mismo es decir armas que guerra.»

España no es un mito – Pregunta 7 – ¿España es Europa?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la séptima y última pregunta:

¿ESPAÑA ES EUROPA?

Es necesario despejar la confusión de la frase «España es una parte de Europa»

Damos por supuesta la realidad de España, en cuanto entidad histórica viviente en el presente (no meramente en el pretérito), dotada de una unidad estructural interna (es decir, no superestructural, externa, postiza o formal, como si su unidad estuviese «sobreañadida» al supuesto conjunto de pueblos, naciones o culturas asentadas en su territorio) derivada internamente de los propios materiales sociales, culturales y políticos que la constituyen.

Esta unidad estructural, interna, que atribuimos a España, deriva, en primer lugar, de la realidad de la cultura española (que podríamos poner en correspondencia, para acogernos a una idea corriente, con la «sociedad civil» española). Y, en segundo lugar y no como algo accidental (sino situado históricamente en un momento posterior), sobre la realidad de la Nación española (a la que corresponde la «sociedad política» española del presente organizada en las Constituciones que van de 1812 a 1978).

La cuestión que se nos plantea ahora es la de la conexión de España, en cuando unidad real (social y política) con Europa. Una realidad histórica, sin duda alguna, pero cuya definición, tanto en el terreno cultural o civil como en el terreno político, es mucho más difícil de establecer, si cabe, que la «definición» social y cultural de la unidad de España.

Por ejemplo, España es políticamente un Estado nacional, al que corresponde una Constitución (por más que ésta sea impugnada por algunos nacionalistas fraccionarios); pero, políticamente, Europa no está definida, salvo en un Proyecto de Tratado para su eventual constitución; desde el punto de vista político, Europa es, hoy por hoy, solamente una «Europa de papel».

Y si presenta grandes dificultades la defensa de la realidad de España en cuanto se deriva de la unidad que reconocemos a la cultura española, muchas más dificultades presentará la definición de la realidad de Europa, en cuanto pretenda ser derivada de una supuesta «unidad de la cultura europea», unidad en todo caso mucho más precaria y vaga que la de la cultura común española (por la pluralidad de sus áreas culturales, de sus lenguas, por la inexistencia de una lengua genérica común, capaz de filtrarse por las diferentes esferas lingüísticas europeas).

Ahora bien, como ya hemos dicho antes en este libro, la unidad de España (la unidad entre sus partes) puede asumir identidades (esenciales) diferentes, según los contextos envolventes en los que se inserte. La unidad de España, hace veinte o dieciséis siglos, asumió la identidad de parte (provincia, diócesis) del Imperio romano; hace cinco siglos la unidad de España asumía la identidad de la monarquía hispánica, o, si se prefiere utilizar el lenguaje de la Antropología cultural antes que el lenguaje de la política, cabría decir que España fue (y sigue siendo) una parte de la Comunidad hispánica, o una parte del «area cultural hispánica».

¿Diremos también que España, en su unidad actual, puede asumir la identidad europea, es decir, podemos afirmar que España es una «parte de Europa»?

Sin duda, no sólo es posible, sino que es necesario afirmar, porque la realidad así lo impone, que España es una parte de Europa, del mismo modo que es imposible afirmar que España es una parte de Asia o de Africa. La conocida fórmula «África comienza en los Pirineos» es un mero juego de palabras, un galicismo que no puede ser tomado en serio.

España es una «parte de Europa» y, en consecuencia, tiene una «identidad europea». Pero ni «parte», ni «identidad», son conceptos unívocos, sino análogos. Es una pura desvergüenza de los «europeístas» españoles pretender que dicen algo afirmando que «España tiene una identidad europea». Porque hay mucho modos o acepciones de «parte» (partes integrantes, partes determinantes, partes instrumentales, rectas u oblicuas…) y muchos modos o acepciones de «identidad» (la identidad «se dice de muchas maneras»: como identidad sustancial o como identidad esencial, como identidad estructural o como identidad accidental o superestructural…).

Hay, sin duda, demasiada vaguedad en la afirmación: «España es una parte de Europa», o en la afirmación: «España tiene una identidad europea». Es obvio que esta vaguedad sólo puede despejarse precisando la naturaleza de esa «totalidad envolvente» (de España) que llamamos Europa. Porque es evidente que la situación es muy distinta cuando hablemos de una Europa en sentido político (por ejemplo, de la Unión Europea) que cuando hablemos de Europa en un sentido cultural (por ejemplo, de la Cultura europea).

La identidad europea de España, desde el punto de vista político, puede tener más importancia considerada desde el punto de vista político que considerada desde el punto de vista cultural. En cualquier caso, las identidades culturales son más estables y de más larga duración que las identidades políticas (al menos, las que tienen que ver con las Confederaciones o con regímenes políticos tales como monarquías, aristocracias o democracias).

Se hace, en todo caso, imprescindible, para formar un juicio mínimamente solvente sobre el alcance de la cuestión «¿España es Europa?», comenzar bosquejando, al menos, el análisis de la realidad que pretende designar el término «Europa».

El proceso histórico de conformación del concepto geográfico de Europa

Europa es «una realidad muy compleja», constituida por una fenomenología sobreabundante compuesta de fenómenos muy heterogéneos: económicos, políticos, religiosos, artísticos, históricos, etc.; fenómenos con referencias fisicalistas muchas veces precisas, y otras veces muy borrosas, involucradas en conceptualizaciones implicadas en sistema diversos de conceptos (técnicos, científicos) que, a su vez, determinan diferentes sistemas de Ideas.

Consideremos ante todo, por razones de método, a Europa desde algunos sistemas de conceptos comúnmente reconocidos, si bien al cabo de muchos siglos de debates, confrontaciones o convenciones, son los conceptos que se organizan en torno al mismo concepto geográfico-histórico de Europa.

Y nos apresuramos a advertir que este compacto («geográfico-histórico») no se utiliza aquí como si el concepto por tal sintagma significado fuera un concepto compuesto de previos y separados conceptos geográficos, por un lado, e históricos, por otro, que ulteriormente se hubieran ido asociando en el «concepto compacto». El concepto geográfico-histórico de Europa tiene una unidad previa a los componentes que resultarán ulteriormente por disociación, puesto que tales componentes, aunque disociables, son inseparables. No es posible hablar de Europa desde una perspectiva geográfica que no esté conjugada con alguna perspectiva histórica, ni tampoco recíprocamente. Los conceptos geográficos (a diferencia de los conceptos geológicos) presuponen siempre una perspectiva operatoria antrópica, que determina la plataforma histórica desde la cual se configuran esos conceptos geográficos, como conceptos oblicuos o posicionales. Los conceptos geográficos de Este y Oeste, o de Norte y Sur, se desvanecen en cuanto se pierde la referencia antrópica vinculada a los sistemas de coordenadas utilizadas. A lo sumo, se transforman en conceptos que ya no serán geográficos, sino físicos, geológicos o cosmológicos.

Ésta es la razón por la cual podemos afirmar, con toda seguridad, que el concepto «actual» de Europa sólo pudo conformarse históricamente, es decir, en el curso de muchos siglos de historia. Europa no es una «realidad perceptible a simple vista», como podrían serlo (si nos atenemos a las leyes de la teoría de la forma) el Sol o la Luna. Puede asegurarse que nuestros antepasados, los pitecántropos, los neandertales, o los antecesores, que recorrían las planicies, los valles o las montañas de España, de Francia o de Alemania, no pudieron haber formado ningún concepto de Europa.

Sólo a final del siglo XX el «continente» o el «subcontinente» que llamamos «Europa» pudo ser percibido globalmente desde alguna astronave; lo que significa que el concepto geográfico de Europa, que ya estaba conformado mucho antes de que hubiera astronaves, ha sido el resultado de sucesivas acciones y operaciones acumulativas, llevadas a cabo desde diferentes plataformas históricas, que hicieron posible no sólo abrir caminos, es decir, itinerarios de ida y vuelta (no se hace camino al andar: hay que poder volver al punto de partida y reandar el itinerario), sino también mapas de rutas y de entornos suyos (ríos, valles, montañas) y teorías cosmogónicas capaces de establecer la esfericidad (o, por lo menos, la «discoeidad») de la Tierra.

Ahora bien, el proceso secular de conformación del concepto geográfico-histórico de Europa sigue estando enmascarado, de hecho, precisamente por la mitología. Nadie «cree» hoy en el mito de Europa, en el rapto de la hija de Agenor y Argiope que Zeus, transformado en toro blanco, que pacía junto a sus ovejas, llevó a efecto en algún lugar próximo a la isla de Creta (al menos, allí parece ser que fue en donde Zeus, transformado en águila, violó a Europa y le hizo tres hijos: Minos, Radamanto y Sarpade). Sin duda, la fábula del rapto de Europa -dice Roberto Graves- «es posible que comenzase por una incursión [geográfica] de los helenos a Fenicia, desde Creta». También es posible que los viajes ulteriores de la «madre Europa», la hija de Agenor, tengan algo que ver con el proceso mismo de formación del concepto de Europa. Pero, sin embargo, la fábula de Europa, en la que nadie cree, ejerce a veces el papel de nebulosa que inspira una peculiar pereza en la investigación precisa del proceso de formación del concepto. Acaso porque vagamente, el mito, en cada época histórica en que iba siendo relatado, sugeriría, como un espejismo, que la madre Europa definía a Europa desplazándose, en excursión permanente, precisamente por los límites que el territorio europeo alcanzaba en la época de la repetición del relato.

La raíz viciosa de este espejismo no sería tanto partir de la fábula, que es fuente inexcusable, sin duda, sino subrayar en ella la Europa antropomórfica raptada por Zeus (una Europa que en los siglos posteriores seguirá siendo dibujada en los mapas como una matrona, cuya cabeza corresponde a veces a España, los brazos a Italia y las penínsulas bálticas, etc.) en lugar de preocuparse por señalar el territorio local inicial que recibió el nombre de Europa (dejando de lado la cuestión de la anterioridad o posterioridad de la Europa-madre y la Europa-territorio).

En todo caso, el término «Europa» -faz ancha- indicaría que el territorio local inicial denominado Europa debía ser un lugar con horizontes amplios. «Horizontes amplios» en función de la situación de los hombres, de los jinetes sin duda, que los percibían como tales; lo que nos recuerda también que en el análisis de formación del concepto de europa habrá que determinar la plataforma y el punto de vista desde el cual se conformaba ese horizonte. Herodoto parece atríbuir esta plataforma y punto de vista a lo persas, más que a los griegos. Según esto, «Europa» habría sido inicialmente un «concepto persa» («los persas consideran a Asia y a los pueblos bárbaros que habitan en ella como de su propiedad, mientras que para ellos Europa y el mundo griego es un país distante»). Sin embargo, hay indicios (la leyenda de un viaje de Apolo por la Hélade) de que «Europa» pudo ser denominación de algún territorio situado en la Grecia continental.

Partiendo de la determinación de un concepto territorial local inicial (situado probablemente en alguna zona del Mediterráneo oriental), la cuestión de la formación del concepto de Europa se planteará como una investigación sobre los «mecanismos de ampliación» de la denominación «Europa» desde el territorio local inicial hasta sus límites geográfico-históricos actuales, en función de los cuales consideramos «cerrado», de un modo más o menos convencional, el concepto.

Sin duda, los «mecanismos» de estas (necesariamente) sucesivas ampliaciones sólo podrán entenderse en el contexto de las divisiones globales («molares») de la Tierra, que históricamente se hayan ido estableciendo, incluso con anterioridad a la época de conformación del «disco» o de la «esfera» (o globo) terrestre.

Podríamos partir de la «división molar» acaso más sencilla y originaria de las «tierras visibles» para las primeras bandas de hombres con capacidad suficiente para ir organizando su contorno, a saber, la que separa los territorios (o los mares) en dos partes: la parte «de donde nace el Sol» y la parte «hacia donde muere el Sol». Consta que los fenicios (para referirnos a pueblos cercanos al «rapto de Europa») distinguían el Acu (la parte del naciente, el Oriente) y el Erebo (la parte del poniente, el Occidente). Si esta división meridiana (es decir, vertical) se hacía desde plataformas mediterráneas, cretense o fenicias, habría que sacar ya una primera conclusión decisiva: que Europa -el territorio inicialmente así denominado- «caía de la parte de Occidente» (y esto al margen de que fuera desde Oriente desde donde se configurase, según el testimonio de Herodoto).

A estas dos partes de la Tierra visible, Oriente y Occidente, procedentes de la división meridiana, se agregará después una tercera parte, hacia el Sur, que se llamará Libia y más tarde África; y habrá que tener en cuenta que Oriente no es Asia, ni Occidente es la Europa actual. Si nos mantenemos en la «plataforma cretense», Occidente y Oriente se extienden sólo en una franja de límites «horizontales» que no rebasan, por el Sur, el Africa mediterránea, hasta el Sáhara, y por el Norte los Alpes o el Danubio. Es decir, los límites iniciales de la Roma republicana. Fuera de estos límites se sitúan los bárbaros. ¿Se había ampliado ya el concepto geográfico de Europa al territorio comprendido entre esos límites, o acaso incluía este concepto ya los territorios bárbaros situados hacia el Norte? Varrón dice (De Lingua latina, 5, 32, 4): «Europae loca multae incolunt naciones».

En cualquier caso, parece que la «ampliación hacia el Este y hacia el Norte», pero en sentido inclusivo, tuvo que ver, más que con el Imperio de Roma, con el Imperio romano de Constantinopla, que era la parte económicamente más floreciente de este Imperio (doce veces más, calculan algunos historiadores). Y, además, la parte en donde tuvo lugar su alianza con la Iglesia católica.

De allí salieron las primeras misiones cristianas hacia el Norte y hacia el Este, y el primer monacato, que sin duda tuvo algo que ver con la ampliación de la denominación Europa a los nuevos territorios (la «Tercera Roma», Kiev, Moscú). También hubieron de tener parte, en el proceso de formación del concepto de Europa, las invasiones de Atila o las de Gengis Khan, en cuanto procedentes de Oriente, de Asia. Y lo que es más importante, aunque no se le dé la importancia que merece (porque esa importancia queda enmascarada por la presencia transitoria en Occidente, en Córdoba y en Granada, por ejemplo de los mahometanos): que también proceden del Oriente, de Asia o de África, las invasiones musulmanas. N1 hunos, ni mongoles, ni musulmanes se internaron propiamente en «Europa», sino que merodearon por su periferia, entraron y salieron expulsados (a veces tras largos siglos de re-conquista). En cambio, las invasiones germánicas, que procedían ya de un «horizonte europeo» (aunque fuese bárbaro), penetraron en el Imperio cristiano y se asimilaron a él.

Por último, ¿cómo no tener en cuenta en el proceso de formación del concepto de Europa la parte que pudo corresponder al descubrimiento de América y a la primera circunnavegación a la Tierra, por obra de Magallanes y Elcano, en la época de Carlos I?

Se hará posible, con todo esto, una nueva división de la Tierra, y sólo en función de esta división el moderno concepto de Europa, como una parte principal de ella, un continente capaz de enfrentarse a Asia o a África, pero también a América y por supuesto a Australia (descubierta por españoles y denominada inicialmente, en honor a la dinastía reinante en España, como Austrialia).

Tras el descubrimiento de América, los límites hacia el Oeste del concepto de Europa quedaban bien definidos por el océano Atlántico. ¿Qué criterios seguir para trazar la frontera hacia el Este, entre Europa y Asia? Parece que quien propuso, de modo solvente, los límites de Europa hacia el Este, poco más allá del Valga, en el río Ural (que desembocaba en el Caspio) y en los Montes Urales, fue Strahlenberg, hacia 1730. Ulteriormente los geólogos podrán entrar en acción y llegarán a la conclusión (que no es sólo geológica, sino también geográfico-histórica, cultural y política) según la cual Europa es un continente delimitable de Asia, pero a título de subcontinente, o bien a título de península de un nuevo continente denominado «Eurasia».

España es una parte de Europa mucho antes de que lo fuera Alemania o Rusia

La pregunta «¿España es Europa?» tiene una respuesta afirmativa terminante, cuando se la plantea en el terreno de los conceptos geográfico-históricos. España es Europa, es una parte de la «península de Eurasia» denominada Europa, es una «península de la península», una subárea del «área cultural de difusión helénica» que denominamos «cultura europea». El resultado de ese proceso de difusión helénica se habría logrado a través de la expansión de las «tres Romas», y sobre todo de las tres Romas cristianizadas: la primera Roma, la occidental; la segunda Roma, la de Bizancio; y la tercera Roma, la de Kiev y la de Moscú.

España es, según esto, una de las «primeras partes» de esta área cultural que llamamos Europa, integrada ya en ella plenamente desde el siglo II antes de Cristo en la primera Roma y, parcialmente, ocho siglos más tarde, en la segunda Roma, en el Imperio bizantino, España es europa, por tanto, mucho antes de que las tribus germánicas o eslavas pudiesen ver a Europa, incluso subidos a los árboles de sus frondosos bosques.

El proceso histórico de esa expansión de Europa, considerada como un «área cultural de difusión helénica», suele ser dividido (si partimos, en el límite inferior, de la consolidación del Imperio romano) en las tres consabidas fases, edades o épocas europeas (y no sólo protoeuropeas): una fase 1 que comprende la Edad Antigua y Media (Imperio romano e Imperio de Constantinopla); una fase 2 que comprende la Edad Moderna (en la que Europa «sale de sus límite medievales» y comienza a «operar» en América, África y Asia, incorporándolas progresivamente a su esfera económica, política y cultural); y una fase 3, o Edad Contemporánea, en la que Europa se ve rodeada de otras plataformas, también universales, en tanto pretenden controlar todo el globo terráqueo, iniciando el proceso que hoy llamamos «Globalización».

En esta tercera época Europa busca redefinir su unidad política, mediante el frágil y discutido Proyecto de una Unión política Europea (de la que todavía permanece al margen Rusia, la tercera Roma y los territorios centrales de la segunda Roma, la bizantina, que cayeron en manos del imperio otomano y que, bajo su influjo, se convirtieron al islam, en el que permanecen; porque la segunda Roma tras la caída de Constantinopla, no logró expulsarles, como lo había conseguido España en su Reconquista).

Criterios para clasificar las Ideas sobre Europa. Las «cuatro Europas»

En el esbozo de análisis del proceso de formación del concepto de Europa que hemos ofrecido, pese a que ha procurado mantenerse en las coordenadas «empíricas» más estrictas (salva veritate), apuntan componentes ideológicos, es decir, Ideas de Europa, que difícilmente podrían ser disimuladas entre los conceptos.

Acaso las más señaladas puedan encontrarse en la consideración (a partir de la división Oriente/Occidente) de las invasiones de los hunos, de los musulmanes y de los mongoles como invasiones orientales o asiáticas (no «europeas»), mientras que las invasiones germánicas han sido consideradas como occidentales (o «europeas»), sin perjuicio de su «barbarie precristiana».

La contribución del cristianismo a la formación de Europa es indiscutible y, por ello, tanto más repugnante es la voluntad sectaria de los redactores laicos progresistas del Proyecto de Tratado que lograron cerrar el paso a toda mención a las «raíces cristianas» de Europa, sustituyéndolas por una vergonzante mención a unos «componentes religiosos» indeterminados. Y con esta mención, deliberadamente vaga, lo que se sugiere es la posibilidad de que los musulmanes o los budistas pudieron haber tenido también algo que ver con la formación de Europa.

Sin duda, detrás de cada una de las divisiones o clasificaciones que utilizamos -y que utilizan los especialistas en Historia más positivistas- (Occidente/Oriente, Edad Antigua/Media/Moderna/Contemporánea) están actuando Ideas, es decir, ideologías en torno a Europa, más o menos definidas. Se hace preciso reconocer que estas Ideas son tan importantes o más, para definir a Europa, de lo que puedan serlo los conceptos de Europa; y lo son, por tanto, para poder contestar a la pregunta ¿España es parte de Europa?

Son muchas las Ideas que están intrincadas en Europa, y la primera tarea que nos proponemos es la de clasificarlas.

¿Cómo conseguir una clasificación lo más neutra posible, respecto de cualquier ideología?

Acaso sólo acogiéndonos a criterios de carácter lógico-material, como puedan serlo las Ideas de todo/parte, en cuanto entretejidas con las Ideas de identidad/unidad.

En esto, la Idea de identidad puede orientarse (aunque esta orientación no sea la única) en el contexto de las relaciones dadas en el sentido parte a todo (baste recordar cómo la identidad que corresponde a España, en la época romana, podía expresarse subrayando su condición de parte -provincia, diócesis- del Imperio romano).

En cuanto a la unidad, diremos que puede orientarse en el contexto de las relaciones dadas en el sentido del todo a la parte (la unidad de un bloque de bronce está determinada por la cohesión de sus componentes, cobre y estaño -a veces también zinc, plomo o wolframio- según las proporciones 85/15, por ejemplo, de la mezcla; pero se manifiesta en propiedades globales, que son características del todo y no de las partes, tales como la tenacidad, la maleabilidad, la dureza o la resistencia a los golpes procedentes del exterior).

Como quiera que la identidad correspondiente a las relaciones en el sentido parte a todo se diversifica en relaciones de partes atributivas o distributivas a todos atributivos (todos T) o distributivos (todos T); y otro tanto habrá que decir de la unidad que se corresponde con las relaciones que van en el sentido del todo a la parte, podremos inscribir las Ideas de identidad, partes y todos, distributivas y atributivas, en un contexto especial, representado en un plano o superficie al que denominaremos plano A; y otro tanto haremos con las Ideas de unidad, todos y partes atributivas y distributivas, que inscribiremos en un contexto representado por un plano B.

Podemos suponer que los planos A y B se utilizan como planos «secantes», capaces de atravesar la Europa referencial, o «Europa de referencia», definida en el concepto de Europa tal como lo hemos delimitado en sus intervalos geográficos (Atlántico/Urales, África/Mares del Norte-Báltico) e históricos (siglo II antes de Cristo-siglo XXI).

En la tabla adjunta quedan representadas las intersecciones de estos planos A y B con la Europa referencial, y establecidas las cuatro Ideas de Europa (más precisamente los cuatro tipos de Ideas de Europa) que se consideran constitutivos esenciales de ese «todo complejo» que llamamos Europa.

La intersección del plano A (que contiene la idea de Identidad, diversificada según la línea atributiva o según la línea distributiva) con el plano referencial nos conduce a dos Ideas de Europa (más exactamente, a dos tipos de Ideas de Europa), que designamos como Europa I y Europa II.

La intersección del plano B (que contiene la idea de Unidad, diversificada según la línea atributiva o según la línea distributiva) con el plano referencial nos conduce a dos Ideas de Europa (más exactamente, a dos tipos de Ideas de Europa), que designamos como Europa III y Europa IV.

Tabla de clasificación de las Ideas de Europa

La tabla ofrece una clasificación exhaustiva de las múltiples Ideas que sobre Europa circulan (o han circulado) en cuatro tipos que denominamos Europa I, II, III y IV, y que figuran como cabeceras de fila.

Esta clasificación es exhaustiva, lo que significa que cualquier Idea sobre Europa que consideremos ha de pertenecer necesariamente a alguno de los cuatro tipos establecidos (lo que no quiere decir que no puedan presentarse dificultades en el momento de la asignación de cada Idea a alguno de los tipos). En cualquier caso, una clasificación exhaustiva no es lo mismo que una clasificación exclusiva; caben otras clasificaciones, aunque no es fácil que, siendo «pertinentes», sean también exhaustivas.

El carácter exclusivo de la clasificación de la tabla deriva de la naturaleza dicotómica de los criterios utilizados, que forman parte de dos planos, A y B, capaces de intersectar con la Europa histórico-geográfica concreta o referencial.

El Plano A contiene los criterios de la relación de parte a todo, y agrupa a las Ideas de Europa que de algún modo tratan a la Europa referencial como si fuera «parte» de un «todo» envolvente, relación que pretenderá conferir a Europa una «identidad» característica. Ahora bien, como la relación de parte a todo puede entenderse en un sentido atributivoo en un sentido distributivo, estas Ideas vinculadas al plano A se agruparán en dos tipos:

Europa I comprende ideas que asumen a Europa como parte de un todo atributivo, como pueda serlo el Género humano o la Humanidad, en cuanto entidad que se despliega históricamente según diversas fases concatenadas, de suerte que a Europa se le asigne es este despliegue el papel de parte distinguida única, como pueda serlo el de «Vanguardia de la Humanidad» o «La Civilización». A la Europa I, eminentemente eurocéntrica, la denominamos «Europa sublime».

Europa II concibe a Europa como una parte de la Humanidad, pero interpretada como una totalidad distributiva. En lugar de las ideas eurocéntricas de Europa I, en Europa II se agrupan las ideas que consideran a Europa, por ejemplo, como «una Civilización» entre otras («la Civilización occidental» al lado de la Oriental, Mesoamericana o Africana). A Europa II la denominamos «Occidente», por antonomasia.

El Plano B contiene los criterios de la relación todo a parte, criterios que darán lugar a otros dos tipos de Ideas que tienen que ver sobre todo con la «unidad» de Europa.

Europa III comprende a las Ideas que tratan a Europa como si fuese una totalidad atributiva respecto de sus partes formales. La denominamos «Europa sin fronteras».

Europa IV comprende a las Ideas que tratan a Europa como si fuese una totalidad distributiva respecto de sus partes formales. La denominamos «Europa política».

(Las Ideas de tipo I pueden estar combinadas con las Ideas de tipo III, y las de tipo II con las de tipo IV, pero en la tabla no se representan estos desarrollos de la clasificación.)

La clasificación de las Ideas en cuatro tipos, I, II, III y IV, aparece cruzada en la tabla con la división histórica, según criterios ordinarios, en tres fases: Fase 1 (Edad Antigua y Media), Fase 2 (Edad Moderna) y Fase 3 (Edad Contemporánea), que figuran como cabeceras de columna.

Es de señalar que los criterios que conducen a las Fases 1, 2 y 3, que en sí mismos pudieran parecer externos a los tipos de ideas de Europa, pueden ser redefinidos en función de las conexiones posibles entre los planos A y B, según se expresa en las cabeceras correspondientes de la propia tabla, circunstancia que permite cerrar esta clasificación según una estructura dialéctica interna a la Idea de Europa.

Dialéctica
de las cuatro
Ideas de Europa
Fase 1 Interacción en B (en el límite, al margen de A) (Edad Antigua y Media) Fase 2 Interacción en B
(por mediación de A)
(Edad Moderna)  
Fase 3 Interacción en B por mediación de A y recíprocamente
(Presente)
Plano A
Idea de identidad
(Europa, parte de un todo) 
Europa I «Europa sublime» totalidad T «Europa cristiana»«Europa civilizadora» «Globalización» 
Europa II «Occidente» totalidad T «Europa como Occidente» «Cultura europea» «Potencias europeas con sede en la ONU» 
Plano B
Idea de unidad (Europa, un todo con múltiples partes) 
Europa III «Europa sin fronteras» totalidad T «La ciudad terrena» «Europa institucional, comercial, etc. » «Europa como espacio de turismo intereuropeo» 
Europa IV «Europa política» totalidad T «Imperio romano (Constantino) y reinos sucesores» «Europa como biocenosis» CECA, CEE, UE y «Europa de papel», mixta de I, II, III y IV 

Europa como parte de un todo

Consideremos las Ideas de Europa, dibujadas en el plano A, de la identidad, que tienen en común el tratamiento de Europa en términos de parte de alguna totalidad envolvente, sea atributiva (T), sea distributiva (T), lo que nos conduce, respectivamente, a la Idea que denominamos Europa I y a la Idea que denominamos Europa II.

Europa I

El tipo de Ideas sobre Europa que designamos como Europa I comprende a las Ideas de Europa que la consideren, en su conjunto, corn parte a través de la cual pueda encontrar su identidad insertándose en el ámbito de una totalidad atributiva capaz de «envolverla» y de «situarla».

Sin duda, cabría citar diferentes «Ideas envolventes» en función de totalidades atributivas (o totalidades T). Pero si quisiéramos mantenernos en el terreno de la Antropología, o en el de la llamada Historia universal, acaso la única opción sea acudir a la Idea de Humanidad o la Idea de Género humano; siempre que esta Humanidad o este Género humano sea concebido a su vez como una totalidad atributiva (T) «en marcha».

Tal es el caso precisamente de las ideologías que entienden al Género humano como una entidad dotada, globalmente, de un movimiento conjunto, que arranca de un principio (mítico teológico, por ejemplo, el pecado original de los primeros padres y de su expulsión del Paraíso, que es el criterio que san Agustín toma como comienzo de la «Historia del Hombre») y desemboca en un final, generalmente concebido como término glorioso de un progreso histórico universal (en términos teológico míticos, el «Juicio Final»; o en términos míticos, aunque no sean teológicos, el «estado final» de la Humanidad, libre, autodeterminada, solidaria, en posesión de un bienestar, felicidad y paz perpetua).

Cuando Europa es concebida como una parte de la Humanidad sin duda, pero como la parte que requiere ser definida como la «vanguardia de la Humanidad» (según diversos criterios), nos encontramos inequívocamente con una idea de Europa de tipo I. Idea que con diversas variantes ha sido propuesta como resultado de la más profunda idea filosófica de Europa.

A las Ideas de Europa de ese tenor, las hemos designado, en otras ocasiones, como «Ideas sublimes» de Europa, o como Ideas de la «Europa sublime». Un solo ejemplo: «Europa -dice Husserl en una célebre conferencia pronunciada en Viena, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial- es un telos espiritual de nuevo cuño, la filosofía, que nació en Grecia en los siglos VI y V antes de Cristo, como un nuevo modo de existir en e1 mundo, una nueva cultura capaz de hacer penetrar en su órbita a la humanidad entera». (Más detalles sobre la Idea de la «Europa sublime» en nuestro libro España frente a Europa, Barcelona, 1999, capítulo VI.)

Europa II

El tipo de Ideas sobre Europa que designamos como Europa II comprende aquellas Ideas que conciben a Europa en su condición de parte, desde luego, pero de parte distributiva, cuya identidad la adquiere precisamente por esta su condición de parte (distributiva, de un todo T) que comprende también otras partes que se consideran como participaciones de una totalidad envolvente.

Si mantenemos la misma Idea de Humanidad o de Género humano que hemos tenido en cuenta en la exposición de las Ideas de Europa I, la Idea de Europa II se nos ofrece como una especie de un género distributivo (el Género humano, respecto de especies suyas, consideradas como especies distributivas) o como un individuo de una especie (la Especie humana); es decir, como una alternativa, entre otras y, en principio, ni mejor ni peor, de las diversas maneras a través de las cuales se despliega el Género humano o la Especie humana.

Por ejemplo, cuando se define a Europa como equivalente a la «cultura occidental», o a la «cultura fáustica» -en el sentido de Spengler- lo que se está afirmando es esto: que entre las distintas alternativas que el «despliegue» del «Género humano» ha podido experimentar, Europa -«Occidente»- es una de ellas (al lado de las «culturas mágicas», de las «culturas orientales», de las «culturas africanas», de las «culturas aztecas» o de las «culturas mayas»).

Ahora, Europa no será presentada sin más como una sinécdoque (pars pro toto) del Género humano, como «la Civilización universal», por antonomasia; pero sí, por lo menos, como «una de las formas posibles de ser hombre».

No entramos aquí en la exposición de un punto, sin duda fundamental: la discusión de las relaciones de conflicto o de armonía que la alternativa europea puede mantener en su relación con la restantes «alternativas» implicadas.

Europa vista como una totalidad dada en función de sus partes

Si pasamos ahora a la consideración de la intersección del plano B de la unidad, con la «Europa referencial» de la que venimos hablando, podríamos diferenciar también dos líneas de desarrollo de esta intersección, según que Europa, considerada ahora como totalidad, se interprete como una totalidad atributiva (T) o como una totalidad distributiva (T).

Dos tipos de Ideas sobre Europa podemos distinguir en este contexto, lo que nos conduce, respectivamente, a la Idea que denominamos Europa III y a la Idea que denominamos Europa IV.

Europa III

Las Ideas de Europa que clasificamos en este tipo III se definen por ofrecer una concepción de Europa como totalidad compacta atributiva, constituida por partes integrantes unidas las unas a las otras que se autoconciben como eslabones o piezas de un todo continuo, sin fronteras profundas entre ellas («Europa sin fronteras interiores») y preferentemente con relaciones de armonía, amistad y paz (salvo excepciones). Es la Idea de una Europa orgánica, de Europa como un organismo viviente, y de la cultura europea como una totalidad compleja compuesta de partes homogéneas y entrelazadas que se han entretejido las unas con las otras a lo largo de los siglos.

Europa IV

Las Ideas de Europa que clasificamos en este tipo IV conciben también a Europa como a un todo; pero ahora la unidad de las partes tiene una naturaleza más bien distributiva. Esto no significa necesariamente que estas «partes de Europa» (que podrán ser determinadas a diferente escalas, desde la escala de los individuos hasta la de los grupos, familias, clases sociales, regiones o naciones) se conciban como enteramente desvinculadas las unas de las otras, sino sencillamente como partes que son concebidas (aunque no lo sean realmente) como «sustancialmente» independientes de las demás, con intereses propios, o, para decirlo de un modo más positivo, que en los patrones de conducta de cada parte no pueda registrarse alguno que tenga que ver con la «salvaguarda del todo» o con la de las demás partes (exceptuando aquellas que pueden ser solidarias con alguna, frente a terceras partes).

Esta distribución no excluye que las partes del todo, así concebido, mantengan relaciones de conflicto que, sin embargo, aproximarán el todo al tipo de los todos atributivos, en el sentido de las totalidades dioscúricas (los Dióscuros, Cástor y Pólux, estaban destinados a vivir perpetuamente unidos, pero siempre luchando el uno contra el otro).

Todas aquellas definiciones de Europa que subrayan su condición de «conjunto de los reinos o repúblicas sucesoras del lmperio Romano» implican una Idea de Europa de este tipo IV, al menos en la medida en la que los «reinos sucesores», en principio, tiendan a recluirse en sus territorios, a hacerse autárquicos y a cerrar sus fronteras con «murallas chinas», procediendo como si los reinos colindantes no existieran (o no debieran existir).

Despliegue de las Ideas de Europa en el tiempo histórico

Se nos abre ahora una dialéctica histórica sobreabundante y en la que no vamos a entrar aquí, que resulta del cruce de las Ideas I, II, III y IV de Europa con las fases 1, 2 y 3 de su desarrollo histórico, en la medida en que estas fases pueden ser redefinidas en función precisamente de los planos A y B que hemos presentado.

La dialéctica histórica de la que hablamos se concretará en una ordenación del material (Europa y su entorno) en tres disposiciones sucesivas o fases (1, 2 y 3) que, aunque definidas en abstracto («algebraicamente») por los modos de relacionarse los planos A y B, es decir, en función de las relaciones de los planos A y B con I, II, III y IV, son susceptibles de ponerse en correspondencia biunívoca con las épocas históricas, generalmente (o convencionalmente, si se quiere) reconocidas, a saber: la Europa antigua y medieval (fase 1), la Europa moderna (fase 2) y la Europa actual (fase 3).

Europa en su fase 1

La fase 1 de Europa, considerada «algebraicamente», podría redefinirse, en efecto, como aquella disposición de los términos según la cual las relaciones e interacciones de los contenidos del plano B se desarrollan, se mantienen o se «entretienen» al margen prácticamente de los contenidos del plano A. Es decir, las relaciones e interacciones de los contenidos de B tienen lugar sin la intermediación de los contenidos de A.

Se corresponde históricamente esta fase con las épocas antigua (romana) y medieval («reinos sucesores») de Europa.

No decimos que en esta fase 1 las relaciones o interacciones entre los planos A y B sean nulas, elementos de la clase vacía. Estas relaciones o interacciones existen, a veces con intensidad notable; sin embargo, las interacciones y relaciones tendrán aquí un carácter episódico, accidental, «sobrevenido», sin perjuicio de que la profundidad de su incidencia en Europa haya sido muy notable. Lo que no tienen es un carácter regular o sistemático.

Como ejemplos obligados de estas interacciones sobre la «Europa referencial» citaremos, ante todo, a las invasiones de los hunos, del siglo V (la batalla de los Campos Catalaúnicos tiene lugar en el 451; en el 452 Atila llega a Roma y es detenido diplomáticamente por el papa san León; Atila muere al año siguiente, en el 453).

No citaremos en cambio a las llamadas «invasiones bárbaras» (por ejemplo, a la toma de Roma por Genserico, al frente de los vándalos, en el año 455), en la medida en que las invasiones germánicas o eslavas se consideren como episodios que tienen lugar en el ámbito del plano B (es decir, en el dintorno mismo de la Europa de referencia). Aun cuando en el terreno de los fenómenos Atila o Genserico sean dos jefes bárbaros que invaden el núcleo de la Europa antigua, sin embargo, en el terreno de la estructura abstracta que presuponemos, los vándalos procedían de Europa y se integraron en su mayor parte en ella; los hunos, en cambio, procedían del exterior de Europa y retornaron, tras su incursión, a ese exterior.

Otro tanto se diga de los musulmanes en el siglo VII (la Hégira tuvo lugar en el 622), en tanto permanecieron siempre, a diferencia de los bárbaros del Norte, en los bordes de Europa (aunque lograron, durante siglos, ocupar partes importantes de ella, provisionalmente en España, y más tarde, definitivamente, en Turquía, con el Imperio otomano: de aquí derivan las dificultades que Turquía tiene, en nuestros días, para ser recibida como miembro de la Unión Europea).

Parecidas consideraciones habría que hacer en relación con las invasiones de los mongoles, de Gengis Khan en el siglo XIII y de Tamerlán en el siglo XIV (Tamerlán muere, camino hacia China, en 1405).

Hunos (siglo V), musulmanes (siglo VII), mongoles (siglo XIII); si se prefiere: Atila, Mahoma, Gengis Khan son contenidos del plano A, que inciden en Europa desde su exterior y que no logran, no quieren o no pueden integrarse en ella; más bien pretendían incorporar Europa a su mundo. Todo esto sin perjuicio de las influencias que lograron ejercer; sin embargo, terminaron segregándose de Europa. Respecto de estas culturas, Europa se ha comportado como si fueran elementos extraños, ha recogido y conservado algunas piedras preciosas, dijes o dibujos suyos.

Con frecuencia los europeos se coligaron para hacer frente a los invasores: la Reconquista en España, durante los siglos VIII al XV; las Cruzadas en los siglos XI, XII y XIII; los húngaros, polacos y valacos contra los Otomanos (batalla de Varna, 1444), toma de Constantinopla por Mehmet II (en 1453), etc.

En su fase 1 se diría que Europa permanece encerrada en el dintorno de su perímetro referencial, resistiendo los empujes procedentes del exterior, con incursione incidentales al exterior (la Ruta de la Seda, Marco Polo), pero sin una orientación expansiva de carácter sistemático. Las relacione e interacciones con las grandes unidades geográficas o culturales de su entorno (que representamos en el plano A) eran muy débiles o inexistentes, incluso imposibles: África continental, China, América, Oceanía.

Europa, en la fase 1, dibuja sin embargo, en el plano B, la estructura característica de una biocenosis: reinos o repúblicas constituidos o en estado constituyente, con conflictos territoriales mutuos y permanentes. Ejemplos a mano: los normandos de Guillermo el Conquistador contra los anglosajones de Arnoldo en el siglo XI (batalla de Hasting, 1066); o bien las guerras de Otón I (936-973) contra los magiares; el nuevo estado de Hungría con el reinado de Esteban el Santo (1001); o bien las guerras del Imperio contra el Pontificado (Enrique IV y Gregorio VII: Canosa, 1077); o bien la guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1328-1453), etc.

Europa en su fase 2

La fase 2 de Europa, que hemos definido por términos abstractos («algebraicamente») del sistema, podría verse como una inversión de la estructura de relaciones e interacciones que hemos asignado como característica de la fase 1.

En esta fase 1, en efecto, los contenidos dados en B interaccionaban y se relacionaban (sin perjuicio de la importancia de los incidentes del estilo de los que hemos reseñado) entre sí, sin la intermediación de los contenidos dados en A. En la fase 2, por el contrario, las interacciones y relaciones entre los contenidos dados en el plano B tendrán lugar, y de un modo progresivo, por la intermediación de contenidos dados en el plano A. En la fase 2 cabe decir que la involucración del plano A en el plano B deja de ser incidental o coyuntural, y se convierte en regular, sistemática o estructural.

La fase 2, definida «algebraicamente» de este modo, se corresponde plenamente con la «Europa moderna», con la Europa de los descubrimientos, por parte de las diversas potencias europeas y de las relaciones entre estas potencias, mantenidas principalmente a través de los contenidos dados en el plano A, en su exterioridad. Las potencias occidentales (España, Portugal, Inglaterra, Holanda) se relacionan principalmente a través de África y América; las potencias orientale (Rusia, sobre todo) a través de Asia; las potencias centroeuropeas a través de la India y de China, y más tarde, en el siglo IX (Bélgica, Francia, Alemania, Italia), a través sobre todo de África («el imperialismo fase superior del capitalismo»).

Las relaciones e interacciones entre las potencias europeas se mantienen, por supuesto, en grados de intensidad muy altos. Su unidad es polémica, no armónica: Portugal y España (Tratado de Tordesillas); Francia y España «logran ponerse de acuerdo»: ambas quieren Milán; asimismo España e Inglaterra (la Invencible); Francia y Alemania (la guerra de los Treinta Años).

Las tensiones entre las potencias europeas tienen lugar a través de las disputas de territorios exteriores a Europa, coloniales, y sube de tono a medida que transcurre el siglo XIX y XX: guerras napoleónicas, guerra de Crimea (sitio de Sebastopol, 1854-1855), guerra de Prusia contra Austria (batalla de Sadowa, 1866), guerra francoprusiana (batalla de Sedán, 1870), la Gran Guerra Europea (1914-1918), la II Guerra Mundial (1939-1945) -con intervención de potencias no europeas-, la guerra fría de Europa y Estados Unidos contra la URSS «y países satélites», las guerras yugoslavas de final del siglo XX.

Europa en su fase 3

La fase 3, la Edad Contemporánea o Actual (a partir de 1945), que se abre camino en el curso del desarrollo de la fase 2, a consecuencia de la involucración progresiva de los contenidos del plano A en el B (intrincación de Estados Unidos en las guerras europeas, plan Marshall, etc.), podría definirse «algebraicamente» como la fase en la cual los planos A y B dejan de actuar ya como planos exteriores y van paulatinamente confundiéndose o superponiéndose mediante involucraciones o intersecciones en un plano o superficie única (aunque manteniendo siempre las suficientes diferencias como para que puedan reconocerse las líneas de los planos originarios).

La fase 3, definida algebraicamente por ese proceso de superposición casi total entre los contenidos del plano A y los del B, se corresponde muy estrechamente con el proceso que, a partir de la última década del siglo XX, en la que desapareció la Unión soviética, suele designarse como «Globalización». Incluso podría tomarse esta «definición algebraica» de la fase 3 como una aceptable definición material de la Globalización, vista desde Europa.

En todo caso, nos parece pura retórica, tan grandilocuente como metafísica, la presentación de la Globalización como si fuese una fase que el Género humano «ha conseguido alcanzar». Esa «comunidad internacional» que se supone actuando tras la Globalización, es un mero flatus vocis. ¿Quién no queda perplejo al escuchar por televisión la voz neutra y dogmática de la secretaria de un organismo mundial que nos informa de que «la comunidad internacional ha concedido una ayuda de cuarenta millones de dólares a los damnificados por el último tsunami»? ¿Quién es esa «comunidad internacional» globalizada? La Globalización no es el efecto de aquella supuesta «comunidad internacional», sino de la acción de algunas de sus partes. Los más optimistas creerán que la Globalización será la causa de la comunidad internacional; pero tendrán que demostrarlo.

En esta fase 3, Europa ya no puede entenderse como el resultado de una interacción interna, dada en el plano B, entre sus potencias. Las relaciones económicas de las potencias europeas tienen lugar, no directamente, sino a través de potencias o instituciones no europeas (tipo ONU, BM, FMI, G7, etc.); incluso las relaciones militares tienen lugar por mediación de potencias no europeas (caso de la OTAN, principalmente), y todo esto sin hablar de las relaciones tecnológicas o científicas, comunicaciones por satélite o por internet programas espaciales, etc.

La Europa I en el curso de sus tres fases históricas

Las fases 1, 2 y 3 de la dialéctica de los planos A y B podrán ser proyectadas sobre cada uno de los contenidos o ideas de Europa que hemos denominado Europa I, II, III y IV.

La Idea I de Europa (la «Europa sublime») resultará profundamente afectada a lo largo de sus diferentes fases por las características propias de cada una de ellas.

En al fase 1 Europa (al menos en cuanto, tras Constantino, en el 313, Edicto de Milán, llega a identificarse con la cristiandad) se concebirá como la cumbre más elevada de la Humanidad, centrada en torno a Roma, cabeza de la Iglesia católica, y punto en el cual la Humanidad participa de la unión hipostática y se hace realmente divina, asumiendo la misión de iluminar a todos los pueblos, con objeto de elevarles a la condición de hombres «plenos de Gracia».

Pero en la fase 2, a consecuencia de la Reforma protestante y, sobre todo, de la revolución industrial, Europa, al desplegarse y desarrollarse en América, principalmente, tendrá que ir perdiendo el monopolio del cristianismo, de la ciencia y de la tecnología. Europa ya no podrá ser definida como idéntica al «círculo europeo de la cultura occidental», porque los centros de gravedad de esta cultura irán desplazándose hacia América y hacia otros continentes (Australia, Japón).

En la fase 3, el eurocentrismo tradicional de la cultura occidental resulta ya insostenible y las pretensiones de hombres como Husserl u Ortega no podrán ir más allá de lo que puede ir una nostalgia inercial, disimulada por la fanfarronería.

Europa conservará su condición de núcleo del cristianismo, de la ciencia y de la técnica. Pero lo cierto es que el cristianismo se repliega en Europa y que los centros de la ciencia y de la técnica van dejando de estar en Europa en régimen de monopolio. Masas de inmigrantes (particularmente mahometanos) irán infiltrándose en Europa, en porcentajes crecientes, hasta obligar a los europeos a pensar en replantearse, en las próximas décadas, la definición de Europa como centro del cristianismo, de la ciencia y de la razón.

La Europa II en el curso de sus tres fases

Observaciones similares habría que hacer a propósito de la Idea II de Europa, la idea de Europa como un círculo cultural entre otros.

Si en la fase 1Europa podía aún entenderse como la «Civilización por antonomasia» (como una Civilización rodeada por otros pueblos bárbaros), en las últimas etapas de la fase 2, y sobre todo en la fase 3, la «civilización europea» dejará de ser la civilización occidental (ni siquiera por antonomasia). Desde este punto de vista podría decirse que Europa «se ha disuelto» en la América hispana y en la América anglosajona. Por otro lado, la consolidación y desarrollo de las potencias con tradiciones culturales muy distintas de la tradición europea (India, Japón y sobre todo China), en gran medida, se definen como potencias que no están dispuestas a mantenerse subordinadas a Occidente, aunque esto no dice mucho: «No pinta el que quiere, sino el que puede». Sin embargo, sus voluntades contribuyen a que la Idea de Europa II se desdibuje progresivamente.

La Europa III en el curso de sus tres fases

La Europa III, la «Europa civil», la «Europa de los pueblos», también habrá evolucionado a lo largo de las fases consabidas.

En la fase 1 la interacción interna entre las partes de Europa son ya muy intensas y bastaría tener en cuenta la difusión del latín y la consecutiva evolución de las lenguas románicas, la organización de los pueblos germánicos, la escritura. En esta fase la Iglesia católica ha de considerarse como el factor decisivo en la conformación de la Europa civil (no ya política), en la conformación de la Europa de la «Ciudad de Dios», de la Europa III: Derecho romano y Filosofía griega.

En la fase 2, la Europa moderna, la interacción interna entre las diversas partes de Europa III se incrementan pero, cada vez más, se establecen a través de las relaciones del plano A. Todavía Augusto Comte creerá poder hablar de una Europa como centro del Mundo, una Europa resultante de la «sinergia europea» (como él dice) de las cinco grandes Naciones europeas, que son, según Comte (como ya lo eran para Feijoo y para Kant): Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y España. España, en la escala de los grados de progreso en el espíritu positivo establecida por Comte, ocupa el último lugar, debido, según él, a la resistencia de su Iglesia al avance científico e industrial; lo que no debería impedir reconocer que España puede seguir siendo fuente de una auténtica recuperación social de la Humanidad. Comte creía ya necesario constituir un «Comité Positivo Occidental», al que concibe (Curso, ed. Schleicher, París, 1908, tomo VI, pág. 383) corno un Concilio permanente de la Iglesia Positiva, con sede en París. Si el Comité se organizase con treinta miembros, según Comte, ocho debieran ser franceses, siete ingleses, seis italianos, cinco alemanes y cuatro españoles (sugerimos a algún becario Erasmus que dedique su tesis doctoral a analizar las proporciones de poder de la Europa proyectada por Comte y las propuestas por los sucesivos tratados de la Unión Europea y sobre todo por el último, inspirado por Giscard d’Estaing).

Y en la fase 3, como hemos dicho, estas relaciones se intensificarán de mil maneras (turismo, comercio, viajes, Europa del euro). La presión masiva de los inmigrantes extraeuropeos obligará a ir cambiando las condiciones: el cristianismo dejará de ser la referencia única de los pueblos europeos. Las formas de sociedad civil se diluyen, y no sólo porque vayan constituyéndose en su seno bolsas de inmigrantes con sus propias religiones, rituales, idiomas, no plenamente integradas con la trama civil de la Europa III.

La Europa IV en el curso de sus tres fases

En cuanto a la Europa IV, la Europa política, también cabe aplicar a su evolución el ritmo de las tres fases generales.

En la fase 1 la interacción política interna entre las parte de Europa alcanza sus límites más altos bajo el Imperio de la ley romana. Pero esta interacción política se descompone en el proceso de constitución de los reinos sucesores; la cohesión de estos reino realimenta, sin embargo, en la lucha contra el enemigo común, el islam.

En la fase 2 las relaciones evolucionan hacia un estado de equilibrio entre las potencias enfrentadas, hacia una biocenosis. Políticamente, es ésta la época de la creación de los Imperios coloniales, por parte de las potencias europeas, lo que contribuyó a dar a Europa sus últimos perfiles característicos.

En la fase 3, la época de la Globalización, la Europa política tiende a reorganizarse en forma de una Unión no polémica, sino armónica, por medio de la Unión europea: Tratado de Maastricht (1991), proyecto de Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (2004).

Sobre la continuidad de las cuatro Ideas de Europa en el curso de sus tres fases

¿Cabe hablar de estas cuatro Ideas de Europa como Ideas que se hayan mantenido con la mínima claridad a lo largo de las tres fases?¿Cabe sostener que todavía hoy existen cuatro Ideas de Europa, auncuando estén confusamente mezcladas en la Idea de Europa del presente?

Podríamos ensayar la tesis de que Europa, en su sentido corriente actual, es un mixtum compositum, mezcla confusa de las cuatro Ideas señaladas, sea como mezcla dos a dos (I, II) (I, III) (I, IV) (II, III) (II, IV) (III, IV), o tres a tres (I, II, III) (I, II, IV) (II, III, IV) (I, III, IV), o las cuatro juntas. Pero habría que añadir que cada una de las Ideas de Europa heredadas podrían haberse ido transformando y desdibujando en la fase 3, de suerte que sólo quedase de ellas su sombra histórica.

Sin embargo, también es cierto que la Idea I, por ejemplo, la Idea de la Europa sublime, sigue actuando como trasfondo, acaso inconfesado, de muchas Ideas de los europeístas contemporáneos. Otro tanto diremos de la Europa II, la Idea de una Europa que se mantiene a modo de un círculo histórico-cultural, sin las prerrogativas que pudo tener en la fase 2 (inicio de las ideas del relativismo cultural: Lafiteau, Bouganville, Rousseau). En cuanto a la Europa III, la Europa civil y social: aquí reside, probablemente, la plataforma más importante de la Europa contemporánea, la Europa del Mercado Común, la Europa del euro. Otra cosa es la Europa IV en la fase 3, es decir, la Idea de Europa que inspira el Proyecto para una Constitución de Europa.

Ésta es una Idea con una gran tradición que, dejando precedentes abundantes, concibió Napoleón: su «sistema continental europeo» se cita una y otra vez como antecedente de la Unión Europea. Obviamente, se trataba de una Europa en la que Francia mantendría la hegemonía. El Plan Hollweg, propuesto poco antes de la guerra de 1914, y el «Programa de septiembre», recién comenzada la guerra, buscaba una Europa con una Francia y una Rusia bien delimitada en sus fronteras. Adolfo Hitler y después el Plan Marshall, Monet o Schumann, dieron nuevo impulso al proyecto de una Europa política. Sin embargo, es ésta una Europa fantasma, una Europa como Idea aureolar, que los euroburócratas ensalzan, en gran parte porque las expectativas de su vida en ella, en estado de bienestar son muy altas. En la sesión del Parlamento Europeo, en junio de 2005, tras el referéndum negativo de Francia y Holanda, la primera medida que tomaron los europarlamentarios fue subirse el sueldo. Este Parlamento aplaudió entusiásticamente a Blair, sencillamente porque no aceptaba ser recibido como el enterrador del euro durante sus meses de gestión como presidente del Consejo europeo.

Pero las probabilidades, en la fase 3, de la globalización, de una Unión política europea (de una Europa IV) son muy bajas. La Europa IV supondría destruir las bases políticas de la Europa actual estructurada en torno a Estados soberanos (y poco tiene que ver de momento la tendencia a multiplicar estos Estados, por fraccionamiento de los actuales, puesto que estos eventuales nuevos Estados siguen manteniendo la misma estructura que aquellos de cuya descomposición pretenden surgir).

Una Europa de los Estados no puede jamás pensar por sí misma, ni hacer proyectos globales; ni ningún Estado puede pensar «desinteresadamente» (es decir, prescindiendo de sus propios intereses nacionales) en Europa. Un Estado no puede poner entre paréntesis, al pensar en Europa, sus propios intereses como Estado; la abstracción de estos intereses, en nombre de un fervor europeo desinteresado, no sólo sería antipatriótica, sino que conduciría inmediatamente a la ruina de ese Estado en el conjunto de los que componen la Unión Europea. Cuando se encarecen «los esfuerzos» que Alemania o Francia han realizado, en solidaridad con España, a través de sus fondos de cohesión, se omite el hecho de que sus ayudas no fueron «desinteresadas», sino basadas en una estricta racionalidad económica; si Alemania o Francia apoyaban con sus fondos de cohesión a la creación de infraestructuras de los trenes de alta velocidad, es porque España, a su vez, les compraba las locomotoras y los vagones. Pero la propaganda europeísta pretende hacer creer a los electores españoles que Alemania y Francia «regalaron» sus ayudas por pura generosidad, o por puro entusiasmo europeísta. Esta generosidad o este entusiasmo hubieran sido económicamente irracionales, desde el punto de vista de cada economía nacional, y hubieran llevado a los gobiernos respectivos, por prevaricación, hacia su ruina.

Los movimientos que se vienen haciendo en los últimos años en función de la instauración de una Europa ajustada a la Europa IV no nacieron tanto por las ideas de Monet o de Schumann, sino por el Plan Marshall, a través del cual se hizo ver la necesidad de reconstruir y fortalecer una Unión Europea que sirviese de muralla a la Unión Soviética. De hecho, esta Europa IV nació como una Europa III (CECA, Mercado Común, etc.), sin duda con la ideología de la Europa IV de fondo, pero sólo de fondo. Todavía en Maastricht se suprimió, a iniciativa del premier británico Mayor, la expresión «objetivo federal» por «una más estrecha unión». La Europa actual, con el Himno de la Novena Sinfonía acompañando a las grandes reuniones, es la Europa del euro, la Europa del Mercado Común, sin que esto signifique el menor desprecio hacia los mercaderes, porque una sociedad de mercado es el fundamento más sólido de la democracia.

Breve análisis crítico de algunas Ideas del Proyecto de Tratado por el que se establece una Constitución para Europa

El Proyecto de Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (2004) ha sido el esfuerzo más señalado de los gobiernos europeos, después de la OECE (Organización Económica de Cooperación Europea) en 1948, CECA (Comunidad Económica del Carbón y del Acero) en 1952, el Tratado de Roma en 1957, etc., esperado con entusiasmo por los europeístas y en proceso de ratificación por los distintos socios. No podemos aquí analizar los incidentes victoriosos o los fracasos por los que va pasando el Proyecto en el curso de su ratificación. Queremos solamente decir dos palabras en relación con el Proyecto mismo, tanto en su consistencia interna como en su significado para España. España, en cualquier caso, aunque la Unión europea, tal como la concibe el Proyecto de Tratado, no llegue a plasmarse en el terreno político, o aunque no ingrese en esa Unión, no por ello dejará de ser parte de Europa.

Ante todo diremos que el análisis de las palabras utilizadas por los redactores del texto del Proyecto de Tratado arroja resultados lamentables en lo que se refiere a la claridad y distinción de los conceptos que, tras muchas de sus palabras clave, cabe determinar. sólo unas muestras para indicar por dónde podría ir el análisis crítico; un análisis que sería suficiente, nos parece, para deslucir las pretensiones triunfalistas y notablemente pedantes de los redactores del Proyecto.

El texto contiene en, lugares importantes, no ocasionales ni accidentales, términos tales como «solidaridad», «valores», «cultura», «herencia religiosa y humanística», «libertad de pensamiento y de conciencia». Y estos términos, que forman todos ellos parte de un vocabulario filosófico, se utilizan parenéticamente, con un inequívoco sentido normativo muy en línea con la idea de la Europa I (la Idea de la «Europa sublime»).

Ahora bien: ¿hubiera sido mucho pedir a los redactores de un documento de tal trascendencia que hubieran analizado ellos mismos los términos que hemos citado, u otros de su escala?¿O es que su ideología iluminó con tal claridad estos términos que logró cerrar las mentes de los redactores a la posibilidad del análisis?

Se podría exigir a los «arquitectos de Europa» que hubieran penetrado, un poco al menos, en la estructura de la Idea de Solidaridad; que demostraran saber algo del origen de este término, desprendido, como ya hemos dicho, por Leroux, a principios del siglo XIX, de su tronco jurídico para sustituir a los términos tradicionales «caridad» y «fraternidad»; que supieran también que la palabra «solidaridad», utilizada sin parámetros, carece de sentido, porque encierra significados contradictorios; que fueran conscientes de que «solidaridad» no se opone a insolidaridad, sino a otras solidaridades (por ejemplo, la solidaridad obrera se opone a la solidaridad patronal); que, sobre todo, se hubieran dado cuenta de que la solidaridad es siempre solidaridad contra alguien, contra otros.

Más aún, la solidaridad puede a veces tener un sentido ético, otras veces un sentido moral o de grupo (por ejemplo la «solidaridad de los cuarenta ladrones» y un tercer sentido político militar (como ocurre con la «cláusula de solidaridad» del artículo 329 del Proyecto). En resumen: cuando comprobamos como estos redactores del Proyecto son víctimas de un desconocimiento integral de las líneas mínimas de una Idea tan común como la de Solidaridad la desconfianza que ellos pueden provocar en el ciudadano ilustrado será también muy grande. ¿O es que temen aclarar que la «solidaridad de los europeos» (de los europeístas) no puede ser otra cosa sino una solidaridad contra terceros? ¿Pero cuáles son éstos? Es necesario definirlos: ¿los yankis? ¿los terroristas mahometanos? ¿los chinos?, ¿o acaso creen en la solidaridad de todos los hombres contra los extraterrestres que nos amenazaran, en el ámbito de una paz humana universal? Pero esta creencia, aunque fuera verdadera, sería metafísica, es decir, quedaría fuera del horizonte de la política.

¿Y cuando hablan de «valores»? Los «valores» se han convertido en un eufemismo (a partir de una metáfora económica, propia de las economías de mercado, procedente de los valores de la Bolsa en la cual, efectivamente, se «ponen en valor» empresas, industrias o negocios cuantificables) para designar a lo que tradicionalmente se designaba como virtudes o normas, o como instituciones, cualidades artísticas, habilidades, calidades de vida o incluso carismas de políticos y cantantes. Hay que suponer que los redactores del Proyecto, que habrán leído en sus tiempos a Müller-Freienfels, Max Scheler o a Nicolai Hartmann (por lo menos el difunto papa Juan Pablo II había estudiado a Scheler y era también entusiasta europeísta), saben que cualquier valor se opone a otro valor; que los valores están siempre en conflicto con otros valores, y que no se puede hablar de valores (por ejemplo, de la «educación en valores» o de la «puesta en valor») si no es enfrentándolos siempre explícitamente a fin de devaluarlos, a otros valores, incompatibles con los que se toman como referencia.

Por este motivo el encarecimiento, propio de la mentalidad UNESCO, de la necesidad de concentrar recursos sin tasa para la educación de la humanidad, en el sentido de «la educación en valores», no tiene en cuenta la estructura dialéctica de los valores. Y así, cuanto más fondos se apliquen a «la educación en valores» de una sociedad musulmana presidida por talibanes, o a la educación en los valores del vudú de una sociedad que considera estas prácticas como un contenido cultural incontestable, más podrá hablarse de un derroche de los fondos públicos destinados a la educación. No se trata de educar por educar; hace falta seleccionar la educación en función de unos fines, de unos valores, pero siempre enfrentados a otros. La familia, en general, ¿es un valor o un contravalor? El artículo 69 del Proyecto sugiere que la familia se considera un valor apreciado por la Unión Europea, pero entonces, ¿por qué no concreta el Proyecto si ese valor va referido a una familia heterosexual monógama, o bien va referido a una familia heterosexual polígama, o a una familia heterosexual andrógina, o acaso a la inminente familia homosexual?

Y lo mismo ocurre con los «valores religiosos». ¿Es que acaso la religión es un valor? Y en todo caso, ¿de qué valores religiosos habla el Proyecto? ¿De los valores cristianos, de los judíos, de lo islámicos, de los jainistas, de los budistas? ¿O es que cualquier religión es un valor? El Proyecto habla de la necesidad de tener en cuenta la «herencia religiosa de Europa». ¿No es esto mera coartada oscurantista? ¿Creen los redactores que el genérico «herencia religiosa» soluciona prudentemente el conflicto de los valores religiosos? Aquí no cabe hablar de prudencia, sino de ocultación y de engaño; o acaso hay que hablar de un intento de entreabrir la puerta para que Turquía pueda entrar en la Unión Europea, o para que los inmigrantes musulmanes de Alemania, Francia, Inglaterra, España o Italia puedan promover los valores islámicos, subvencionando la educación islámica, la edificación de mezquitas y todo lo demás.

La redacción del texto hace pensar que el único valor europeo de consenso es el euro, que también está enfrentado, por cierto, a otros valores de la Bolsa. Y, efectivamente, los valores del euro son los valores centrales para la Unión Europea, cuyo núcleo fue siempre una Unión aduanera y lo sigue siendo, en la medida en que esta Unión aduanera siga desempeñando las funciones de garantía de una fuerte democracia de mercado pletórico, que haga posible un sostenible estado de bienestar (dentro del orden capitalista socialdemócrata). Todo esto tendrá sin duda un gran valor; pero entonces, ¿por qué necesita este valor envolverse con los valores de la Novena Sinfonía?

¿Y qué decir del artículo 70, que reconoce el derecho que toda persona tiene a la libertad de pensamiento y de conciencia?¿Quién es la Unión Europea para reconocer el derecho a la libertad de pensamiento y de conciencia? ¿Cómo podría ser reconocido este derecho, antes aun de que se garantice ese pensamiento y esa conciencia? ¿Y acaso un pensamiento, si es verdadero y científico, puede ser libre? El grado de ingenuidad de los redactores llega aquí al máximum. ¿No les hubiera bastado, en efecto, reconocer el derecho a la libertad de expresión del pensamiento (supuesto que exista)? Dirán los europeístas que estas «fórmulas filosóficas» del Proyecto tienen poca importancia. Pero ¿por qué recurren a ellas?

En todo caso, son suficientes para hacernos desconfiar, por su torpe ingenuidad, o por su demagogia, de los redactores.

Crítica a algunos términos términos del Proyecto de Tratado

Pero vayamos a las palabras más técnicas del Proyecto, a las palabras «Tratado» y «Constitución», que figuran en el rótulo del texto que ha comenzado a someterse a los referendos y a las ratificaciones parlamentarias.

La distinción entre los términos «Tratado» y «Constitución» no es una distinción meramente semántica: es una distinción de conceptos fundamentales en el derecho internacional público; el cual viene, desde hace más de un siglo, utilizando el término Tratado (o Convenio, o Acuerdo, o Concordato) para designar a los documentos de derecho internacional que establecen asociaciones, uniones o alianzas entre Estados soberanos, ya tengan esas asociaciones un carácter meramente administrativo (tipo Unión Postal Internacional), ya sean militares (como la OTAN); y tanto si son organizadas como si no lo son; tanto si se mantienen en un plano de igualdad o simetría, como si se mantienen en un plano de desigualdad o asimetría, como ocurría con los Protectorados. Los «europeístas» deberían recordar en todo momento que cuando se habla de asimetría se habla de desigualdad; porque la igualdad requiere la simetría, además de la transitividad y de la reflexividad.

Asimismo, es también de uso común el término «Constitución» para designar a los documentos de derecho interno a cada Estado soberano (y aquí surgirá la diferencia entre «Constitución» y «Estatuto de Autonomía»).

Dicho de oro modo, la diferencia entre Tratado y Constitución tiene que ver con el Estado y, por tanto, con el concepto de Soberanía, en un sentido político. Cuando las sociedades políticas suscriben un tratado, es porque mantienen intacta la soberanía de los Estados. Podrán estar suscribiendo incluso un Tratado de Confederaciones, pero este tratado no implica la constitución de un Estado. Una Confederación podrá transformarse en un Estado, pero precisamente cuando el Tratado se extinga al ser sustituido por la Constitución.

El ejemplo obligado es el de la Confederación de las Trece Colonias (1778-1789), aprobado en la convención del 17 de mayo de 1787, bajo la presidencia de Washington, la Constitución de los estados Unidos de América del Norte.Cada Estado perdió su soberanía y, por supuesto el derecho de veto. Algunos dicen que apareció de este modo un Estado federal, otros, un Estado confederal. pero ambos términos, aplicados al caso. no desempeñan propiamente el papel de conceptos estructurales, sino el de denominaciones extrínsecas tomadas del origen (de la génesis). En el plano de la estructura, el concepto mismo de Estado federal es contradictorio, si lo que sugiere es que el Estado federal es un «Estado de Estados confederados». Porque «Estado de Estados», como «Nación de Naciones», es construcción contradictoria en los términos, muy fácil de decir con palabras, pero imposible de pensarla, por mucha libertad de pensamiento que concedamos a nuestros redactores.

¿Cómo se las arreglarán los europeístas que no tienen claro -o que no han logrado consenso- sobre si lo que quieren es una Confederación de Estados europeos, manteniendo cada cual su soberanía, o unos Estados Unidos de Europa, a la manera de los Estados Unidos del Norte de América? es decir, un Estado Europeo que, para empezar, obligaría a dimitir a los jefes de Estado actuales -incluyendo al rey de España, a la reina de Inglaterra, a la reina de Holanda y demás monarquías reinantes descendientes del «suegro de Europa».

Un Tratado entre Estados no puede conducir, por tanto, a una Constitución, salvo que el Tratado conviniese en un proceso simultáneo de disolución de todos los Estados en cuanto tales y que se comprometieran, de forma inmediata, a congregarse de nuevo mediante la convocatoria de todos sus ciudadanos, dotados de una sola ciudadanía europea, como cuerpo electoral único europeo. Un Parlamento constituyente redactaría el proyecto de Constitución europea y ésta sería sometida a referéndum de ese cuerpo electoral único, y aprobada en el mejor de los casos.

Pero el Proyecto de Tratado no puede conducir a la Constitución de Europa, precisamente porque la consulta a los ciudadanos ha de hacerse por Estados, sin preguntar a estos Estados si están dispuestos a disolverse en el momento de firmar el Tratado. El Tratado presupone a los Estados y se apoya en ellos. ¿Cómo podría, por tanto, el Tratado conducir a una Constitución, que requiere la disolución previa de los mismos Estados que apoyan el Tratado? Un Tratado semejante tendría que comenzar pidiendo el suicidio de aquellas mismas personas jurídicas que lo suscriben.

Dicen algunos europeístas que lo que ocurre es que «las antiguas distinciones entre Confederación, Federación o Estados Federales son obsoletas y están superadas». Basta que la Unión Europea se constituya «cediendo cada Estado una parte de su soberanía, que se transferirá a la Unión». Nos encontraríamos así en una situación nueva, la situación de «soberanía compartida», que no se confundiría ni con la confederación ni con el Estado federal.

Pero otra vez estamos ante meras retahílas de palabras. No hay posibilidad de «cesión de soberanía». La soberanía no puede cederse, porque se rige por la ley del todo o nada. No cabe confundir «cesión de soberanía» con delegación, transferencia o préstamo de funciones, tales que siempre puedan recuperarse. Uno de los artículos más importante del texto que analizamos es el que establece que cada Estado miembro puede retirarse de la Unión Europea (artículo 60). Por tanto, puede recuperar sus préstamos o transferencias, porque conserva su propiedad, y esa recuperación sería imposible si la hubiera cedido.

La relación de España con cada una de las cuatro Europas

Tendríamos que examinar a continuación, a fin de dar cumplida repuesta a la pregunta titular, ¿España es Europa?, las diferentes relaciones que España mantiene con Europa según que la Idea de Europa utilizada sea la de tipo I, o II, o III, o IV. Y esto, encada una de las fases 1, 2 y 3 que hemos considerado.

La prolijidad que la tarea de cumplir este programa requiere es incompatible con el volumen de este libro. Tan sólo daremos algunas indicaciones para manifestar el sentido por el que habrían de orientarse nuestros pasos.

Por ejemplo, si nos situamos en la perspectiva de las ideas tipo Europa I, podríamos presentar a España como una de las partes de europa más distinguidas dentro de esta idea. No sólo en la fase 1 -bastaría recordar la batalla de Roncesvalles o el Camino de Santiago-, sino sobre todo la fase 2, en la que España ocupa un lugar de avanzada en el desarrollo de la civilización cristiana occidental.

Pero también cuando nos situamos en las ideas tipo Europa II o III, España ocupa lugares característicos, que la acreditan desde luego como parte de Europa y como parte distinguida.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver esta condición de España como parte distinguida de europa, en todos sus aspectos, con la conveniencia o incluso con la necesidad de formar parte de un Unión Europea (que, como venimos diciendo, en ningún momento puede confundirse o identificarse con europa, com pretende la propaganda europeísta)?

Es mu frecuente confundir, en efecto, la evidencia de que España es parte de Europa con las pretensiones imperativas de formar plenamente, sin reservas, de la Unión Europea. pero precisamente es en la evidencia de que España es parte distinguida de Europa, e incluso una de sus partes originarias, en donde descansan también los argumentos más importantes capaces de disuadirnos de ese ingreso sin reservas en la Unión Europea.

En efecto, un ingreso semejante haría descender a España muchos escalones por debajo de aquellos que la historia le ha hecho posible escalar.

¿Cómo España, cuya identidad con la Comunidad hispánica no puede jamás menospreciar o considerar ajena, puede entrar a formar parte de un Club, Confederación o Estados Unidos en los que su idioma quede rebajado al mismo rango que conviene por ejemplo al checo, al lituano o al retorrumano, al catalán o al euskera? El ingreso de España en una Confederación de Estados europeos la pondría en peligro de rebajar sus niveles en cuanto capacidad de decisión en asuntos políticos a los que le corresponde según criterios de volumen demográfico. Es decir, pondría a España en un rango similar al de Polonia, pero muy inferior al de Alemania, Francia, Reino Unido, incluso Italia. Y este rango es incompatible con la identidad que le corresponde a España en el contexto de la Comunidad hispánica.

No entramos en las cuestiones de las ventajas económicas que puede reportar a España su integración plena en el Mercado Común Europeo. Pero ¿por qué revestir este Mercado Común de una superestructurapolítica, la Unión Europea, con su Parlamento, su Gobierno, su Comisión, su Tribunal de Justicia? ¿Acaso esta superestructura política, biotopo ideal para miles de euroburócratas y europarlamentarios es no ya innecesaria a Europa, sino nociva como un cáncer y contraproducente?

La pertenencia de España a un Mercado Común Europeo puede favorecer sin duda a la economía española; pero precisamente cuando no esté obligada por compromisos políticos en los que siempre tiene mucho más que perder y poco que ganar ante las pretensiones de Francia y Alemania. El Mercado Común Europeo puede ser interesante para España, pero siempre que se mantenga al margen de una Unión política europea.

España es Europa, y lo es muchos siglos antes de que hayan comenzado a darse los pasos hacia una Unión política europea. Por consiguiente, ¿quién puede creer que España dejaría de ser parte de Europa, aunque permaneciese al margen de la Confederación política europea, supuesto que ella pudiera llegar a constituirse, más allá del papel, es decir, más allá de la Europa de papel?

España no es un mito – Pregunta 6: ¿Existe, en el presente, una cultura española?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la sexta pregunta:

¿EXISTE, EN EL PRESENTE, UNA CULTURA ESPAÑOLA?

Esta pregunta no puede contestarse «de frente»

Esta pregunta no puede ser contestada de frente, es decir, avanzando hacia delante (en progressus) una vez formulada, como si se tratase de una pregunta del tipo: «¿Existe un Servicio Oficial de Correos español?», o bien «¿Existe una Red Nacional de Ferrocarriles Españoles?»; pues las preguntas de este tipo se supone que parten de términos ya definidos («Servicio Oficial de Correos», «Red Nacional de Ferrocarriles») o, por lo menos, mejor definidos por conceptos, o definibles técnicamente, de lo que puedan serlo las Ideas que encontramos implícitas en los términos «Cultura española».

Ésta es la razón por la cual constituye una ingenuidad imperdonable tratar de responder «avanzando de frente» a la pregunta «¿existe la Cultura española?»; porque esta pregunta es capciosa, «con trampa». Es necesario comenzar dándole la vuelta, rodeándola hacia atrás (es decir, procediendo en el sentido de un regressus) a fin de establecer previamente el alcance de los términos que la componen, «Cultura» y «española», junto con las Ideas en ellos implicadas, desde las cuales se dispara la pregunta. Cabría decir, por tanto, que nuestra respuesta tendrá ante todo una orientación metodológica.

La «cultura administrada» como «cultura circunscrita»

Vaya por delante, como premisa desde la cual vamos a internarnos en los vericuetos en los que se diversifica la pregunta, la consideración de la «Cultura» en cuanto palabra viva (y con vida cada vez más potente y actual), como término ideológico que arrastra una nebulosa ideológica cuya naturaleza oscura y confusa alcanza grados tan intensos que llegan a hacerla tenebrosa y repugnante. Sobre todo, cuando se contrasta con las ingenuas y entusiásticas maneras de utilizar el término «cultura» por las gentes implicadas directamente en proyectos políticos, llámense Ministerio de Cultura de España, Consejería de Cultura Vasca, Forum de las Culturas…

La Idea de Cultura, tal corno fue conformándose en el campo de la Antropología cultural, comprendía a todas las partes de ese «todo complejo», o conjunto de «instituciones normadas» del que hablaron los clásicos de la Antropología. Conjunto en el que se incluyen tanto las formas de producción corno las formas de parentesco; tanto los estilos de la cerámica corno los de la arquitectura, tanto las diversas especies de la danza (pongamos por caso la jota, la sardana, el aurresku, la muñeira) como las formas de los desfiles militares. También es verdad que el término «cultura», para adaptarse a situaciones pragmáticas más coyunturales, restringió muy pronto su extensión y se circunscribió a unos límites más estrechos, los propios de una «Cultura circunscrita» o «Cultura administrada» por instituciones políticas ad hoc. Instituciones que nos permiten dar definiciones deícticas de Cultura muy distantes ya de las definiciones que ofrecían los clásicos y que, aunque parecen irónicas, son mucho más precisas desde un punto de vista práctico, o jurídico administrativo, corno pueda serlo la siguiente: «Cultura es todo aquello que cae bajo la jurisdicción de una Consejería de Cultura o del Ministerio de Cultura».

Y si entrarnos en la enumeración de los contenidos incluidos en la expresión «todo aquello», nos encontramos, cuando mantenemos la óptica de la antropología cultural, con ausencias escandalosas: prácticamente nada de aquello que cae bajo la jurisdicción de la Consejería o de Ministerio de Agricultura forma parte de la jurisdicción de la Consejería o del Ministerio de Cultura, siendo así que la Consejería o el Ministerio de Agricultura debían entrar de lleno en el ámbito de las competencias de esas instancias tuteladoras de la Cultura que se acogen a su nombre (la Idea de Cultura comenzó precisamente por la Idea de agricultura). ¿Y el Ministerio de la Guerra?¿Acaso los fusiles, los carros de combate, los misiles intercontinentales, los acorazados, los aviones militares, incluso la bomba atómica no son todos ellos «objetos» o «instituciones» culturales y, a veces, propios de una Cultura refinada y superior? En realidad, un Ministerio de Cultura (o, en su caso, una Consejería de Cultura, o incluso una Casa de la Cultura) debería reabsorber a todos los demás ministerios, consejerías y concejalías; y como Casa de la Cultura de una ciudad, habría que considerar propiamente a la ciudad entera, es decir, a sus edificios, estatuas, calles, instalaciones de alcantarillado…, puesto que son también partes del «todo complejo» que E. Tylor designó como «Cultura».

Y esta situación, que la mayor parte de los políticos considerarán absurda (lo que demuestra el grado de inconsciencia y de estupidez en el que viven), obligará a plantear una cuestión que, si no fuera por la inconsecuencia profunda del afectado, habría que llamar «obstinación» de los políticos o politólogos: ¿cuál es el criterio que ha presidido la selección, dentro del «todo complejo», de aquellos contenidos culturales que han ido pasando a formar parte de la jurisdicción de los ministerios, consejerías o concejalías de Cultura?

Muchas hipótesis podrían aducirse. Por ejemplo, la hipótesis (que alienta en muchos políticos que giran en torno a la cultura) según la cual el selector sería la idea de un «Reino del Espíritu» que dejaría como resto, en el «todo complejo», aquello que pertenece al «Reino de la Materia», a la «prosa de la vida». Pero entonces, ¿por qué no incluir en la jurisdicción de los ministerios, consejerías y concejalías de Cultura a los templos o a las Facultades de Teología? Y por supuesto, habría que incluir también en aquellos ministerios o consejerías a todas las facultades o escuelas universitarias, a las bibliotecas y laboratorios de investigación.

No, sin duda el criterio que presidió la selección que delimitó la «Cultura administrada» (o circunscrita) no fue el del «Espíritu»; los desajustes de su definición con la extensión de esta jurisdicción son demasiado pronunciados. Las fuentes de la «Cultura circunscrita» (o de la circunscripción de la Cultura y, en el límite, de la Cultura por antonomasia) han de manar de otro lado. ¿Cuál puede ser éste?

Sin duda, el lado del que manan las fuentes mismas de las nacionalidades. Son las «nacionalidades», o las naciones, el criterio que, de hecho, origina la circunscripción de la Cultura en los ministerios, consejerías o concejalías correspondientes. Por ello, lo que estas instituciones «circunscriben» en el «todo complejo» es precisamente lo que puede ser tomado como «hecho diferencial» (como hecho distintivo, aunque no sea constitutivo) de una nación (política o étnica) frente a las otras; prácticamente el folclore, como «saber de cada pueblo», en lo que tiene de diferencial respecto de los otros pueblos y que, por lo tanto, se dice, constituye su propia identidad. Por ello, entre los «contenidos espirituales» de una Casa de Cultura podremos encontrar tanto un arado como una flecha, tanto un tablado escénico como un aparato de tortura, tanto una escenificación de vudú como una escenificación de la danza prima.

La Idea objetiva de Cultura como invento del idealismo alemán

De este modo, la Cultura circunscrita constituye un indicador privilegiado del camino que siguió, en su «despliegue evolutivo», la propia Idea de Cultura objetiva. Comenzó ésta a conformarse (a finales del siglo XVIII), por obra de Herder, Fichte y otros filósofos protestantes e idealistas alemanes, como una Idea que distingue al Hombre, globalmente considerado, de los animales. Los «hombres», en la medida en que no se reducen a la condición de meras partes del Reino Animal, en el que Linneo los había colocado, son aquellos seres que, además o al margen de tener un Alma espiritual, tienen Cultura. La Cultura eleva a los hombres sobre su estado de mera animalidad, los redime de ella, los salva, los cura de su condición de partes del Reino de la Naturaleza.

Es decir, la Cultura, en el sentido objetivo, ejerce sobre los hombres las mismas funciones que, desde siglos, entre los cristianos, ejercía el Reino de la Gracia sobre el Reino de la Naturaleza. En este sentido cabe afirmar (como lo hemos afirmado en El mito de la cultura) que el Reino de la Cultura (de la cultura objetiva, no de la cultura meramente subjetiva, que se reduce a la educación, al aprendizaje o a la crianza individual) es una «secularización» del antiguo Reino de la Gracia, una vez que se hubo eclipsado, sobre todo entre filósofos educados en ambientes protestantes, la fe en la Gracia de Dios como don concedido por el Espíritu Santo a los hombres. El Espíritu Santo fue sustituido por el Espíritu del Pueblo, o Volksgeist, que al «soplar» sobre las naciones les entregaba, como don supremo, la Cultura y las transformaba en «naciones de cultura».

La Cultura no sólo diferencia al Hombre de la Naturaleza, sirve sobre todo para diferenciar y oponer a unos hombres con otros hombres

Se comprende bien que, simultáneamente al proceso de conformación de la Idea de Cultura como criterio para diferenciar a los hombres de los animales, comenzase a utilizarse la Idea de Cultura como criterio para diferenciar a unos hombres de otros, a unos pueblos de otros pueblos, unas naciones de otras naciones.

De este modo los pueblos comenzarán a distinguirse de otros pueblos por sus culturas; y la fusión (o con-fusión) de los pueblos y sus culturas propias será denominada, en su momento, «etnia». De este modo, la diversidad de los pueblos aparecerá como una diversidad de etnias, como una diversidad de naciones étnicas. Y se irá abriendo camino la Idea, o el Mito, de que cada Cultura resulta emanada de cada Pueblo, como si éste fuera una sustancia de cuyo seno brota precisamente su cultura propia. La sustantivación de la Cultura es, de este modo, correlativa a la sustantivación del Pueblo.

Pero los pueblos son diversos, muchas veces distantes unos de otros, incluso sin contactos entre sí durante siglos. De este modo se comprende que un pueblo, sobre todo si es más poderoso que sus vecinos, llegue a ver a su «propia cultura» (o lo que en su momento se llamará su cultura) como la única cultura propiamente dicha y, por supuesto, superior a todas las demás culturas que haya llegado a conocer. El etnocentrismo (que suele arrastrar, en una fase de su desarrollo, un monoteísmo) tiene aquí su origen (muchos pueblos se designan a sí mismos con la misma palabra con la que designan al hombre en general).

Pero como los «pueblos etnocéntricos» son, paradójicamente, varios, su confrontación dará lugar (si esta confrontación puede acabar resolviéndose, después de guerras seculares, en la forma de una «coexistencia pacífica») a una situación que será reconocida como «pluralismo cultural», que suele llevar asociado un «relativismo cultural», una especie de «politeísmo» de las culturas. Un pluralismo cultural que se presenta a veces en versión positiva («Todas las culturas son igualmente valiosas, como todos los dioses son manifetaciones de un mismo Dios») y otras veces en su versión negativa (en su límite como «contracultura»: «Ninguna cultura tiene valor; sólo lo tiene la Naturaleza»).

La versión del pluralismo cultural en la forma relativista-positiva de la coexistencia pacífica nos pone muy cerca de visiones armonistas e irenistas muy asentadas en nuestros días. Podemos tomar como prototipos de estas visiones irenistas las mantenidas por la UNESCO, en su modalidad laica, y las mantenidas por la Iglesia católica tras el Vaticano II, en su modalidad religiosa.

El «Género humano» se muestra así repartido en culturas, en esferas culturales sustantivas, correspondientes a cada pueblo y constitutivas de su «identidad». Estas culturas, estos pueblos que se suponen, desde luego, diversos y heterogéneos, pueden sin duda ser clasificados en función de sus semejanzas en especies, géneros, órdenes o clases («culturas africanas», «culturas asiáticas», «culturas mesoamericanas», «culturas europeas»…). Por supuesto, será preciso reconocer el axioma de que es necesario conservar estas culturas (que pueden contener instituciones como la ablación del clítoris, el tabú de las transfusiones de sangre, el burka, las lapidaciones o las inmolaciones por Alá), en nombre de un principio de «biodiversidad cultural», paralelo al principio de biodiversidad natural, que también nos orienta hacia la conservación, en su justo equilibrio, de las vegetaciones que «emanan» del suelo de cada biotopo.

En cualquier caso, el principio sagrado (es decir, mítico) de «conservación de la biodiversidad cultural» (por tanto, de las identidades culturales de cada pueblo, de las diferentes esferas culturales) se realimentará con el principio irenista de la «concordia entre las culturas», que otras veces se expresa como «concordia entre las civilizaciones», conseguida acaso tras una alianza entre ellas.

¿De dónde brotan estas ideologías panfilistas y de dónde sacan fuerza para mantenerse, siendo así que carecen por completo de todo respaldo real, material?

Sin duda, entre las fuentes de estas ideologías metafísicas (que políticamente toman la forma del pacifismo fundamentalista, que fue formulado por Kant en su doctrina de la paz perpetua) hay que contar, por un lado, el temor (es decir, el respeto) de unos pueblos o esferas culturales ante las otras, por tanto el temor a la guerra y el deseo, en la medida de lo posible, de la coexistencia pacífica. Pero, por otro lado, hay que contar también, entre las fuentes de este armonismo, a las voluntades «identitarias» que se han ido segregando en cada esfera cultural, en cada pueblo; cuando esas voluntades comiencen a percibirse como aprisionadas por otras esferas culturales que, por razones históricas, pretenden envolverlas «siguiendo los métodos del imperialismo».

Las «identidades culturales» no siempre pueden mantenerse en coexistencia pacífica

Nos encontramos de este modo en la paradoja de que el armonismo panfilista es sólo un modo de disimular la voluntad identitaria de secesión de las «culturas envueltas», que perciben como una prisión (una «prisión de naciones») a la «cultura envolvente». El panfilismo, el armonismo, asume ahora una función estratégica clara: lograr convencer a las «esferas culturales envolventes» de su condición de superestructuras; hacerles comprender que, en nombre de la libertad y de la paz, deben disolver su identidad superestructural y dejar paso a las verdaderas identidades representadas por las naciones culturales de base, es decir, por las culturas de los pueblos.

España debe comprender, con la mejor disposición hacia la paz, la armonía y la concordia, que sus pretensiones de cultura envolvente de las esferas culturales comprendidas en ella (la cultura catalana, la cultura vasca, la cultura ibicenca, la cultura berciana…) son superestructurales e irreales, un mero subproducto imperialista residual del franquismo. Los gobiernos de izquierda de España deberán comprender que la única vía para la coexistencia pacífica es reconocer la sustantiva identidad cultural de Cataluña, la del País Vasco, la de Ibiza o la identidad cultural del Bierzo y por lo tanto declarar inexistente la identidad cultural española y acusar de españolismo culpable a cualquier intento de defender su existencia.

Ahora bien, tanta concordia entre las culturas, tanta alianza entre civilizaciones, sólo sería posible si algunas culturas o civilizaciones (en nuestro caso, la Cultura española) decidieran inmolarse, en nombre del Género humano, a la manera como tantos agarenos se inmolan en nombre de Alá, a fin de que otras culturas (la catalana, la vasca, la gallega, la berciana…) puedan sobrevivir en coexistencia pacífica.

Pero ¿y si ocurre que también las culturas envolventes, la española en nuestro caso, tienen también voluntad de sobrevivir?

La tesis de la posibilidad de un pluralismo de culturas en pie de igualdad y en coexistencia pacífica es insostenible

La raíz de todo este embrollo metafísico, en el que terminan encharcándose los pacifistas y los belicistas en función de las identidades culturales de las «esferas envolventes» y de las «esferas envueltas» no es otro, a nuestro entender, que el mito mismo de las «esferas culturales», el mito de la pluralidad de las culturas sustantivas de los pueblos, susceptibles hipotéticamente de coexistir pacíficamente.

Las «identidades culturales» no son sustantivas, sino derivadas de círculos de instituciones relacionadas por nexos de causalidad morfodinámica.

Pero si rechazamos de plano la concepción de las culturas como identidades sustanciales, esféricas, emanadas de los diferentes pueblos y con «señas de identidad» (sustancial) características, todo comienza a aclararse. Sencillamente, no existen identidades sustanciales culturales: no existe una cultura catalana, ni existe una cultura vasca, ni existe una cultura gallega, ni existe una cultura berciana. Tampoco existe, como sustancia o identidad sustancial, una cultura española. Las esferas culturales no son sustancias: son unidades morfodinámicas, constituidas por instituciones muy heterogéneas, concatenadas a lo largo de los siglos, unas con otras, mediante relaciones causales (no sustanciales) capaces de formar círculos culturales de concatenaciones causales. Por ello, los círculos de concatenación causal cultural pueden tener radios de longitud muy diversa; y la potencia causal de cada círculo cultural, de cada torbellino causal, ha de ser también muy diferente.

Es absolutamente gratuito y erróneo suponer que todas las culturas son iguales. Una lengua es una institución, que forma parte esencial de un círculo causal cultural, pero que no es una «seña de identidad» de ninguna esfera cultural, de ninguna identidad sustancial. Pero hay idiomas cuyo radio de acción, cuya potencia causal, es mucho mayor que la de otros idiomas. Y es totalmente ridículo tratar de equipararlos. Y esto ocurre con otras muchas instituciones culturales, que además no son exclusivas de cada esfera cultural, sino que aparecen, por difusión, presentes en muchas de ellas o en todas.

Tampoco es cierto, en consecuencia, que todas estas culturas, o círculos de causalidad cultural, sean compatibles entre sí y puedan permanecer en un estado coexistente de paz perpetua. En el centro de una ciudad, como Jerusalén o Córdoba, no se puede pretender mantener a la vez una catedral, una mezquita y una sinagoga: con razón el arzobispo de Córdoba se niega a recibir a comisiones que actúan en nombre de la mezquita de Córdoba, porque la mezquita de Córdoba sólo lo fue históricamente, en el intervalo histórico en que aquel lugar dejó de ser templo cristiano; lo mismo ocurre con Santa Sofía de Constantinopla, que a pesar de haber sido el centro de la cristiandad y de que Turquía quiere ingresar en la Unión Europea, sigue siendo una mezquita.

Pero los «círculos de concatenación causal cultural» entran en conflicto, no porque sean incompatibles según sus «identidades sustanciales» esféricas, que no existen. Las incompatibilidades se establecen, no entre las culturas sustantivas, tomadas como un todo, o entre las supuestas civilizaciones (porque en cada momento histórico la Civilización sólo es una), la incompatibilidad se establece entre partes (o instituciones) de estas culturas objetivas. Y por ello tampoco cabe la concordia, la armonía o la alianza entre estas culturas o civilizaciones dotadas de esas supuestas identidades sustanciales culturales, por la razón de que tales identidades culturales no existen como esferas o sujetos capaces de concordar o de pactar. Todo eso es pura metafísica, pero tan entretejida, como un cáncer, con las ideas emanadas de los cerebros de nuestros políticos, politólogos, ideólogos y antropólogos autonomistas que sólo mediante un tratamiento quirúrgico sería posible liberarles de estas nebulosas metafísicas.

La incompatibilidad o la compatibilidad, el conflicto o el pacto, se establecen no entre las culturas, sino entre instituciones de un mismo círculo cultural o de diversos círculos culturales. Son las instituciones las que resultan ser incompatibles con otras instituciones. La institución de la monogamia es incompatible con la institución de la poliandria, la institución de la propiedad privada de los medios de producción es incompatible con las instituciones comunistas, la institución del dogma de la Trinidad católica es incompatible, por muchos deseos de paz entre las religiones que prediquen sus jefes respectivos, con la institución del monoteísmo musulmán. La institución de una nación catalana, vasca o gallega es incompatible con la institución de la Nación española. La institución de la oficialidad de la lengua española, dentro de España, es totalmente incompatible con la institución de las lenguas autonómicas, a títulos de alternativas oficiales a la lengua española.

Y mucho menos es compatible con el proyecto delirante de algunos nacionalistas que dicen querer conseguir que las lenguas vernáculas (catalán, vascuence, gallego) -y por la misma razón deberían decir: panocho, bables, ansotano…- sean, «puesto que son españolas», oficiales no sólo en su propia comunidad autónoma, sino en cada una de las diecisiete autonomías de España (de manera que, por ejemplo, todas las televisiones públicas y privadas de España debieran ofrecer su programación en todas las lenguas distintas del «Estado español»).

En efecto, el proyecto parte del error garrafal que le da origen: dar por supuesta la igualdad de todas las lenguas culturales de España, olvidando el carácter histórico de estas lenguas y de sus propias leyes de expansión. ¿Por qué si el catalán, el gallego o el vascuence -o el panocho o los bables- que se vienen hablando durante siglos y siglos no pudieron extenderse por toda España (y menos aún por todo el Mundo, como sucedió con el español) van a poder extenderse ahora, por Decreto, en el próximo lustro? Este proyecto, aparte de políticamente inviable de hecho, implica, de derecho, una metodología coactiva y dictatorial, que entra en conflicto con la realidad de las «estructuras lingüísticas culturales», que tienen sus propias leyes históricas. Decretar imperativamente el multilingüismo en toda España, si algún Gobierno en pleno delirio lo hiciese, desencadenaría una sucesión de motines y de tumultos, si llegase a ponerse en práctica; en otro caso, sería papel mojado.

Y todos estos conflictos entre instituciones culturales no tienen nada que ver con «conflictos de culturas» o con la violación de los «derechos sagrados identitarios». Lo que no quiere decir que los conflictos entre instituciones, y los grupos sociales que las encarnan, no sean mucho más violentos de lo que puedan serlo los conflictos entre las culturas, que no pueden ser violentos por la sencilla razón de que no existen.

Existen conflictos insuperables entre instituciones culturales

Si por «cultura española» entendemos el concepto geográfico etnológico de un «área cultural» (o bien de un círculo de cultura), delimitada a la escala en la cual figuran como unidades áreas tales como precisamente España, al lado de Francia, Inglaterra, Alemania o Italia; es decir, si por «cultura española» entendemos un círculo específico de cultura, delimitado en el análisis de un área o círculo genérico envolvente (como pudiera serlo el de la cultura europea o el de la cultura occidental), frente a otras unidades de su escala (tales como culturas africanas o culturas asiáticas o culturas orientales), entonces la respuesta afirmativa a la pregunta titular no ofrecería mayores dificultades que las propias de una taxonomía geográfica descriptiva.

Una taxonomía que, por ser geográfica, habrá de ir referida necesariamente a un tiempo histórico definido, en cuanto componente imprescindible de la misma delimitación geográfica etnológica (no es lo mismo hablar de la «cultura española» con referencia a la época prerromana que con referencia a épocas posteriores). Nos referimos aquí, desde luego, a la época del presente, en la medida en que este «presente» es, a su vez, sólo una fase de un proceso histórico, muchos de cuyos estratos pretéritos hay que entenderlos como actuantes en el propio presente, a la manera como se dice, según ya hemos indicado, que los dinosaurio no son hoy meras figuras inexistentes, propias de una especie geológica pretérita, sino que existen todavía transformados en nuestras palomas, urracas o avestruces.

Y con esta referencia al presente podría afirmarse que en el territorio peninsular, con sus islas y territorios adyacentes, cabe reconocer, desde luego, a efectos taxonómicos descriptivos, un «área cultural española», suficientemente diferenciada por un conjunto de rasgos distintivos (idioma, costumbres, tasa de interacción entre sus habitantes) respecto de las áreas vecinas (del área cultural francesa, del área cultural italiana, del área cultural marroquí…). Y esto sin perjuicio de que estas diferentes áreas culturales específicas participen de rasgos genéricos (por ejemplo, la condición de idiomas románicos o bien indoeuropeos) o simplemente comunes en todo o en parte (estilos arquitectónicos, fiestas de toros, sin perjuicio de sus variedades comunes a España, Portugal o sur de Francia).

La hipótesis del pluralismo cultural español no deja hueco a un Ministerio de Cultura de España

Pero la pregunta «¿existe en el presente una Cultura española?» toma un giro muy distinto cuando, aun manteniéndose en la perspectiva geográfico-etnológica de las áreas culturales de la Tierra, cambia la escala de los parámetros de las unidades de área de referencia, es decir, cuando en lugar de referirse a unidades tales como España, Francia o Italia, toma unidades tales como Cataluña, País Vasco, Galicia o el Bierzo. Y este cambio de escala, o de parámetros, se hace aún más acusado cuando se produce sólo en el área de la cultura española, pero manteniendo intactos los parámetros de la «cultura francesa» o de la «cultura italiana», etc.

En realidad, la pregunta «¿existe en el presente una Cultura española?» se ha disparado, en las últimas décadas, a partir de la negación (a veces, de la simple duda) de la existencia de una cultura española, por parte de los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos, principalmente. La negación suele formularse, de modo abstracto, de esta manera: no puede afirmarse que a España le corresponda una cultura, la cultura española, porque España se caracteriza por su «pluralismo cultural», por constituir una rica floración de las culturas más diversas: catalana, vasca, gallega, castellana, andaluza, ibicenca…

El concepto de pluralismo cultural es totalmente ambiguo, no sólo porque no define los contenidos de las unidades culturales, sino tampoco su escala. El pluralismo se entiende en función de determinadas unidades, las unidades de las esferas culturales autonómicas, pidiendo por tanto el principio: la negación de la cultura española parece una consecuencia inevitable. Jordi Pujol, en su calidad de presidente de la Generalidad, propuso formalmente la supresión del Ministerio de Cultura de España, por entender que este Ministerio implicaba una concepción del Estado español como custodio y promotor de una cultura española inexistente, siendo así que el cuidado y promoción de las «culturas nacionales» debía correr a cargo de las comunidades autónomas respectivas, con las competencias pertinentes debidamente «transferidas», y hasta tanto estas comunidades autónomas, que reivindican su identidad cultural propia, no sean reconocidas como Naciones políticas soberanas, como Estados. Nadie puede negar que la doctrina de Fichte sobre el Estado, como Estado de Cultura, encontró en los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos sus más firmes, por no decir anacrónicos, defensores.

Ahora bien, la negación de la cultura española por parte de las nacionalidades fraccionarias peninsulares procede de la concepción de la cultura como entidad repartida en esferas sustantivas que constituyen las unidades de ese invocado, con arrobo, pluralismo cultural.

Se comienza entendiendo las unidades culturales a escala de los parámetros fraccionarios (regionales, si se prefiere). Si, en el ámbito geográfico de la península Ibérica e islas adyacentes se reconoce la existencia, a título de culturas entendidas como esferas culturales con identidad propia, de una «cultura catalana» (que pretenderá adscribirse las «culturas baleares», «valencianas» y en parte las «aragonesas»), de una «cultura vasca» (que pretenderá adscribirse a la «cultura navarra», como mínimo, pero también a la «cultura riojana», a una parte de la «cultura cántabra», sin entrar en las regiones vascofrancesas), de una «cultura gallega» (que pretenderá adscribirse parte de Asturias, parte de León y Zamora, y parte de Portugal, pensando acaso, en plena nebulosa ideológica, en el antiguo reino de los suevos, con capital en Braga), de una «cultura portuguesa» (a la que muchos querrán adscribir las islas Azores e incluso el Brasil), ¿que espacio queda para poder reconocer la posibilidad de una cultura española como esfera cultural propia?

No se negará la existencia en la Península de alguna quinta esfera cultural, acaso de una sexta o de una séptima; lo que se negará será la consideración de esa quinta área (o sexta o séptima) como cultura española englobante (habrá que considerarla como «cultura castellana», o en su caso como «cultura andaluza», «cultura extremeña» o «cultura canaria»).

Diversidad de sentidos de la fórmula «pluralismo cultural»

Esta situación caótica y delirante tiene como origen el presupuesto de las esferas o identidades culturales, la premisa de que las culturas son como entidades sustanciales, reconocibles por sus «señas de identidad», señas que nos remitirían a una sustancia profunda, que no se agota en esas señas de identidad; unas premisas que no tienen en cuenta que las llamadas culturas, en cuanto unidades, no pueden ser en ningún caso sustanciales, sino, a lo sumo, círculos de causalidad que constituyen estructuras en el sentido del actualismo. Por tanto, que pueden estar englobadas por otras, capaces de difundirse por todas ellas, sin por ello subsumirlas íntegramente.

Por este motivo la idea de un pluralismo cultural, tomada como premisa, puede ser totalmente capciosa cuando se confunde el pluralismo cultural sustancialista con un pluralismo cultural actualista que sería el que corresponde a España.

La dificultad que aquí se nos ofrece es, por tanto, la de tener que recurrir al concepto de pluralismo cultural como si fuese un concepto unívoco, cuando en realidad el «pluralismo» es un análogo con modos o acepciones muy diferentes, y no únicamente en su relación con las culturas, sino con otro tipo de totalidades complejas (físicas, orgánicas) según las relaciones de «englobamiento» que mantengamos entre sus partes. Brevemente:

La relación de «englobamiento cultural», respecto de las culturas englobadas, es una relación que se confunde de ordinario con la relación de una totalidad compacta atributiva respecto de sus partes internas. Pero es imprescindible diferenciar diversas relaciones de totalidades atributivas con sus partes integrantes, y las relaciones de englobamiento, en general. Nos atendremos a los tres tipos siguientes:

  1. Coligaciones, respecto de las partes insertas: una coligación no es un todo atributivo interno, y sus partes insertas no son siempre partes internas suyas. Pueden permanecer englobadas en la coligación, pero a título de glóbulos insertos que mantienen su autonomía, como si sus paredes o membranas fueran impermeables u opacas al resto de las partes del todo englobante; lo que no excluye la posibilidad de que los glóbulos insertos, aunque no puedan absorber a los glóbulos envolventes, puedan absorberlos en su superficie exterior. En el caso límite, hablaremos de coligación absoluta, que tendrá lugar cuando esta coligación se resuelva íntegramente en sus insertos o glóbulos («el todo» será ahora la coligación conjunta de los glóbulos que contiene, sin que pueda hablarse siquiera de partes intersticiales). Como ejemplos de coligación podríamos poner en la Naturaleza las algas de tipo Volvox, y en la Ideología las construcciones verbales «Nación de Naciones» o «Estado de Estados».
  2. Totalidades integrales: las partes integrantes se componen en un todo que es más que la suma aditiva de sus partes. Tal es el caso de una aleación de metales con propiedades globales de la aleación que no se encontraban en las partes.
  3. Totalidades filtrantes: intermedias entre (1) y (2). Una totalidad filtrante contiene en su ámbito glóbulos que no son propiamente partes internas, sino insertas, pero no opacas, sino filtrantes, transparentes o permeables al resto de la totalidad envolvente. Valdría como ejemplo de totalidad filtrante un volumen de gas envolvente de un líquido de forma tal que una parte del gas se disuelva en el líquido, por lo cual los recintos o dominios globulares resulten penetrados por el gas, sin que por ello la estructura global desaparezca (es interesante traer aquí a colación la «Ley de Hardy», que establece que la solubilidad del gas es directamente proporcional a la presión del gas sobre el líquido; los líquidos a su vez tendrán diferente coeficiente de absorción).

Aplicación de estos tipos a la Cultura española

Cuando nos enfrentamos con las relaciones de la cultura española englobante con las culturas englobadas en ella (y esto concediendo ad hóminem, a efectos del debate, que pueda hablarse de «culturas» englobadas, tales como la catalana, la vasca, la berciana, etc.) tendremos que tratar estas relaciones según alguno de los tipos reseñados:

  1. El esquema de las coligaciones nos conduce a la ideología del pluralismo cultural sustancialista, el pluralismo de las esferas culturales sustantivas. Esquema inspirado en las relaciones de coligación de insertos en un conglomerado que se resuelve en el mismo agregado o mosaico y que no excluye que éste pueda ofrecer algunos rasgos comunes ante terceros. Sin embargo, este esquema impide hablar de una «cultura española» que fuera distinta de la coligación (de las culturas coaligadas), puesto que por «cultura española» habría que entender, a lo sumo, la misma conjunción de las culturas englobadas en ese término (que tendría que ser sustituido por otros, por ejemplo, «cultura ibérica»).
  2. Pluralismo de partes integrantes: ahora la cultura española aparece como una totalidad integrada por la acumulación de culturas particulares, entre ellas la cultura castellana, al lado de la catalana, la gallega, etc. A la denominación «cultura española» se le suprimirá la intención de sustantividad propia; la denominación sólo cobrará sentido ante los terceros (franceses, italianos, marroquíes) que perciban una unidad de tipo «área cultural».
  3. Pluralismo actualista de culturas. Ahora la «cultura española» puede aparecer como una realidad englobante, que se difunde por un medio propio y por los glóbulos constituidos por las otras autodenominadas culturas sustantivas, como el gas expansivo se difunde en los múltiples recintos que hemos supuesto llenos de líquidos diversos.

Constatamos, y no ya como contradicción, que la negación de la cultura española por parte de las culturas particulares presupone el reconocimiento de una unidad o espacio español común, que es el que habría que considerar repartido en las culturas particulares, entre ellas la cultura castellana o la cultura andaluza, que pasarían a ser culturas particulares del mismo rango taxonómico que las culturas catalana, vasca o gallega. Pero no hay contradicción, a lo sumo, mera paradoja verbal, si se tiene en cuenta que el reconocimiento de ese «espacio español común» puede tener lugar no ya en el sentido de la cultura española (que es negada por los autonomistas sustancialistas), sino en su sentido estrictamente geográfico, o incluso histórico (la Hispania romana, incluso en la Edad Media, era un territorio en el cual, desde la Provenza francesa, por ejemplo, se situaba a los españoles, y ante todo, según ya hemos dicho, como era natural, a sus vecinos catalanes).

La Constitución de 1978 no habla de «Cultura española» ni de «Lengua española» en sentido antonomástico

Con lo que precede quedará patente que la pregunta titular, ¿existe en el presente una Cultura española?, no puede ser entendida como si se tratase de una cuestión de hecho, como ocurría con nuestra pregunta número 4 (¿existe la Nación española?). Porque la Nación española puede considerarse, en efecto, como un hecho constitucional y que, como tal hecho, puede ser definido en un sistema de coordenadas tan determinado como pueda serlo la Constitución española de 1978, el Tratado de la OTAN, la Carta de las Naciones Unidas o el Tratado de Maastricht. Otra cosa es que el hecho de la Nación española pueda ser interpretado a la luz de Ideas de Nación diferentes.

Pero no podemos decir lo mismo de la cultura española, al menos si nos atenemos a sistemas de coordenadas similares a los que nos permiten determinar el hecho de la Nación española. En la Constitución de 1978 no se habla de «Cultura española». El artículo 44.1 habla de «Cultura» de modo indeterminado («Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho»). Pero, sorprendentermente , no se especifica la Cultura a la que se refiere el mandato; y más sorprendentemente aún, ni los ciudadanos, ni los políticos, ni los politólogos, se han sorprendido de esta indeterminación.

¿Acaso los redactores de la Constitución de 1978 quisieron decir que los poderes públicos del Estado español debían tutelar y procurar el acceso de los españoles a la cultura cretense, a la que todos tienen derecho? ¿Acaso se refieren a la cultura anglosajona, una interpretación retrospectivamente más plausible, si tenemos en cuenta los planes de estudio orientados a que todos los escolares aprendan inglés? ¿O acaso temieron los Padres de la Patria ser imprudentes en una mención a la cultura española, si dejaban de mencionar a la cultura catalana, a la cultura vasca o a la cultura berciana? Por eso ni siquiera se mencionó la cultura española, a la manera como se mencionó (en el artículo 16.3), tras la referencia a las confesiones religiosas, a la Iglesia católica.

Más aún, cuando la Constitución pasa a considerar no ya las culturas, o las confesiones religiosas, sino las lenguas (que son categorías culturales tan importantes como puedan serlo las categorías religiosas), tampoco habla de «lengua española». El artículo 3.1 se refiere al castellano como «lengua española oficial del Estado»; pero a continuación (3.2) afirma que «las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus Estatutos».

Y esto induce, por analogía, a interpretar la «cultura» de la que se habla en el artículo 44.1 como un concepto clase, paralelo al concepto clase de «lenguas españolas», sin que pueda inferirse desde ahí que la lengua española sea una característica de una supuesta cultura española. La lengua española, en la Constitución, es sólo el conjunto o clase de las lenguas peninsulares que ha sido escogida como «lengua oficial» en el territorio español.

Y si a esto se añade que en los Estatutos de las Autonomías se ha ido generalizando la expresión «lengua propia» para designar a la lengua hablada en la comunidad respectiva, sobre todo cuando ha sido reconocida oficialmente, a efectos de distinguirla de la lengua oficial del Estado, la distinción que implícitamente queda dibujad, por vía de ejercicio, es bien clara: para cada comunidad autónoma podrá haber una lengua propia y una lengua oficial del Estado (que es el castellano, como podría ser el gallego, el catalán o el panocho, en su caso). Una lengua oficial del Estado que asumirá el rango de lengua impropia de las Comunidades donde se mantienen lenguas vernáculas, aunque sea instrumentalmente la lengua oficial y precisamente por ser la lengua oficial del Estado.

Pero la razón por la cual el español es la lengua de todos los españoles no es otra sino que es la lengua en la que, ya no oficialmente, sino realmente, se entienden todos los españoles. Esta lengua es la oficial, porque en ella se entienden todos los españoles, y si se entienden en ella no es porque sea oficial (porque la Constitución lo haya decretado así). ¿En qué lengua hablan los separatistas catalanes, vascos y gallegos en sus conciliábulos? No tienen más remedio que hablar en español… o acaso en inglés, en francés, en polaco o en lituano; pues en vascuence difícilmente se entenderían entre ellos. Lo que abre el camino para que la lengua oficial propia y vernácula sea reconocida a su vez como «idioma vehicular» para la enseñanza («siendo el catalán lengua propia de Cataluña, el idioma vehicular de la enseñanza a todos los niveles será el catalán»). Y esto a pesar de que el catalán no sea el idioma real de todos los que viven en Cataluña. Sólo oficialmente, y no realmente, la lengua catalana es propia en un sentido territorial y por decreto; puesto que más de la mitad de las personas que viven en Cataluña son charnegos o inmigrantes que no tienen el catalán como idioma nativo.

Reformulación de la pregunta titular: ¿la cultura española tiene identidad propia?

Y la razón de fondo por la cual la pregunta que nos ocupa, «¿Existe, en el presente, una cultura española?», no puede tratarse como si fuera una cuestión de hecho es porque el término «cultura española» no es un hecho, sino una Idea, que lleva involucradas otras Ideas: ante todo la misma idea de cultura, pero también ideas tales como «Género humano», «unidad» o «identidad» (señas de identidad), o bien «identidad cultural».

En otro lugar (El mito de la Cultura) hemos señalado el proceso de floración que tuvo lugar, a partir de los años setenta del pasado siglo XX, de los estudios que ponen en conexión la «identidad» con la «cultura», en contextos, políticos y turísticos. Si reexpusiésemos, en esta terminología, la crítica (que culmina con la negación de la cultura española) obtendríamos una fórmula similar a la siguiente: la cultura española carece de identidad propia; su lugar debería considerarse ocupado por la identidad cultural castellana, que habría que agregar a la catalana, a la andaluza, a la extremeña, a la gallega… Por supuesto, la identidad cultural castellana habrá que ponerla en el mismo rango en el que se consideran situadas las identidades culturales restantes. Por lo demás, todas estas identidades culturales podrían ser englobadas en la denominación española (o quizá mejor, ibérica), de la misma manera que a su vez todas estas denominaciones, junto con las identidades francesa, inglesa, alemana, se engloban en el rótulo «identidades culturales europeas u occidentales».

Pero, como es evidente, la cuestión de fondo no es una cuestión de clasificación por englobamientos sucesivos; es una cuestión de determinación del rango o nivel en el que hay que poner a unas unidades culturales junto a otras.

Señas de identidad distintivas y señas de identidad constitutivas de las culturas

En cualquier caso, la idea principal que está envolviendo a la expresión «cultura española» -tanto cuando esta expresión se utiliza en son afirmativo, y aun reivindicativo, como cuando se utiliza con intención negativa o impugnativa- es obviamente la idea de cultura, y con más precisión, la idea de cultura objetiva, la idea que inventaron los filósofos clásicos alemanes que ya hemos citado anteriormente.

Pero el punto que más interesa considerar aquí, en la línea del proceso de secularización del que también hemos hablado (la secularización del Reino de la Gracia en el Reino de la Cultura), es aquel en el que se abren bifurcaciones sucesivas que tienen que ver con la unicidad del curso de la transformación. La Cultura, heredera de la Gracia, habrá de considerarse como única y universal, como ecuménica, a la manera como se presentaba a los católicos el Reino de la Gracia (y entonces la Cultura se concebirá como única, como su estado final, denominado muchas veces «Civilización») o bien habrá de considerarse como múltiple, a la manera como muchos teólogos, sobre todo protestantes, consideran la posibilidad de diversas religiones verdaderas.

Como unidad efectiva de esta multiplicidad de culturas se tomará muchas veces, siguiendo el criterio de Fichte, a la Nación, porque es en cada Nación en donde sopla el espíritu. En la hipótesis de la multiplicidad de culturas, y de las culturas nacionales, es en la que aparece en primer término la cuestión de las identidades culturales. Cuestión de extraordinaria confusión debida principalmente a la indistinción con la que suelen ser tratados los dos modos fundamentales de la identidad, a saber, la identidad sustancial y la identidad esencial.

Cuando, por ejemplo, se habla de las «señas de identidad» de una cultura dada, se alude confusamente unas veces a las señas de identidad sustancial (en cuyo caso las señas de identidad asumen la forma de rasgos constitutivos) y otras veces a las señas de identidad esencial (y entonces desempeñan principalmente la función de rasgos distintivos). La ideología metafísica ronda cuando las señas de identidad distintivas tienden a ser interpretadas como señas de identidad constitutivas, es decir, como síntomas de una identidad sustancial (lo que implica una sustantivación de la cultura de referencia). La sardana (que históricamente, además, aparece en Cataluña como un préstamo, incorporado por difusión, desde otras esferas culturales) merece ser considerada, desde luego, como rasgo distintivo de la «cultura catalana». Sin embargo, tiende a ser interpretada por los fundamentalistas catalanes como «seña de identidad» constitutiva de la sustancia misma de una cultura catalana cuyos orígenes hay que remontar a la prehistoria.

Ahora bien, la tendencia a interpretar los rasgos distintivos, los «hechos diferenciales», como si fueran rasgos constitutivos no sólo es constante, sino muy peligrosa: entre un grupo de alumnos de una escuela, aquel que sea tuerto será probablemente distinguido por los demás como «el tuerto», porque éste es su rasgo distintivo; el peligro está en que este rasgo distintivo sea poco a poco considerado, por comodidad o acaso por mala fe, como un rasgo constitutivo, como si lo esencial de ese alumno fuese ser tuerto. Pero la mayor sorpresa nos la proporcionaría este alumno si se nos mostrase «identificado» con su condición de tuerto, por el orgullo que le produce su «hecho diferencial».

La sustantivación de las culturas constituye en todo caso una interpretación mitológica de los círculos culturales considerados como «culturas nacionales». En efecto, desde estas interpretaciones mitológicas, las culturas nacionales son tratadas como si fueran especies únicas (especies angélicas que, si recordamos a santo Tomás, sólo tienen un elemento). Especies únicas cuyos atributos sólo podrían emanar de su propia sustancia: del genio, alma o espíritu de cada cultura nacional brotarían todos sus caracteres (lengua, religión, sardanas, derecho, filosofía, costumbres). Cada uno de sus detalles podrá ser tomado como «seña de identidad» de esa cultural sustancializada. Quienes siguen a Guillermo Humboldt verán en la lengua nacional el alma o forma interior consustancial con la propia filosofía o visión del Mundo de este pueblo: «Las diferentes lenguas son los órganos por los cuales se expresa la manera de pensar y de sentir de las naciones».

Ahora bien, queremos distanciarnos de este modo mitológico e idealista, metafísico (sustancialista) de interpretar las señas de identidad de una cultura, porque desde la perspectiva del materialismo filosófico no cabe atribuir a cada círculo cultural ni siquiera el tipo de unidad cuasisustancial que conviene a los organismos vivientes. En los organismos vivientes sí cabría hablar de «señas de identidad» sustanciales, que apuntasen, como rasgos fenotípicos, si no ya a una sustancia metafísica, sí a un germen o genotipo, relacionado con aquel «plasma germinal» que Augusto Weismann consideraba como independiente del «soma individual». Precisamente por ello los organismos evolucionan o están sometidos a las leyes de la evolución, ante todo, darwiniana. Pero las culturas no son organismos o superorganismos. Las culturas no son seres vivientes (tal como las vieron Frobenius o Spengler). Y por ello las culturas no evolucionan, más que en sentido metafórico. No cabe hablar de una evolución de las culturas, sino de una historia de las culturas.

Concepción materialista de las culturas

Desde la perspectiva del materialismo filosófico las «esferas culturales» se nos ofrecen más que como culturas sustanciales, como círcu- los causales morfodinámicos, torbellinos que incorporan partes o ras- gos que no derivan tanto de un «plasma germinal», de un genotipo interior, susceptible de evolución, sino de un núcleo histórico que pierde o recibe, asimila o incorpora, partes procedentes de otros ír- culos culturales. La difusión de rasgos segregables, por tanto, la interacción entre culturas, con los consiguientes conflictos mutuos, a veces sangrientos, institucionales, es el proceso más importante para explicar su historia.

La primera consecuencia que se deduce de esta concepción materialista, antisustancialista, de las culturas, es la necesidad de rechazar tanto los conflictos entre las culturas (o entre civilizaciones) como las alianzas de culturas (o de civilizaciones), sencillamente por la razón de que estas expresiones presuponen una sustantivación de las culturas o de las civilizaciones, como sujetos ya sea de un «conflicto de fondo», ya sea de una «armonía de fondo». Pero ni hay «sustancias culturales», ni hay «fondos sustantivos», sino interacciones entre las partes, entre las instituciones culturales de cada círculo: actualismo frente a sustancialismo. Son las partes formales o instituciones de una cultura, que han ido integrándose a lo largo de los siglos, las que pueden resultar incompatibles con las partes formales o las instituciones de otra cultura, como por ejemplo la antropofagia, institución importante en la «cultura azteca», era incompatible con la «cultura española» de los conquistadores. Pero la «cultura azteca» no era una cultura sustantiva, globalmente incompatible con una supuesta «cultura sustantiva española». La incompatibilidad se establecía entre instituciones o partes de esas culturas, que se enfrentaban entre sí en lucha darwiniana, más allá del principio del placer y aun más allá del principio del bien y del mal.

De lo que precede podrían concluirse dos reglas metodológicas de gran interés: la primera mos induce a interpretar sistemáticamente las llamadas capciosamente «señas de identidad» de una cultura dada antes como rasgos distintivos que como rasgos constitutivos. La fiesta de los toros más que como rasgo sustancial de la cultura española, es decir, una institución que «mana de las profundidades del alma española», la interpretamos como un rasgo distintivo, que permite discriminar, pongamos por caso, la cultura hispánica de la cultura inglesa, sobre todo si esta institución está bien trabada con el círculo de otras instituciones que se realimentan las unas a las otras en la tradición histórica. En todo caso, las instituciones se interpretarán no ya a título de partes emanadas de una sustancia, como señas de identidad de la misma, sino más bien a título de «agentes de identidad», en el sentido del actualismo: la sardana o el aurresku son, antes que señas de identidad, agentes de la misma identidad que proclaman. Y muchas veces promovidos por quienes tienen interés en «cerrar como sustancias» a los círculos culturales catalán o vasco.

La segunda regla nos induce a enfrentarnos con el análisis de una cultura dada, no ya tratando de determinar el fondo intemporal, la esencia profunda, de esa cultura, cuanto la situación diferencial que a esa cultura le corresponde en relación con otras culturas o círculos envolventes, independientes o envueltos. En nuestro caso, al enfrentarnos con el análisis de la cultura española del presente, nos preocuparemos ante todo por determinar no ya su «esencia profunda» (su sustancia especial, de especie única), sino la situación diferencial de esta cultura española con otras culturas de su entorno («cultura francesa», «cultura inglesa») o de su dintorno («cultura catalana», «cultura gallega», «cultura berciana»).

Las Culturas de los pueblos y las Almas de los pueblos

Nos mantenemos de este modo a la mayor distancia posible de aquella perspectiva que estuvo muy en boga hace un siglo. Como precedente teórico suyo podríamos poner acaso la «Psicología de los Pueblos» de Guillermo Wundt, una disciplina ambigua, con muchos precedentes a su vez -el de Feijoo en España (por ejemplo, Teatro crítico universal, tomo 2, 1728, discurso 9: «Antipatía de franceses y españoles»; discurso 15: «Mapa intelectual, y cotejo de Naciones»; tomo 3, 1729, discurso 10: «Amor de la Patria y pasión nacional»)- que resultaba de una mezcla ad líbitum de la etnografía, la historia, la sociología, las impresiones de los viajeros, el folclore…

La perspectiva proliferó en España en el «género literario» consagrado a ensayar análisis o visiones de conjunto sobre el «alma de España». Si los individuos tenían un «alma», ¿por qué no tambien los pueblos? No es nada clara la consecuencia; pero no era cosa de pararse en barras.

El género literario de referencia produjo obras serias, como por ejemplo la de Alfredo Fouillée (Le peuple spagnol, 1899), Y otras menos serias, por no decir ridículas, como la de Rudolf Lothar (Die Seele Spaniens, firmada en Sevilla y Zúrich, 1914-1916, y traducida en 1938 por Enrique González Luaces como El alma de España-y no por El alma de los españoles-). En 1902, Rafael Altamira publica su Psicología del pueblo español, y en su segunda edicion (Minerva, Barcelona, hacia 1918) reivindica la condicion. de «precursora en el orden de investigaciones que ahora se repiten». En 1903-1904 se publicó en Madrid la revista Alma Española, que se abrió con un artículo de Benito Pérez Galdós, «Soñemos, alma, soñemos» y en la que aparecieron los artículos de Miguel S. Oliver, «Alma mallorquina»; José Nogales, «Alma andaluza»; Francisco Acebal, «Alma asturiana»; Miguel de Unamuno, «Alma vasca»; Vicente Blasco Ibáñez «Alma valenciana»; Juan Maragall, «Alma catalana»; Manuel Feliú «Alma riojana»; Rodrigo de Acuña, «Alma granadina»· Antonio Royo Villanova, «Alma aragonesa»; Vicente Medina, «Alma murciana». No es difícil advertir en estas investigaciones sobre las almas (que conservaban, demasiado impúdicamente, el sello metafísico espiritualista) la prefiguración de las investigaciones posteriores sobre las culturas

En la misma línea escribió en 1908 Gustavo de la Iglesia Garcia un libro, que se publicó algunos años después, con el título El Alma española, ensayo de una psicología nacional. También de 1908 es el de Havelock Ellis, que adquirió gran notoriedad al ser traducido al español (Barcelona, 1928) con el título El alma de España. José Bergua publicó en 1934, en su conocida biblioteca, una Psicología del pueblo español, de casi ochocientas páginas, con el curio-so subtítulo: Ensayo de un análisis biológico del alma nacional; subtítulo propio de unos años en los cuales el concepto de «Biología» había adquirido un prestigio tal que servía confusamente tanto para designar obras de medicina -los «ensayos biológicos» de Marañón sobre Enrique IV de Castilla- como obras de historia o de sociología, al modo de Ortega. En 1942 apareció en la editorial Cervantes el libro de Manuel de Montoliu, El Alma de España, referido al siglo XVI y XVII español, a la «Edad de Oro» de España, que despliega en diversas «emanaciones», considerados como «gajos de un único fruto»: el alma imperial, el alma caballeresca, el alma picaresca, el alma estoica y el alma mística (sin perjuicio de lo cual Montoliu ofrece exposiciones interesantes, por ejemplo, una confrontación de interpretaciones alemanas sobre el Quijote). El mismo Gregorio Marañón prologó un libro colectivo de gran formato titulado El Alma de España, publicado en 1951 en Madrid por la empresa Herederos de Manuel Herrera Oria: contiene ensayos de Francisco de Cossío, Salvador Dalí, Ramón Gómez de la Serna, Enrique Lafuente Ferrari, Andre Maurois, Dimitri Merejkowski, Walter Starkie y otros.

El «género literario» constituido por las «investigaciones» sobre el alma de España y las almas de sus regiones está totalmente pasado de moda, y con razón. Lo que no significa que en los especímenes de tal género no puedan encontrarse noticias u observaciones interesantes (Lothar observa que en ninguna parte, como en España, los hombres tienen la obsesión de llevar limpios los zapatos, y lo explica como indicio de distinción del hidalgo respecto del trabajador que lleva manchado de polvo su calzado).

Sin embargo, lo más importante acaso que podemos obtener de su consideración es advertir que muchas veces, bajo rótulos pintorescos, estamos en línea con conceptos de la antropología cultural, como puedan serlo el de la cultura española, o la cultura catalana, o la cultura riojana, o la cultura murciana. Y lo que es más importante, la consideración de este género literario puede servirnos de crítica para el género literario hoy vigente, el que se ocupa del análisis de las culturas locales, regionales o autonómicas. Porque quienes hoy analizan la «cultura catalana» o la «cultura murciana» no están haciendo otra cosa sino reproducir ensayos ideológicos del estilo de los que poco antes se hubieran dedicado al «alma catalana» o al «alma murciana».

Ni univocismo (o etnocentrismo) cultural, ni pluralismo relativista, ni pluralismo sustancialista de las culturas

Una segunda consecuencia que cabe derivar de la concepción materialista (no sustancialista) de las esferas culturales es la posibilidad que ella nos abre de dejar de lado el trilema al que nos aboca la concepción sustancialista de las esferas culturales:

  1. O bien la consideración de alguna de estas esferas com la única esfera de referencia, ante la cual las demás esfera aparecerán devaluadas, como degeneraciones o embrione de la cultura por antonomasia: tal es la vía del univocismo cultural, núcleo de lo que hoy llamamos etnocentrismo. El etnocentrismo cultural considera a la cultura de quien habla como la cultura por antonomasia, como la única; pero le ocurre lo que le ocurre al monoteísmo, que no es patrimonio de una religión, puesto que hay varios dioses monoteístas (Yahvé, Dios, Alá), cada uno de los cuales se nos presenta como único y verdadero. Pero la mejor refutación de las religiones positivas monoteístas es su misma pluralidad, porque mediante ella, unos monoteísmos se destruyen a los otros. Lo mismo ocurre con el monoteísmo cultural.
  2. O bien consideramos a todas las esferas culturales como igualmente valiosas, como sostiene el pluralismo relativista del que hemos hablado, y que suele ir asociado a una concepción armonista, desde la cual cada uno, desde cada cultura, tiende a comprender a las otras (al «otro», se decía antes), según el principio de la tolerancia ilimitada y del respeto mutuo, ligado al dogma de la igualdad de todas las culturas. Por ejemplo, el Instituto Cervantes de España se propone mantener vivo el interés por la cultura y la lengua española en todo el Mundo, y escoge como emblema al autor de Don Quijote; el Instituto Camoens de Portugal se propone hacer lo mismo con la cultura y lalengua portuguesa. Pero ¿cabe equiparar, en virtud de este paralelismo formal, la universalidad de Don Quijote con la de Os Lusiadas? Sólo por ficción diplomática. Millones de hombres leen el Quijote en todo el Mundo; fuera del área portuguesa Os Lusiadas es obra prácticamente desconocida.
    La mejor refutación de esta segunda alternativa la fundamos en el hecho incontestable de los conflictos históricos entre algunas diferentes «culturas», en realidad, como hemos dicho, entre instituciones integradas en círculos culturales diferentes (pongamos por caso las instituciones del esclavismo y las instituciones de la libertad).
  3. Por último, y partiendo también del llamado pluralismo, el camino que adopta la visión dialéctica del bellum omnium contra omnes, del conflicto universal entre las culturas y, por tanto, de una lucha por la vida en la que cada esfera cultural deberá estar preparada para vencer a las otras o morir.
    Esta tercera disyuntiva queda también sin base desde el momento en que no reconocemos el carácter sustantivo de ninguna esfera cultural. Por tanto, si una esfera cultural no es una sustancia, carecerá de sentido tratarla como si fuera ella en su totalidad la que se enfrenta a muerte con todas las demás. Y esto es lo que nos lleva, como alternativa más racional, a considerar la concepción materialista y actualista (no sustancialista) de los círculos o esferas culturales como estructuras morfodinámicas que se constituyen en el proceso histórico de la interacción de unas y otras; interacciones que suponen a veces coaliciones contra terceros, a veces conflictos, comparables con los de las biocenosis. Pero conflictos en los cuales no se dirime tanto la «sustancia» de cada cultura (y no por otra razón, sino porque una tal sustancia no existe) cuanto la persistencia de alguna parte suya (una institución o un conjunto de instituciones) vinculada siempre a otras, y desde luego a determinados grupos sociales frente a otros.

La concepción materialista de las esferas culturales permite también establecer entre ellas clasificaciones, ordenaciones, jerarquías de dominación, de potencia o de influencia. En efecto, las culturas o círculos de cultura, entendidos como totalidades complejas, no tienen por qué relacionarse entre sí como si fueran esencias megáricas, impenetrables las unas a las otras; ni tampoco como si fueran unidades fenoménicas, resultantes de mosaicos aleatoriamente constituidos y cambiantes en cada momento. Habrá círculos culturales singulares, exteriores los unos a los otros, sin perjuicio de compartir con ellos instituciones o rasgos que permitan establecer relaciones genéticas más amplias; habrá círculos culturales singulares que mantienen intersecciones, más o menos amplias, con otros; habrá esferas culturales cuyo radio de influencia en otras esferas es mucho mayor que el que pueda atribuirse a éstas respecto de aquél.

Sobre el supuesto «pluralismo cultural» de España

Podemos ya volver a nuestro asunto. ¿Existe en el presente la cultura española?

El primer resultado importante que podemos obtener de la aplicación de nuestras reglas metodológicas tiene que ver obviamente con el llamado pluralismo cultural, con el principio o premisa, por no decir «dogma democrático», del pluralismo de las culturas de los pueblos o nacionalidades que la Constitución reconoce sin menoscabo, al parecer, de la unidad de España.

Comenzaremos admitiendo dialécticamente ad hóminem el pluralismo cultural de España, pero para decir inmediatamente que este reconocimiento no tiene por qué significar, como pretenden los federalistas o los confederalistas, que nos consideremos acogidos, desde luego, al esquema del pluralismo sustancialista, aunque sea por la vía del armonismo de las culturas.

La proclamación del pluralismo cultural de España, como «premisa democrática prometedora de la paz y de la solidaridad», no solamente encierra la afirmación positiva de la pluralidad de culturas, sino también la negación de una cultura española genérica o envolvente, de una cultura genérica que, si la entendemos desde el esquema del pluralismo sustancialista, habría que rechazar por los mismos motivos por los que se rechazan las ideas de la «Nación de Naciones» o de «Estado de estados». Porque esa «cultura genérica» habría que entenderla como una «Cultura de culturas», habría de ser una cultura más, y la cultura española habría que reducirla a la condición de una cultura al lado de la cultura catalana, la cultura vasca, la cultura murciana. Y esto es imposible porque en una Confederación de los Estados soberanos asentados en el territorio ibérico no cabe hablar de un Estado español envolvente que refundiese a los Estados políticos, envueltos en él, en uno solo. Ni cabe hablar de una «cultura española » como «sustancia de fondo» de las sustancias culturales particulares, que habrían de quedar refundidas, como partes o subsistemas suyos, en la cultura total. El principio democrático del pluralismo cultural, entendido desde el pluralismo sustancialista, no es otra cosa sino la negación de la cultura española, exigida por la afirmación sustancialista de las culturas.

En resumen, todas las culturas que están al cuidado, vigilancia y promoción de las consejerías de Cultura de las diversas comunidades autónomas «agotarían» la totalidad de la cultura española. Es cierto que la creación de las consejerías de Cultura en las autonomías obedece a un programa que podría parecer orientado a transformar España en una «sociedad segmentaria», al menos en el terreno administrativo: cada comunidad autónoma se ha proyectado como si fuese una reproducción clónica de la estructura general del Estado (Parlamento y gobierno, presidente del Parlamento y presidente del gobierno, ministros y consejeros; tribunal supremo y tribunales superiores de justicia… tan sólo falta en las autonomías un rey -aunque cabría la transformación en virreyes de los actuales delegados del Gobierno- y un Senado -aunque cabría transformar en Senados las Diputaciones provinciales-).

Y este esquema de sociedad clónica segmentaria inspira también (aunque sea inconscientemente, en función de la ignorancia de sus profetas) algunas propuestas delirantes presentadas desde algunas autonomías que se guían por el principio de que «todo debe estar en todo», es decir, que todo lo que hay en una comunidad autónoma de una «Nación de Naciones» debería estar presente, y del mismo modo, en todas las demás autonomías. Por ejemplo, la lengua catalana debería ser oficial en las diecisiete comunidades autónomas españolas, y otro tanto habría que decir de la lengua gallega, de la vascongada, de la ansotana o del panocho murciano. Por la misma razón todo los contenidos de cada cultura autonómica deberían estar presentes en las demás. ¿Sabe el señor Rovira que con este proyecto convertiría a España en un caos de Anaximandro, o más precisamente, en un migma de Anaxágoras?

Volvamos al Ministerio de Cultura. Tan problemático como la reproducción a escala autonómica de la figura del rey es la reproducción, multiplicada diecisiete veces, a escala autonómica, del Ministerio de Cultura.

Muy pocos Estatutos de Autonomía han sacado públicamente las consecuencias (y si las han sacado se las callan astutamente) que se derivan de la institución de esas consejerías de Cultura, entendidas no como delegaciones del Ministerio de Cultura central, sino como órganos de tutela, vigilancia y promoción de cada «cultura autonómica». Es muy importante analizar la contribución mecánicoburocrática que puede corresponder al proceso de creación de las consejerías de Cultura en la España de las autonomías. Al margen de toda ideología relativa al mito de las culturas autónomas (un margen desde luego teórico, en el momento en el que el sistema se puso a funcionar) parece incontestable que un consejero de un gobierno autonómico, puesto al frente de la Consejería de Cultura correspondiente, se encontrará prácticamente determinado a desechar el trato con «contenidos culturales genéricos» (españoles), aunque no fuera más que para no interferir o invadir funciones y competencias propias del Ministerio de Cultura, que tiene encomendada la tutela y promoción, por ejemplo, del Teatro Clásico Nacional, por todo el territorio español (y no sólo por el territorio de la Comunidad Autónoma de Madrid, en el cual este Ministerio está emplazado).

En consecuencia, cada Consejería de Cultura de una comunidad autónoma se encontraría de hecho, por razón de mecánica burocrática, obligada a ocuparse preferentemente (y muy pronto exclusivamente) de su «especialidad» y para ello, si no los tenía a mano, tendría que inventar sus contenidos, o por lo menos integrar esos contenidos en la esfera de la cultura autonómica correspondiente. Si hablamos de teatro, una Consejería de Cultura de comunidad autónoma que haya producido obras teatrales en lengua vernácula tendrá resuelto el problema de su programación teatral, independientemente de que esas obras en lengua vernácula sean infames: primará el principio de que todas la culturas son iguales en rango y que «lo nuestro», en todo caso, debe ser conocido (aunque eso «nuestro» no sea más que una vulgar adaptación de otras obras comunes). Y si se acaba el repertorio, la Consejería de Cultura encargará a algún creador de la comunidad alguna obra teatral adecuada. Pero ¿cómo procederán los consejeros de cultura de comunidades autónomas que no tienen obras teatrales escritas en idioma vernáculo? Procederán tratando de incorporar a la cultura autónoma la obra que ha sido programada según criterios ad hoc. Por ejemplo, El Alcalde de Zalamea será considerada como obra característica de la cultura extremeña (puesto que Zalamea de la Serena pertenece a la provincia de Badajoz); Fuenteovejuna será considerada como obra perteneciente a la cultura andaluza…

De un modo similar procederán los consejeros de cultura que promueven, ayudan o encargan obras sobre la pintura, la música o la filosofía autonómica correspondiente. Habrá dificultades. ¿Cómo justificar que la Consejería de Cultura de la Generalidad catalana publique obras de Balmes? Pues Balmes ¿es filósofo catalán o es filósofo español, dado que sus obras fundamentales las escribió en español? Se tomará preferentemente la naturaleza, la nación o lugar de origen del autor, o bien el lugar en donde el autor vivió o profesó. El resultado es que una historia de la filosofía o del pensamiento de Castilla-León no sólo interferirá con una historia de la filosofía o del pensamiento español, sino que distorsionará, a veces de modo muy grave, el hilo conductor de la exposición. En cualquier caso, las intromisiones de una comunidades en otras serán constantes: Francisco Suárez ¿pertenece a la historia de la filosofía andaluza por haber nacido en Granada, o a la historia de la filosofía de Castilla-León por haber profesado en Salamanca?

Situaciones de esta índole, que se multiplican una y otra vez, cooperan, en virtud de la pura inercia de las administraciones autonómicas, a ir consolidando la idea de que existen culturas autónomas que viven, como vegetaciones más o menos florecientes, emanadas del «territorio autonómico», en el ámbito señalado por los límites geográficos de la Comunidad correspondiente. Por tanto, se concluirá que la suma de estas culturas agota el territorio de España.

Y puesto que el Ministerio de Cultura no puede estar emplazado fuera aparte del terreno ocupado por el conjunto de las comunidades autónomas partículares, este Ministerio, o reduce sus competencias a la Comunidad de Madrid, en la que está emplazado, o desaparece. Y con él debe desaparecer hasta el nombre de «cultura española», puesto que la cultura española queda debidamente repartida exhaustivamente, y agotada, por tanto, en la enumeración de sus diecisiete partes o comunidades autónomas.

Distribución y reparto de la Cultura española en las diecisiete comunidades autónomas

Constatamos, en conclusión, cómo las dificultades reales que se presentan en el momento de tratar las relaciones entre la cultura española (genérica) y las culturas específicas (autonómicas) se manifiesta en la práctica a escala burocrática administrativa en las relaciones entre el Ministerio de Cultura y las consejerías de Cultura de las comunidades autónomas; aunque sin duda alguna estas dificultades son aprovechadas ideológicamente, desde el mito de las culturas autonómicas. Y la misma existencia de las consejerías de Cultura sugerirá la idea de que éstas desempeñan antes el papel de «agentes (por no decir inventoras) de la identidad cultural» de las culturas administradas por ellas que el papel de meros indicios o señas de identidad de esas mismas culturas.

Ahora bien, las dificultades que señalamos derivan de la confusión entre la idea de una distribución de la cultura española, considerada como un todo respecto de sus partes potenciales, y la idea de un reparto exhaustivo, o partición de ese todo, en sus partes atributivas. Y esta confusión está, como es obvio, directamente vinculada con la idea confusa de «todo» (tal como habitualmente se utiliza), que no distingue entre las totalidades distributivas (como pueda serlo el género respecto de sus especies, o la de cada especie respecto de sus individuos) y las totalidades atributivas (como pueda serlo, por ejemplo, un todo, un pan de trigo respecto de los trozos o partes alicuotas o alicuantas en las cuales se reparte a la hora de la comida). Porque lo ordinario es sobreentender (cuando se utiliza la idea de todo, principalmente en contextos políticos o sociológicos) que el todo es el todo atributivo (es muy frecuente la presencia de las totalidades distributivas en el desarrollo mismo de las totalidad atributivas). Entre las totalidades distributivas y las atributivas, cuya unidad es de tipo conjugado, hay disociación pero no hay propiamente separación. No hay totalidades distributivas que no tengan algún componente de totalidad atributiva, ni recíprocamente: el proceso de escisión celular reiterada entraña simultáneamente una partición de una unidad celular en sus células hijas, nietas… en general sucesoras, las cuales pueden constituir, a su vez, un conjunto atributivo (por ejemplo, una colonia de células) y una distribución del material genético en una clase distributiva de células de determinada especie, cuando cada célula se considere como independiente de las demás.

Ahora bien, los federalistas, o los confederalistas, que entienden el pluralismo cultural como una liquidación del supuesto monismo cultural (entendido como monolitismo cultural), característico de la ideología franquista, sobreentienden también este pluralismo cultural en el sentido de la repartición o partición exhaustiva de la cultura española en partes sustantivas, alicuotas según los ideólogos de la izquierda socialista radical, que se orientan por el principio de la igualdad, o alicuantas según los ideólogos de la izquierda socialista que se orientan por el principio de la solidaridad entre las comunidades asimétricas, es decir, desiguales. En rigor, esas partes sustantivas equivalen prácticamente a totalidades o esferas culturales sustantivas, y sólo se consideran partes en función de la trituración o despedazamiento de ese conglomerado superestructural designado por la expresión ininteligible, para ellos, de «cultura española». Expresión que los pluralistas culturales sustancialistas considerarán utópica, porque el federalista no puede entender siquiera la posibilidad de colocarla en ninguna parte del «territorio constitucional», y por ello pide, incluso en nombre de la lógica, la supresión urgente del Ministerio de Cultura, a fin de repartirlo en partes alícuotas o alicuantas entre las diecisiete consejerías de cultura de las comunidades autónomas.

(A veces se ha llegado a aplicar esta misma idea en proyectos relativos a museos: el Museo Nacional de El Prado, por ejemplo, habría que repartirlo entre todos los museos autonómicos, según criterios de reparto que un grupo de expertos o «sabios» estableciese.)

Pero lo que el ideólogo federalista o confederalista no entiende -su caletre no le da para más, porque él sólo funciona subordinado a sus intereses nacionalistas fraccionarios (por ello tampoco entenderá estas distinciones que le proponemos, es cierto que no para que las entienda, sino para que nadie pueda decir que no se las hemos explicado)- es que en la lógica del reparto, y simultáneamente a ella, hay también una lógica de la distribución. Dicho en latín: además de la lógica de la partitio está la lógica de la divisio; dicho en griego (esperamos que el caletre del federalista pueda entenderlo así mejor): además de la lógica del merismós, está la lógica de la diaíresis.

Pero es necesario arrojar al cubo de la basura esa lógica del reparto de la cultura española en partes alícuotas o alicuantas que no dejan resto, y que reduce, en el sentido del nominalismo más primario, la «cultura española» a un puro nombre, a un flatus vocis que sólo designase la pluralidad de culturas peninsulares y adyacentes, sustantivadas, pero exteriores las unas a las otras, aunque entre ellas se aconseje la coordinación, la cohesión, la solidaridad, la confederación y aun la federación.

Distribución, no reparto, de la Cultura española

Es necesario cambiar la lógica del reparto por la lógica de la distribución a las diversas culturas autónomas de una Cultura, la española, que no tiene que entenderse siquiera como un unívoco uniforme, sino más bien como un «análogo de desigualdad» (véase el opúsculo de 1498 del cardenal Cayetano, Tratado sobre la analogía de los nombres, traducido por Juan Antonio Hevia Echevarría, Pentalfa, Oviedo, 2005).

En concreto, se trata de la lógica de la distribución de un todo envolvente a partes suyas «transparentes». Esta lógica comienza por presuponer la realidad de una cultura española como contenido común o genérico, diferenciado de otras culturas de su escala (la francesa, la alemana, etc.) y que engloba a su vez a las diferentes «culturas autonómicas» o esferas culturales regionales, incluso a aquellas que, acogiéndose al mito de la cultura, postulan su sustancial identidad.

Pero este englobamiento que, considerado desde la perspectiva de las totalidades atributivas, equivaldría a una subsunción o incorporación íntegra de las culturas autonómicas en un todo compacto, considerado desde la perspectiva de las totalidades distributivas no implica subsunción, sino interpenetración, impregnación, difusión, o filtro de la cultura española genérica en todos los dominios que puedan corresponder a cada esfera cultural específica. En ningún caso quedará ésta agotada, como si la hubiéramos reducido a la condición de un mero subsistema del supuesto «sistema global» de la cultura española. Es muy insidiosa, en todo caso, la aplicación a esta materia de la terminología de la llamada teoría de sistemas; pues tales subsistemas son, a su vez, sistemas coordinados a otros sistemas.

No aplicaremos aquí, por tanto, la idea de sistema, sino la idea de totalidad genérica de partes potenciales, que no quedan agotadas al ser actualizadas como partes de la totalidad distributiva o difusiva de referencia. En nuestro caso, la cultura española.

Según esto, la cultura española genérica no podrá ponerse en el mismo rango lógico en el que se sitúan las culturas específicas (catalana, vasca, gallega, andaluza…). La cultura española se filtra y se difunde por todas las culturas específicas, y por ello no ocupa un lugar determinado al lado de las otras. Como un todo genérico, se difunde o distribuye por sus especies y por sus individuos, incluso cuando éstos se encuentren en situación de solución de continuidad (no solidaria) con otros.

La cultura española, según esto, no es meramente englobante, sino impregnante o filtrante respecto de las culturas que son específicas respecto de su propia condición genérica, que adquiere precisamente te en el proceso de difusión o distribución. Y lo es porque traspasa sus membranas, porque las paredes de las culturas a las que engloba son transparentes a ella y, por tanto, las culturas englobadas no pueden describirse como «recintos opacos» meramente envueltos, pero no impregnados, por la cultura envolvente. No son «glóbulos culturales» o bolsas impermeables, como aquellas que se forman en torno a tantos grupos de inmigrantes musulmanes de Londres, por ejemplo, los cuales, aun teniendo la nacionalidad británica no se dejan penetrar por la cultura inglesa: mantienen su propia lengua, su propia religión, su endogamia parental, y ello facilita su disposición a atentar contra la cultura que las engloba sin impregnarlas. nada de esto tiene por qué ocurrir con la cultura catalana, con la cultura vasca o con la cultura gallega, inmersas en el ámbito de la difusiva cultura española.

No cabe hablar, por tanto, de intercambios entre las culturas autonómicas embolsadas en sus recintos autonómicos, y la cultura española. La cultura española no intercambia nada, cuando se manifiesta presente o difundida por Cataluña, Castilla, Galicia o Andalucía. Ni tampoco la difusión o distribución propia de la cultura española tiene por qué agotar, en principio, la integridad de las culturas englobadas por ella. Éstas pueden mantener acaso «raices» especificas, si es que ellas siguen siendo capaces de dar alimento a sus contenidos propios, con parcial y relativa independencia del alma máter nacional española.

Modelos de difusión distributiva

Podríamos ilustrar el proceso de distribución difusa o filtrante de una totalidad genérica, como lo es la cultura española genérica (respecto de las culturas autonómicas por ella englobadas), con diferentes modelos físicos (eléctricos, ópticos, termodinámicos…).

Tomemos, como totalidad a distribuir por difusión, una determinada cantidad electromagnética, o bien óptica, o térmica (a temperatura determinada), que ocupa un volumen dado. La distribución irá difundiendo esta cantidad global a recintos o dominios englobados en el volumen de referencia, y dotados de energías que se suponen procedentes de generadores propios. Supondremos también que el generador global, por razones «históricas» de instalación (o por razones estructurales), produce energía de potencia y radio de alcance capaz de ocupar el recinto global de referencia, por tanto, capaz de difundirse por el interior de los recintos particulares situados en él, cuyas paredes han de ser de algún modo transparentes o filtrantes, al menos en la dirección hacia su interior, es decir, de suerte que estos recintos desempeñen el papel de válvulas. Esto significa que el generador global tiene o bien un nivel de energía más potente que el nivel de energía en el que se mantienen loe generadores particulares; o bien que los canales de distribución y de penetración que la «historia» ha ido estableciendo facilitan su difusión a través de las membranas o paredes de los recintos particulares, sin que tengan lugar los movimientos recíprocos. Los recintos particulares, como hemos dicho, actuarán como válvulas o diodos en el conjunto del recinto global.

Así las cosas, podremos hablar de una tensión global o genérica del sistema, de una coloración global, o de una temperatura uniforme global (con las fluctuaciones locales correspondientes), que se extiende también, al menos parcialmente, por el interior de todos los recintos particulares, sin perjuicio de que los generadores locales (o gracias a ellos) estén generando energía a tensión o temperaturas propias. De este modo, del «recinto global» podemos predicar una tensión, color o temperatura genéricas, sin por ello desconocer la existencia de áreas locales cuyas tensiones, coloraciones o temperaturas especiales ya no estarán generadas exclusivamente por la participación de la energía global distribuida o filtrada por ellas, sino por generación propia (en modo alguno espontánea).

De modo análogo, hablamos de una cultura española genérica, distribuida o difundida por todo el recinto constitucional español. Por tanto, también, filtrándose en las diferentes «culturas particulares» o «esferas culturales autonómicas» que puedan ser reconocidas. Y justamente sin excluir el reconocimiento de estas esferas culturales locales, en cuanto dotadas de mecanismos autonómicos históricos de generación cultural, cuyo radio de acción, de hecho, no tiene ahora, como no lo tuvo nunca, capacidad suficiente para traspasar las paredes del recinto autonómico en el que opera.

Hay propuestas, sin embargo, en este sentido, de las que ya hemos hablado («que todos los españoles aprendan a hablar catalán, euskera, gallego, ansotano, valenciano, panocho…», «que todos los españoles visiten anualmente los santuarios donde se venera la Virgen, Montserrat, Begoña, El Rocío, El Pilar, Guadalupe…»). Pero, como hemos dicho, son proyectos voluntaristas y vacíos, que carecen de toda viabilidad política; algo así como, en el terreno técnico, les ocurre a los proyectos megalómanos imposibles, tales como pretender construir rascacielos de cuatro kilómetros de altura.

Concluimos: mediante el modelo de distribución por difusión (o difusión distributiva) podernos entender la posibilidad lógica de reconocer una cultura española o, si se prefiere, su identidad cultural, en cuanto cultura genérica participada (filtrada) por muy distintos grupos dotados de culturas específicas. La potencia de la cultura española ha sido y sigue siendo, por razones históricas y estructurales, lo suficientemente intensa como para traspasar las propias paredes o membranas de los dominios que engloba (la difusión no se reduce a una mera expansión por el volumen intersticial, que pudiese quedar entre los dominios impermeables que quedasen envueltos como islas por la cultura expansiva). Más aún, su potencia ha sido capaz de desbordar el volumen peninsular y extenderse por otras muchas naciones de diversos continentes, y en especial de América: los más de 400 millones de personas que hablan español, y que tienen una cultura hispánica, son la mejor medida de la identidad de una cultura española que no puede en ningún modo equipararse, en orden de magnitud, con las culturas específicas que engloba y por las que se difunde: catalana, quechua, vasca, guaraní, gallega, azteca…

Podemos reconocer, por tanto, la identidad de una cultura española, sin necesidad de estar localizada o encerrada en algún recinto peninsular, ni siquiera en el volumen peninsular total. Su radio abarca íntegramente varios «recintos nacionales» (Argentina, Bolivia, Colombia, Costa Rica, Cuba, Chile, Ecuador, El Salvador, España, Guatemala, Guinea Ecuatorial, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay, Venezuela) y otros parcialmente, como es el caso principalmente de los Estados Unidos de Norteamérica.

Aplicaciones materiales del modelo de difusión distributiva

¿Y cómo aplicar no ya formalmente, sino materialmente, este modelo de distribución de la cultura genérica española por los demás recintos constitucionales, ya considerados propietarios de culturas sustantivas, ya sean considerados como participantes simples, y hay muchos grados, de esta cultura española?

Sin duda, determinando lo criterios materiales que se consideran constitutivos de esta cultura. Criterios que han de atenerse a las líneas marcadas por las «fronteras categoriales» relativas a las categorías culturales que tienen que ver con la identidad cultural (como puedan serlo las categorías lingüísticas, religiosas, tecnológicas, de parentesco, de costumbres, políticas, relaciones de pertenencia a la propia cultura y de extrañamiento ante las otras…). Estos criterios tendrán mucho que ver con los que utilizan los antropólogos y los sociólogos para establecer la identificación de los individuos con los grupos a los que pertenecen y que pueden ser definidos políticamente (por ejemplo, los grupos nacionales, tales como España, Francia, Polonia, México, Chile, Nueva Zelanda) o bien con los círculos culturales (por ejemplo, «cultura mediterránea», «cultura musulmana», «cultura mesoamericana»).

Algunas veces, los criterios culturales y los sociales o políticos marchan paralelos, si bien los criterios de identidad cultural suelen delimitar áreas más amplias que los criterios de identidad política (la «cultura anglosajona» comprende el Reino Unido, los Estados Unidos de América del Norte, Australia…; la «cultura hispánica» comprende la Nación española y a la mayoría de las repúblicas americanas). Por ejemplo y tomando casi al azar, como referencia, el libro de un sociólogo (Juan Diez Nicolás, Identidad cultural y cultura de defeasa, 1999), constatamos la determinación de «cuatro aspectos sobresalientes» que sirven para organizar las encuestas y las tablas estadísticas pertinentes: (1) hablar el idioma (función de socialización e integración), (2) respeto a las instituciones (sentimiento de adhesión y sometimiento al grupo), (3) sentirse del país (sentimiento de pertenencia al grupo e integración), (4) tener la nacionalidad del país (función normativo-legalista).

En cualquier caso, no hay por qué suponer a priori que el análisis categorial de los criterios de identidad cultural que orienta la investigación sociológica y antropológica actual, y que ha dejado «fuera de moda» a los criterios descriptivos globales o «impresionistas» de la antigua Psicología de los pueblos (o de las investigaciones sobre las «almas nacionales»), quiere decir que los métodos analítico-estadísticos de nuestros días cubran el mismo campo que el que cubrían las investigaciones sobre las «almas» de las naciones. Consideremos este párrafo de André Maurois, en su contribución «El carácter español» al libro El Alma de España, prologado por Marañón, antes citado (pág. 221):

«Es siempre un estudio difícil y discutible el del carácter de un pueblo. A veces, se siente uno tentado a negar que una nación pueda tener un carácter: “Ved a esos individuos de la misma raza, tan diferentes todos los unos de los otros. ¿Qué tienen entre sí de común?”. Pero si se les observa mejor, hay que admitir que poseen muchas maneras e ideas comunes; que es posible, a primera vista, distinguir una mujer española de una mujer francesa o inglesa; que, escuchando una música, mirando un cuadro, todo hombre un poco culto dirá en seguida: “He ahí un músico español, he ahí un pintor español”. Es preciso, pues, que exista una esencia de España y yo quisiera tratar con mucha prudencia -porque mi experiencia de ese país fue muy corta- de extraer la esencia de mis impresiones de viaje y de lectura».

Dejando de lado, por supuesto, las apelaciones metafóricas que hace Maurois a la «esencia de España» o al «carácter de un pueblo», y sustituyéndolas por las corrientes apelaciones actuales a la «identidad cultural» de España, y a los «rasgos culturales diferenciales de la conducta española», no mucho menos metafísicos, la cuestión es: ¿de qué modo tendríamos que factorizar las «impresiones globales» de Maurois (supuesto que tengan algún sentido) a efectos de poder no ya reconstruirlas, sino incluso de comprobarlas y contrastarlas?

Desde luego no pretendemos, en este lugar, ni siquiera pisar el umbral de una investigación sobre la identidad de la cultura española, ya sea en la línea de la identidad sustancial, ya sea en la línea de su identidad esencial diferencial con otras identidades de su contorno o de su dintorno.

Atengámonos a los criterios sociológicos citados, y con la simple intención de ilustrar el alcance que pueda tener la aplicación, al caso de España, del modelo de difusión distributiva como esquema de relación identitaria entre la cultura española genérica y las culturas específicas de su dintorno (catalana, vasca…), cualquiera que sea el alcance que se otorgue a esas culturas específicas.

  1. Consideremos el criterio del idioma. Es evidente que las descripciones de las lenguas vivas en España (mutatis mutandis, de las lenguas vivas en América o en África), siguiendo los criterios preferidos por las autoridades autonómicas, tanto en los cómputos acerca del número de hablantes por áreas virtuales («área virtual del catalán», «área virtual del gallego») como en las distinciones entre primer y segunda lengua, son muy engañosas. En todo caso, están dictadas bajo la influencia de los esquemas de repartición atributiva del idioma en el «territorio constitucional».
    Pero, desde el criterio de difusión distributiva, lo primero y principal que debe ser resaltado es esto: que el idioma español es hablado por todos los españoles o, dicho de otro modo, está difundido por todas las «culturas» que postulan una identidad cultural y un idioma propios; y que la distinción entre primera y segunda lengua es ambigua, porque se confunde a la vez con la distinción entre el idioma familiar o privado y el idioma civil o público. Un individuo catalán, o vasco, o gallego (mutatis mutandis, mexicano, chileno, argentino) que utiliza el idioma español en la empresa, en el comercio, en el foro, en la calle, no utiliza una segunda lengua, sino su primera lengua civil (que acaso ni siquiera puede traducir a la lengua vernácula); y recíprocamente, un ciudadano vasco -aunque sea un consejero de Cultura o un funcionario- que utiliza el euskera en su vida pública o privada acaso lo está utilizando y desde luego, con seguridad, lo está utilizando como segunda lengua si lo acaba de aprender, y no como primera.
    La difusión de la lengua española (es decir, de la lengua como «seña de identidad» y, sobre todo, como «agente de identidad» de la cultura española- y ésta es la principal razón para utilizar la expresión «lengua española» en lugar de «lengua castellana-») es prácticamente universal en el dintorno constitucional. El concepto mismo de «biculturalismo», «bilingüismo», etc., aplicado a este caso, es ideológico, porque va referido a los individuos que utilizan la lengua española y una lengua vernácula, pero no a la cultura objetiva misma. Quien habla español en recintos o dominios específicos del «dintorno constitucional», o sea, no bilingüe, está contando, a efecto estadísticos, en la determinación del español como agente de identidad de la cultura española.
    Al rasgo, seña o carácter «hablar español» habrá que añadir:«leer en español» y «escribir en español». Ahora bien, la prensa, en el territorio constitucional español, es casi universalmente publicada en español, incluso en las comunidades con «lengua oficial vernácula»; y esto sin perjuicio de que, sobre diez diarios, se publiquen dos, con tiradas cortas, y algunas páginas de otros, en idioma vernáculo. Desde este punto de vista puede decirse también que la distribución de la cultura española, a través de la lengua escrita, tiene una amplitud cuyo orden de magnitud es diferente al de la distribución de las culturas específicas en el ámbito de sus propios recintos. La cultura espafiola, por lo que a la lengua leída o hablada atañe, no es una cultura que pueda ponerse al lado (en rango) de las culturas englobadas en ella. Es una cultura englobante y filtrante.
  2. Otro tanto habrá que decir en relación con el «respeto a las instituciones sociales». Para citar una de las más discutidas, la religión católica. Muchas veces se considera, como rasgo característico o seña de identidad de la cultura española, su adhesión o respeto a las prácticas de la religión católica; y esto se prueba por las tasas de asistencia a misa, o a procesiones de Semana Santa, por las tasas de utilización de las ceremonias religiosas en los «ritos de paso» (bautizo, primera comunión, matrimonio, entierro…).
    Es cierto que el número de personas bautizadas, pero no practicantes, crece sin cesar, como crece el número de agnósticos y el de ateos. Sin embargo, ¿puede concluirse de ahí que el catolicismo ha dejado de ser un rasgo de identidad de la cultura española no sólo en su historia, sino en el presente? ¿Y cómo un rasgo histórico de identidad, tan arraigado durante siglos podría desaparecer de la noche a la mañana? Si miramos a los ateos españoles, en número lentamente creciente, ¿puede decirse que ellos no han de contar en la elaboración de estadísticas sobre la identidad cultural española en función de la religión? Habrá que tener en cuenta que un ateo católico no es lo mismo que un ateo musulmán o que un ateo budista. El ateo católico español, incluso en los casos de anticlericalismo más radical, sigue moldeado, en negativo, por el catolicismo. Y del mismo modo que un español, trasplantado a Inglaterra, logra hablar correctamente el inglés, pero conservando siempre el «acento español», así también un católico «trasplantado al ateísmo» conserva siempre el acento católico, incluso en sus negaciones, y por ello no se confunde con el ateo que conserva el acento musulmán, o con el ateo que conserva el acento protestante, o con el ateo que conserva el acento budista.
    El catolicismo, junto con sus ramificaciones no estrictamente religiosas, sino éticas, o morales, o estéticas, tiene por tanto muy buenos apoyos para ser considerado un rasgo identitario de la cultura española, si no ya en el sentido de la participación positiva, sí en el sentido de la contraposición (con todos sus matices y grados). Por descontado, este rasgo del catolicismo está difundido por todas las autonomías españolas; incluso muchas veces es más intenso en las autonomías más nacionalistas y secesionistas como Cataluña y el País Vasco.
  3. En cuanto al criterio «sentirse del país», me limitaré a citar el cuadro 3.3 (que figura en la página 99 del libro antes citado), según el cual España puntúa sólo un 79 en «vergüenza de pertenecer a mi país por cosas que en él se hacen», frente a 145 de Estados Unidos, 141 de Irlanda, 185 de Japón, 161 de Rusia… En cambio, en cuanto a «satisfacción por el éxito de mi país en competiciones deportivas internacionales», España alcanza 173 puntos, frente a 166 de Estados Unidos y 195 de Irlanda.
  4. El criterio más importante, sin embargo, para establecer la existencia de la cultura española, es el de su implicación con una Nación cultural. Una Nación cultural que está dada a escala de Nación política canónica, cuyos contenidos materiales concretos sólo históricamente han podido irse formado, acumulativa y selectivamente. Y es desde esta perspectiva cuando la realidad de la cultura española se manifiesta en toda su fuerza: en la agricultura, en la cocina, en la escultura, en el teatro, en el cinematógrafo, en la poesía, en la novela, en el ensayo, en la filosofía… Los nombres de los grandes pintores españoles (Velázquez, Zurbarán, Goya, Picasso, Dalí), como los de los grandes músicos españoles (Cabezón, Vitoria, Albéniz, Falla), escultores, cineastas, poetas (Jorge Manrique, Garcilaso, Fray Luis, Góngora), dramaturgos (Lope de Vega, Calderón), novelistas (empezando por Cervantes), filósofo (si no Séneca, sí la tradición senequista, pero también Guevara, Quevedo, Gracián, Feijoo -y por no citar a todos los filósofos de lengua española, puesto que escribían también en latín: Vitoria, Báñez, Gómez Pereira o Arriaga).
    Permítaseme subrayar al lector que estas «menciones» a la grandes figuras históricas de la cultura española no están formuladas desde la perspectiva «metamérica» de la reivindicación de las letras y las ciencias españolas ante los extranjero que sólo veían, a la manera de Masson de Morvilliers, miseria y vulgaridad en la historia de España. Las menciones que hacemos están formuladas desde una perspectiva interna («diamérica») de confrontación de la Nación cultural española -o de la cultura española- con las supuestas cultura englobadas en ella. Y el objetivo de estas menciones es demostrar que la cultura genérica española, es decir, las menciones de figuras suyas representativas, se basan (independientemente de la «valoración intrínseca que nos merezcan») en que están difundidas por todas las partes de España, atraviesan todas las «culturas» que engloba, y por ello decimos que Velázquez o Goya son pintores españoles que todo el mundo conoce (independientemente de que hayan nacido en Sevilla o en Fuendetodos). Todo español sabe algo del Poema del Cid, o de La vida es sueño, pero sólo unos poco eruditos no catalanes han podido leer La Atlántida de Verdaguer -a pesar de sus intenciones marcadamente españolistas-, o los poemas en bable de Teodoro Cuesta, porque el área de expansión de Verdaguer o Cuesta no puede rebasar los límites de su recinto regional específico. Y ello, aun en el supuesto de que los valores estéticos de estas producciones culturales específicas fueran muy superiores a los valores de las obras de arte de la cultura global española.
    No podemos detenernos en el análisis de instituciones, relaciones o referencias culturales comunes a la cultura española (desde la propiedad privada de viviendas hasta las fiestas de Navidad, desde las relaciones de parentesco hasta las corrida de toros…). Pero son tan abundantes que su consideración corrobora, de forma creciente, la realidad de una cultura española dotada de contenidos genéricos que están difundidos distributivamente por los grupos, capas sociales, ciudades o comunidades autónomas más diversas asentadas en «territorio constitucional». Y esto independientemente de que el núcleo de difusión haya procedido de alguna zona periférica o central, que sólo los eruditos, a la búsqueda de «hechos diferenciales» promovida por las consejerías de Cultura, reivindicarán en su momento.
    Pero justamente esta conclusión no puede sacarse con referencia a las culturas específicas, por ricos que sean sus contenidos. Todo lo contrario. Los contenidos de la llamada cultura vasca, por serlo, no rebasarán, ni querrán hacerlo, los límites de su dominio autonómico (otra cosa son las pretensiones de ampliar este dominio con territorios vecinos). El aurresku sólo podrá bailarse en Valladolid o en Barcelona en un escenario folclórico teatral, pero no en una plaza o en un acto institucional propio de esas autonomías. Otro tanto se diga de los contenidos de la cultura catalana o los de la cultura gallega. Hay que ir al País Vasco, a Cataluña o a Galicia para contemplar un aurresku, una sardana o una muñeira; en cambio, para escuchar las saetas en una procesión de Viernes Santo, no es necesario ir a Sevilla; para presenciar una corrida de toros no hay necesidad de ir a Pamplona; y tampoco es necesario ir a Bilbao para asistir a la representación teatral de una obra de Unamuno. En centenares de lugares de las más diversas regiones y «nacionalidades» españolas encontramos, difundida por todas ellas, la institución del «encierro», que podemos contemplar y en la que podemos participar.

La cultura española común posee una dinámica diferente de las culturas españolas particulares o específicas

Es imposible, en conclusión, equiparar la cultura española, como cultura total o común de todos los españoles, con las «culturas» particulares, circunscritas a una comunidad autónoma y, más estrictamente, a ciertas áreas de esas comunidades (o incluso a determinadas capas sociales que forman parte de las elites locales). Ninguna Comunidad, aunque postule una cultura propia, tiene instituciones culturales uniformes; no existen cortes abruptos entre las diferentes áreas culturales. Y en cada área cultural los «hechos diferenciales» se presentan de continuo: «No hay dos hojas iguales en el jardín». La llamada «normalización» de las instituciones culturales de cada comunidad autónoma (normalización de la lengua, normalización de los trajes, normalización de las fiestas, normalización de los quesos, normalización de los rótulos y señales, etc.) es un método «centralista» para lograr borrar la realidad de que los hechos diferenciales no son abruptos sino continuos, y que no solamente establecen diferencias entre unas Comunidades y otras, sino a veces, aun mayores, entre áreas distintas de una misma Comunidad.

No cabe hablar, desde criterios antropológicos, de un «pluralismo cultural» que tome como unidades a las comunidades autónomas. Menos aún cuando ese pluralismo se interpreta desde el esquema aditivo que prepara la consideración de la cultura española total o común como un agregado de esas supuestas culturas autonómicas particulares, de esas «culturas independientes», sustantivadas, sin perjuicio de que puedan ser luego presentadas como solidarias, «federativas» y susceptibles de convivir en paz y en armonía. (Hay que exceptuar las opciones «espontáneas», que sin duda son culturales, es decir, no son producto de la Naturaleza, de la kale borrokao la «institución cultural» arraigada ya durante varias décadas, de los asesinatos ejecutados por ETA dentro o fuera del País vasco, como un «hecho diferencial» de la cultura vascongada.)

La visión de España como un «país multicultural» es confusionaria y oscurantista. Es sólo la visión de un rótulo propagandístico, que se han tragado (para no decir que han «interiorizado») los «intelectuales y artistas» defensores del federalismo, o los que están más a la izquierda aún (según ellos creen, aunque no se sepa muy bien por qué), del confederalismo. España no es un país multicultural, en el sentido en el que pretende este rótulo. Es un país conformado, para bien o para mal, por una cultura común, que es la cultura española, en cuyo ámbito viven gérmenes, embriones o formaciones parciales, más o menos consistentes, derivadas de «generadores autóctonos» que no siempre son ni los más populares, ni los más valiosos (a veces podrían equipararse al rasgo diferencial del «tuerto» que hemos citado antes), ni siempre son básicos, sino también muchas veces estrictamente superestructurales.

En cualquier caso, el movimiento propio de la cultura genérica española y los movimientos propios de la cultura particular tienen direcciones y sentidos totalmente opuestos (lo que constituye también el mejor criterio antropológico y sociológico para su diferenciación).

La cultura común española (que no es excluyente de las otras culturas, a través de cuyas «membranas» se encuentra difundida secularmente y sigue difundiéndose regularmente) se mantiene, si nadie la obstaculiza, en estado de equilibrio distributivo. Otra cosa es que ante los ataques y mutilaciones procedentes de las «culturas particulares» necesite ser defendida; cosa que los responsables de llevar a efecto esta defensa no hacen siempre, en gran medida como consecuencia de una falsa idea de la tolerancia respecto del pluralismo cultural. Una tolerancia falsa que no advierte que, en su nombre, se está molestando, maltratando, recortando, mutilando y erosionando continuamente la propia cultura común española.

Las «culturas específicas», en cambio, tienden a moverse de otro modo, a saber, no en una dirección expansiva, o centrífuga, sino mas bien centrípeta, como si se tratase de movimientos orientados a cerrarse, encapsularse o blindarse dentro de los contornos de los recintos que creen haber establecido como propios territorialmente. Y esto demuestra que la dirección de los movimientos impuesta por los dirigentes de las respectivas culturas regionales está marcada por la política y no por la propia cultura. No es la «lengua catalana» la que, en virtud de su superior potencia cultural, envuelve, no ya a los andaluces o murcianos que viven en Andalucía o Murcia, sino a los millones de andaluces o murcianos que han ido a trabajar a Cataluña: es la política de «impregnación lingüística» que les obliga coactivamente a aprender catalán a quienes participan de la cultura española genérica; que obliga a poner rótulos en catalán a empresas, comercios, teatros, productos, vehículos que, con anterioridad al régimen franquista, los ofrecieron en español.

La razón es que el encapsulamiento al que tienden las culturas particulares autonómicas sólo puede prosperar eliminando en lo posible a la cultura española, excluyéndola por tanto, en lo posible, de sus recintos. De este modo, la política de encapsulamiento cultura1, al tender a obturar las «válvulas» que permiten el flujo normal a sus dominios de la cultura española común, se convierte en un instrumento de freno, erosión y vaciamiento progresivo de la cultura española en los territorios autonómicos. La política de encapsulamiento en la «esfera sustantiva identitaria» que los ideólogos nacionalistas fraccionarios se han trazado lleva al subjetivismo más radical, que necesita rellenar mediante la invención ad hoc de los contenidos (historia ficción, lengua ficción normalizada como «vehículo de comunicación», como si la comunicación entre todos quienes viven en esas comunidades no fuese precisamente la cultura genérica española) los vacíos derivados de la constante tarea de evacuación de los contenidos de la cultura española común, que a todos los penetra.

Existe, en conclusión, sin duda alguna, una cultura española. Pero los responsables de la tutela, promoción y dirección de esta cultura española común no quieren reconocer siempre (amparados en la cándida idea de la «armonía de las culturas») que las relaciones entre la cultura española genérica y las llamadas «culturas específicas», tal como se conducen de hecho en la práctica, son relaciones de conflicto frontal y no de armonía. Y que la confianza en la existencia efectiva de la cultura española no puede hacer subestimar los peligros que las políticas culturales autonómicas pueden representar, si no para la existencia de la cultura española genérica, sí para su identidad o para su decoro.

España no es un mito – Pregunta 5: ¿España es idea de la derecha o de la izquierda?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la quinta pregunta:

¿ESPAÑA ES IDEA DE LA DERECHA O DE LA IZQUIERDA?

Gran parte de los menosprecios a España proceden de las «gentes de izquierda»; pero también hay gentes de izquierda que la exaltan

Supongo que todo el mundo entiende, de algún modo, por donde camina esta pregunta, que no es de mi cosecha: un amigo me la ha sugerido, y la he aceptado porque me ha parecido interesante como tema de disertación, sin perjuicio de su confusión y oscuridad, y en parte precisamente por ellas. Pues no creo que se trate de una confusión meramente subjetiva, imputable a quien sugiere la pregunta y a quien la acepta, sino de una confusión objetiva, es decir, entrañada en «la cosa misma», a saber, la Idea de España en cuanto «atravesada» o cruzada por las Ideas de Derecha y de Izquierda (en sentido político, desde luego).

La confusión o el embrollo es casi insuperable. «Intelectuales de izquierdas» (de las izquierdas divagantes más radicales, es cierto) tales como Fernando Arrabal, Juan Goytisolo o Rafael Sánchez Ferlosio, se distinguen por mostrar en sus escritos más influyentes una aversión, aborrecimiento o desprecio hacia la España real; un aborrecimiento digno de Erasmo –Non placet Hispania– o bien de los franceses de los tiempos de Masson de Morvilliers, o de un inglés de los tiempos de don Jorgito. La inteligencia de estos intelectuales no les da para más en el momento de distinguir la España real de la España de Franco; menos aún para entender lo que la España de Franco representó en el proceso histórico de desarrollo de la España real. Su erudición confusa les ofrece una coartada muy socorrida, la que necesitan para mantener el mínimo contacto con sus potenciales lectores españoles, que podrían sentirse impulsados a arrojar sus libros, leídas las primeras páginas, a la basura, si sólo vieran en ellos el odio y la aversión contra ellos mismos que alienta su fondo.

La coartada consiste en inventarse una España mítica (por ejemplo, la España en la que convivieron las «tres culturas» -Américo Castro todavía no llegaba a tanto y se limitaba a hablar de las tres religiones: moros, judíos y cristianos-) concentrando sobre este mito de España sus afectos. De este modo, los lectores españoles ya no podrán decir que estos «intelectuales de izquierdas» están movidos por el aborrecimiento a España.

Pero el aborrecimiento lo detectamos ya en el instaurador mismo de la Leyenda Negra, el padre Las Casas, en quien su discípulo Rafael Sánchez Ferlosio (Esas Yndias equivocadas y malditas, Premio Nacional de Ensayo, 1994, pág. 56) cree advertir que «el aborrecimiento por los españoles era, intuitivamente, aborrecimiento por la Historia Universal, supuesto que eran los españoles quienes, en su triunfante papel de ejecutores del furor de predominio, aparecían como la encarnación visible que ostentaba su representación».

Aborrecimiento o resentimiento que se dirige contra la España de Franco, pero también contra la España de la dictadura de Primo de Rivera, contra la España de los Borbones, contra la España de los Austrias, contra la España de los Reyes Católicos, contra la España del Imperio… Pero se detiene, para dar paso a la admiración y al asombro gratuito, en esa España mitificada de judíos, moros y cristianos del reinado de Fernando III el Santo.

Mitificada porque, confundiendo la tolerancia del desprecio (o de la inhibición) con la intolerancia del amor, no se dan por enterados, por ejemplo, de que (nos lo cuenta documentalmente Paulino García Toraño, en su libro sobre El Rey Don Pedro el Cruel y su mundo, Madrid, 1996) al entrar san Fernando en Sevilla, se celebró una función religiosa en la mezquita, previamente purificada; y aposentado ya el rey en el alcázar, se hizo entrega de las casas de la ciudad, vaciadas de habitantes, a los que habían tomado parte en el asedio y conquista; y pocos años después de la conquista, las Cortes de Valladolid de 1258, remataban la obra: ordenaban que «los moros que moran en las villas que son pobladas de cristianos que anden cercenados alrededor o el cabello partido sin copete e que trayan lsa barbas largas, como manda su ley ni trayan cendal nin peña blanca ni paño tinto si no como dicho es de los judíos, nin zapatos blancos nin dorados e el que los trujiere que sea a merced del rey». Las cortes acordaron también el ordenamiento de los clérigos y el de los fijosdalgo. En la petición 30 se pide que: «Ninguna mujer cristiana non more con judío nin con moro a soldada nin de otra manera ni le críe su fijo o fija. Que moros y judíos no lleven nombre cristiano ni vistan paños de viado… nin trayan adobos de oro o plata en las ropas».

La España mítica de las «tres culturas» alimenta la nostalgia de los delirios folclóricos de tantos grupos andaluces de hoy, que «conmemoran» aquella «España perdida», la España de la cultura árabe y judía, la España en la que los cristianos, por cierto, tenían que pagar tributo.

Volvamos ahora a otros años (los primeros años setenta del siglo XX) en los que se publica la Carta a Franco de Fernando Arrabal: «Hace unos años había un país en el que los filósofos árabes construían el pensamiento más original de su raza [¿por qué no dice Arrabal que Averroes fue condenado y tuvo que abjurar de sus errores en la mezquita de Córdoba?], mientras que unas calles más allá los judíos creaban el monumento de la Kabala [¿qué queda hoy de ella que no sea mera arqueología?]. Este país era España. Sus reyes se llamaban, por ejemplo, Alfonso X el Sabio o Fernando III el Santo. Este monarca se proclamó “el rey de las tres religiones” [hoy Arrabal, para ponerse al día, hubiera dicho: “El rey de las tres culturas”] ».

Pero frente a estos intelectuales de izquierda divagante hay otros muchos intelectuales, también de izquierdas, y aun de izquierdas definidas, que han mantenido una actitud completamente diferente ante España. Cabe recordar las palabras de Manuel Azaña, que fue presidente de la Primera República Española, que hemos citado al final de la introducción de este libro.

Podríamos citar también palabras de veneración a España pronunciadas o escritas por hombres de la izquierda definida, como pudieron serlo Vicente Uribe (comunista) o Indalecio Prieto (socialista); palabras de un «españolismo» tan intenso que muchos, no muy metidos en literatura política, podrían atribuir a Ramiro de Maeztu o a José Antonio Primo de Rivera.

Pero no me propongo tratar aquí de las actitudes u opiniones que acerca de España han mantenido o mantienen españoles clasificados como «de izquierdas» o «de derecha». Si he comenzado por recordar algunos españoles muy conocidos, clasificados tanto entre las izquierdas como entre las derechas, no es con el ánimo de comenzar una encuesta «empírica», sino para corroborar la naturaleza confusa que hemos atribuido a la pregunta titular, ¿España es Idea de la Derecha o de la Izquierda?

Polarización izquierda/derecha de la Historia de España

La confusión de esta pregunta procede tanto de la confusión propia de los significados del término «España» (¿de qué España hablamos?, o si se prefiere: ¿desde qué Idea de España hablamos?, dado que es imposible hablar de España, más allá de sus referencias geológicas, si no es desde alguna Idea) como de la confusión que caracteriza a los términos «derecha» e «izquierda», más allá de sus referencias topográficas. La confusión objetiva de la pregunta titular puede hacerse consistir sencillamente en la circunstancia de que esta pregunta sólo podrá alcanzar una mayor distinción dando por supuestas algunas de las Ideas que se dan entretejidas tanto en el término «España» como en los términos «derecha» o «izquierda». Pero estas suposiciones, si no se explicitan, sólo podrán operar en la subjetividad de quienes creen entender sin dificultad el alcance de la pregunta. De suerte que aunque todos la entiendan, no se entenderían entre sí. («Todos la entendemos, pero cada cual a su manera.»)

Y existe otra razón más (un economista diría acaso: «Otra razón adicional», y diría mal en esta ocasión, porque no es adicional, sino constitutiva) para explicar la confusión de la pregunta que nos ocupa: el carácter capcioso de la interrogación, que no determina si es una alternativa (¿de izquierda, de derecha o de ambas a la vez?) o una disyuntiva (sólo de izquierda, sólo de derecha), y si la forma alternativa o la disyuntiva de la pregunta se supone verdadera o falsa. Pues podría ocurrir que España no fuera ni Idea de la derecha, ni idea de la izquierda, del mismo modo que un rectángulo no es ni de izquierdas ni de derechas (y esto sin perjuicio de que los masones -a quienes la Iglesia católica consideraba de izquierdas y el Politburó soviético consideraba de derechas- utilizaran el triángulo rectángulo como emblema de su secta).

Una cosa es, por tanto, que España o el triángulo rectángulo no tengan que ver con la oposición derecha/izquierdas (cualquiera que sea el modo como esta oposición se entienda) y otra cosa es que la derecha o las izquierdas no tengan nada que ver con España, o con el triángulo.

Y en todo caso España no es una entidad tan simple como pueda erlo el triángulo rectángulo. La involucración de las izquierdas y de la derecha con España es mucho mayor que la involucración que ellas puedan tener con el triángulo. Y, por tanto, recíprocamente, la involucración que España (o la Idea de España) ha de tener on las izquierdas o con la derecha será también mucho más profunda que la que pueda corresponder al triángulo geométrico. Y con esto tampoco queremos prejuzgar que España no pueda ser segregada de la oposición, disyuntiva o alternativa, izquierda/derecha. A fin de cuentas, España, como nación histórica, existía ya muchos siglos antes de que la oposición izquierda/derecha hubiera sido formulada en la Asamblea francesa revolucionaria. Lo que ocurre es que la polarización que la oposición izquierda/derecha determina en todo cuanto tiene que ver con España es tan avasalladora que se extiende, ante todo, incluso retrospectivamente, a los siglos anteriores a la Revolución Francesa (¿qué militante de izquierdas no considera a los comuneros de Castilla como correligionarios suyos y a los imperiales de Carlos I como hombres de la derecha más reaccionaria?).

De este modo, muchos intelectuales de izquierdas citarán, como testimonios del amor a España que ellos pueden presentar, las palabras ya citadas de Ricote a Sancho Panza, al referirle cómo fue expulsado de España por Felipe II, con otros de su raza (condición suficiente para considerar de izquierdas a Ricote, como exiliado). Y otros intelectuales de derecha citarán como correligionario suyo a Francisco de Quevedo (¿no se había enfrentado, como si fuera un integrista, contra las modas francesas que se infiltraban por nuestras fronteras?,¿no había tomado partido por el patrocinio de Santiago frente al de santa Teresa?) cuando dice: «¡Oh desdichada España! Revuelto he mil veces en la memoria tus antigüedades y anales, y no he hallado por qué causas seas digna de tan porfiada persecución.».

Sin embargo, la «despolarización» de la España histórica es imprescindible, si queremos librarnos no ya de los anacronismos, sino también del fatal subjetivismo que entontece a quienes creen que la oposición izquierda/derecha es la oposición fundamental, trascendental para todo ser humano; a quienes, por ejemplo, creen que dudar del carácter «trascendental» de estas distinciones («una de las dos Españas ha de helarte el corazón ») es signo inequívoco, o «seña de identidad», de la derecha, ignorando que Lenin, o Stalin, o Mao -considerados generalmente desde la Europa capitalista o socialdemócrata (es decir, de derecha o izquierda) como prototipos de la izquierda más radical- negaron de plano la trascendentalidad (o profundidad) de la oposición entre derecha e izquierda, como distinción secundaria, circunscribiéndola al ámbito de la «revolución burguesa», y proponiendo su sustitución por otra oposición, que ellos consideraban la oposición fundamental, a saber, la oposición entre capitalismo y comunismo.

La derecha y el Antiguo Régimen; las diversas generaciones de las izquierdas

Y, con esto, tenemos ya marcado el camino para tratar de responder según criterios objetivos a la pregunta de si España es una Idea de derecha o de izquierdas. Un camino que evitaría encharcarse en el caos empírico de las autodefiniciones (emic) de quienes se consideran de derechas o de izquierdas «de toda la vida». ¿Qué ganamos al escuchar a un anarquista cuando dice con exaltación que él «lucha por la libertad y por el progreso»?, ¿qué quiere decir con las palabras libertad y progreso?, ¿acaso los hombres de la derecha más conservadora (como pudiera haberlo sido fray Rafael Vélez, en su Preservativo contra la irreligión) no proclamaron también que ellos luchaban por la verdadera libertad y por el verdadero progreso?

El camino que vamos a seguir no es el camino de las autodefiniciones, más o menos coyunturales. Un militante de la corriente de Izquierda Socialista diría, en España, que es propio de un gobierno de izquierdas practicar una política de incremento de la presión fiscal, aumentando los impuestos indirectos y evitando la privatización de las empresas públicas. Pero lo que ocurre es que esta misma política puede ser adoptada por un gobierno de derecha, así como la contraria -bajar los impuestos y privatizar las empresas públicas- puede ser adoptada también por un gobierno que se define como de izquierda, como le ocurre al actual gobierno socialista de Rodríguez Zapatero.

Y no se trata de desestimar estas autodefiniciones. Constituyen una referencia inexcusable. Simplemente, nuestro método objetivista (materialista) nos impulsa a utilizarlas como datos empíricos que habrán de ser interpretados desde alguna teoría presupuesta sobre la oposición entre derecha e izquierda, y no como los únicos criterios. Podría ocurrir que quien carece de una teoría semejante esté entregado sin embargo de hecho a la «investigación empírica» de la opsición; y cuando este individuo hojee una exposición teórica con las referencias empíricas pertinentes, sólo podrá percibir un monótono repertorio de datos y citas empíricas. Pero en realidad, quien carece de una teoría objetiva de la distinción derecha/izquierda, por el afán de atenerse a los hechos empíricos (en realidad, emic), sólo podría decir que no puede decir nada, salvo aportar nuevos textos para incrementar el caos.

Por nuestra parte, nos atendremos a la teoría de la distinción derecha/izquierda que hemos expuesto en El mito de la Izquierda, libro al que remitimos al lector. Sin embargo, hemos procurado que la utilización de esta teoría que aquí hacemos pueda entenderse, en sus líneas generales, sin necesidad de consultar el libro citado.

El núcleo de esta teoría -núcleo cuya «filiación» marxista-leninista sería imposible disimular- le lleva a insistir en poner como origen de la oposición izquierda/derecha lo que los propios nombres topográficos representaban: la defensa del Antiguo Régimen (el Tro- no absoluto y el Altar, como fuentes de la soberanía) y la defensa del Nuevo Régimen de la Revolución, que pedía derribar el Trono y el Altar para poner a la Nación como nuevo sujeto de la soberanía política.

Ahora bien: los ciudadanos que querían derribar el Antiguo Régimen, a fin de sustituirlo en la gobernación del Estado, sólo podían ser los ciudadanos entonces capacitados (socialmente, técnicamente, intelectualmente, organizativamente…) para hacerlo, es decir, el tercer estado de Sieyes, al que más adelante se le llamar, burgués (quizá por la influencia que aún ejercía el «burgués gentilhombre» de Moliere). La gran Revolución fue una revolución burguesa, cuyo enemigo propio fue el Antiguo Régimen, y no sólo el representado por el Reino de Francia, sino también por todos los Reinos e Imperios que la rodeaban: el Imperio español, el Imperio inglés, el Sacro Romano Imperio Germánico, el Imperio ruso.

De este modo, el primer sentido de la oposición derecha/izquierda, o el primer nivel en el que esta distinción se dibujó, fue el de la oposición Antiguo Régimen/Nuevo Régimen. La derecha contenía todo lo que tenía que ver con la defensa del Antiguo Régimen, la izquierda -y ante todo la izquierda radical de primera generación, la izquierda jacobina- , todo lo que tuviera que ver con la defensa del Nuevo Régimen, es decir, con la Nación política (con la república, con la democracia, poco después con el Estado de derecho).

Como una «consecuencia» de la izquierda jacobina podría interpretarse el ciclo napoleónico que, sin perjuicio de su efímero Imperio, tuvo energía suficiente para derribar muchas coronas europeas asentadas en el Antiguo Régimen, poniendo en su lugar a las clases burguesas, en colaboración con las aristocracias del salario.

Una de estas consecuencias del Imperio napoleónico fue el desencadenamiento de un proceso de descuartizamiento del Imperio español y, al mismo tiempo, de la aparición en España, en torno a las Cortes de Cádiz, de un segundo géneroo corriente histórica de la izquierda, a saber, la izquierda liberal. Izquierda liberal que, salvo algunos breves intervalos (en los cuales el Antiguo Régimen, la derecha tradicional, recuperaría su poder: la «ominosa década» de Fernando VII, los periodos de dominación carlista en el País Vasco, Navarra o Cataluña), mantendrá su hegemonía en versiones distintas (por ejemplo, la versión progresista de Espartero o de Sagasta y la versión moderada de O’Donnell) hasta llegar al «sexenio revolucionario» (1868-1874) que desembocó en la Primera República española.

Pero la «revolución burguesa», aun cuando continuó su proceso de expansión a lo largo de todo el siglo XIX, encontró también muy pronto sus límites. Y, con éstos, encontró también los suyos la distinción entre las izquierdas y la derecha. La libertad, la igualdad y la fraternidad que la revolución había intentado instaurar mediante la transformación del Antiguo Régimen en un Estado nacional resultó ser la fuente de una nueva esclavitud, disfrazada como proletariado, constituido por los ciudadanos «libres para vender su fuerza de trabajo». Una desigualdad de hecho más escandalosa aún si cabe que la del Antiguo Régimen y unas enemistades fraternas entre ciudadanos libres e iguales tan fuertes como aquellas de las que tenían noticia histórica (sin duda, porque la revolución industrial, el progreso, controlado por la derecha burguesa, había incrementado los armamentos, los transportes, la logística militar).

Es en este punto en el que comienza una tercera generación de la izquierda, todavía emparentada con la perspectiva de la gran Revolución («¡Ni rey, ni amo!»), pero aún más radical, porque ya no se dirige contra el Régimen antiguo (aunque manteniendo el Estado transformado en la forma de Nación política), sino que ataca al Estado mismo y, con él, a la Nación política, tal como la concibió la izquierda radical y la izquierda liberal. Es el anarquismo.

Sin embargo, el anarquismo, al renunciar a la «conquista del Estado», porque buscaba destruirlo de inmediato, se encuentra sin plataforma para actuar sistemáticamente contra el Estado burgués y contra su consolidación capitalista. Marx tiene el mérito de haber diagnosticado, contra el anarquismo, la imposibilidad de destruir al Estado burgués sin pasar, en primer lugar, por su conquista, para utilizarlo al servicio del proletariado. Marx, sobre todo, iniciará la sustitución de la oposición derecha/izquierda, tal como se había establecido en el primer nivel (en la superestructura) del sistema social, por la oposición en un nivel «básico», más profundo, entre capitalismo y comunismo: la derecha será ahora el capitalismo y la izquierda, el comunismo.

En este clima, bajo la influencia de Marx, pero también de Lasalle se irán echando los cimientos de la cuarta generación de la izquierda, la que en adelante se conocerá como socialdemocracia. La socialdemocracia, con el espíritu del armonismo (Bernstein, Kautsky), confiará en la posibilidad de un socialismo gradual, llevado a término desde los Estados más consolidados: la Alemania de Bismarck, la Inglaterra de Disraeli, o la Francia de Gambetta y Jaures. Y, efectivamente, el desarrollo social, socialista, de estos Estados, en los cuales la clase obrera llegó a adquirir el rango de una «aristocracia del salario», podía notarse a ojos vistas. Pero gracias a la evolución de estos Estados hacia el imperialismo depredador más escandaloso («el imperialismo, fase superior del capitalismo») que acabaría en la Primera Guerra Mundial. Aquí, contra la socialdemocracia (el «revisionista Bernstein» y el «renegado Kautsky») tomará comienzo la quinta generación de la izquierda, que desplazará definitivamente la oposición derecha/izquierda hacia el nivel más profundo o básico del sistema social, en el cual tal distinción quedará propiamente relegada al nivel más superficial de la superestructura. La oposición entre el capitalismo y el comunismo victorioso, tras la conquista del poder político (Lenin, Stalin), en la forma de una dictadura del proletariado. Este quinto género, visto desde el exterior (desde la oposición burguesa izquierda/derecha), será contemplado como la forma más radical de la izquierda, aunque desde el interior ya no podría ser interpretado como izquierda, sino como comunismo (en cuyo curso aparecerá un izquierdismo considerado por Lenin no ya como una corriente progresista, sino como una «enfermedad infantil del comunismo»).

El Estado de bienestar democrático jurídico, como Estado social de derecho, era la meta que desde Bismarck asumió la socialdemocracia como objetivo propio. Pero este Estado de bienestar fue también incorporado por la quinta generación, por el Estado de bienestar instaurado por la Unión Soviética, un Estado social no democrático en el sentido del parlamentarismo burgués (Bujarín había dicho que en la Unión Soviética hay libertad de partidos, «con la condición de que todos menos uno estén en la cárcel»).

Tras la caída de la Unión Soviética la oposición derecha/izquierda se desdibuja

El Estado de bienestar, consolidado el capitalismo, y tras la guerra fría y el ulterior derrumbamiento de la Unión Soviética, hará que la oposición capitalismo/comunismo, propia de la quinta generación de la izquierda, pierda su condición de oposición entre sistemas realmente existentes en Europa. Ello determinará también que la oposición derecha/izquierda, en el sentido definido tradicional, se desdibuje, dada la convergencia de los partidos correspondientes. La oposición se transformará, por ejemplo, en oposición entre liberalismo económico (socialdemócrata y conservador) y socialismo, pero que propiamente son opciones convergentes, planes y programas utilizados en «Occidente» tanto por la derecha histórica como por la izquierda socialdemócrata.

Las izquierdas de nuestra época, aunque manteniendo sus ideologías, tendrán que refugiarse de hecho en terrenos no definibles políticamente.

Ante todo, en terrenos psicológicos (aunque con incidencia social, más que política): las izquierdas, sabedoras de su convergencia política con la ya evolucionada antigua derecha, y rencorosas por lo que ellas perciben como frustración personal, buscan el modo de mantener su distancia y su separación con la derecha, y como no la encuentran en el presente recurren a la «memoria histórica». Memoria histórica que se sustancia, por ejemplo, en la rumia y el recuerdo de las posiciones que ocupaban otras personas de su entorno (incluso amigos) en épocas pretéritas; con lo cual resulta que la oposición política izquierda/derecha va degenerando en un intento miserable de mantenerse frente a personas por razón de su militancia en antiguas bandas que hace ya muchos años dejaron de existir (algo así como si tratasen de reavivar los enfrentamientos que tuvieron en sus tiempos escolares). Cuando la línea divisoria de las izquierdas, frente a la derecha evolucionada, con la que han confluido, intenta llevarse fuera de este terreno meramente psicológico, y marcha en busca de territorios menos subjetivos, tampoco los encuentra en la política real, porque no existen, y no podrían ser definidos políticamente. Sin embargo, aparecerán sucedáneos de la política que las izquierdas, sin terreno político propio, intentarán cultivar en régimen de invernadero.

Y esto dará lugar a diversos géneros de izquierdas indefinidas políticamente, que hemos creído poder clasificar en los tres siguientes: el de la izquierda extravagante (porque pierde el sentido de la realidad y se decide a pasar a la utopía, a un «reino que no es de este mundo»), el de la izquierda divagante (constituida principalmente por bandadas de «intelectuales y artistas», que, aun manteniéndose en la tierra, divagan hacia el pasado con nostalgia, ejercitándose por ejemplo en lo que llaman la «memoria histórica», o implemente en la imaginación literaria, pictórica, poética o cinematográfica) y el de la izquierda fundamentalista (adusta y doctrinaria, que produce «libros de doctrina», que son látigo de una derecha difícil de distinguir de la izquierda, y de las otras izquierdas definidas; una izquierda fundamentalista apocalíptica en ocasiones, que profetiza constantemente no ya el futuro -como la izquierda extravagante-, sino el pretérito: explica por qué fracasó la revolución en Alemania, en los tiempos de Friedrich Ebert y Gustav Noske, o por qué fracasó la Unión Soviética en los tiempos de Gorbachov, o por qué fracasó la revolución española en los tiempos de Carrillo y de Suárez).

Desde esta teoría de la Izquierda, de su origen y de sus diversos géneros, podemos replantear la pregunta inicial de un modo también teórico y no meramente empírico, o, si se prefiere, de un modo tal que los «materiales empíricos» puedan ser sistemáticamente reinterpretados.

Argumentos a favor de la tesis «España es Idea de la derecha», y su crítica

Ante todo, el planteamiento general puede formularse a través de este silogismo, de esta argumentación: puesto que la izquierda, en la teoría, aparece en la oposición al Antiguo Régimen (que, por tanto, asumirá automáticamente, aunque sea retrospectivamente, la condición de derecha) y España, la Idea de España que los españoles se habían formado, la Idea de la nación española que hemos visto en Cervantes o en el Conde Duque, forma parte del Antiguo Régimen, ¿no habrá que concluir necesariamente que España ha de considerarse ante todo como una Idea de la derecha?

Se confirmaría esta conclusión si nos atenemos a la Idea de España que, al menos oficialmente, estaba vigente en el Antiguo Régimen: es una Idea vinculada a la monarquía hispánica, al Trono y al Altar, que, tras siglos, identificada con la religión católica y con su misión de defensa de la fe (deteniendo al islam, purificando a España de contaminaciones judías), buscaba extenderla por toda la redondez de la Tierra, por África, por Asia y, sobre todo, por América.

Sin embargo, la conclusión del silogismo incurre en un anacronismo grave, puesto que España, aunque existiera, junto con su Idea, en los siglos anteriores a la Revolución, no podría considerarse «a la derecha». Pero esta consideración retrospectiva se realimenta por la circunstancia de que la España posterior a la gran Revolución (por ejemplo, la España que se enfrentó a la invasión napoleónica) se consideraba en gran medida como heredera del Antiguo Régimen: los «guerrilleros» al frente de los cuales solía haber curas y obispos; después, en la ominosa década que dejó en suspenso la Constitución de Cádiz; más tarde, un siglo adelante, el «nacionalcatolicismo» de la España de Franco, en el cual la Iglesia católica española consideró la Guerra Civil emprendida por la derecha como una Cruzada que España emprendía contra el comunismo y contra la masonería, es decir, «contra la izquierda».

Sería absurdo concluir de esta argumentación, como algunos concluyen a veces sólo para sus adentros, y otras veces de forma explícita, que España es una Idea de derechas y que, por tanto, habría que considerar a los diversos géneros de la izquierda que en España hubieran de sucederse (en paralelo al curso que estos géneros siguieron en otros países) como corrientes en las cuales la Idea de España se ha esfumado o estaba llamada a disolverse.

Semejante conclusión tiene, sin duda, algún fundamento. Su absurdo consiste en generalizarla a toda la izquierda. Lo procedente es sospechar que la Idea de España propia del Antiguo Régimen no tenía por qué haberse esfumado con el advenimiento del Nuevo Régimen, sino sólo transformado. Y transformado no de un modo uniforme. Y aquí se manifiesta la utilidad que puede corresponder a la teoría de los géneros de la izquierda que acabamos de esbozar. Porque la cuestión no se planteará ya como una alternativa (o disyuntiva) entre la derecha y la izquierda, tomada en bloque, sino diferencialmente, según, precisamente, los diversos géneros que sucesivamente la «Izquierda» ha ido desplegando.

Se nos abre así la tarea de analizar diferencialmente las transformaciones que la Idea de España del Antiguo Régimen hayan podido experimentar en cada uno de los géneros de izquierda del Nuevo. Tarea que, por supuesto, no es posible emprender en este lugar, en el que sólo cabe esbozar unas líneas generales que puedan servir de guía para ulteriores trabajos históricos.

Nos atendremos, en esta exposición, a los diferentes niveles por los cuales el curso de la oposición izquierda/derecha ha transcurrido, y sin que cada cambio de nivel implique la desaparición del anterior. El nivel 1 es aquel en el que la oposición derecha/izquierda se define en el terreno de la lucha de clases del Nuevo Régimen (burgués) y del Antiguo Régimen (lucha que tiene lugar a través de los conflictos entre Estados bien consolidados). El nivel 2 se va determinando tras la desaparición en Europa del Antiguo Régimen (monarquías constitucionales, Revolución de octubre de 1917, guerras mundiales, guerra fría). La definición de la oposición derecha/izquierda se redefinirá ideológicamente mediante la oposición «proletariado internacional o clase obrera» y «capitalismo internacional».

Oposición que se concretará, por la involucración de la dialéctica de clases en la dialéctica de Estados, en la oposición entre el bloque de los Estados capitalistas y el bloque de los Estados comunistas. En el nivel 3, que culmina con el derrumbamiento del bloque comunista, la oposición derecha/izquierda pierde las definiciones que había logrado en los niveles 1 y 2, al constituirse el escenario en el que todos convergen, de las democracias de mercado homologadas, en los Estados de bienestar. Escenario que tiende a la globalización, incluso a la convergencia (en la República Popular China) del capitalismo y del comunismo, según la fórmula «un país, dos sistemas».

La Idea de España en las dos primeras generaciones de la Izquierda: la radical y la liberal

¿Qué transformaciones experimenta la Idea de España, heredada del Antiguo Régimen, en el proceso de aparición de la izquierda, en sus dos primeras generaciones, la de la izquierda radical y la de la izquierda liberal?

La izquierda radical se desarrolla en Francia, pero tiene repercusiones importantes en la Idea de España que pudieran tener tanto los realistas franceses (que vieron apoyada su causa por la monarquía española) como los revolucionarios (amistades del conde Aranda, Olavide, etc., con los ilustrados, incluyendo entre éstos al propio Napoleón).

Pero refiriéndonos a la Idea de España que en España misma va conformándose en las corrientes más próximas a la izquierda radical, habría que mirar, ante todo, hacia la Idea de España que los «afrancesados» (desde el conde Aranda, u Olavide, hasta los josefinos, después de la invasión napoleónica, tales como Leandro Fernández de Moratín, Juan Antonio Llorente o el mismo Francisco de Goya) fueron tallando en función de la que tenían los ilustrados franceses, muy contaminados, por cierto, por la Leyenda Negra.

Destacaremos como rasgo significativo la presencia de la «dialéctica de Estados» en el mismo proceso de transformación de la Idea de España en los afrancesados (tanto en los prenapoleónicos como en los josefinos): salvo excepciones habrá que reconocer (en honor del «patriotismo» de quienes, sin embargo, y con razón, pudieron ser acusados de traidores de lesa patria) que los afrancesado españoles no perdieron de vista los intereses de España y de su Imperio, sin perjuicio de sus proyectos de adaptación a los nuevos tiempos (me refiero a los del conde Aranda sobre la reorganización de las provincias americanas) y, en todo caso, de la defensa de la integridad del territorio peninsular (escrito al rey José I, en 2 de agosto de 1800, de sus ministros españoles rechazando los proyectos de Napoleón para incorporar a Francia las provincias del norte de España a cambio de cesar la guerra; escrito exculpatorio de 1816 de Félix José Reinoso, un cura sevillano afrancesado, con el título: «Examen de los delitos de infidelidad a la Patria imputados a los españoles sometidos bajo la dominación francesa»).

Ahora bien: la «nueva Idea de España», que de un modo original irá conformándose por la influencia de la izquierda de segunda generación, es la Idea de España del liberalismo.

Es obra de los liberales la definición de España como Nación política, así como la política orientada a consolidarla, continuada a lo largo del siglo (para fijar fechas «convencionales»: desde 1812 hasta 1931, porque la Constitución de la Primera República ya no define a España como «Nación», sino como «república de trabajadores de todas las clases»).

A través de la «Revolución liberal» (y hay que tener en cuenta que los liberales hubieron de mantener contactos muy estrechos con los «serviles», representantes del Antiguo Régimen, por la solidaridad patriótica que tenían con ellos frente a los «afrancesados») la Idea de España del Antiguo Régimen cambia enteramente. La soberanía pasa a ser atribuida a la Nación española. Álvaro Flórez Estrada, en la Memoria de presentación de un Proyecto de Constitución, en 1809, llega a decir que, supuesta la soberanía de las Cortes (reu- nidas en Cádiz), habrá que considerar como crimen de Estado llamar soberano al rey.

Sin embargo, la «Nación española» de la Constitución liberal de 1812 ofrece unas características originales muy acusadas. La Nación española corresponde a todos los españoles de ambos hemisferios. Mantiene la forma monárquica, pero según la estructura de la monarquía constitucional, y no proclama una ruptura radical de España con el Antiguo Régimen. Desde Jovellanos hasta el futuro cardenal Inguanzo, o Agustín Argüelles, se insiste en la continuidad de la «España constitucional» con la España del Fuero Juzgo, con las Partidas de Alfonso X el Sabio o con las Cortes de Castilla.

Desde el liberalismo, principalmente, en conflicto permanente con las últimas pulsaciones «de la derecha», del Antiguo Régimen (representado por el carlismo y por el integrismo), se trabaja a lo largo de todo el siglo XIX y principios del XX en crear las instituciones propias de la Nación española, y de un patriotismo español que contrapondrá la Patria grande -la Nación- a las patrias chicas, las regiones. Instituciones tales como las Milicias Nacionales, la taurina Fiesta Nacional, la Biblioteca Nacional, las Escuelas Nacionales, los Institutos Nacionales, la institucionalización de la Historia nacional de España, y por supuesto la promoción de la música nacional, la literatura nacional, la historia de la filosofía española, etc. Y desde luego, la redefinición de España en cincuenta provincias, que borra- ba la división de España del Antiguo Régimen en reinos.

Por supuesto, el nivel 1, en el que, aunque sea retrospectivamente, podría mantenerse la oposición entre izquierda y derecha, en la parte central del siglo XIX, comienza a ser sustituido por el nivel 2, cuando el oleaje de la Primera Internacional llega a España, y de su mano el reconocimiento en el Diario de Sesiones de las Cortes, durante el sexenio revolucionario, de una derecha y de una izquierda (confusamente percibida desde los niveles que venimos distinguiendo como 1 y 2).

La Idea de España en la tercera generación de la Izquierda, la anarquista

Con la profundización hacia el nivel 2 de la oposición izquierda/derecha, que comienza con la tercera generación de la izquierda (la izquierda libertaria o anarquista), la Idea de España de la tradición radical, o la de la tradición liberal, experimentará un cambio espectacular, al menos en el terreno doctrinario-ideológico. La raíz de este cambio podría ponerse en el «cosmopolitismo anarquista», en la Idea del Género humano, que compartirá la Primera Internacional con las primeras organizaciones socialistas.

Desde esta perspectiva «humanista» (el humanismo de la Humanidad, o del Género humano, el humanismo de la Fraternidad, o, a partir del libro de Pedro Leroux –La Grève de Samarez, poème philosophique, París, 1863- el humanismo de la Solidaridad entre todos los hombres), las Naciones canónicas, las nuevas Naciones Estado que se van creando a partir de la Revolución Francesa, tenderán a ser vistas como «formaciones burguesas», creaciones del capitalismo, que rompe la solidaridad entre los hombres y establece la separación entre ellos, y los lanza a una situación de guerra continuada. Los Estados nacionales deben desaparecer en nombre de la Paz; su lugar lo ocuparán los Pueblos, cuyos límites sólo podrán fijarse por autodeterminación; pero esos Pueblos se identifican en la práctica con las naciones en sentido étnico o cultural.

El «principio federalista», de fuerte componente anarquista, llegará a ascender al mismo nivel 1 de la oposición izquierda/derecha. En el caso de España, desempeñará un papel fundamental el libro Las nacionalidades de Francisco Pi Margall, que fue presidente, aunque efímero de la Primera República española. «Las nacionalidades» perderán la sustantividad que habían alcanzado en la ideología de los Estados nación, y pasarán a ser meras fases históricas dadas dentro de un proceso de sociedad universal en la cual las unidades históricas tales corno España, Francia o Alemania podrán quedar diluidas. Un anarquista coherente se considerará, antes que ciudadano español, un «ciudadano del Mundo»; su Patria no será ya tanto España o Francia: su Patria será la Humanidad.

En coherencia con esta ideología cosmopolita (una ideología distante infinitamente de la práctica real, salvo en algunos contados agentes o apóstoles de la ideología) los anarquistas inspirarán una política de asociación internacionalista de los trabajadores y un rechazo, mediante la abstención, a cualquier tipo de participación política con los Estados nacionales burgueses. Sólo en ocasiones extraordinarias participarán en las elecciones parlamentarias.

Otra cosa es que la «dialéctica de los hechos» determine, más de lo que la ideología quisiera, las unidades organizativas de las corrientes anarquistas. Un ejemplo muy ilustrativo en España es el del sindicato CNT (Confederación Nacional de los Trabajadores), que en sus siglas ya hacía figurar a la Nación, en este caso con referencia a la Nación española; si bien la FAI (Federación Anarquista Ibérica), una élite semisecreta de la CNT, ya amplió los límites de la Nación española, pero para incorporar a ella (como reproduciendo el mapa de los Austrias) a Portugal.

La Idea de España en la cuarta generación de la Izquierda, la socialdemócrata

La que venirnos computando como cuarta generación de la izquierda definida, la socialdemocracia (en España, prácticamente, el Partido Socialista Obrero Español, desde Pablo Iglesias hasta Manuel Chaves), reconocerá a los Estados nacionales -por tanto a España- una consistencia muy superior a la que podría reconocerle el anarquismo. Sin embargo, la ambigüedad de sus posiciones, determinada por la ambigüedad misma de sus principios doctrinales, será siempre muy grande. Sin duda, en sus, siglas, PSOE, figura explícitamente el adjetivo «Español», pero ambiguamente referido como adjetivo a la vez a «Partido» y, sobre todo, a «Obrero», lo que equivale a decir que España es ante todo, una «circunscripción» en el conjunto del socialismo internacional, en el conjunto de los «trabajadores de la Tierra».

Circunscripción estable («España») dentro de cuyos límites, y utilizando al Estado como instrumento (a través de la política de impuestos directos progresivos, principalmente) se proyectará una gradual revolución social inspirada principalmente por el principio de Igualdad política y, sobre todo, económica. Pero España y su historia serán percibidos no ya tanto desde la perspectiva del nacionalismo liberal, pero tampoco desde la perspectiva del nacionalsocialismo, menos aún del nacionalcatolicismo, sino desde la perspectiva de un Estado social de trabajadores, no comprometido con su historia, con su pretérito, sino más bien con su futuro. Una «circunscripción» que desembocará prácticamente en el ideal económico del Estad de bienestar, por un lado, y en el ideal político del mayor control estatista posible de la Sociedad civil (de la familia, del arte, del ocio, de la televisión, de la cultura).

Esta inspiración podría seguirse a lo largo de todo el curso histórico del socialismo español, pero culminará, sobre todo, a partir de su refundación en los años «de la transición democrática», en la Idea que los socialistas españoles asumen como Idea-fuerza, la Idea de la «cohesión y la solidaridad» entre las diversas regiones o comunidades autónomas españolas.

Y esto implica concebir a España, dentro del Género humano, como una «circunscripción social y política», desde luego, a la que se llega, según su ideología (que tiene muy escasos apoyos históricos), por un proceso de federación de circunscripciones más pequeñas. La concepción federalista de la sociedad política en general y de España en particular, en función de la cual está organizada la misma estructura del Partido Socialista, es lo suficientemente ambigua como para poner a prueba, según la coyuntura política, los criterios utilizados para dar más peso a las Unidades federadas (en el sentido de la llamada «federación asimétrica» o confedera!, del actual presidente socialista de la Generalidad, Pascual Maragall, de quien hemos citado la idea: «España se compone de tres naciones y de catorce regiones») que a la Federación.

Pero incluso en los casos en que la inclinación apunte más bien hacia el Estado federal, las razones de su unidad se harán derivar, más que de la Nación española, de la conveniencia económica de una cohesión o solidaridad entre las partes federadas, y esto por razones impuestas por la «escala» de la estructura económico-política.

La misma idea de la «solidaridad entre las autonomías» de la Constitución de 1978 ya estaba pensada desde las comunidades autónomas, más que desde la unidad de la Nación española: la tributación por autonomías, el reconocimiento de los conciertos económicos, presuponen una concepción federal de la unidad de España, según la cual, en el momento de hacer los Presupuestos del Estado, ya no se pensará tanto en la redistribución de la recaudación de los tributos a título de fondo común de la Nación española, cuanto en la administración de los balances entre las contribuciones de cada comunidad autónoma y lo que ella recibe del Estado. Contribuciones que habrán de ser tasadas, a la manera como ocurre con los fondos de cohesión europea, en función de las contribuciones recíprocas de las demás partes.

Esta inspiración más bien económico-política circunscriptiva (a escalas variables, desde la escala propia de las comunidades autónomas o Länder, dentro de una Nación política, hasta la escala de las Naciones dentro de la Unión Europea, y aun a la escala de las uniones políticas continentales dentro de la llamada «Comunidad internacional») aparece muy claramente en la conferencia que un dirigente socialista actual (no inclinado especialmente al federalismo asimétrico), Josep Borrell, pronunció en 2001 en el Congreso de la Coordinadora Federal de Izquierda Socialista (animado por Antonio García Santesmases), una conferencia bajo el título «Las señas de identidad de las políticas de izquierda hoy». Ni una sola vez se menciona a España: se habla del Estado (ni siquiera del Estado español, más que a título, una vez, de caso particular); se habla en realidad de cualquier Estado y de la cohesión (desde una pers- pectiva orientada prácticamente a elevar el nivel de los consumidores satisfechos) entre las partes de ese Estado, desde una perspectiva similar a la que adoptó Durkheim al distinguir entre sociedades con solidaridad mecánica y sociedades con solidaridad orgánica: «En el terreno de la construcción del Estado hay que tener cuidado de que la palabra federalismo no sirva igual para un roto que para un descosido. Y a veces tengo la sensación de que se usa para justificar cualquier configuración del Estado, aunque pueda poner en cuestión la cohesión entre las partes. La voluntad de autogobierno de la partes de un sistema político complejo como es el español tiene su límite lógico en la cohesión del conjunto. A quien no le importe la cohesión de las partes la voluntad de autogobierno tiene que llevarle hasta la independencia, lógicamente. A los que sí nos importa la cohesión entre las partes, tenemos que poner algún límite a la voluntad de autogobierno para garantizar que eso no irá en detrimento de una ruptura de los mecanismos que nos vinculan a través de las políticas que compartimos. Y hay propuestas, que potencian el autogobierno, claro que sí, pero al coste de cuestionar la cohesión más de lo que nosotros podríamos, creo, aceptar».

Esto no debe hacernos olvidar el españolismo del que han dado testimonio importantes dirigentes históricos del Partido Socialista (Julián Besteiro, Indalecio Prieto…), sobre todo los que pertenecieron a la generación de la dictadura de Primo de Rivera y de la Primera República. Sabido es que la dictadura del general Primo de Rivera, aunque mantuvo una idea de la Nación española considerada ordinariamente como propia de la derecha, aunque se propuso un plan de desarrollo acelerado para España (Confederaciones Hidrográficas, Plan de Carreteras -«gobernar no es asfaltar», se le objetaba-, ayuda a la industria automovilística -que triplicó el número de vehículos del parque nacional-, creación de muchas Escuelas Nacionales, Paradores Nacionales de Turismo: muchos de estos logros pudieron er incorporados como frutos de la Primera República), se sostuvo en el poder en gran medida gracias al apoyo de los sindicatos socialistas. Muy conocidas son las frases que Indalecio Prieto, como «buen asturiano», pronunció en un famoso discurso, poco antes del 18 de julio de 1936, saliendo al paso de las acusaciones que la derecha les dirigía: «Se nos acusa a quienes constituimos el Frente Popular de que personificamos la antipatria. Yo os digo que no es cierto. A medida que la vida pasa por mí, aunque internacionalista, me siento cad vez más profundamente español. siento a España dentro de mi corazón, y la llevo hasta el tuétano de mis huesos…».

La Idea de España en la quinta generación de la Izquierda, la comunista

En cuanto a la quinta generación de la izquierda, la comunista, cabría decir que ha mantenido siempre una idea de España mucho menos ambigua que la del socialismo, pero no por ello más estable. Y ello debido a que su Idea de España le permitía variaciones bruscas importantes, determinadas por la coyuntura histórica y por la «correlación de fuerzas».

El marxismo-leninismo concedió gran importancia a las naciones históricas, pero siempre en la perspectiva del internacionalismo proletario, en la medida en la cual esas Naciones Estados pudieran utilizarse como plataformas para llevar adelante el proceso revolucionario internacional. Al mismo tiempo se reconocía el principio de autodeterminación de los pueblos, aunque sin precisar los parámetros; sobre todo, a partir de Stalin, que podía permitirse una política de acentuación de los parámetros de las naciones étnicas, siempre en el contexto de la Unión Soviética.

Las dificultades prácticas de aplicación de estos principios procedían, por tanto, no ya de la teoría general de las Naciones-Estado, y de la autodeterminación, sino de la determinación práctica de los parámetros o escalas necesarias para delimitar las unidades nacionales susceptibles de ser consideradas como sujetos de autodeterminación. ¿Qué unidades eran más consistentes en cada coyuntura? ¿El País Vasco? ¿Guipúzcoa? ¿Cataluña? ¿El Maestrazgo? ¿Cartagena?

El criterio más ortodoxo para la determinación de estos parámetros, tomado de Marx y Engels, era el siguiente: una Nación comenzaba a tener significado político «universal» cuando era una «Nación con historia», sobreentendiendo por tal una Nación en la que el desarrollo histórico de los diversos modos de producción hubiera dado lugar al despliegue de una industria con una clase obrera suficiente para poder emprender tareas verdaderamente revolucionarias. Tareas que no se agotaban en el objetivo de conseguir un Estado de bienestar, una sociedad de consumidores satisfechos. Como indicio simbólico del desbordamiento que los Partidos Comunistas llevaban a cabo respecto de estos ideales del Estado de bienestar, pueden citarse la política constante, marcada por los soviéticos, de promoción de los viajes espaciales y de la explotación de la vida extraterrestre (objetivos difícilmente justificables -por el despilfarro económico que implica- desde una perspectiva economicista de tipo socialdemócrata.

La variaciones en el seno del Partido Comunista de España fueron constantes, como se comprende, y estaban determinadas en función de «los parámetros». Durante la Guerra Civil pareció evidente tomar como parámetro a España. El informe de Vicente Uribe, ministro de la República y miembro del ejecutivo del PCE (El problemma de las nacionalidades en España a la luz de la guerra popular por la independencia de la República española, 1938) asumía con toda energía el «parámetro» de la Nación española. Sin duda, pesaba mucho la contrafigura del nacionalsocialismo o del fascismo que amenazaba, según la visión del Frente Popular, con devorar entera la Nación española. Las Brigadas Internacionales, formadas en su mayor parte por comunistas, fueron reclutadas en gran medida bajo este reclamo: «Defender a España [no ya formalmente a la clase obrera] del fascismo». La «Guerra de España» -desde el informe de Uribe- se concebía como una guerra popular nacional, en defensa de «toda la Nación española». El informe añadía que los intereses nacionales específicos, «la pequeña patria de los catalanes, vascos y gallegos, se ha convertido en parte inseparable de los intereses generales de la Gran Patria». En otras ocasiones hemos transcrito el poema de Miguel Hernández sobre la Madre España («Abrazado a tu cuerpo, como el tronco a la tierra…»).

Sin embargo, también hay que constatar que, por ejemplo, en otras coyunturas (y sin que se pueda achacar contradicción alguna, si mantenemos la distinción entre funciones y parámetros), en el pleno del Comité Central del PCE celebrado en Toulouse en diciembre de 1945, aunque Santiago Carrillo habla de la «unidad del Estado español» (como unidad no impuesta, sino fundamentada en la libre decisión de los pueblos que lo componen), sin embargo en el programa aprobado por el Congreso se habla del reconocimiento de la personalidad nacional de los pueblos de Cataluña, Euskadi y Galicia.

En la ponencia constitucional preparatoria de la Constitución de 1978, Jordi Solé Tura, que representaba al PCE (recordamos que después de la Constitución, Solé Tura se pasó al PSOE y llegó a ser ministro de Cultura de un gobierno socialista), hizo notables equilibrios verbales para ocultar la ausencia de pensamiento político: da la impresión de que no poseía la distinción entre funciones y parámetros, distinción que por otra parte no podría haber utilizado en los debates si no quería aparecer como cínico. Solé Tura hablará de una «Nación de Naciones» que puede culminar en «Estado de Estados» o en otra cosa… Veinte años después, el entonces coordinador de Izquierda Unida, Julio Anguita, se manifiesta, en la Fiesta del PCE de 1998, como republicano (justificando las posiciones monárquicas del PCE en 1978 por razones de coyuntura) y pide el reconocimiento pleno del derecho de autodeterminación del pueblo vasco. En esta línea continúan algunos miembros distinguidos del PCE y de IU, como el señor Madrazo.

La posición de las izquierdas ante España no es uniforme

¿Qué podríamos concluir de esta confrontación entre las Ideas de España adscritas a la derecha y a las izquierdas, y de la confrontación de las Ideas de España de las izquierdas entre sí?

Ante todo, que la Idea de España, en cuanto Idea situada en los lugares más altos de la jerarquía de las Ideas y valores políticos, no es un monopolio de la derecha. La izquierda liberal ha mantenido la más alta Idea de España que es posible concebir, y le ha conferido la forma de Nación política soberana, incorporando su historia, la diversidad de sus costumbres (después se dirá: de su «ser cultural»), en un todo que quiso ser integrado. La España de los liberales de izquierda es la misma Idea de la Nación española, como Patria común de todos los españoles.

Sin embargo, hay que reconocer que las otras generaciones de izquierdas -anarquistas, socialistas y comunistas- han tomado grandes distancias ante España y su historia en cuanto «Patria común de los españoles».

La distancia mayor, al menos en el terreno doctrinario o ideológico (no propiamente en el práctico o sentimental), es la que toman los anarquistas. Los socialistas, salvo casos particulares, han mantenido en cambio -al menos hasta la transición de 1978- una actitud menos distante, aunque fría, respecto de la Nación española. Los comunistas han variado constantemente según lo que las circunstancias internacionales o nacionales aconsejaban.

La Constitución de 1978 ignora la distinción izquierda/derecha

Ahora bien: la Constitución de 1978 marca un punto de inflexión en el curso de las izquierdas respecto de España. La Constitución resultó de un consenso entre las corrientes de izquierda más diversas y las corrientes de derecha, muy poderosas a la sazón. En la Constitución España, la Nación española, desempeña el papel de base una e indivisible de toda la pirámide política y administrativa del Estado español. Sin embargo, la oposición entre derecha e izquierda -y esto es muy importante subrayarlo- no figura en ninguna de sus líneas.

Puede decirse que la oposición entre izquierdas y derecha, en cuanto criterio para oponer entre sí a los españoles, o a sus representantes en las Cortes, es aconstitucional (si no inconstitucional). La Constitución de España de 1978 parece haber resuelto definitivamente los enfrentamientos de los españoles en función de la oposición derecha/izquierda, de la única manera posible: reconociendo, por la vía del hecho constitucional, que la distinción derecha/izquierda carece de relevancia política, y concluyendo, por tanto, que la Constitución española puede y debe ignorarla. (Otra cosa es que algunos «izquier-distas», sobre todo si son socialdemócratas, no hayan todavía caído en la cuenta, a lo largo de casi treinta años, de que la distinción derecha/izquierda no figura en la Constitución. Tan convencidos están del carácter trascendental de esta oposición que la leen entre líneas, a la manera como el teólogo ontologista veía a Dios en las propias palabras del ateo.)

Sin embargo, lo cierto es que la distinción entre derecha e izquierda se mantiene fuera de la Constitución y aparece en los lugares más insospechados, aunque sea como una reclasificación de los diverso partidos y corrientes políticas, y sobre todo de las coaliciones. Es el caso de Izquierda Unida, la única organización nacional parlamentaria que lleva el nombre de «Izquierda». La distinción cobra una y otra vez las proporciones de un dualismo constitutivo («una de las dos Españas…»), que unas veces es interpretado como reflejo de una oposición entre clases sociales, pero otras veces -precisamente cuando se encarece la Constitución como criterio de unión y reconciliación entre los españoles- como reflejo de una oposición histórica, a saber, la oposición entre el franquismo (que se intenta mantener presente mediante la activación de la «memoria histórica» referida a quienes fueron sus víctimas y cuyos huesos comienzan a ser desenterrados al cabo de casi setenta años) y la democracia de la izquierda.

¿Cómo puede explicarse la persistencia y sobre todo la reviviscencia de una oposición entre un pretérito y un presente, entre un franquismo ya pretérito y la actualidad de quienes se sienten hoy como parte de la más genuina izquierda democrática (pero que por edad sólo tienen noticia de aquel pretérito no por su memoria, sino por las narraciones de sus parientes o amigos)? ¿Acaso el motor de esta llamada «memoria histórica» no se pone en marcha más a partir de la «diferencia de potencial» entre las izquierdas de hoy y sus actuales rivales políticos que, aunque según la Constitución no pueden ser considerados de derechas, sin embargo son vistos como los sucesores del franquismo? Se recuerda una y otra vez que algún político actual, conceptuado de derecha, como Manuel Fraga, fue ministro de Franco, pero curiosamente estas mismas gentes que dicen ejercitar continuamente su memoria histórica no pueden acordarse de que el actual rey, don Juan Carlos de Borbón, fue también un colaborador de Franco, hasta el punto de que éste, el Generalísimo, llegó a nombrarle sucesor suyo, precisamente a título de Rey.

Las «izquierdas indefinidas» españolas y la Idea de Nación española

Sin embargo, el hecho más interesante, a lo largo del curso de la evolución de las izquierdas españolas, la socialista y la comunista principalmente, ha sido su paulatina desviación (manifestada visiblemente a partir del ingreso de España en la Europa de Maastricht) de la definición de España como Nación indivisible, que en la Constitución parecía establecida con el consenso de todos. Una desviación que apartó a las izquierdas del horizonte tradicional de la lucha de clases en las que se dividía España, y que condujo poco a poco a estas izquierdas hacia un horizonte en el que España aparecía divisible en nacionalidades.

Las izquierdas comenzaron a prestar apoyo a la exaltación de algunas «nacionalidades históricas», cuyos representante más radicales reclaman («se reclaman», dicen los izquierdistas afrancesados, inconscientes de lo que dicen) hoy la autodeterminación y la soberanía. Pero los soberanistas son a la vez europeístas (si los comunistas votaron en contra del referéndum, en febrero del 2005, no fue por antieuropeísmo, sino por desacuerdo en ciertos puntos de la política social del Tratado).

En efecto, creen que el ingreso en Europa puede facilitar el proceso de fractura de la Nación española, la división de España en naciones diferentes; naciones que, sin embargo, podrían, si le diera la gana, volver a reunirse a través de Europa, pero no a través de España. Para cada nueva nación, ¿no será mejor, piensan estas izquierdas, que ella esté federada con toda Europa que no sólo con el resto de las futuras naciones fraccionarias españolas?

Algunos, desde una Idea tan romántica y metafísica corno confusa de «la Izquierda» (confusa porque no distingue entre los géneros de izquierdas que se contraponen entre sí), ven una traición en este alejamiento que las izquierdas llevan a efecto respecto de España como Nación, una e indivisible, al proyectar su sustitución por las diferentes naciones fraccionarias; una traición, acaso políticamente correcta, de la izquierda (como dice César Alonso de los Ríos, en el subtítulo de su libro, tan excelentemente documentado, sobre La Izquierda y la Nación, Planeta, 1999).

Sin embargo, me parece que la apelación al concepto de traición es sólo un recurso obligado para quien quiere mantener una idea tan metafísica, «romántica» y mítica de la Izquierda, que pueda quedar abrigada en su corazón; como diciendo: «La verdadera y auténtica izquierda siempre ha sido fiel a la Nación española; si ahora se desvía de esa fidelidad es porque se desvía de sí misma, porque se traiciona».

Pero esto no es verdad. Cualquier socialista y cualquier comunista, que hoy están defendiendo el derecho de autodeterminación de las «nacionalidades históricas» o de los «pueblos de España», puede presentar documentos y testimonios de socialistas y de comunistas que, desde el principio, proclaman, bajo la bandera del federalismo, la autodeterminación de las nacionalidades españolas. La izquierda socialista y la izquierda comunista no se traicionan al desviarse hacia una política de balcanización de España; es cierto que, con sus mismas premisas, podrían volver a defender, cambiando sus parámetros, un patriotismo español. Pero la defensa de España, para socialistas y comunistas, es tan coyuntural como el ataque.

Es decir, ni la defensa de la unidad de la Nación española, ni el ataque a esa unidad, se deriva de sus propias doctrinas, cuya indeterminación en este punto es evidente. No cabe, por tanto, a nuestro juicio, acusar a los socialistas o a los comunistas de incoherencia
con sus principios, cuando se desvían del objetivo de mantener intacta, en su valor, la Idea de España como Nación política. La acusación ha de ser dirigida a los principios mismos de esta socialdemocracia y de este comunismo. Acusación que cabría sustanciar, desde el punto de vista filosófico, en la denuncia del desconocimiento que esos principios delatan acerca del papel de los Estados en la historia y, en especial, de su dialéctica histórica, de la intrincación de la «dialéctica de los Estados» con la «dialéctica de las clases sociales».

La izquierda indefinida y la Idea de Nación española

La inanidad de los proyectos de las izquierdas definidas puede también aducirse como motivo para explicar el auge de las izquierdas indefinidas. Ante todo, de la izquierda extravagante, aquella izquierda, como hemos dicho, «cuyo reino no es de este mundo». Por lo que, en consecuencia, tanto le dará fijarse en la nación catalana, como en la nación guipuzcoana o en la nación vizcaína, si viene al caso, ocupada como está en su tarea de reclutar las alma para el Cielo; como ocurre con la izquierda cristiana española, que fue formada en los santuarios o seminarios vascos y catalanes, y de los cuales pasó a la América española, como Teología d ela liberación. (Ya en la época de la conquista, la tensión entre la corona y los frailes misioneros que, absorbidos en sus intereses apostólicos, preferían hablar a los indios en sus lenguas vernáculas, en lugar de predicarles en español, fue tan intensa que Fernando el Católico, durante su regencia, pensó seriamente meter a todos los dominicos en un barco y traerlos de vuelta a España.) Pero también la izquierda divagante, que se nutre de ese ejército de «intelectuales y artitas» (directores de cine, novelistas, cantautores) que encuentran en la «España negra» temas inagotables para escribir sus novelas, o filmar películas subvencionadas por las consejerías de Cultura progresistas. Izquierdas divagantes que ejercitan la memoria histórica, el rock, el kitsch y el cultivo de la paloma de la paz, y que tienen como plataforma a las pantallas de cine o de televisión, es decir, al mundo, siempre que en él haya cámaras de cine o de televisión a mano.

Por último, la izquierda fundamentalista, que a veces se autodenomina «izquierda social», profundiza en la «condición humana», en la cobardía de las izquierdas definidas y en la maldad intrínseca del feudalismo inquisitorial y del capitalismo, de cuyos productos industriales, sin embargo, esta izquierda se nutre como si fuera un subproducto suyo.

España, en conclusión, permanece muy lejos de las miradas de las izquierdas indefinidas. Para ellas España es, de momento, un ejemplo más de la «condición humana», un ejemplo cercano de las miserias inherentes a esta condición, una plataforma en la que pueden «crear sus obras universales», gracias a las subvenciones que les proporcionan las izquierdas definidas que ocupan, en coalición, los ministerios y las consejerías de Cultura, de asuntos sociales y de cooperación al desarrollo.

España no es un mito – Pregunta 4: ¿España es una nación?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la cuarta pregunta:

¿ESPAÑA ES UNA NACIÓN?

Es necesario partir, por razones de método, de la respuesta afirmativa a esta pregunta

Si sobreentendemos que la «Nación» a la que se refiere esta pregunta es la «Nación política», entonces la respuesta tiene que ser contestada de un modo rotundamente afirmativo e inapelable: sí, España es una Nación política.

No estamos aquí, por tanto, ante una cuestión discutible: estamos ante una cuestión de hecho, y no cabe dar beligerancia alguna al adulto que la pone en duda, aunque sea en nombre de su disposición a un «diálogo abierto a todas las hipótesis». Porque no cabe hacer hipótesis positivas, salvo que seamos metafísicos o epistemólogos, sobre los hechos que se dan por incontrovertibles. En nuestro caso, por los «hechos constitucionales» (que son una clase particular de los «hechos normativos»).

Otra cosa es que la discusión se lleve al terreno no de los hechos, sino, por ejemplo, al terreno de los derechos; o bien al terreno del mal llamado deber ser, como si éste pudiera enfrentarse al ser, como si, el ser, el hecho, no pudiera contenerse ya implícito en el deber ser, en el «hecho que hace derecho». Porque una cosa es afirmar, en el terreno de los hechos constitucionales, que España es una Nación política, y otra cosa es dudar o negar, en el terreno que se quiera, que deba o pueda seguir siéndolo, o que lo hubiera sido ya en el siglo X o en el XVII.

La cuestión se complica inmediatamente cuando el término «nación» deja de mantener su significado en el terreno de la «Nación política» y comienza a ser utilizado en otros sentidos, por ejemplo, en el sentido de la «nación étnica» o incluso en el sentido de la «nación histórica», que es, a nuestro entender, el sentido que el bachiller Carrasco empleaba cuando le decía a Don Quijote que era «honor y espejo de la nación española». Pero en el siglo XVII, ninguna Constitución política había establecido la institución de la «Nación española»; por lo que las palabras del bachiller no podrían tomarse como prueba de un «hecho constitucional».

Desde la perspectiva de los «hechos constitucionales», aquellos en los que se apoya el positivismo jurídico más estricto, que se atiene a las leges datae (y no a las leges ferendae), la respuesta a la pregunta titular, en cuanto cuestión de hecho, es inequívoca: España es una Nación, una Nación política. Y esto implica que es necesario reconocer esta respuesta afirmativa como punto de partida inapelable para cualquier debate ulterior. Nos parece capciosa, y en todo caso lógicamente inadmisible, la aceptación de la duda, ni siquiera metódica, como punto de partida del debate, o simplemente la aceptación de la ambigüedad ante la respuesta a una pregunta entendida como cuestión de hecho, y como cuestión que debe ser decisible de modo rotundo y terminante. Porque la duda, o la ambigüedad, en este caso, equivaldría a confundir el hecho efectivo con la supuesta posibilidad de otros hechos, es decir, a incurrir en la confusión entre el factum y el posse.

Y esta confusión es intolerable lógicamente, incluso ante quienes pretenden remover o destruir el hecho efectivo, sustituyéndolo, por ejemplo, por un «hecho futuro» que, por razón de ser futuro, no es todavía un hecho, aunque quienes lo desean lo contemplen como si fuera real, envolviéndolo en la «aureola» de su supuesta indefectibilidad futura (o eventualmente, en la supuesta realidad de un pretérito no menos cierto). Quienes buscan remover o destruir la condición de España como Nación política tienen también que partir necesariamente del hecho de España como Nación política. No pueden fingir, ni siquiera metódicamente, que ellos ya saben (desde el futuro) que España no es una Nación política, como si quienes lo afirman fuesen quienes tuvieran que demostrarlo. En las cuestiones de hecho, quien niega es el que tiene que cargar con la prueba. Son quienes dudan del hecho, o quienes lo niegan, o simplemente quienes le quitan importancia para debates ulteriores (Peces Barba, Zapatero: «La distinción entre naciónnacionalidad es mera cuestión semántica»), aquellos que tienen que comenzar reconociendo el hecho efectivo: que España es una nación política.

Sólo en debates escolares (que a veces se prolongan en las academias universitarias y hasta en los Parlamentos), entre alumnos indocumentados, puede tener algún sentido comenzar poniendo en tela de juicio las respuestas evidentes a la pregunta que nos ocupa. Pero en un debate político entre gentes adultas, que hay que suponer «documentadas», porque han dejado ya muy atrás su época escolar, la época de la existencia propia de los adolescentes, sería una concesión gratuita y estúpida, tomada en nombre de una «disposición dialogante y abierta a todas las hipótesis», la de evitar partir del hecho irrebatible de que España es una Nación política, y de que este hecho, por tanto, debe tener sus causas objetivas.

Las «pruebas del hecho»

En efecto, y aun cuando los fundamentos históricos del hecho que tomamos como punto de partida de nuestros análisis (el «hecho» de que España es una Nación política) vienen de muy atrás, sería suficiente, y seguramente necesario, atenernos, como fundamentos fundamentales más relevantes del «hecho constitucional» que obligadamente han de ser tenidos en cuenta en la discusión, a los seis siguientes. Los dos primeros manifiestan el reconocimiento «interno» del hecho, los cuatro últimos expresan el reconocimiento «externo» o internacional del mismo hecho:

  1. El primero y principal, los artículos 1 y 3 de la Constitución española de 1812, que define «la Nación española» como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios» (artículo 1) y a la que se hace depositaria de la soberanía, «la soberanía reside esencialmente en la Nación» (artículo 3).
  2. El segundo (si omitimos, huyendo de la prolijidad, la referencia a las Constituciones de 1837, 1845, 1869, 1876, 1931) el artículo 1 de la Constitución española de 1978, hoy vigente, que establece la realidad de la Nación española «una e indivisible»
  3. El tercero, la condición que España alcanzó como miembro adherido al Pacto de la Sociedad de Naciones, que fue aprobado el 28 de abril de 1919.
  4. El cuarto, la condición de España, desde 1955 (veinte años antes de la muerte del general Franco), como miembro de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), creada en el año 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial.
  5. El quinto fundamento es la pertenencia de España, desde 1986, a la Organización del Atlántico Norte (OTAN), creada en 1949.
  6. El sexto fundamento es la pertenencia de España al Mercado Común Europeo desde 1986, y desde 1991 como uno de los diez Estados nacionales (ampliados diez años después a veinticinco) que suscriben el Tratado de Maastricht por el que se crea la Unión Europea.

Nos permitimos subrayar que estos documentos, en los que se acredita a España la condición de Nación política, se mantienen a una escala muy distinta -la escala de la política real- de aquella en la que pueden hacerse valer los documentos que indican, por ejemplo, que hace diez siglos un hijo de Alfonso III, don Ordoño, recibió el título (muy efímero por cierto) de rey de Galicia; o aquellos otros que acreditan que Wifredo el Velloso o Borrel I se emanciparon del Imperio de Carlomagno; o los que acreditan que no sólo Pisa, sino también Marsella, así como el rey de Aragón y el de Navarra, reconocieron a Alfonso X como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

Sin embargo escuchando a los ideólogos o portavoces de los partidos nacionalistas separatistas españoles de nuestros días -a los ideólogos y partidarios del Bloque Galego, a los ideólogos y partidarios del Partido Nacionalista Vasco, o a los ideólogos y portavoces de Izquierda Republicana de Cataluña-, se recibe la impresión de que estos personajes conceden más peso, en el terreno de la política real actual, al testamento de Alfonso III que a la Constitución de Cádiz. Que es como si concediéramos más peso político actual al documento llamado «donación de Constantino» que al Tratado de Maastrich. Y no es lo malo que estos ideólogos o portavoces separatistas confundan de modo infantil planos tan diferentes, porque a fin de cuentas ellos están haciendo propaganda de sus «comunidades», considerando que es cosa ya probada por la Historia su condición de naciones o de reinos soberanos. Lo peor es que los gobiernos centrales españoles, por condescendencia o pacto criminal, den beligerancia a semejantes confusiones y patrañas, en lugar de comenzar exigiendo que se retire cualquier apelación a los «derechos históricos» de Cataluña, País Vasco o Galicia, en el momento mismo de comenzar el debate sobre la reforma de los estatutos respectivos.

También es un hecho político la pretensión de rebajar importancia al hecho constitucional de que España es una Nación

Ahora bien, también es cierto que, sin perjuicio de sus fundamentos documentales irrefutables, la respuesta terminantemente afirmativa con la que hemos comenzado este capítulo («España es una Nación ») es puesta en tela de juicio en nuestros días, cada vez con mayor insistencia, por los nacionalistas separatistas, o por los historiadores «de izquierdas». En el debate sobre si España es o no es Nación (si no en el presente constitucional, sí en un futuro próximo inmediato, que interesa dar como presente real, y que, por tanto, repercute sobre la interpretación misma del presente constitucional) es muy importante reiterar la necesidad de tomar como punto de partida del análisis el reconocimiento de la afirmación «España es Nación política».

Comenzar no ya por la negación («España no es una Nación») sino por la mera interrogación («¿España es una Nación?») o por una evaluación previa («España es una Nación política pero sólo en el terreno de las superestructuras») podría dar lugar al sobreentedido de que sólo debiéramos creernos obligados a mantener nuestra afirmación central (España es Nación) como si fuera una afirmación superficial cuya profundidad habría que comenzar por demostrar, cuando, en realidad, quien tiene que demostrar que el reconocimiento de España como nación política se mantiene solamente en el terreno superficial o superestructural es el que niega, duda o minimiza la afirmación de partida.

Pues tal sobreentendido equivaldría a obligar a partir del supuesto de que España, «en el fondo», no es una Nación, y que todos los documentos que pudieran exhibirse para acreditar que lo es son «meramente ideológicos» o superestructurales (frente al «fondo firme» que, sin documentos fehacientes, se quiere dar por supuesto a las comunidades autónomas fraccionarias).

No es lo mismo, por tanto, enfrentarnos con la proposición «España es una Nación» (o «¿España es una Nación?») desde la evidencia indiscutible de que España es una Nación (cualquiera que sea la naturaleza del terreno en el que apoyemos esta evidencia) que enfrentarnos a ella desde el supuesto de que no es una Nación, o desde la duda de que lo sea, o desde su menosprecio: «A lo sumo, será una Nación de Naciones». Decimos menosprecio, pues bajo la apariencia de este título grandilocuente se esconde una simple vaciedad, porque el concepto de «Nación de Naciones» es imposible, y la mejor manera de menospreciar algo es tratar de reducirlo a la clase vacía.

En el primer caso, cuando partimos de la afirmación rotunda, obligaremos al que la niega o la pone en duda a demostrar su concepción sobre la supuesta naturaleza superficial y efímera del terreno en el que apoyamos la afirmación, y que sin duda tiene que reconocer; porque, si así no lo hiciera, el debate sería imposible desde el principio, y habría que darlo por acabado. Es intolerable que nadie deje de admitir los fundamentos de nuestra respuesta afirmativa; otra cosa es que pretenda regresar aún más por debajo de tales fundamentos.

En el segundo caso, cuando partimos de la respuesta negativa, el que sigue negando o dudando se siente dispensado, ya al empezar, de probar sus supuestos, a saber, que los fundamentos dados en el plano constitucional, o en el del derecho internacional, son todos ellos aparentes, superestructurales o puramente coyunturales, «porque la razón de fondo es que España no es una Nación política». Cualquiera de los nacionalismos históricos será considerado legítimo, pero no el «nacionalismo español».

Cuando partimos de la afirmación «España es Nación», apoyándonos en fundamentos jurídicos, históricos, constitucionales y de derecho internacional, lo que estamos dando a entender es que no tenemos por qué comenzar devaluando tales fundamentos. Dada la oscuridad de la idea de «superestructura», es completamente gratuita la tesis según la cual las superestructuras (las «Naciones de Naciones») flotan sobre la base (las «nacionalidades históricas»).

En conclusión, quien parte del hecho indiscutible, reconocido en la afirmación «España es Nación», ha de esperar que quien impugna que «en el fondo» España sea una Nación (política, ni siquiera una nación étnica o histórica) tenga que demostrar la fragilidad de los fundamentos que ofrecemos de esa afirmación, como cuestión de hecho y que, en cualquier caso, le exigimos reconocer, así como también le exigimos que muestre las pruebas de su afirmación sobre el carácter primario y básico de su «nacionalidad histórica».

La energía de quienes niegan que España es Nación no brota de las «izquierdas» sino de la «derecha», del Antiguo Régimen

¿Cómo comenzó a madurar en muchos la duda sobre la condición de España como Nación, más aún, la evidencia, en algunos, acerca de la necesidad de negar que España, salvo en el plano superestructural, sea una Nación política?

Para empezar, tendremos en cuenta que la negación o la duda de la condición de Nación política a España presupone ya, en cualquier caso, el reconocimiento de España como una entidad dotada de algún tipo de unidad social o política. La negación o la duda en torno a este punto no podría haber nacido a partir de la supuesta visión de «la pluralidad irreductible» de pueblos, naciones, regiones, castas o reinos que, aun considerados como contenidos en una misma península Ibérica, fueran sin embargo percibidos como independientes los unos de los otros, aunque yuxtapuestos por circunstancias diversas (es decir, obligados a co-existir). Si así fuese, la negación de que «España es Nación» no podría ir referida a una España considerada como una «comunidad de pueblos», que tuviese o bien el carácter de sociedad política -por ejemplo de un reino- o bien el carácter de un «conglomerado civil». El rótulo «España» sólo podría significar algo así como el concepto geográfico de «península Ibérica», en cuanto lugar en el que vive aquella pluralidad de pueblos, naciones castas o reinos.

Si el rótulo «España» designase al conglomerado de estos supuestos pueblos o naciones desuncidas, al negar la Nación española, estaríamos formulando una tautología que ni siquiera merecería el honor de ser tomada en consideración. Menos aún se entendería de dónde sacan la fuerza quienes mantienen con tal energía y saña semejante tautología: «La multiplicidad de pueblos o naciones desligados (desuncidos, aunque estén yuxtapuestos) que viven en el recinto de la península Ibérica e islas y territorios adyacentes no mantienen la unidad social o política que corresponde a una Nación».

A nuestro entender, la explicación debe tomar en cuenta algo más, a saber: que Epaña como unidad social o política, estaba ya reconocida con evidencia anteriormente a su redefinición como Nación política. Como Nación política en su sentido moderno, proclamado en la Revolución Francesa, cuando, por ejemplo, en la batalla de Valmy, los soldados de Kellerman, en lugar de decir «¡Viva el rey!», gritaron «¡Viva la Nación!». Dicho de otro modo: España, como Francia (pero no Cataluña, el País Vasco o Galicia), existía antes de haberse reorganizado como Nación política. Porque el Estado moderno no procede de la Nación política, sino que es la Nación política la que surge de la reorganización del Estado antiguo, del Antiguo Régimen.

Francia o España existían ya como Sociedades políticas, como Reinos (el Antiguo Régimen) antes de que las Constituciones respectivas las redefiniesen como Naciones políticas.

Encontramos aquí un prometedor indicio para aproximarnos a la fuente de la cual pudo brotar la enconada protesta contra quienes proclamaron a España (o a Francia) como Naciones.

La «izquierda» suele dar por supuesto que el impulso nacionalista-soberanista que se enfrenta con la Nación española, como si fuera una «prisión de naciones», mana de las mismas fuentes de donde manan todos los impulsos reconocidos por la izquierda libertaria, que pone en primer plano la «autodeterminación de los pueblos». De ahí el enfrentamiento contra la Nación española o contra la Nación francesa. Sin embargo, esta «izquierda» se equivoca de medio a medio. Porque las fuerzas que se enfrentan a las Naciones políticas surgidas de la Revolución no eran las «fuerzas de la izquierda», sino precisamente las «fuerzas de la derecha», a saber, las fuerzas del Antiguo Régimen. Y estas fuerzas se alimentan de la fuente más profunda y reaccionaria del Antiguo Régimen, simbolizada por el Trono y el Altar:

«En cien otros pueblos, en mil otras localidades, a imitación de Sevilla [escribe don Modesto Lafuente, describiendo las consecuencias de los incidentes ocurridos en la España de Fernando VII el 11 de junio de 1823] el ignorante y ciego vulgo, al estúpido grito de “¡Muera la nación y vivan las cadenas!” persigue, atropella, golpea brutalmente…».

No hacía aún treinta años, el día 26 de junio de 1791, cuando Luis XVI, tras el fracaso de su fuga a Varennes, volvió a las Tullerías y fue dejado en suspenso por la Asamblea allí reunida, ésta recibió una carta del marqués de Bouille, que pretendía autoinculparse del proyecto de fuga del rey, y en la que figuraban estas palabras: «No acuséis a nadie de la supuesta conspiración contra lo que llamáis Nación, y contra vuestra diabólica Constitución».

En resolución, la ofensiva contra la idea de una Nación política española, como la ofensiva contra la idea de una Nación política francesa, no procedía de corrientes de izquierdas anarquistas, federalistas o independentistas surgidas en el Nuevo Régimen, proceden de los defensores del Antiguo Régimen más reaccionarios.

En España fueron los carlistas vascos y los catalanes, que se enfrentaban, como representantes del Antiguo Régimen, contra la izquierda representada por los liberales y progresistas que defendían el trono constitucional de Isabel II. Los carlistas prepararon los movimientos foralistas que más tarde se trasformaron en PNV, en ETA, en CIU y en ERC. Movimientos canalizados por el clero vasco o por el clero catalán (en este caso, incluso a través de un cura tan peculiar como mosén Jacinto Verdaguer). ¿Cómo olvidar que Sabino Arana, ante cuya estatua todavía rinden homenaje hoy sus secuaces peneuvistas, proyectó una república vascongada presidida por el Sagrado Corazón de Jesús? ¿Cabe citar algo más próximo al Antiguo Régimen, a la derecha más reaccionaria y cavernícola, que la referencia a aquella víscera exaltada por santa Margarita María de Alacoque? (Sin perjuicio de lo cual tanto Arzallus o Anasagasti, como Ibarreche o Madrazo, se consideran de «izquierdas», porque del brazo con el clero vascongado se opusieron a Franco.) ¿Y cómo no olvidar que, efectivamente, dígalo Agamenón o su porquero, ETA nació en un seminario?

También es un hecho político, no constitucional, la pretensión de transformar las comunidades autónomas en Naciones políticas

Que España es una Nación política es un «hecho constitucional». Pero también es un hecho político, aunque no sea constitucional, la pretensión de algunos partidos nacionalistas, o incluso de algunos miembros del Gobierno central, de conseguir el título de Nación política para alguna de las comunidades autónomas, o para todas.

Estas pretensiones han subido su tono, llegando a presentarse como «reivindicaciones» inapelables y sagradas (lo que no debe sorprender, teniendo en cuenta sus orígenes clericales), precisamente durante los años que siguen al ingreso de España, en 1991, como «miembro de número» de la Unión Europea.

Este hecho político (no constitucional, sino precisamente anticonstitucional) se explica, en algunos casos (Cataluña, País Vasco, Galicia), por la esperanza de que en un futuro muy próximo la Unión Europea transforme su estructura actual, basada en los Estados nación («la Europa de las Patrias», del general Degaulle), en una nueva estructura política, inspirada en ideas decimonónicas (de Krause, por ejemplo), basada en las llamadas «Regiones naturales» o «Pueblos europeos». La «Europa de los pueblos» sería una Europa constituida por unidades tales como el «pueblo vasco», el «pueblo catalán», el «pueblo bretón», el «pueblo aquitano», el «pueblo bávaro», etc. «En Europa [después de habernos liberado del Estado español] nos encontraremos», le decía un dirigente nacionalista catalán a los dirigentes nacionalistas vascos y gallegos en una reunión en la que se firmó el llamado «Pacto de Barcelona».

En otros gobiernos autónomos, o en otros partidos nacionalistas, pero no separatistas, el «hecho político» de su reivindicación del título de Nación política quedaría suficientemente explicado por mimetismo (no menos estúpido), por no ser menos que sus vecinos.

Sin embargo, lo que, a nuestro parecer, resulta más notable de este «hecho reivindicativo» son las razones que los gobiernos y los partidos o coaliciones nacionalistas aducen para justificar sus pretensiones. O, si se prefiere, sus reivindicaciones orientadas a transformar su condición de comunidades autónomas en la condición de Naciones políticas: que ya lo son, que son ya naciones históricas y que, por serlo, sólo reivindican ser reconocidas como tales.

Y dicen ser Naciones políticas desde tiempos inmemoriales, muy anteriores a la época en la que los «reyes castellanos» (incluyendo aquí a los mismos Reyes Católicos, y luego a los Borbones) habrían comenzado su política imperialista. En realidad, según ellos, «castellanista», porque, entre otras cosas, aunque principalmente, buscaban extender uniformemente por toda la Península la «lengua del Imperio».

Esta teoría es, desde luego, falsa, una mera tergiversación ideológia (por ejemplo, el español no se extendió coactivamente, utilizando algún método que tuviera que ver con una «impregnación lingüística», porque fueron otros los mecanismos que determinaron su expansión y predominio internacional). Pero los nacionalistas no se paran en barras, con tal de llegar a demostrar (en realidad, a «demostrarse a sí mismos») que sus comunidades autónomas ya existían como Naciones políticas en tiempos de Carlomagno. ¿No triunfó Jaun Zuría en la batalla de Arrigorriaga en el año 870? (sólo que Jaun Zuría es un mero invento poético vasco, como Breogán es un mero invento poético gallego). En general, los nacionalistas históricos retroceden a tiempos anteriores a Carlomagno: retroceden hasta el tiempo de los godos, o antes aún, a los tiempos prehistóricos, en los que había celtas, y también autrigones, caristios, várdulos, vascones, berones y, por supuesto, layetanos.

Por eso decimos que los «nacionalistas históricos» reclaman la condición de Nación fundándose en el supuesto de que ya lo son, y sobre todo, que lo fueron anteriormente a la Nación española. Por ello consideran a la Nación española como una superestructura que envolvió artificiosamente a esas supuestas e imaginarias Naciones políticas. Por ello también presentan su reclamación como una «reivindicación» y no como una petición extemporánea. «Somos Naciones políticas desde siempre, desde antes de Jesucristo, desde antes de que existiera la Nación española; exigimos, por tanto, simplemente, que se nos reconozca lo que ya somos.»

A esto se reducen las argumentaciones de las denominadas hoy en España «naciones históricas», orientadas a pedir (a «exigir», dicen, como si dispusieran ya de la fuerza económica o militar suficiente para apoyar su exigencia) que se les «reconozca» el título de Naciones políticas. La argumentación ha de rellenarse, desde luego, con historias ficción, laboriosamente entretejidas por poetas, historiadores, periodistas y maestros de escuela, licenciados y doctores, párrocos, obispos y consejeros de cultura, durante las últimas décadas alimentados durante años por los presupuestos públicos que subvencionan también sus libros, sus ikastolas, sus institutos y sus universidades.

Las «naciones históricas» son excluyentes de la Nación española

Ahora bien: la dificultad más grande con la que se encuentran las pretensiones de los nacionalistas -y ello al margen de que sus historias sean meras patrañas (que lo son) o de que tengan algún fundamento real- es ésta: que para que los «pueblos» (en nombre de los cuales tales pretensiones se reclaman) sean reconocidos como Naciones políticas, es necesario que la ación española deje de serlo.

La tan traída y llevada distinción entre «nacionalidades excluyentes» y «nacionalidades no excluyentes» que muchos políticos vienen ofreciendo como si se tratase de una auténtica panacea política (siempre que se tome partido, desde luego con el «espíritu de la tolerancia», por el «nacionalismo no excluyente»), parece que tiene alguna aplicación en el contexto de las relaciones entre las nacionalidades fraccionarias entre sí, pero fracasa estrepitosamente cuando se aplica a la Nación española.

Una Nación política (no hablamos de naciones étnicas) es excluyente de cualquier otra Nación política que quiera introducirse en su territorio, o bien «nacer y crecer» dentro de él. La penetración en el territorio nacional de una Nación extranjera se llama invasión; el nacimiento y desarrollo de una supuesta nación étnica, que vive dentro de un territorio pero que busca transformarse en Nación política, se llama secesión.

Y tanto la invasión como la secesión son incompatibles, y excluyentes, de la Nación política que toman como referencia. En nuestro caso de la Nación española, puesto que precisamente tratan de excluir a esta Nación política, en todo o en parte, del territorio que le es propio, y de secuestrar o robar no sólo su patrimonio, sino también su propia historia nacional.

Porque nacionalistas «coherentes» sólo pueden ser aquellos que, al exigir su reconocimiento como Nación política, exigen también su separación de España (sin perjuicio de que ulteriormente quieran establecer tratados de asociación con ella). Lo cual, dicho sea de paso, es una prueba de que la «coherencia» podrá ser una virtud lógica formal, pero no una virtud política. Lo peor que le puede pasar a un político que parte de premisas erróneas o disparatadas es que, además, sea coherente; porque entonces sus disparates podrían llegar a transformarse en auténticos delirios criminales: su coherencia delataría su falta de sindéresis (la coherencia de Adolfo Hitler, con sus estúpidas premisas arias, le llevó a «concluir» el asesinato de millones de judíos). Un político prudente, con sindéresis, es el que sabe sacrificar su coherencia formal al advertir el error de las conclusiones que se deducen lógicamente de las premisas que él creía verdaderas.

Pero existen también nacionalistas secesionistas no tan coherentes. Y no porque apelen a una coherencia dialéctica, o de sindéresis, sino sencillamente porque son incoherentes al creer que es posible transformar las «nacionalidades históricas» del presente en Naciones políticas sin por ello destruir o eliminar a la Nación española. Algunos dicen: bastaría transformar la Nación española en una «super-Nación», o bien, dicen otros, en una «Nación de Naciones». Jordi Solé Tura, que participó en la ponencia constitucional como representante del Partido Comunista de España, definió a la nación «como un conjunto de clases sociales, un bloque (¿histórico, querría decir Solé, en el sentido de Gramsci?) que también mantiene relaciones con bloques exteriores: una Nación de Naciones puede culminar en Estado de Estados, o en otras cosas, según como se articule el poder político» (resumen, en Mundo Obrero, de 18-24 de mayo de 1978).

Ahora bien, la construcción «Nación de Naciones» o es una redundancia (cuando se interpreta la primera nación de la fórmula como nación política, y las naciones que comprende como naciones étnicas o culturales, y es una redundancia porque toda Nación política resulta de una «refundición» de naciones étnicas o culturales) o es una contradicción, si la fórmula se interpreta como «Nación política de Naciones políticas», que es a lo que se refiere sin duda la «culminación aclaratoria» de la frase: «… puede culminar en un Estado de Estados». Probablemente aquello que estaba insinuando Solé Tura era que esas naciones eran ya «Estados en sí» (como se decía entonces por los marxistas afrancesados, que bebían tanto de Sartre y Poulantzas como de Hegel) aunque no fueran aún «Estados para sí».

Las expresiones «Nación (política) de Naciones (políticas)» y su culminación, «Estado de Estados», son en realidad meras construcciones verbales, porque tras ellas no hay conceptos correlativos, sino sólo groseras y pedantes metáforas, tomadas de la albañilería más elemental («bloques», «articulación de bloques»).

Es muy fácil construir con palabras expresiones como las citadas («Nación de Naciones» o «Estado de Estados»). Pero es imposible construir con Estados un «Estado de Estados», salvo que se pretenda denominar con este nombre a una «Confederación de Estados», que ya no será un Estado. Y es imposible construir con Naciones políticas reales (que presuponen un Estado) otra Nación política. Pero esto es lo que pretenden quienes, desde Cataluña o desde el País Vasco, proyectan en 2005 reformar la Constitución de 1978 sobre la base de definir a Cataluña o a «Euskadi» como Naciones políticas.

Con palabras puedo construir muy fácilmente la expresión «dodecaedro de dodecaedros». Pero esta construcción es imposible cuando manipulamos no palabras, sino dodecaedros reales, de madera o de metal. Un dodecaedro de dodecaedros es construcción posible en el «espacio gramatical», pero es imposible en el espacio geométrico, por la sencilla razón de que es incompatible con la ecuación de Euler. En cambio, un «hexaedro de hexaedros» ya tiene más sentido, como también lo tiene la expresión «nación étnica de naciones étnicas», que representaría no otra cosa sino la etnia resultante de aquella fusión; como -para poner un ejemplo convencional, la etnia o nación «celtíbera» resultó de la fusión de las etnias o naciones íberas con las etnias o naciones celtas.

Y cuando las etnias o naciones étnicas se funden en una Nación política, es porque aquéllas han dejado de considerarse como proyectos de Naciones políticas: «Ya no habrá francos y galos -decía Renan-, todos se han refundido en la Nación francesa».

¿Y por qué es imposible en el espacio político la construcción «Nación (política) de Naciones (políticas)»?

Porque la Nación política se define por la soberanía, y la soberanía es una e indivisible («Así como no caben dos Soles en el Cielo, tampoco cabemos en la Tierra Darío y Alejandro»). Ésta es la razón por la cual es imposible hacer una Nación política (España) con otras supuestas Naciones políticas (Cataluña, País Vasco, Galicia, Aragón…). O, lo que es lo mismo, la razón por la que es imposible dividir una Nación política dada (España, en nuestro caso) en varias Naciones políticas (Cataluña, País Vasco, etc.). Tanto en el caso, de la construcción de una Nación política nueva, como en el caso de la división de una Nación política en otras Naciones políticas, sería preciso practicar lo que algunos llaman «cesión de soberanías»: en un caso, las Naciones deberían «ceder parte de su soberanía» a la pretendida Nación de Naciones; porque sólo así esa súper-Nación podría disponer de algo de soberanía; en el otro caso, la Nación política originaria (España) debería ceder parte de su soberanía a las Naciones fraccionarias que resultasen de su descomposición, porque sólo así estas Naciones fraccionarias podrían tener también algo de soberanía.

Pero la soberanía es una e indivisible. Es «una magnitud» que se rige, como la vida de un organismo, por la «ley de todo o nada»: o el organismo está vivo, o está muerto. Como caso particular: o la muchacha está embarazada o no lo está -pero no cabe decir, con el espíritu de la transigencia, que está «un poquito embarazada».

Sencillamente, la soberanía no se puede ceder en la más mínima parte, ni compartir, porque la soberanía del Estado no es compartida por sus diferentes miembros, como tampoco comparten la vida del animal sus diferentes órganos: la vida es la del organismo e involucra a todos sus órganos. Lo que se llama «cesión» de la soberanía es un modo torcido de designar, por ejemplo, a la eventual delegación o reparto de algunas funciones suyas, por ejemplo, las funciones recaudatorias en el proceso de tributación. Y la prueba definitiva de que no hay tal cesión es que el Estado que ha «cedido» parte de su soberanía a un supuesto súper-Estado (a una Confederación de Estados), o a unas regiones o partes suyas, ha de poder en cualquier momento recuperar la soberanía «cedida». Prueba de que la cesión no había sido una «cesión de propiedad», sino un préstamo o una delegación de funciones. En los debates que en el año 2005 están teniendo lugar con motivo de la aprobación del «Proyecto de Tratado por el que se establece una Constitución para Europa» se insiste una y otra vez, por parte de los «europeístas», en que la Unión Europea requiere que cada Estado nación cedaa la Unión Europea parte de su soberanía. Pero estos propagandistas del  pasan, como sobre ascuas, sobre el artículo 10 del Proyecto: «Cualquier Estado podrá, en el momento oportuno, retirarse de la Unión». Lo que significa sencillamente que su soberanía no la había cedido puesto que la había conservado íntegramente intacta.

Argumentos de los «soberanistas»

En cualquier caso, ¿qué fundamentos históricos alegan los soberanistas del presente (apoyados en sus «nacionalidades históricas») para justificar sus «legítimas pretensiones» a ser reconocidos corno Naciones políticas?

Principalmente que en siglos anteriores muchos pueblos de España, dicen, fueron ya reconocidos como Naciones. Así por ejemplo, los nacionalistas asturianos (que también los hay, y con mucho voltaje, aunque con muy poco amperaje) aducen que en el Poema de Almería se cita a la «nación asturiana» entre las tropas del emperador Alfonso VII que intervinieron en el asalto de Almería (« … no irrumpe el último el arrojado astur, a nadie resulta odioso o molesta. Ni el mar ni la tierra pueden vencerlo… pidiendo en todo momento la protección del Salvador, esta nación abandona cabalgando la región de las hinchadas olas y se une a otras compañeras con las alas extendidas»).

Pero es en este texto en donde el término «nación» precisamente no tiene el sentido de la Nación política, sino que tiene el sentido de la nación étnica, el sentido que Varrón, por ejemplo (De lingua latina, V, XXXII, IV), utilizaba al afirmar que «son muchas las naciones que habitan los diversos lugares de Europa» (Europae loca multae incolunt nationes).

Podría decirse, sin embargo, que los nacionalistas, que desde el siglo XIX se han guiado por el principio que Pascual Estanislao Mancini formuló en 1861 como el cogito ergo sum de la política, a saber, el principio «cada Nación un Estado», han creído siempre que la nación (étnica) es la premisa necesaria, y casi siempre suficiente, para construir un Estado. Sobre todo si la nación tiene una cultura propia (una cultura nacional), expresión del «espíritu del Pueblo» o del «Genio nacional».

Fue el idealista alemán Juan Teófilo Fichte quien, a principios del siglo XIX, inventó la idea de «Estado de Cultura», asignando al Estado, como si fuera su misión suprema no ya la organización del Derecho -Estado de derecho- ni la custodia del orden -Estado gendarme- o la felicidad pública -Estado de bienestar-, sino precisamente la preservación y despliegue de la cultura del pueblo, de la nación.

Pero la concepción de la nación, como supuesta poseedora de una cultura sustantiva propia, como premisa necesaria, y casi siempre suficiente, del Estado, es una concepción metafísica. Una premisa alimentada por el «mito de la Cultura» y desprovista de toda base histórica.

Sin perjuicio de lo cual esta concepción no sólo sirvió de cobertura ideológica a muchos movimientos políticos (por ejemplo, al nacionalismo racista alemán de los nazis), sino que sigue sirviendo de guía ideológica a los nacionalismos secesionistas en España, que han comenzado siempre por hacer creer (y lo han logrado, incluso con algunos gobiernos socialdemócratas) que están en posesión de una cultura nacional sustantiva propia, con su lengua nacional incluida (catalán, euskera, gallego), y con una historia nacional también propia.

Pero la realidad histórica es muy diferente: las Naciones políticas y los Estados nación no son el resultado del desarrollo de naciones étnicas preexistentes, dotadas de cultura propia; son las Naciones políticas aquellas que proceden de la transformación revolucionaria de sociedades políticas previas, a saber, las sociedades del Antiguo Régimen. Sólo a lo largo del siglo XX los nacionalistas secesionistas españoles han llegado a creer en la posibilidad de transformar su supuesta nación cultural en Estado nación. En realidad están también, de hecho, procurando obedecer a la ley general que establece que las Naciones políticas proceden de Estados previamente establecidos, aunque en su caso, y para contradicción suya, el Estado del que pretenden surgir sea un Estado nación, España. Sin él, las llamadas «nacionalidades históricas» ni siquiera hubieran alcanzado la maduración política, social e industrial indispensable (¿cómo puede explicarse la historia del País Vasco al margen de España?, ¿quién aportó las instituciones, el idioma internacional, los capitales y la mano de obra para su industria?, ¿y cómo puede explicarse la historia de Cataluña al margen de España? Sin ir más lejos, la mitad de la población trabajadora de Cataluña en nuestros días no es catalana más que por decreto: procede de Andalucía, de Murcia, de Galicia…).

En conclusión, no es la Nación la que precede al Estado -como tampoco el cogito (el pensar) precede al sum (al existir)-, sino que es el Estado el que precede a la Nación política moderna y la dota de su propia cultura nacional.

El término «nación» es un universal que comprende varios géneros y especies

La confusión lamentable, culpable e interesada, entre la nación en su sentido étnico (las naciones a las que se refiere Arnobio, en el siglo IV, en su libro Adversus nationes, que san Jerónimo cita como Adversus gentes) y la Nación en su sentido político (el que aparece en el grito, tantas veces recordado, de los soldados franceses en la batalla de Valmy, «¡Viva la Nación!») es el recurso constante de quienes -catalanes, vascos, gallegos, aragoneses, asturianos o bercianos- «reivindican» la condición de nación (política) apoyándose en la condición de nación (étnica) que se les atribuye. Condición que considerará implicada en el título, las que lo tienen, de «nacionalidades históricas», que les fue otorgado en los años de la transición (o metamorfosis) del régimen franquista al régimen democrático.

Es imprescindible deshacer esta confusión lamentable, culpable e interesada, y no tanto por la esperanza de que tal confusión pueda deshacerse en las cabezas de los nacionalistas radicales («inútil es querer meter el espíritu en un perro dándole a mascar libros»), sino por convencimiento de que la distinción entre naciones étnicas y Naciones políticas puede ser útil a quienes no estén intoxicados con la furia nacionalista secesionista.

Ahora bien: la distinción entre nación étnica y Nación política forma parte de un sistema de distinciones sistemáticas, a través de las cuales se despliega el sentido del término «nación», de parecido modo a como el sentido del término «vertebrado» se despliega, sucesivamente, a través de sus cinco clases consabidas: peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. Y no porque el término «nación» sea término unívoco, dado a una escala genérica tal que se despliega en géneros subalternos (clases, especies) a la manera como se despliega el concepto unívoco de vertebrado, sino simplemente porque cabe asimilar, en virtud de un cierto paralelismo clasificatorio, las fases del despliegue de un unívoco con las fases o modos de despliegue de un término análogo de atribución. En virtud de este paralelismo clasificatorio cabría decir, buscando «fijar conceptos», que el término nación es un universal que se despliega en tres géneros (que se presuponen los unos a los otros, a partir del primero), a saber, el género de la nación biológica, el género de la nación étnica y el género de la Nación política.

Estos géneros se despliegan a su vez en distintas especies, de las que citamos tres (naciones organismo, naciones parte de organismo, naciones grupales) correspondientes al primer género; otras tres correspondientes al segundo (naciones periféricas, naciones integradas y naciones históricas); y dos más correspondientes al tercer género (naciones canónicas y naciones fraccionarias). Estas especies o modos del genérico «nación» no hay que entenderlas como meras alternativas independientes de una tabla taxonómica, sino como fases de un despliegue evolutivo o histórico global, con interacciones mutuas y muy profundas.

Además, es muy importante advertir que la mayoría de estas especies o modos del universal «nación» están concebidas desde una pers- pectiva oblicua, es decir, desde una plataforma situada en un estadio posterior al que conviene al concepto específico definido. Así, la «nación del organismo» sólo puede concebirse desde la «plataforma» del organismo adulto (no del organismo naciente); la «nación étnica periférica» está concebida desde la plataforma de la sociedad política (Reino, Imperio, Estado) respecto de la cual se dice «periférica»; y lo mismo habrá que decir de la nación integrada o incluso de la nación fraccionaria (que es fraccionaria respecto del Estado del que busca desprenderse).

La «nación histórica», en cambio, está concebida en el punto de intersección (o superposición) entre una nación étnica dada y una determinada plataforma política. Tan sólo el concepto de Nación política asumirá como plataforma la misma entidad que se pretende delimitar, precisamente mediante la determinación de su soberanía.

La nación biológica y sus especies: nación-organismo, parte de organismo y grupo de organismos

«Nación» -de nascor= nacer- tiene originariamente un significado biológico (zoológico). Ante todo, según el modo o especie que se refiere al organismo animal completo: nación equivale ahora a «naturaleza», como participación individual de un grupo (o nación zoológica de tercera especie). Cervantes utiliza alguna vez esta acepción en el Quijote: «Es un caballero novel, de nación francés» (I, 18); «francés» como adjetivo que, por su género gramatical, se refiere inequívocamente a «caballero», no a la nación francesa en el sentido de nación étnica.

Varrón hablaba de la «buena nación» de las crías de animales domesticados; y todavía hoy, en muchas regiones de España, se llama «nación» a la cría de la vaca o yegua que acaba de nacer. También se habla de nación refiriéndose a una parte del organismo en proceso de formación (nación de los pechos en las adolescentes; natio dentium, «nacimiento de los dientes», designando a los abultamientos de las encías infantiles, abultamientos que sólo podrían considerarse corno tales «proyectos de dientes» cuando nos situamos en la plataforma de los dientes ya formados en otros). También un grupo de individuos, en cuanto grupo zoológico (aunque sea humano, pero considerado desde la perspectiva zoológica de una camada o estirpe), se llama nación. Más aún, el concepto de nación, como concepto social primario, alude ante todo a este tercer modo o especie zoológica de nación.

La nación étnica y sus especies: naciones periféricas, naciones integradas, naciones históricas

El segundo género, el étnico, del término «nación» nos remite ya a un terreno que no es propiamente zoológico, sino antropológico. Un terreno en el que no solamente asumimos una perspectiva social (común a los animales), sino también cultural, pero no cultural en el mero sentido etológico (porque también hoy se reconocen las cultura animales), sino en el sentido antropológico, que definimos en función de las instituciones y, por tanto, de las normas (instituciones cerámicas, instituciones de armas, lanzas, puntas de flecha, instituciones de parentesco, instituciones lingüísticas, instituciones musicales, etc.).

En este terreno cultural-institucional, las naciones étnicas (sin perjuicio de que su conformación presuponga las naciones grupales, de signo zoológico) se delimitan principalmente desde plataformas políticas. Ante todo, y principalmente, como naciones periféricas, es decir, como grupos o estirpes marginales o periféricas, no plenamente integradas en la república o en el Imperio romano. Esta primera especie del segundo género de nación se encuentra abundantemente representadas en los escritores antiguos (Cicerón: «Las otras naciones pueden perder la servidumbre; la libertad es propia del pueblo romano»; Quintiliano: «Todas las naciones pueden ser llevadas a la esclavitud o servidumbre, nuestra ciudad no»). Son las naciones que describe César -los helvecios, los eduos, los belgas…- o aquellas contras las que se dirige Arnobio en el libro ya citado, Adversus nationes (las naciones que por no haberse integrado en el Imperio permanecen en un estado lamentable de paganismo bárbaro).

El segundo modo de la nación étnica es la «especie» que designamos como «nación integrada en una sociedad política» (reino, imperio o estado). Ésta es una acepción de nación muy frecuente en la Edad Media y Moderna europea. En los mercados europeos importantes -Brujas o Medina del Campo- se llamaban «naciones» a los agrupamientos de mercaderes, según su condición de origen (que servía para indicar la «denominación de origen» -diríamos hoy- de sus mercancías). En las universidades, los estudiantes se encuadraban por «naciones», pero sin que ello tuviera un significado político (en la universidad de París, entre los maestros y estudiantes que se encuadraban en la nación inglesa, figuraban los alemanes; en la «nación francesa» figuraban estudiantes procedentes de reinos italianos y españoles). En sus Cartas persas, Montesquieu, hablando de España, se refiere claramente a naciones que existen dentro de ella, y que sin duda sólo pueden tener un significado étnico, incluso grupal biológico: «Han hecho [los españoles] inmensos descubrimientos en el Nuevo Mundo, y no conocen todavía su propio continente; en sus ríos hay puentes que no se han descubierto aún, y en sus montañas, naciones que les son desconocidas». [¿Los habitantes de las Batuecas?, ¿los habitantes de Babia?]

El mismo concepto de nación que ofreció Stalin (antes de haber alcanzado el primer puesto en la plataforma política de la Unión Soviética) puede interpretarse como un concepto unívoco circunscrito al modo o especie de la nación étnica integrada: «Nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología manifestada en la comunidad de cultura». Sin embargo, Stalin tendió a conceder a las naciones (al menos en sus escritos anteriores a su posición al frente de la Unión Soviética) la condición de premisas del Estado, en función de la metafísica idea de la «autodeterminación», coordinada con la idea, también metafísica, de la concordia universal entre los pueblos, una vez superada a la lucha de clases. Unas ideas que tanta influencia estaban llamadas a tener en el Partido Comunista de España, e incluso en algunas corrientes del Partido Socialista Obrero Español.

Más difícil es delimitar la que designamos como tercera especie de la nación étnica, es decir, la nación histórica. Porque la nación, en esta tercera acepción étnico-cultural, no es todavía formalmente una Nación política, principalmente porque ella no es utilizada todavía como sujeto de la soberanía que se atribuye al Monarca o a un Pueblo que recibe el poder de Dios y se lo entrega al Príncipe. Es una nación percibida aún como nación étnico-cultural, en realidad como una sociedad humana resultante histórico de la confluencia de diversas naciones o pueblos, que ha logrado configurar una cultura, un idioma, unas costumbres e instituciones bien definidas, al menos ante las terceras sociedades políticas, reinos o imperios que la contemplan. Pero esta nación histórica no es propiamente una nación formal (por definición) política, aunque materialmente (o por extensión) pueda superponerse o conmensurarse prácticamente con el contorno de alguna sociedad política (reino o imperio). Y éste es sentido que el término «nación» toma ante los estudiosos que han creído poder demostrar la tesis, apoyados en argumentos filológicos, de que España, es decir, la nación española, es el primer y temprano ejemplo de nación europea, en sentido moderno (supuestamente político).

La nación histórica no es aún la Nación política

Pero ¿sería legítimo confundir esta nación española de hace cinco siglos, que es una nación histórica (acaso la primera delimitada en Europa), con una Nación política?

En modo alguno. La confusión sería un mero anacronismo, porque la Nación política es un género o modo de nación que aparece en el proceso de holización política que se inició en la Revolución francesa y no antes. Mero anacronismo en el que recaen tantos eruditos, incluso aquellos que están movidos, como hispanistas, por un gran afecto hacia España. (En cualquier caso, conviene subrayar aquí que la nación española, en este sentido histórico, es anterior en siglos a lo que después, y desvergonzadamente, se llamará nación catalana, nación vasca o nación gallega, que, a la sazón, eran sólo naciones étnicas integradas en esa nación histórica española.)

¿Quién podría confundir el sentido étníco-histórico del término «nación española» que aparece en el Quijote, y que ya hemos citado (Don Quijote, «honor y espejo de la nación española»), con un sentido político? Otro tanto se diga del uso del término «nación» que el conde duque de Olivares hace en su Gran Memorial (en torno a 1624), cuando propone para España «hacerla nación comercial, hacerla nación industrial». Ni siquiera Luis XIV utiliza el término «nación» en sentido político cuando, señalando a su nieto Felipe V, dice a la corte de Versalles: «Caballeros, aquí tenéis al Rey de España, su origen y linaje le llaman al trono y el difunto Rey [Carlos II] así lo ha testado; toda la nación lo quiere y me lo suplica…». La palabra «nación», en boca de Luis XIV, y aunque utilizada en un contexto materialmente político (pero no formalmente político, porque la nación de la que habla Luis XIV no elige como rey a Felipe V, sino que pide y suplica al Rey Sol que cumpla la «voluntad del Cielo») dista mil leguas de lo que significará esta misma palabra noventa años después, cuando Bailly, como presidente de la Asamblea Nacional, le diga a Luis XVI (a punto ya de ser destronado y guillotinado): «La Nación no puede recibir órdenes».

El género de la Nación política y sus dos especies: nación canónica y nación fraccionaria

Muy brevemente, bosquejaremos los contornos del tercer género de la Idea de Nación, a saber, la Idea de Nación política. En otras ocasiones (principalmente en El mito de la Izquierda) hemos insistido en la presentación de la Idea de Nación política como la gran novedad que corresponde a la doctrina política moderna. La Idea de Nación política no podría entenderse como una mera transformación «natural», incluso pacífica, de la nación biológica, étnica o histórica, sino como un resultado de la violenta y sangrienta agitación que se produjo en la transición del Antiguo Regimen (caracterizado por la alianza del Trono y del Altar) al Nuevo Regimen. En el curso de esta transformación, iniciada en la Revolución Francesa, habrían madurado los principios de racionalización de la sociedad política del Antiguo Regimen, racionalización cuyo parentesco con el racionalismo de los científicos coetáneos -matemáticos, físicos, citólogos- hemos intentado establecer desde el concepto de holización. Proyectos de racionalización que habrían culminado en la constitución de la nueva idea de Nación política como sociedad compuesta por hombres y por ciudadanos, en quienes, desde entonces, descansará la soberanía política.

Las Naciones políticas modernas surgen, por tanto, como Naciones republicanas, y cuando vuelvan a asumir la figura de la monarquía, ya no lo harán a título de la monarquía absoluta del Antiguo Régimen, sino a título de las monarquías constitucionales, en las cuales, según la célebre y cínica formulación de Thiers, «el rey ya no gobierna, sino que tan sólo reina».

La ola de nacionalismo político que levantó la gran Revolución en toda Europa -y que en España se concretó en la Constitución de 1812- no podría explicarse, por tanto, a la manera de los románticos (o de los neorrománticos catalanes, vascos o gallegos de nuestros días) como un impulso procedente del «amor a las propias culturas nacionales», o bien al «despertar del genio o espíritu de cada pueblo», sino como un proceso de las clases emergentes en lucha con las clases dominantes del Antiguo Régimen. Una lucha de clases (en este caso, burguesía aliada con los desclasados contra aristocracia) que simultáneamente quedará involucrada en una dialéctica de Estados, que constituye el argumento sangriento de la gloriosa historia política y social de los siglos XIX y XX.

Eso si, en estos Estados resultantes de la gran Revolución burguesa, se fueron madurando y se fueron cocinando las nuevas naciones culturales, en gran medida a consecuencia de las sistemáticas oposiciones que unos Estados mantuvieron frente a sus vecinos. Cada Estado reconstruyó su historia, favoreció el desarrollo de su música o la inventó, impulsó su arquitectura, sus costumbres y sus fueros nacionales. De este modo, la nación cultural comenzó a pasar al primer plano del escenario. Los Estados modernos se edificarían sobre ellas. Lo que era un resultado (la Nación política) aparecerá, por un juego interesado y aun calculado de espejos, como el principio (del Estado).

El proceso fácilmente será trasladado a las partes de los Estados, partes que no siendo desde luego Estados se arriesgaban a decir que eran naciones (al menos, étnicas y culturales). También tenían su propia lengua (o si no la inventaban), folclore característico. El proceso tuvo lugar sobre todo en España, cuando el Estado -sostenido por el Imperio- cayó a sus niveles más bajos. Aquí comenzó el proyecto de naciones fraccionarias, que en codo caso también proceden del Estado, y no al revés: Cataluña, País Vasco etc. Con anterioridad a la Primera Guerra Europea, las provincias catalanas ya se habían reunido en una Mancomunidad de las Diputaciones Provinciales, que quedó en suspenso al final de la dictadura del general Primo de Rivera.

Pero en abril de 1931 se constituyó la Segunda República. Companys no proclama la independencia, sino el Estado catalán (dentro, eso sí, de la república federal que él proyectaba). Por supuesto, los efectos de semejante declaración duraron muy poco; sin embargo, Azaña logró sacar en el Parlamento, contra viento y marea el Estatuto de Cataluña, como región autónoma dentro de la República española. El Estatuto resultaba ser el punto intermedio de confluencia entre la Mancomunidad inicial y el Estado efímero de Companys. Y en esto seguimos hoy, tras el paréntesis de los cuarenta años aún después de que a raíz de la Constitución de 1978, Cataluña asumiera la consideración, no ya de Estado ni de Mancomunidad, sino de comunidad autónoma y de «nacionalidad histórica». (La denominación «nacionalidad histórica>) no debe confundirse con el concepto de «nación histórica», entendida como especie del género «nación étnico-cultural»; la deliberada ambigüedad derivada de la expresión «nacionalidad», en cuanto distinta de Nación y más próxima a «región>, viene arrastrándose desde la Constitución de 1978.)

En cualquier caso, cabe concluir que las Naciones políticas que fueron constituyéndose a partir de 1793 como sujetos de las nuevas soberanías no surgieron, como pretenden los ideólogos pacifistas, de pactos sociales serenamente calculados, o de contratos sociales «racionalmente» establecidos «entre los ciudadanos». Difícilmente podrían haber surgido de este modo si tenemos en cuenta que fueron los ciudadanos aquellos que fueron creados por la Nación política, y no al revés. Las Naciones políticas modernas sólo pudieron resultar, y precisamente gracias a cálculos muy racionales (en modo alguno por impulsos irracionales dejados a su propio gobierno), tras las batallas sangrientas que las clases sociales que las movían tuvieron que librar contra las capas sociales que apoyaban al Antiguo Régimen.

¿Seguirá siendo la sangre condición necesaria para que lleguen término los proyectos de nuevas Naciones políticas que intentan constituirse por fraccionamiento de la Nación política de la que forman parte, es decir, para que puedan llegar a existir las naciones fraccionarias, en su lucha contra la Nación política madre?

Involucración de las especies y géneros de naciones entre sí

No ha de pensarse que los géneros y especies de la Idea de Nación, que hemos ya presentado, permanezcan inertes o incomunicables, unos al lado de los otros, como permanecen inertes e incomunicadas las especies y géneros de insectos de una taxonomía o de un animalario. Todo lo contrario. La involucración de los géneros y especies de la Idea de Nación es muy profunda. A título de ejemplo, los conceptos racistas de Nación política -el concepto de «Nación vasca» de Sabino Arana, o después de Federico Krutwig Sagredo, o de los portadores del Rh positivo en tiempos de Arzallus; o el concepto de Nación alemana de Adolfo Hitler- son el más evidente resultado de la involucración de los conceptos de nación zoológica (estirpe, phylum) y de Nación política («república vascongada», «Tercer Reich»).

O bien, para citar otro tipo de ejemplos de involucración de las acepciones zoológicas de nación en contextos políticos, recordaremos dos situaciones referidas ambas a las dinastías borbónicas. La primera situación se refiere a los Borbones de Francia: se sabe que Luis XVI, a consecuencia de una fimosis, no pudo consumar su matrimonio con María Antonieta hasta después de siete años de su boda. El requerimiento de que el sucesor de Luis XVI tuviese que ser hijo biológico suyo (nación suya), certificado por los testimonios de los cortesanos que presenciaban el comportamiento de sus majestades en la noche de bodas y sucesivas, determinó, según algunos historiadores, una concatenación de los acontecimientos que facilitaron el estallido de la Revolución.

La segunda situación se refiere a los Borbones felizmente reinantes en España. «La corona de España (dice el artículo 57 de la Constitución de 1978) es hereditaria en los sucesores de S. M. Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica.» Y este artículo fundamental de la Constitución política española vigente no se limita a dar esta indicación global, sino que se introduce a fondo en los detalles propios de la nación biológica: «La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a la posterior; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer; y en el mismo sexo la persona de más edad a la de menos». ¿Se quieren mayores precisiones técnicas relativas a la nación biológica involucrada en una Nación política?

«Pueblo» y «Nación»

No faltan quienes creen saber que los interrogantes que plantea la Nación política se despejarán, y en sentido pacífico, si en lugar de «Nación» hablamos de «Pueblo»; si en lugar de considerar a la Nación como depositaria de la soberanía, consideramos al Pueblo como su verdadero depositario, o, si se prefiere, identificamos a la Nación con el Pueblo, reduciendo aquélla a éste, es decir, reduciendo la soberanía nacional a la soberanía popular.

Sin embargo, entre estos términos, «Pueblo» y «Nación», hay importantes diferencias conceptuales, y no sólo «semánticas» (como gusta decir a tantos políticos de los gobiernos actuales). En efecto: «Pueblo» designa, ante todo, a una muchedumbre viva que, en el presente, es concebida como capaz de expresar su voluntad política («voluntad del Pueblo», «el Pueblo unido jamás será vencido»); pero la Nación no sólo designa al Pueblo que vive en ella, sino también a los muertos que la crearon, y a los hijos que todavía no han comenzado a vivir.

El «Pueblo», en todo caso, no es solamente la muchedumbre viviente que, como plebe, se opone al Senado (Senatus populusque romanus); es también la muchedumbre que es concebida como capaz de tomar decisiones y llevarlas adelante democráticamente y, si es posible, por democracia directa, por aclamación asamblearia, o por «plebiscito» (es decir, por consulta a la plebe). Algunos doctrinarios deducen de ahí que el «Pueblo» no es otra cosa sino el conjunto de los ciudadanos, de las personas que integran el cuerpo electoral, en el caso de una democracia; y esta perspectiva «populista» habría jugado un gran papel en los días de la elaboración de la Constitución de 1978, cuando, por ejemplo, a raíz de una enmienda suscrita por Tierno y Morodo («el Pueblo español… proclama en uso de su soberanía…») se presentó un Proyecto de Preámbulo que no prosperó.

Sin embargo, el enfrentamiento, en el proceso constituyente de 1978, entre quienes hablaban de «Nación» y quienes preferían hablar de «Pueblo» acaso no tenía tanto que ver, como algunos doctrinarios sugieren, con las diferencias establecidas dentro de una misma sociedad política, entre la democracia indirecta (a través de representantes elegidos por los partidos en listas cerradas y bloqueadas) y la democracia directa, sino que sobre todo tuvo que ver con la cuestión de la determinación y reconocimiento de la unidad de esa misma sociedad.

Dicho de otro modo: muchos de quienes preferían el «Pueblo» a la «Nación», en 1978, no lo hacían tanto pensando (por recelo ante los que invocaban una Nación que se mantuviera «por encima de la voluntad de los ciudadanos») en la democracia de los ciudadanos vivos de una sociedad indeterminada y teórica, sino también, y sobre todo, pensando en los pueblos diversificados respecto del «Pueblo español». Es decir, pensando en un pueblo catalán, en un pueblo vasco, en un pueblo gallego… No se buscaba tanto determinar si el cuerpo electoral, ya definido en su unidad, corresponde al Pueblo o a la Nación, sino cuál sería la definición de ese Pueblo (de las unidades de ese Pueblo) del que los ciudadanos formaban parte. El referendum para la aprobación de la Constitución debía someterse, sin duda, a la consulta del Pueblo. Pero, ¿de qué Pueblo se estaba hablando?¿Del Pueblo español, o bien de los diversos pueblos de España?

No era, según esto, por tanto, la definición teórica de la democracia, directa o indirecta, lo que preocupaba: todos eran ;111 demócratas, todos apelaban al Pueblo, y, en segundo lugar, entonces, a la Nación, como conceptos políticos funcionales. Pero en lo que diferían, de un modo más o menos explícito, era en los parámetros de esas funciones. Y, como se fue viendo en los años sucesivos -aquellos en los que, tras la LOAPA, la democracia española fue deslizándose cada vez con mayor velocidad hacia la política de «cesión» de las competencias del Estado a las comunidades autónomas (un deslizamiento llevado a cabo por «fraude de ley», según el dictamen de José Manuel Otero Novas, que es quien diseñó nada menos el Título octavo de la Constitución, con un sentido totalmente diferente)-, se hará cada vez mayor la distancia entre los «pueblos» incluidos en las diversas comunidades autónomas (y sobre todo entre los pueblos de aquellas comunidades autónomas con un mayor nivel de renta) y el «Pueblo español» tomado como unidad, que es la que los «nacionalistas fraccionarios» ponen en tela de juicio.

En todo caso es un error monumental dar por evidente que «la democracia une», y que los demócratas españoles, por serlo, habrían de mantenerse unidos; y que las dificultades suscitadas en la democracia por las nacionalidades secesionistas podrían resolverse con «más democracia».

¿Acaso no es más democracia lo que piden esos «pueblos» que reclaman ser nacionalidades históricas, cuando invocan su derecho a la autodeterminación como naciones históricas que son? ¿No es ridículo que un gobierno democrático (como el actual gobierno de Rodríguez Zapatero) conceda beligerancia en el Parlamento español, en nombre de la democracia, a un proyecto soberanista de secesión como el que presentó el «presidente de Euskadi», Ibarreche? ¿No es esto algo así como «criar la sierpe en su propio seno»? Una democracia no puede tolerar que se discuta, en su propio Parlamento, no ya la idea de democracia en general (idea que se discute en la doctrina), sino la idea de una democracia ya constituida, la española. La libertad inherente a una democracia implica poder escribir libros contra la democracia, pero no defender la secesión en forma pública organizada. La democracia podrá a lo sumo tolerar que las ideas separatistas se publiquen, a título particular, en libros o en artículos «científicos» o de opinión, o en discursos de quien, al hablar, sólo se representa a sí mismo; pero es ridículo permitir que a estas especulaciones se les dé beligerancia en el mismo Parlamento contra cuya existencia están atentando.

Y no se trata de que el Parlamento rechace democráticamente las pretensiones soberanistas (independentistas), porque con este rechazo debe ya contar antes de comenzar la sesión. En todo caso, el «rechazo democrático» no sirvió para enfriar los impulsos soberanistas del PNV-Batasuna-ETA; sirvió para medir sus fuerzas y replantear su estrategia soberanista. Por tanto, el repliegue táctico y muy relativo del terrorismo no hay que atribuirlo a la democracia en absoluto, ni menos aún al Estado de derecho, aún más abstracto, si no se le pone en conexión con la actuación de la policía o, en su caso, del ejército, sin los cuales las normas y sentencias emanadas de ese Estado de derecho no serían nada más que papel mojado.

No es tampoco, en modo alguno, nada claro que la soberanía popular, cualquiera que sea el parámetro adoptado para la función «Pueblo», pueda interpretarse por vía nominalista, como una suma o conjunto de los ciudadanos que componen el Pueblo erigido en cuerpo electoral. Esta interpretación (supuesto, desde luego, un cuerpo electoral no censitario, sino con sufragio universal) podría tener algún viso de realidad en los casos en los que se diera unanimidad entre las voluntades individuales. Pero la interpretación nominalista («individualista», porque contempla a los individuos garantizados antes por los derechos del hombre que por los derechos del ciudadano) del Pueblo y de la soberanía popular fracasa estrepitosamente mando se enfrenta con el hecho de que no es la «voluntad del pueblo», como un todo, la que prevalece, sino la voluntad de aquella parte del pueblo que obtuvo la mayoría (aunque esta mayoría fuera sólo la de la mitad más uno); y esto sin entrar en las situaciones, cada vez más frecuentes, de las coaliciones de las partes en minoría que logran obtener una mayoría parlamentaria.

En estos casos, que son los normales, desde el punto de vista estadístico (cuando hay unanimidad práctica la consulta electoral se llama populista o plebiscitaria, en son despectivo, y aun en contra de los principios mismos de la democracia), el «Pueblo» ya no puede tomarse como simple sujeto unitario, porque en realidad es un sujeto re-partido en fracciones o partidos, cada uno de los cuales tiene su voluntad particular propia, enfrentada contradictoriamente a otras voluntades particulares. El recurso a la «voluntad general» que Rousseau propuso en su momento no es mucho más que un truco metafísico orientado a recomponer aparentemente la unidad del pueblo que se suponía dada cuando «todos los ciudadanos racionales luchaban solidariamente contra el Antiguo Régimen», pero que se fragmentaba tan pronto este régimen comenzaba a resquebrajarse.

El consenso establecido entre los partidos de la democracia no tiene, por tanto, nada que ver con una voluntad general, que no existe ni puede existir; es un recurso de «segundo grado» entre las partes enfrentadas del pueblo, para aceptar ciertas reglas prudenciales de conducta que permitan la coexistencia pacífica, y precisamente la reproducción del proceso de fragmentación del pueblo en partes o partidos. Una reproducción cuya utilidad para el sistema democrático nadie discute cuando es recurrente. Lo que sí hay que discutir es la creencia de que esa recurrencia exprese la «voluntad del Pueblo» y, sobre todo, que ella sea el motor de la sociedad política, y no más bien un efecto de esa sociedad, cuando mantiene, dentro de los márgenes permitidos, las variables de mercado pletórico vinculadas al Estado de bienestar.

En la doctrina, «Pueblo» y «Nación» pueden superponerse plenamente, como se superponen plenamente, en la doctrina geométrica, circunferencias y elipses al alcanzar éstas la distancia focal cero. Y se superponen en todos aquellos casos en los cuales el «pueblo» del presente pide precisamente llegar a ser una «nación soberana» en el futuro. Porque entonces la nación soberana que se postula para el futuro (la nación catalana, la nación vasca, la nación gallega…) actuará en nombre de una idea aureolar, dotada ya de historia, pero de una historia futura, que se ve muy próxima, y que se percibe como un presente virtual (sin perjuicio además de que sea retrotraída, mediante las manipulaciones ideológicas pertinentes, al pasado mítico de la «nación histórica»).

En estos casos las ideas de Nación política y de Pueblo se identificarán en las jornadas revolucionarias, sin perjuicio de que la Nación (por ejemplo, la Nación francesa de Sièyes o Constant) fuera pensada como una entidad que estaba «por encima» del pueblo, al menos del pueblo censado para constituir el cuerpo electoral. En la Constitución de 1978, que consagra a la Nación española, se establece (artículo 1.2) «que la soberanía nacional reside en el pueblo». ¿Quién podría aspirar a decir algo más claro? ¿Reside la soberanía en el pueblo español, o bien -supuesto que se niegue la existencia de este Pueblo, y se declare inadmisible, como propio de la derecha más reaccionaria, el «nacionalismo español»- en esos pueblos de España que junto con los pueblos de Francia, de Italia o de Alemania, van a integrar esa «Europa de los pueblos» del futuro que sustituirá a la arcaica «Europa de las Naciones» de Maastricht?

Los dos planos en los que se mueve la Idea federal: el plano ético y el plano político

La «Idea federal» -o la idea del federalismo- que Francisco Pi Margall predicó, con una ingenuidad suficiente como para neutralizar su pedantería, en el último tercio del siglo XIX (la primera edición de su obra fundamental, Las nacionalidades, se publicó en Madrid en 1877) penetró profundamente en muchos españoles, ya sean considerados individualmente, ya lo sean como militantes de partidos políticos. La «idea federal», sin embargo -y conviene advertir que la distinción que vamos a introducir no suele ser percibida por los propios federalistas-, se presentó, y sigue presentándose, en dos planos muy diferentes, que se realimentan mutuamente: un plano de naturaleza ética y un plano de naturaleza política.

La Idea federal, en el plano ético (que, en cualquier caso, no tiene que entenderse como algo separado de la realidad política, puesto que también atraviesa a esta realidad), gira en torno al Hombre, y equivale a la idea de la solidaridad, de la paz, del diálogo, del pacto, etc., como instrumentos obligados de convivencia civilizada. El federalista, cuando se mueve en el plano ético, no grita, no presenta batalla, no llega a las manos, practica en todos los órdenes la estrategia de la «coexistencia pacífica», del diálogo: calcula, pacta, concede, recupera y va ampliando sus pactos de unos individuos a otros, de unas familias a otras, de unos municipios a otros, de unas provincias a otras, hasta llegar al Hombre en general. «El pacto al que me refiero en este libro [Las nacionalidades] es el espontáneo y solemne consentimiento de más o menos provincias o estados en confederarse para todos los fines comunes bajo condiciones que estipulan y escriben en una constitución.»

Pero la idea federal, en el plano político, gira en torno al Ciudadano (que ya forma parte de una Nación política) y equivale al proyecto de transformar a las Naciones políticas, en general, y a España en particular, en un Estado federal: frente al centralismo, identificado (erróneamente) con el unitarismo, el federalismo.

Ahora bien, la tesis que aquí mantenemos es que el «principio activo» del federalismo, la idea federal -que prendió como la pólvora en tantos ciudadanos y partidos políticos-, fue el principio ético de la Idea federal, más que su principio político. Y decimos esto porque el proyecto político de un Estado federal fue, y sigue siendo, un proyecto imposible, algo así como lo sería el proyecto de un escultor que quisiera tallar un decaedro regular. De ningún escultor podrá decirse que proyectó, con arrebatada inspiración, crear un decaedro regular, por la sencilla razón de que este poliedro es imposible; luego habrá que decir que cuando ese escultor trabaja con afán en la «creación» de un decaedro regular, en rigor habrá que decir que está trabajando por otros objetivos.

Así también del federalista que trabaja con ardor, dedicación y entusiasmo para construir un Estado federal, habrá que decir que en rigor está trabajando por otra cosa. Porque el «Estado federal» es tan imposible como el decaedro regular. Un Estado no puede jamás ser federal, porque para ello debería estar constituido por otros Estados federados. Pero al federarse estos Estados dejarán de ser Estados; y si lo fueron previamente (como ocurrió con los Estados que se federaron en los llamados «Estados Unidos de América») dejaron de serlo en el momento de federarse, y si se sigue hablando allí de Estados federados es sólo por metonimia histórica. Al ceder su soberanía a la Federación, desaparecen como Estados.

Otra cosa es que en lugar de en una Federación, se hubiesen asociado en una Confederación, en la que cada socio pudiera retirarse en cualquier momento (con lo que demostraría que no había cedido parte de su soberanía, sino que la conservaba intacta). Por esta razón las comunidades autónomas de España, que no son soberanas, no pueden en modo alguno ni federarse ni confederarse. Para federarse, pretendiendo seguir el curso que siguen los Estados Unidos de Norteamérica, tendrían previamente que hacerse soberanas, para renunciar a esa soberanía que hipotéticamente hubieran adquirido en el momento de la federación. Para confederarse tendrían que comenzar por ser soberanas, es decir, demostrar que lo son con la fuerza de los hechos: no se trata de una cuestión de palabras de letrados, de letras jurídicas, de controversias meramente dialogadas.

Según esto, quien defiende el Estado federal en nombre de la «idea federal» sólo puede estar defendiendo, en rigor, y a lo sumo, el principio ético federalista. Quien expresa con evidencia que el federalismo político es la única vía sensata, racional y pacífica de convivencia política, lo que está propiamente queriendo decir es que sólo mediante el diálogo, la tolerancia, el «pacto racional» cabe que un «conjunto de hombres» (que aún no son ciudadanos) cree una Constitución política. El federalista está en realidad alejándose con horror de la vía violenta, de la organización despótica del Estado. Y de este modo es como el federalista llega a creer que la Constitución duradera de un pueblo es un sistema que «el pueblo se ha dado a sí mismo».

Pero el federalista sólo puede pasar del plano ético al plano político pidiendo el principio del modo más ingenuo y pánfilo posible: presuponiendo que las unidades pactantes ya están dadas de antemano, ya fueran estas unidades pactantes los individuos (aunque, en rigor, si Pi Margall se hubiera atenido a las ideas en boga en su tiempo habría tenido que comenzar no por los individuos, sino por las células, puesto que, por aquellos años, ya se definía el organismo como una «federación de células», y el cáncer como una dolencia producida por un «brote anarquista de células rebeldes»), ya fueran las familias, los municipios, las provincias o las naciones. Pero estos supuestos no sólo son gratuitos, sino ridículos. ¿Por qué elegir, en el conjunto de todo lo que tiene que ver con el Género humano, como unidades pactantes elementales, a las provincias? ¿Por qué no a los individuos o a las células? ¿Por que no a los municipios, a los cantones, a las barriadas o las calles, y aun a las comunidades de vecinos?

A quienes decían a Pi Margall: «Español, ante todo», les respondía: «Somos y seguiremos siendo, antes que español, hombre, pese a quien pese». Constatamos plenamente en la respuesta de Pi Margall cómo la inmersión de la «especie» españolen el género hombre equivale a una disolución de la especie en el género, al anegamiento de la especie en el océano del género, proceso que no es meramente literario, o meramente lógico, en todo caso, inofensivo; porque la fórmula de Pi Margall, rebosante de sublime humanismo, deja abierta la puerta para poner, en lugar de España a Tarragona, a Guipúzcoa, a Aquitania o al cantón de Cartagena. Bajo el sublime ideal del humanismo ético de Pi Margall, de la Humanidad, se esconde un descarado nacionalismo político.

Uno de los puntos más oscuros de este debate suscitado por los federalistas en los días de la Primera República, pero que llega hasta nosotros, fue la oposición entre unitarismofederalismo, oposición que interpretaba al unitarismo como herencia del Antiguo Régimen, como herencia «de la derecha». Lluís Companys, siguiendo a Pi Margall, atribuía el unitarismo a «la burocracia centralizada y forastera» que trajeron a España los Habsburgos y los Barbones; por lo que el federalismo quedaría como el gran descubrimiento de la izquierda democrática. Ahora bien, si el federalismo, en sentido político, lo consideramos imposible, la disyunción entre unitarismo y federalismo habrá que considerarla vacía, puramente verbal, pero sin conceptos que la respalden.

Dicho de otra manera: el Estado es unitario o no es Estado. Otra cosa es que, en lugar de referir la oposición unitarismo/federalismo al Estado la traspongamos a la Administración, distinguiendo la administración centralista y la administración descentralizada, pero siempre dentro de un Estado unitario.

Radicales, liberales, anarquistas, socialistas y comunistas ante la Idea de Nación política

La Idea de Nación, en su formato canónico, que fue instituida a partir de la Revolución Francesa (en la que se formó la izquierda de «primera generación», la izquierda radical), y que fue asumida por la revolución liberal española (identificable con una «segunda generación» de izquierdas), expresada en la Constitución de Cádiz de 1812, experimentó una crisis profunda con el anarquismo («tercera generación») y con el marxismo, tanto en su versión socialdemócrata («cuarta generación») como en su versión comunista (la «quinta generación» de las izquierdas).

El anarquismo tendió a ver en la Nación canónica una especie de artefacto de la burguesía para mover al Estado; un Estado explotador que bloqueaba, además, las tendencias, según ellos innatas, hacia la federación de los pueblos, desbordando los límites del Estado nación burgués. Marx y Engels también consideraron a la Nación canónica como producto de la revolución burguesa, pero al mismo tiempo la consideraron como una fase necesaria en el proceso de la evolución humana hacia el comunismo, como plataforma indispensable para establecer, en el momento oportuno, la dictadura del proletariado. Por ello prefirieron las que llamaron «naciones con historia» -las que nosotros llamamos «naciones canónicas»- porque en ellas, por su tamaño y desarrollo, sería posible contar con una masa importante de trabajadores industriales, de proletarios; y subestimaron por ello las que llamaron «naciones sin historia» (entre ellas citaron, precisamente, al País Vasco). La socialdemocracia, influida por Lasalle tanto como por Marx, reconoció al Estado y a la Nación correspondiente como la plataforma ideal para llevar adelante, pero de un modo gradual y sin contemplar formalmente el fin del Estado, el socialismo.

En cambio, los comunistas (el leninismo y luego el stalinismo) tendieron siempre a subordinar la Nación a los intereses revolucionarios vinculados al «internacionalismo proletario», reconociendo sin embargo las naciones a título de naciones étnicas. Incluso reconociéndoles un «derecho de autodeterminación política», como repúblicas socialistas constituidas dentro de un Estado multinacional como el constituido por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Ahora bien: esta idea de la nación étnica, en el fondo, con autodeterminación dentro de un Estado multinacional, aplicada fuera del Estado soviético, venía a equivaler, en España, a una crítica a la Nación canónica española de 1812, precisamente por el reconocimiento del derecho de autodeterminación de las naciones o pueblos en ella comprendidos. En el Congreso de Toulouse de diciembre de 1945 fue aprobado por el Partido Comunista de España un programa en el que se hacía la siguiente declaración: «Reconocimiento de la personalidad nacional de los pueblos de Cataluña, Euskadi y Galicia, dando satisfacción a sus legítimas aspiraciones nacionales, en el marco de una Federación Democrática de los pueblos Hispanos».

La socialdemocracia española se contagió pronto de este «nacionalismo regional», que veía como un poderoso instrumento para luchar electoralmente con el nacionalismo burgués, catalán y vasco, que ocupaban casi la mitad del espacio político autonómico. Y sobre todo vieron, en el «nacionalismo regional», un gran instrumento para suavizar (por no decir desviar) los planteamientos de los conflictos sociales y políticos en términos de lucha de clases, que habían llevado a la Guerra Civil. El nacionalismo regional permitía, en efecto, sustituir el principio de «división dicotómica» de España en dos («Una de las dos Españas ha de helarte el corazón») por el principio de la división de España en cinco, ocho, o diecisiete «nacionalidades o regiones». Ningún poeta ha dicho todavía a los españolitos que han nacido después de 1978, que sepamos: «Una de las diecisiete Españas ha de helarte el corazón».

También percibió la socialdemocracia europea (juntamente con los separatistas españoles) la utilidad del nacionalismo regionalista con ocasión del ingreso de España en Europa. Y creyó llegado el momento de lanzar una política de acoso y derribo de la Nación canónica española, en beneficio no sólo de las grandes Naciones canónicas europeas (Francia, Alemania, Inglaterra) sino también de las nuevas naciones «diseñadas» dentro del imaginado futuro Estado federal: «El Estado español se compone de tres naciones y catorce regiones», dijo Pascual Maragall, actual presidente de la Generalidad catalana. Rodríguez Zapatero o Peces Barba insistieron, por su parte, en que las diferencias entre naciones, nacionalidades y regiones son cuestiones de «mera semántica».

Los fundamentos de la «cruzada democrática»

No puede asegurarse, por tanto, que las Naciones canónicas y, en particular España, como Nación, tengan el futuro asegurado. Durante muchos años, muchos partidos de izquierdas han trabajado en su erosión y desprestigio. Pero la Nación canónica, por su tamaño y su historia, fue el espacio más adecuado para constituir una democracia viable. Una democracia parlamentaria, sobre todo si está vinculada al Estado de bienestar, social y de derecho, puede ser de hecho condición necesaria para su sostenibilidad, al menos en el contexto de la Sociedad de las Naciones.

Quienes, por un lado, proyectan el fraccionamiento de las Naciones canónicas actuales (sobre todo en España, algo en Italia, prácticamente nada en Francia o en Alemania) o, por otro lado, a veces convergente con aquél, proyectan una Constitución europea que, avanzando sobre las propuestas vigentes, consagre una Confederación europea cuentan con la inminente desaparición, por transformación, de las Naciones canónicas en otro género de Naciones políticas, el género de las naciones fraccionarias (consideradas como «pueblos» ).

Sin embargo, todos parecen estar de acuerdo en que subsistirán las democracias parlamentarias. Sobreentienden que, sin perjuicio de haberse constituido la democracia, a partir del siglo XVIII, a escala de las Naciones canónicas, la estructura democrática del Estado (sea nacional, sea multinacional, sea continental) es la forma final de la historia política, la forma más elevada y definitiva que el Género humano ha encontrado para vivir «en paz, en libertad y en solidaridad».

Ser demócrata se hace así equivalente, en las democracias fundamentalistas, a «ser hombre honrado»; no ser demócrata se hace equivalente a ser un hombre miserable, un protohombre o un subhombre, es decir, un hombre no plenamente desarrollado, un hombre subdesarrollado.

Según esto, todo «demócrata auténtico» (fundamentalista) tratará continuamente de extender el sistema democrático a todas las sociedades que actualmente habitan el globo terráqueo (incluyendo en estas sociedades a la sociedad mauritana, a la angoleña, a la congolesa, a la cubana, a la iraní, a la afgana, incluso a la china). Se trata de que el Globo terráqueo civilizado esté organizado en Naciones, tanto da que sean grandes o pequeñas, con tal de que hayan asumido la forma de la democracia parlamentaria homologada. Concebirán el proyecto de esta extensión universal de la forma parlamentaria de la democracia como una cruzada; a la manera como los apóstoles de la Buena Nueva asumieron (o asumen) como forma de vida que los «justifica» el intento de extender el cristianismo por toda la redondez de la Tierra. «¡Id y predicad a todas las gentes la Democracia!», podría ser la fórmula de la Buena Nueva de nuestros tiempos.

Lo que no se entiende bien es de dónde brota la evidencia de que la Buena Nueva haya de tener hoy el signo de la democracia parlamentaria; y se entiende aún peor (aun concediendo que esa evidencia se apoya en fundamentos no gratuitos) la voluntad de extenderla y darla a participar a todos los hombres. Porque decir que esa voluntad deriva de la solidaridad, de la caridad o de la filantropía sería tanto como decir que la capacidad somnífera del opio deriva de su virtud dormitiva.

¿En qué razones se apoya el fundamentalismo democrático para considerar a la democracia parlamentaria como la única forma superior, o decente al menos, de sociedad política? El fundamentalismo democrático apela a la libertad, a la dignidad humana, a la solidaridad. Pero todo esto es mera metafísica escolástica. ¿Es que no hay libertad, o dignidad, o solidaridad en un pueblo budista o islamista (las mayores muestras de solidaridad interna las ofrecen los mahometanos que se inmolan conjuntamente en la lucha contra sus enemigos los politeístas cristianos), o en una sociedad comunista?

Y acaso podrá decirse con razón que no la hay, cuando la libertad se toma en el sentido de la libertad de elección propia de las democracias parlamentarias. Pero con estos razonamientos se incurre en meras tautologías, porque lo que habría que demostrar es que esa libertad de elección de representantes equivale, sin más, a la libertad en el sentido filosófico de la palabra.

¿Y de dónde mana el «impulso misionero» que lleva a los políticos demócratas a predicar la cruzada de la democracia parlamentaria?

No es fácil encontrar la fuente, sobre todo si excavamos en el terreno de las subjetividades psicológicas.

Pero hay un terreno en el que, al menos, podremos explorar los motivos objetivos que las democracias parlamentarias tienen para propagar la forma democrática a toda la redondez de la Tierra. Es el terreno del mercado pletórico.

Si reconocemos la involucración interna entre la libertad de elección de representantes y la libertad objetiva de elección de bienes en el mercado pletórico; si, en concreto, reconocemos la involucración entre la democracia parlamentaria, formada por ciudadanos libres (en la elección) y el mercado pletórico formado por compradores libres (de bienes), la explicación del «impulso misionero» de las democracias homologadas se hace muy sencilla: lo que las democracias de mercado buscan, y lo buscan porque lo necesitan objetivamente (y no ya subjetivamente) al tratar de extender la democracia, y no sólo extender los valores de la democracia, sino principalmente los valores de la Bolsa, es extender sus mercados, es decir fabricar «nuevos consumidores» para que pueda funcionar la producción industrial masiva de bienes, más o menos individualizados (siempre desde criterios abstractos, de clase).

Según estas premisas puede afirmarse que las democracias de mercado subsistirán en tanto en cuanto subsistan los mercados pletóricos. Y no hace falta añadir aquí nada más.

«Unidad» o «Unión»

Pero si volvemos, en esta excursión sobre la democracia, a nuestro asunto, la pregunta que hay que replantear es la siguiente: ¿qué tiene que ver la subsistencia de la democracia de mercado con las Naciones políticas y, en particular, con la Nación canónica española? Pues no parece posible afirmar que las naciones políticas fraccionarias, proyectadas en España desde las plataformas de las «nacionalidades históricas» reconocidas por la Constitución, no puedan ser democráticas.

Estas naciones fraccionarias, si lograsen sus pretensiones, conculcarían el artículo 1 de la Constitución democrática española definida en 1978; pero esta democracia no es la única posibilidad de democracia, y en este sentido es infundada la acusación de antidemócratas que suele hacerse a los nacionalistas secesionistas. Y la circunstancia de que históricamente las democracias parlamentarias hayan surgido de los Estados nacionales canónicos no significa que las futuras democracias parlamentarias «estén atadas» a la forma canónica del Estado nacional canónico; sobre todo si las futuras democracias fraccionarias asumen ellas mismas la forma de un Estado nación, aunque sea en un volumen más reducido.

La cuestión que nos interesa no es, por tanto, la cuestión de las posibles democracias futuras, en diferente formato de volumen, en general. Lo que nos importa son las repercusiones que estas supuestas futuras democracias fraccionarias puedan tener en la Nación española.

No nos afecta, ni poco ni mucho, lo que a un demócrata fundamentalista parece afectarle ante todo: la gozosa contemplación de la multiplicación de las democracias, aunque esta multiplicación no tenga tanto la forma de la reproducción de la democracia en nuestras sociedades no excluyentes, sino que tenga la forma de una escisión directa de una democracia en partes que excluyen la integridad del todo del cual proceden, la Nación española.

Lo que nos importa no es que las supuestas futuras naciones fraccionarias democráticas multipliquen el número de las naciones democráticas realmente existentes; lo que nos importa son las consecuencias que esta multiplicación por escisión pueden tener para la Nación española, también realmente existente.

Y es indudable que la principal consecuencia habrá que ponerla en el descuartizamiento o «balcanización» de esta Nación política. Descuartizamiento que implicaría también, necesariamente, el expolio del patrimonio nacional español, y no sólo el espectáculo de la deslealtad, propia de renegados, de quienes se separan después de que durante los años y aun siglos de expansión se sintieron orgullosos de ser españoles.

Pero el descuartizamiento de la Nación española tiene mucho de latrocinio, por lo menos para todos los españoles que consideran suyo el País Vasco, Cataluña, Galicia… No sólo porque allí tienen también antepasados, sino porque han contribuido con su trabajo o con su capitales a la formación de las propias partes en trance de separación. Todos estos españoles no podrán advertir ningún objetivo interesante, noble o digno en los procesos secesionistas de quienes formaron siempre parte de su organismo político; sólo podrán ver resentimiento, odio y vacío entendimiento de la libertad, o simplemente intereses vulgares. Y estupidez económica y social, porque con su separación prescindirían de un espacio de libertad mucho mayor (por no hablar de un espacio mayor en el que ejercitar la solidaridad), que es el que España íntegra les ofrece. Pero ellos lo habrán querido. Como quiere un joven, en plena crisis de adolescencia, librarse de su familia. Los rostros de los manifestantes que observamos en Bilbao o en San Sebastián, pidiendo libertad y soberanía para «su pueblo», recuerdan muy de cerca a los rostros adolescentes que piden «libertad» movidos por impulsos primarios. Impulsos primarios que han sido desencadenados por intelectuales divagantes o por políticos interesados.

Ahora bien, el expolio tendría lugar incluso en el supuesto de que las naciones escindidas mantuvieran de algún modo la unidad -o la unión, según que utilizásemos la terminología unitarista o la federalista- de los españoles, por ejemplo, mediante la forma de una Confederación. Forma muy improbable, puesto que las probabilidades de alianza de Cataluña o del País Vasco, en el supuesto de que ETA tomase las riendas y transformase Euskadi en una república socialista -muy alejada de la forma democrática parlamentaria-, con Francia o con Inglaterra, serían mucho mayores.

La situación planteada será también muy distinta si las nuevas democracias adoptan la forma republicana o la monárquica. La unidad de esta supuesta futura Confederación de naciones españolas podría acaso quedar mejor garantizada por una monarquía que por una república.

No vamos a entrar aquí en el análisis de las dificultades que se presentan por vía legal en el momento de transformar la unidad actual de la Nación española, una e indivisible (que los federalistas consideran como centralista), en una unión federal, una unión a la que sólo podría llegarse tras el despedazamiento previo del Estado español en diecisiete Estados, si éstos decidieran acordar el «pacto federal» libre e igualitario (despedazamiento contemplado ya por Valentín Almirall en los años del sexenio revolucionario).

Y otra gran cuestión interrogante se nos plantea aquí: la secesión, aunque no sea más que por lo que tiene de expolio y de saqueo, ¿podría tener lugar pacíficamente? ¿Acaso cabe esperar que los españoles permanezcan cruzados de brazos ante el espectáculo ofrecido por unos individuos que, avalados por pactos y convenios burocráticos, semiclandestinos, se disponen a apropiarse de un patrimonio en el que todos tienen parte y parte irrenunciable?¿Hasta tal punto se habrá enfriado la sangre de los españoles que nadie esté dispuesto a perder ni una gota en el forcejeo con los expoliadores?

España no es un mito – Pregunta 3: ¿Desde cuándo existe España?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la tercera pregunta:

¿DESDE CUÁNDO EXISTE ESPAÑA?

Presupuestos implícitos en la pregunta «¿Desde cuándo existe España?»

Dos presupuestos: la realidad de España y la Idea de España que se tenga

La pregunta «¿Desde cuándo existe España?» presupone por lo menos dos tipos de consideraciones: aquellas que tienen que ver con el reconocimiento de que España existe (con la existencia de España), y aquellas que tienen que ver con la Idea de España (más o menos clara, más o menos distinta), es decir, con la esencia de España, con su unidad y con su identidad, en función de las cuales podamos definir el sujeto gramatical de la proposición «España existe».

Por ello, la pregunta «¿Desde cuándo existe España?» resultará capciosa para todo aquel que niegue la existencia de España, para todo aquel que no reconozca su existencia, cualquiera que sean sus motivos, sean estos irracionales o racionales (verdaderos o falsos).

Analicemos un poco más de cerca, aunque del modo más breve posible, cada uno de estos dos tipos de presupuestos.

El supuesto de la existencia de España

El primer presupuesto de la pregunta titular lo hemos formulado así: quien pregunta por el origen de España (o bien: ¿desde cuándo existe España?) está ya reconociendo, con buenas razones o sin ellas, que España existe, que es una «realidad existente»; podríamos decir que la pregunta presupone la España «realmente existente». Pero esto puede entenderse de distintas maneras, y tenemos que precisar a cuál de ellas nos atenemos, por nuestra parte, para evitar el caos en la exposición.

Por de pronto, «España existe», aunque contiene la referencia al tiempo presente («España existe ahora, en 2005»), implica también una referencia al pretérito, porque una realidad histórica o procesual, como en todo caso es la de España, no puede haber surgido súbitamente, por generación espontánea, o acaso a consecuencia de la decisión de una Asamblea parlamentaria que hubiera decidido «darse a sí misma su Constitución». No puede decirse siquiera, por ejemplo, que España existe a partir de la Constitución de 1978, porque sólo cuando la Asamblea se considere democráticamente representativa de una España previamente existente podrá declarar la existencia constitucional de España.

Dicho de otro modo: la Constitución formal o legal de España (de 1978) presupone una constitución material (systasis) o real previa; en otro caso estaríamos incurriendo en el absurdo de reconocer un proceso de «autocreación»: «España existe desde el momento en que se da a sí misma su Constitución». O, aplicando el absurdo de la causa sui a un terreno menos metafísico que el de la creación ex nihilo: «España está sosteniéndose sobre el vacío, agarrándose a sus propios cabellos», como lo hacía el barón de Munchausen. En nuestro caso, España estaría sosteniéndose sobre el vacío agarrándose a las leyes del Estado de derecho que ella misma segrega.

La existencia de España en la Constitución actual requiere un regressus histórico a su existencia en Constituciones anteriores

La proposición, en presente gramatical, «España existe» ha de entenderse, por tanto, con referencias que desbordan el ahora (2005) de los que la pronuncian, es decir, ha de entenderse con referencias a un presente histórico, como pudiera serlo: «España existe en 1978, cuando proclamó su Constitución». Proclamación que, por cierto, no afirma, de ningún modo, que la existencia de España se derive de su Constitución, puesto que fundamenta esa Constitución precisamente en el supuesto de una España preexistente. En su artículo 1 la Constitución de 1978 no dice que «España se constituye como realidad», sino que dice que se constituye en un «Estado social y democrático de derecho»; y en su artículo 2, refiriéndose ya explícitamente a sí misma como constitución formal, dice que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española».

Es cierto que algún escolástico, acudiendo en ayuda de los <nacionalistas-constitucionales», podría interpretar que este fundamento habría de entenderse en el terreno puramente lógico, como si dijera: “Todo lo que viene a continuación gira en torno a la unidad indisoluble de la Nación española, que queda definida por esta Constitución»; pero quienes lo redactaron entendieron evidentemente el fundamento en su sentido histórico -«es la España realmente existente, la que existe mientras estamos redactando su Constitución, y que puede hablar en nombre de todos los españoles vivientes, a cuyo referendo va a ser sometida esta Constitución, el fundamento democrático de la misma Constitución»-. Y con ello, los «Padres de la Patria» tuvieron que exponerse a las críticas de los nacionalistas fraccionarios, que les acusaban de petición de principio (de hecho, los nacionalistas vascos no firmaron la Constitución, porque no reconocían que el cuerpo electoral pudiera ser identificado con la Nación española, ni, por tanto, con el cuerpo electoral que, en el referéndum, pudiera figurar como «conjunto indistinto de españoles»).

El presupuesto «España existe» ahora y, por tanto también, necesariamente en un pretérito o presente histórico (como pueda serlo para nosotros el año 1978, pero el argumento es retrospectivamente recurrente, por ejemplo hasta la primera Constitución española, en 1812), implica la existencia ininterrumpida de España desde un presente histórico (tomado como origen, aunque fuera a título convencional en el plano de la discusión) hasta el ahora del presente existencial. De hecho, en el terreno constitucional, si España existe ahora, en 2005, es porque España existió en 1978; y esta existencia, en 1978, no es pretérita, sino que es presente, porque, al menos jurídicamente, sigue siendo el fundamento actual y operante (por estructura y no sólo por génesis) de la España constitucional realmente existente de hoy. Ocurre en las realidades históricas lo mismo que ocurre en las realidades orgánicas: el pretérito (por ejemplo, el representado por los esqueletos de los primates homínidos) sigue existiendo en el presente: la estructura del esqueleto de un primate no es algo que esté dado en el pasado, en un museo, sino algo que está presente en cada uno de los esqueletos de los individuos humanos vivientes.

Pero como, según hemos dicho, la España constitucional de 1978 presupone a su vez una España realmente existente anterior a la Constitución formal, el presente histórico queda indefinido: España existe en 1978, pero también antes, por ejemplo, en 1931, año en el que se proclamó la Constitución de España como «República de trabajadores de todas clases». Y una vez iniciado el proceso de recurrencia histórica, el regressus histórico, ¿cuándo habrá que detenerlo, puesto que obviamente no cabe pensar en un regressus indefinido, que nos llevaría a una España increada, «eterna»?

Si practicamos el regressus de Constitución a Constitución (de 1978 a 1931, de 1931 a 1876, de 1876 a 1869, de 1869 a 1845, de 1845 a 1837, de 1837 a 1812), ¿habrá que detenerse en 1812, en la Constitución de Cádiz, que es la primera Constitución de España, en la que además se habla de la Nación española, y, por cierto, englobando en ella a todos los españoles que viven «en ambos hemisferios»?

Pero a su vez, la Constitución formal de 1812 requiere también el reconocimiento de una Constitución real (systasis) de la España que en las Cortes de Cádiz proclamó la Constitución, a través de la cual, formalmente, se redefinía a España como Nación política. Por lo tanto, la pregunta «¿desde cuándo existe España?» queda abierta, hasta que no se determine la fecha, o la franja de fechas de su origen.

La existencia histórica de España ha de entenderse como una existencia ininterrumpida

Sin embargo, y aun manteniendo indeterminado el origen, la precisión según la cual la proposición «España existe» sólo puede significar «España existe ininterrumpidamente desde su origen hasta ahora» es una precisión necesaria, cualquiera que sea la época asignada, aun convencionalmente al origen.

Y es necesaria si queremos salir al paso, o sencillamente desmarcarnos, por de pronto, de todos aquellos que entiendan la existencia, en general, como una existencia interrumpible o intermitente. Al margen de la cuestión sobre si tiene sentido suponer la posibilidad de una «existencia intermitente» (la existencia de un ser que, como el «Mundo» del obispo Berkeley, desaparece o deja de existir cada vez que dejamos de percibirlo, y reaparece y vuelve a existir al volverlo a percibir), lo cierto es que la idea de una «existencia intermitente» actúa de hecho, no sólo en los obispos metafísicos idealistas, sino también en muchos politólogos o historiadores, en general, y en los politólogos e historiadores españoles, cuando hablan sobre España, en particular.

La célebre definición que Renan dio de la nación -«un plebiscito cotidiano»- podría considerarse en efecto como una aplicación del principio idealista y metafísico de la «existencia intermitente» -la idea cartesiana de la «conservación» del mundo material como una «creación continuada en cada instante»- a la «duración real» de una nación histórica. Es como si la duración real, a lo largo del tiempo histórico, de una nación, por ejemplo, de la Nación francesa surgida de la Revolución de 1789, fuese sometida a una descomposición en miles de unidades circadianas, cuya concatenación posterior nos devolviera a la duración real. (Acaso Renan se hubiera pensado dos veces su definición de haber conocido la crítica que Bergson hiciera años después al «pensamiento cinematográfico», que ofrece la apariencia de la duración real de un movimiento por su reconstrucción mediante sucesión de secuencias de imágenes fijas inmóviles.)

Si aplicamos la definición de Renan a la Nación española, incluso si su existencia la circunscribiésemos al intervalo 1978-2005, habría que concluir que la existencia de España durante este intervalo es una existencia ininterrumpida, a lo largo de más de ocho mil, ochenta mil u ochocientas mil unidades, es decir, durante los instantes que median entre un «plebiscito intencional» y el del día siguiente. Si Renan o sus discípulos respondieran que su «plebiscito diario» es sólo un modo de abreviar la idea de un «plebiscito continuo» (que habría de tener lugar a lo largo de las horas, de los minutos y de los segundos de cada día), sin interrupción alguna, habría que decirles a su vez que, en tal supuesto, deberían retirar la palabra «plebiscito», o mantenerla en el terreno de la más inofensiva metáfora literaria y no ya por razones derivadas de su dificultad (o imposibilidad) tecnológica.

Un plebiscito continuo, en el que cada decisión de un pueblo puede reiterarse, modificarse, es decir, ponerse en tela de juicio en cada segundo, no sería un plebiscito. Un plebiscito político constitucional implica planes y programas calculados, no ya a escala de segundos o minutos, ni de días, ni de meses, ni de años: la Nación tiene dimensiones seculares. Y por eso un plebiscito desaparece en el límite de la serie de los intervalos cada vez más estrechos, como desaparece la línea al ser dividida sucesivamente en partes y alcanzar los puntos adimensionales. Una Nación no es un plebiscito cotidiano, como tampoco una recta es una suma de puntos, que no son otra cosa sino el límite de la sucesiva división de esa recta en segmentos. Porque la Nación no resulta de un plebiscito, aunque se llame «fundacional» (¿cómo podría fundar una Nación el cuerpo electoral del plebiscito que resulta precisamente de esa Nación?). Es verdaderamente peligroso que los politólogos o constitucionalistas confundan las metáforas brillantes con los conceptos.

También es cierto que el esquema de la «existencia intermitente» no suele ser aplicado, por historiadores o políticos, a escala circadiana, lo que no quiere decir que no podamos ver la presencia de este esquema en las cabezas de muchos ciudadanos que no son historiadores o politólogos. Por ejemplo, se ajustan a este esquema quienes, apelando a las virtualidades abiertas por internet, defienden la posibilidad y la conveniencia de un plebiscito permanente, en la forma, por ejemplo, de referendos continuos sobre asuntos de interés común -valoraciones de planes y programas sobre autopistas o sobre alimentos transgenéricos, valoraciones de gestión…-; referencias cuyos resultados quedarían reflejados diariamente en la pantalla, del mismo modo a como se reflejan diariamente las cotizaciones de las bolsas internacionales o las audiencias de los programas de televisión.

También se ajustan a este esquema quienes consideran un «absurdo democrático» que una Constitución que fue aprobada antes de que ellos tuvieran la edad de votar (por ejemplo, hace diecinueve, o veinte, o treinta años…) pueda serles impuesta como «ley fundamental democrática». ¿Por qué hemos de aceptar -dicen- una Constitución que aprobaron nuestros abuelos, nuestros padres o nuestros hermanos mayores? ¿Es que no podemos votar una Constitución a nuestra medida? ¿No se están arrogando el derecho (nuestros abuelos, padres o hermanos mayores) de haber decidido en nuestro nombre?

Sin duda, este argumento tendría potencia suficiente para dinamitar la «teoría democrática de la Constitución democrática», si hubiese un mínimum de lógica interna entre los demócratas fundamentalistas-constitucionalistas. Y de este argumento se deduciría necesariamente la necesidad de acudir al esquema de la existencia intermitente (por lo menos durante el periodo de interregno constitucional) si no a escala de días, sí a escala de lustros.

En cualquier caso, los historiadores suelen utilizar el esquema de la existencia intermitente, si no a escala de días, de lustros o de generaciones, sí a escala de épocas históricas, o sencillamente de intervalos históricos que juzguen pertinentes para cada sociedad política. «España existió, como Hispania, en la época del Imperio romano.» Pero esta Hispania, se dice, dejó de existir a consecuencia de las invasiones bárbaras, en nuestro caso, de las invasiones vándalas, suevas o visigóticas. Volvió a existir España gracias a la política de los visigodos, especialmente de Leovigildo; sólo que la España visigoda ya no podría considerarse como una misma realidad histórica que podamos atribuir a la Hispania romana (San Isidoro, Isidoro de Hispalis, por ejemplo, dice Américo Castro, «escribía con conciencia de ser visigodo»).

Pero si es distinta, ¿cómo puede decirse que fue España la que existió una vez como España romana y otra vez como España visigótica? Decir que se trata de una existencia intermitente ¿tiene más sentido que decir de algo que es un círculo cuadrado? Si España (Hispania) dejó de existir con las invasiones bárbaras, ¿cómo mantenerla, como sujeto de su renacimiento, con los visigodos? Porque lo que permanece «sustancialmente» ya no será España, sino otra cosa. Otra cosa que tampoco permitiría llamar «españoles» a los celtíberos o tartesios o saguntinos, como los llamaba Ortega, comentando la observación de Aníbal cuando decía que los celtíberos, tartesios y saguntinos «carecían de necesidades» (Ortega, por cierto, también llamó sevillano a Trajano).

Y otro tanto habría que decir de los historiadores que hablan de la desaparición de España (por ejemplo de la España visigoda) como consecuencia de la invasión sarracena. España dejó de existir y pasó a significar la parte de la Península ocupada por los moros (que por
cierto, llamaron Al Andalus  a la Hispania que ellos iban ocupando). Quienes, sucesores acaso de lo visigodos junto con otras tribus aún no bien romanizadas o visigotizadas, y otras poblaciones hispanorromanas, se enfrentaron a los musulmanes no se llamaban a sí mismos «españoles» (salvo más tarde en algunas partes de Cataluña), sino «cristianos». En el Poema del Cid hacia 1140, aunque se habla de España, no se habla de «españoles» sino de gallicianos, leonese , castellanos y «francos» (es decir, catalanes). Según demostró Paul Aebischer, el término «español» es un provenzalismo -en romance debiera haber producido «españuelo»-, cuya primera expresión escrita, según Rafael Lapesa, podría fecharse en un documento de 1194 suscrito por un clérigo de Toledo, un «domno Español».

Sin embargo ¿quiere esto decir que la existencia de España se hubiera interrumpido con la invasión mahometana? Lo que se interrumpió ¿no fue sólo el nombre de sus habitantes cristianos, pero no lo habitantes mismos? En todo caso el nombre de Hispania no desapareció. Lo constatamos en el Himno a Santiago durante el reinado de Silo (774-783) en la Crónica de Alfonso III

Otra vez, el esquema de la «existencia intermitente» nos demuestra su rudeza, y nos exigiría hablar de Renacimiento (en un sentido literal) de esa existencia, en lugar de hablar de Reconquista.

La existencia ininterrumpida no correspondería a España sino, en todo caso, a «las Españas»

Sin embargo, los historiadores de la «escuela intermitente» -que podrían llamarse también de la «escuela palingenésica»- se inclinarían a ver en los siglos medievales de la península Ibérica, si no ya una España interrumpida o discontinua en el tiempo, sí una España intermitente o discontinua en el espacio, por ejemplo, la España de los cinco reinos sucesivos, que impedirían hablar de un Reino de España. En su lugar cabría hablar de «las Españas», cuya existencia individual ya podría reconocerse como ininterrumpida desde tiempos anteriores a la venida de los romanos a España hasta la fecha (¿acaso los arévacos, los tartesios, la cultura de Breogán, los vascones, los layetanos, los berones… no siguen existiendo ahora en las Comnunidades autónomas de Castilla-León, de Andalucía, de Galicia, del País Vasco, de Cataluña o de La Rioja?).

En suma, dirán, durante los siglos VIII al XV España no existe sino, a lo sumo, en la forma de la «entelequia imperial» (por ejemplo, la entelequia del título de Alfonso VII, Imperator hispaniarum). Y por ello, añadirán, sólo podrá decirse que «España» comienza a existir (de nuevo, o por palingenesia) en la época de los Reyes Católicos, y esto con muchas restricciones, al menos en cuanto al nombre (que es el terreno que pisan los filólogos: «Quienes concurren a formar los ejércitos imperiales no se llaman españoles, sino castellanos, aragoneses, navarros…»; «aún en 1625, en la época del Conde Duque, aparecen corno extranjeros los aragoneses, entre quienes figuraban los catalanes y los valencianos»).

Sin embargo, la España que los Reyes Católicos habrían puesto en existencia habría sido también muy efímera, porque los mismos reyes que la proyectaron comenzaron a destruirla, en el momento en que obligaron a exiliarse a los judíos; y esta labor de destrucción se habría prolongado con la expulsión de los moriscos. Los Reyes Católicos y sus sucesores, los Austrias (Carlos I, Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II), destruyeron la España de Fernando III, la «España de las tres culturas», incluso la España de los comuneros, enterrándola en aventuras locas que la desangraron (y entre ellas, los historiadores más progresistas cuentan tanto a la Inquisición como a América y a Flandes).

Esta ideología negra -por cuanto se nutre, en gran medida, de la Leyenda Negra- se mantiene viva en las corrientes de la izquierda española anticlerical (unas veces krausista, otras masónica, a veces socialdemócrata, casi nunca marxista). La percibimos en La Catedral de Blasco Ibáñez, o incluso en el discurso de Azaña en las Cortes Constituyentes (sesión de 27 de mayo de 1932, en la que se continuaba el debate sobre el Estatuto de Cataluña): «La unidad española, la unión de los españoles bajo un Estado común -decía Azaña, a la sazón presidente del Consejo de Ministros- la vamos a hacer nosotros, y, probablemente, por primera vez; pero los Reyes Católicos [ni la monarquía española en general] no han hecho la unidad española, y no sólo no la hicieron, sino que el viejo rey [se refiere a Fernando el Católico, no propiamente a Alfonso XIII, que también] hizo todo lo posible por deshacer la obra en que consiste su gloria, y por deshacer la unidad personal realizada entre él y su cónyuge, y además, por dejarnos envueltos en una odiosa guerra civil».

Según esto, si España volvió a existir, aunque débilmente, con los Borbones, a partir del siglo XVIII, dejó de existir también por su culpa con ocasión de la invasión napoleónica de 1808. Resucitó en la Constitución de Cádiz, aunque inmediatamente perdió la mayor parte de su cuerpo electoral transatlántico. Volvió a recuperarse en la Primera República y, sobre todo, en la Segunda. Ahora es cuando Azaña podía decir, en 1932, que la unidad española, la unidad de los españoles, iba a lograrse por primera vez en la historia.

Pero otra vez esta España emergente, la España que trajo la Segunda República, volvió a recibir otro golpe mortal, el que le asestó Franco. España, según pensaban (y siguen pensando) muchos, dejó de existir, y sus despojos o bien fueron encerrados en cárceles franquistas o tuvieron que ir a existir fuera, en el exilio.

Gracias a la tenacidad heroica de las izquierdas del exterior, y del interior, España resucitó de nuevo (pues una nación sin libertad es una nación muerta), es decir, volvió a existir, recuperó la libertad, de acuerdo con el esquema palingenésico, en 1978. Esquema que aquí, por cierto, sólo puede ser aplicado con gran violencia, porque los cuarenta años de Franco (aun computados desde la perspectiva de las izquierdas antifranquistas) no son, ni pueden ser de hecho interpretados como años de inexistencia de España, por dos razones principales: 1ª) porque si se apela a la «tenacidad heroica» de la clandestinidad, tendrá que reconocerse también que España, en una de sus partes más significativas, seguía viva y no había muerto; 2ª) porque, sea franquista o antifranquista el historiador, no puede olvidar el hecho central de que la resurrección de España, tal como se produjo en 1978, fue un resultado necesario de la evolución de la España de Franco, evolución encabezada por el propio Franco cuando nombró sucesor suyo, a título de Rey, a don Juan Carlos de Borbón; también fueron decisivos en la transformación hombres como Adolfo Suárez, uno de los puntales del régimen franquista, y que de secretario general del Movimiento pasó a ser primer presidente del Consejo de Ministros de la nueva España democrática.

España, no «las Españas»

La existencia de España no estuvo por tanto interrumpida en el intervalo 1936-1978. En este intervalo España se mantuvo viva, porque en ella, acabada la Guerra Civil, se dieron las transformaciones económicas y sociales que, al iniciar el estado del bienestar -Seat 600, piso a plazos, Seguridad Social- que elevó a España al noveno lugar de los países desarrollados, hizo posible la metamorfosis de los partidos y sindicatos revolucionarios en partidos y sindicatos socialdemócratas y socialpopulares, ya fuera bajo el nombre de partidos socialistas, ya fuera bajo el nombre de partidos comunistas, o de partidos populares, todos los cuales juraron la Monarquía constitucional. Y España mantuvo viva su continuidad en el terreno social y político, si tiene algún sentido afirmar que las instituciones fundamentales de la nueva democracia -desde los Sindicatos y la Corona hasta los ferrocarriles y las universidades- fueron configuradas en el seno mismo del régimen franquista.

En resolución, si para reformular la pregunta «¿Desde cuándo existe España?» partimos del supuesto de que España existe, es porque admitimos también que esa existencia ha de entenderse como existencia global, continua e ininterrumpida, y no intermitente, como pide la «metodología palingenésica». Una existencia continua e ininterrumpida desde el tiempo en que determinemos su origen, que tomamos como referencia de esa existencia.

La existencia de una realidad de naturaleza procesual o histórica (un organismo animal o una sociedad política) ha de entenderse, en efecto, corno una existencia ininterrumpida, a lo largo de su duración. No podemos admitir que un mismo animal, cuya vida dura treinta, cuarenta o cien años, haya muerto varias veces y haya resucitado otras tantas, porque ya no sería el mismo animal, como «realidad sustancial» (en el sentido del actualismo). Una realidad sustancial que no la entendernos al modo de la metafísica de la sustancia, corno sustrato inmóvil y uniforme que permanece «igual a sí mismo» sin perjuicio de los «cambios accidentales» que puedan tener lugar en su superficie. (En nuestro caso, la «sustancia eterna» sería algo así corno el «sustrato celtibérico» que se mantendría idéntico a sí mismo, unas veces disfrazado de ciudadano romano, incluso de emperador romano, otra veces de filósofo cordobés o musulmán, otras veces disfrazado de conquistador de México, de Perú o de Flandes, y por último otras veces actuando como guerrillero en las partidas de la guerra de la Independencia, o bien en las partidas formadas por los «huidos» o por los maquis al terminar la guerra de 1936-1939.)

La continuidad en la existencia de una misma realidad sustancial, como habría de serlo la española, no tiene por qué ser de índole metafísica, sino positiva, como lo es la realidad reconocida por el sustancialismo actualista. La continuidad actualista sustancial de una realidad procesual que está dada en una duración es ante todo la propia de una continuidad causal, muy próxima a lo que los biólogos llaman «autocatálisis evolutiva», derivada de la concatenación de las partes que se determinan unas a otras en círculo causal. Aplicada esta idea de continuidad actualista a la existencia de España, como realidad histórica, tendremos que decir que la existencia de España, en los momentos de crisis en los que parece haber desaparecido su existencia, no habrá podido interrumpirse, si es que se admite una «recuperación» posterior a la crisis.

No será la existencia de España lo que se ha interrumpido, sino alguna de las partes de su cuerpo, de sus instituciones. Pero en los intervalos de crisis no cabe hablar de interrupción o corte absoluto. Incluso en los cortes aparentemente más profundos (y que algunos, como Américo Castro, percibían como radicales, al menos en el terreno de la historia cultural, como sería el caso del «corte» entre la Hispania romana y la visigótica), la concatenación actualista de unas partes con otras partes, dadas en la misma realidad histórica, podrá dar lugar a efectos de novedad, gradual casi siempre, pero tan notable como pueda ser la transformación, por ejemplo, del latín vulgar en romance, o bien la transformación del cristianismo niceno imperial en el cristianismo arriano visigótico, y de éste, a su vez, en cristianismo romano.

Con la expresión «las Españas» pueden, por tanto, designarse muchas cosas; pero para atenernos, dentro del marco de nuestra argumentación a la Nación política española, tendremos en cuenta que en la Constitución de 1812 «las Españas» tiene como clara referencia los territorios de América, de Asia y de África. (El artículo 179 establecía que «El Rey de las Españas es el Señor Don Femando VII de Borbón, que actualmente reina», y el capítulo I, «Del territorio de las Españas», en su artículo 10 decía: «El territorio español comprende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes: Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las Islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África. En la América septentrional: Nueva España con la Nueva-Galicia y península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su gobierno».)

Por tanto, interpretamos que España, por antonomasia, tiene como referencia la Península, islas y territorios adyacentes.

El «presente ficción» necesita una «historia ficción»

En cuanto al segundo supuesto de la pregunta «¿Desde cuándo existe España?», nos limitaremos a indicar cómo este supuesto no es otro que el que conocemos, aunque sea de un modo muy oscuro y confuso, corno el contenido, el quido la esencia, o consistencia de España, es decir, la unidad y la identidad de aquello cuya existencia estamos suponiendo. En rigor, la cuestión sobre si algo existe no puede plantearse al margen de toda cuestión sobre la unidad y la identidad de los contenidos de aquello que existe.

No puede plantearse, en efecto, la existencia de «algo» cuya esencia o consistencia sea totalmente desconocida, una X absoluta. Y no se puede plantear, porque entonces esa X tanto podría ser una realidad desconocida (o incognoscible) como la «misma nada». Sólo cabe hablar de existencia de lo «absolutamente desconocido» en términos del límite de una serie de preguntas por un «algo» que cada vez fuera más desconocido o indeterminado. En este límite, el sujeto (al menos el sujeto gramatical) del predicado gramatical «existe» quedaría, por hipótesis, desvanecido, lo que hará imposible referir esa existencia, predicada gramaticalmente, a ningún sujeto.

De otro modo, si tiene sentido suponer que existe «algo» es porque sobreentendemos que este algo no es desconocido enteramente; por lo menos debe mantener algún tipo de coexistencia con otras realidades, ya determinadas, y entre ellas, desde luego, los cuerpos de quienes preguntan, o el mundo en el que estos cuerpos viven. Este algo desconocido, cuya existencia presuponemos, debe ser, por lo menos, una realidad material, capaz de influir sobre nuestros cuerpos o sobre nuestro mundo. Y este conocimiento tan sumario ya nos permitiría una mínima determinación de ese algo.

Ahora bien, en el caso de las realidades no procesuales o atemporales (por ejemplo, las matemáticas), las cuestiones de génesis, por tanto, las cuestiones de evolución o de historia, pueden ser completamente disociadas de las cuestiones de estructura. Puedo establecer la estructura del teorema de Pitágoras sin preguntarme por la trayectoria que siguió mi mano al dibujar las figuras del triángulo: basta que éstas estén dadas o existan en un plano presente. Puedo establecer el estado de energía potencial de una masa que he elevado a cien metros sobre el suelo, siguiendo cualquier trayectoria, sin que las trayectorias seguidas intervengan en la ecuación de estado correspondiente.

Pero en el caso de las realidades históricas u orgánicas, las cuestiones de génesis ya pueden formar parte de las cuestiones de estructura. Esto se constata ya con evidencia en Biología, como hemos dicho antes. La estructura anatómica de un animal no puede ser segregada de sus fases embriológicas, ontogenéticas o filogenéticas. No cabe remitir estas cuestiones a un «pretérito cámbrico», dado in illo tempore y separado de los organismos del presente. Porque la estructura de los organismos en el presente es, en gran medida, la misma estructura viviente del pretérito, que sigue en el presente, a la manera como los dinosaurios no permanecen sólo en los esqueletos que se exhiben en los grandes museos: siguen existiendo hoy día transformados en palomas o en urracas.

En el caso de las realidades históricas, las cosas se plantean de un modo similar. La existencia de España, en el presente, implica la realidad y la existencia ininterrumpida, como hemos dicho, de una España dada en el pretérito. Por ello la España histórica no es, en su totalidad, una realidad pretérita que pueda ponerse en un mundo fantasmagórico que sólo puede ser contenido de una «memoria histórica» colectiva («dejémonos de historias»). Al menos en la medida en la cual esa España pretérita está sirviendo para definir el contenido, esencia o consistencia de la España actual (mutatis mutandis habrá que decir lo mismo de otras «Comunidades históricas»).

Porque sólo podemos y debemos «dejarnos de historias» cuando las historias sean imaginadas o fingidas, y aun en este caso servirán para demostrar la conexión general entre génesis y estructura; o bien, cuando, aunque siendo reales, sean irrelevantes, o incluso contradictorias con la estructura del presente. En este caso, es cierto, se intentará sustituir las historias irrelevantes por otras fantásticas, que es lo que hacía Sabino Arana describiendo la supuesta «batalla de Arrigorriaga», del año 870, cuyo héroe, un tal Jaun Zuría, resultaba ser hijo de Culebro, un duende, y de una princesa escocesa a quien, mientras dormía, Culebro habría dejado preñada; o bien lo que hacen los catalanes que celebran la Diada, como si la Barcelona enfrentada a Felipe V no hubiera comenzado aclamando al archiduque Carlos como rey de España.

Pero las energías que se utilizan para inventar historias, con el objetivo de definir al presente que importa, demuestran que el pasado histórico está viviendo en el presente, y que cuando el presente no tiene una justificación clara por sí mismo, necesita también proporcionarse un contenido, una historia, aunque sea falsificada: tan falsificada como su presente.

La necesidad de apelar a una historia, aunque sea una historia ficción, demuestra, en todo caso, que no es posible definir un presente histórico al margen de su pretérito. Es decir, que no cabe dar por cierto que la España realmente existente de hoy sea una creación ex nihilo de quienes «se dieron a sí mismos la Constitución de 1978».

Y esta intrincación de la historia del presente, intrincación que estamos intentando explicar a partir del «trámite de definición» del contenido o consistencia de la realidad histórica presente cuya existencia se postula, se advierte claramente en los debates hoy planteados sobre las «comunidades históricas» y sobre la «deuda histórica». El 30 de junio de 2005, el candidato a la presidencia de Galicia por el conducto del Bloque Galega, señor Quintana, que había perdido las elecciones con un notable descalabro, pero que gracias a su coalición con el señor Touriño, del partido socialdemócrata gallego, logró alcanzar «democráticamente» el gobierno de coalición, manifestó su voluntad de «pedir a España» la satisfacción de la «deuda histórica» que, según él, España tiene contraída con Galicia, deuda fundada «en el atraso económico y marginalidad de Galicia» atribuida al Estado español.

¿De qué Estado español histórico habla el Bloque Galego? ¿Del Estado de los Reyes Católicos? ¿No suelen decir los políticos más radicales, que representan a las «nacionalidades históricas», que España no existía en aquel reinado, y que únicamente existía allí una unidad de familias reales, unidas por matrimonios de conveniencia, antes que una unidad política? Además, ¿por qué no computar al menos, en el cálculo de esa deuda histórica, el Hostal que los Reyes Católicos edificaron en la plaza del Obradoiro? Si Asturias utilizase, de este modo tan ridículo, el concepto de «deuda histórica» podría reclamar también al «Estado español» las prestaciones debidas a las «víctimas de terrorismo islámico», pero ahora no ya a las víctimas asturianas del 11-M, sino a quienes sacrificaron su vida en la batalla de Covadonga.

La historia está intrincada en el presente histórico, pero cuando este presente es definido en términos reales y no fantásticos. El supuesto presente de la «nación catalana», en nombre de la cual la clase política está impulsando la reforma de su Estatuto, es un presente ficción: una encuesta del verano de 2005 denuncia que sólo un cinco por ciento de quienes viven en Cataluña están interesados en esta reforma; y éste es el motivo por el cual la ficción del presente tiene que ser complementada con la ficción de la historia. Fantásticas son, por ejemplo, la marginación, la colonización o la explotación de Galicia, o de Asturias por el «Estado español». Y sólo cuando definimos el presente real, libre de fantasías repugnantes, la historia que necesitamos para apoyar esa realidad deja de necesitar ser historia ficción. Historias ficción que, imbuidas a través de una tenaz labor pedagógica ejercida sobre los niños y los jóvenes gallegos, vascos o catalanes (labor pedagógica sufragada por los fondos públicos administrados por cada Comunidad), podrá dar lugar a unas visiones tan irreales corno fanáticas, pero no menos activas en su proceso de fabricación de la realidad capaz de transformar la posible convivencia de los españoles en una convivencia de orates. Y cuando esos ilusos fanáticos disponen además de armas, la convivencia comienza a ser peligrosa. Dicen que dijo Indalecio Prieto durante la Guerra Civil: «A nada temo más que a un batallón de requetés recién comulgados».

La pregunta «¿Desde cuándo existe España?» no tiene una respuesta unívoca

La pregunta por el origen se hace desde la plataforma del presente que nos interesa vivir

La respuesta a la pregunta «¿Desde cuándo existe España?» depende de los supuestos, premisas o principios que estén inspirando a quien la formula, y tanto, desde luego, si nos referimos a los supuestos relativos a la existencia de España, como si nos referimos a los supuestos relativos a su esencia o consistencia, a su unidad y a su identidad.

Dos metodologías posibles

Los supuestos que se refieren a la existencia de una Sociedad política en el presente (por ejemplo, los supuestos que se refieren a proposiciones tales como «España existe») requieren dar las coordenadas históricas de esa existencia de referencia. Por ejemplo, el supuesto de que «España existe» puede tener como referencia el presente actual (por ejemplo, el intervalo 1978-2005); pero también podría tener como referencia un presente histórico, pongamos por caso el siglo XIII o el siglo XVI.

Si partirnos de la existencia de España en la actualidad del presente político (1978-2005) y una vez definidos los grados de unidad y los criterios de identidad desde los cuales asumimos el supuesto de existencia actual de España, tendremos que ir regresando en el tiempo histórico hasta determinar otro presente histórico en el cual pueda decirse que España ya existe como tal, y no sólo como una futura España. A partir del presente actual tendremos a su vez que ir regresando, y tras alcanzar el siglo XIII, pongamos por caso, continuar después hasta el momento -¿las cuevas de Altamira? ¿la Edad del Hierro? ¿Atapuerca?- en el que la existencia de España se nos desvanezca. Pero además tendremos que progresar hacia el futuro perfecto (es decir, a la posterioridad del presente histórico de referencia), a fin de reconstruir las transformaciones que en ese intervalo histórico experimentó esa existencia de España.

Por descontado, cualquiera de estos métodos está abierto; pero aquí preferimos el que parte del presente, como referencia, regresando hacia el pretérito, para después iniciar el progreso hacia el futuro perfecto (es decir, el futuro relativo al estado inicial presupuesto, un futuro que se supone ya dado en la historia positiva).

Propiamente el círculo descrito por estas fases de regreso (desde el presente actual hasta el «tiempo del comienzo») y las del progreso (desde los tiempos originarios hasta el tiempo presente) podrían comenzarse partiendo desde su final, o partiendo desde su principio o comienzo, siempre que no se olvide que este comienzo ha sido determinado desde su final.

El «diálogo» presupone el consenso, no se deriva de éste

Los otros supuestos tienen que ver, como ya hemos dicho, con la unidad y la identidad de la España cuya existencia, en momentos determinados del tiempo histórico, sea tomada como referencia. No es lo mismo atenernos a una definición de la unidad de España en términos sociales o políticos que atenernos a la definición de su identidad establecida según criterios determinados (identidad global o particular, identidad genérica o específica con otras culturas, etc.). Las respuestas a la pregunta acerca del comienzo de España, según los contenidos considerados, no tienen por qué ser siempre las mismas; pero lo que nos importa es distinguir las respuestas que, aun distintas, por su enfoque, pueden ser compatibles, y las respuestas que son incompatibles entre sí.

Se trata, sobre todo, de determinar el lugar en el que se origina aquella incompatibilidad que, obviamente, hará imposible cualquier «diálogo de consenso». La imposibilidad del diálogo deriva de la imposibilidad del consenso. Cuando quien debate advierte que sus respuestas son incompatibles con los supuestos del adversario, y las posiciones irreductibles, entonces la coexistencia pacífica entre los dialogantes sólo puede tener lugar mediante actos de transigencia o tolerancia cuya vía más segura es la abstención ante cualquier circunstancia que implique reproducir los debates. Es decir, la orientación a hablar de otra cosa, por tanto, a interrumpir el diálogo, a cambiar de conversación. Y cuando esto no sea posible, el diálogo también quedará interrumpido, acaso por una confrontación más violenta. Que algunos considerarán «irracional», como si la racionalidad sólo existiera en el diálogo habermasiano, cuando, por hipótesis, hemos supuesto que el diálogo es imposible. Otros dirán que el conflicto deriva del enfrentamiento de la «razón» con la «voluntad» (o el sentimiento) de quien no quiere aceptar mis respuestas. Pero en realidad el conflicto deriva de que los contendientes no parten de los mismos supuestos, premisas o principios. Y lo que es más grave, de que no pueden compartirlos, porque estos supuestos no se asumen en función de una «intrínseca racionalidad», sino en función de intereses y prejuicios contrapuestos, que acaso tienen su racionalidad propia. El conflicto en las respuestas deriva, en suma, no tanto del conflicto de voluntades irracionales, en principio, sino del conflicto entre «racionalidades» (por tanto, voluntades) que acaso tienen la misma dirección, pero un sentido contrario.

Quien, partiendo metodológicamente de la existencia de España como unidad, en cuanto Nación política, tal como esa unidad está representada en el artículo 2 de la Constitución de 1978, tenga la voluntad racional de mantenerla en el futuro, tenderá a retrotraer el comienzo de esa unidad lo más atrás posible del tiempo histórico, puesto que cuanto mayor «espesor histórico» se atribuya a la unidad nacional, mayores argumentos podrá utilizar para mantenerla en el futuro.

Quien, partiendo también de la existencia de España como unidad nacional representada en la Constitución, no tenga sin embargo, y acaso también racionalmente, esa voluntad de mantenerla en el futuro, sino, por el contrario, de descomponerla en naciones políticas soberanas (Cataluña, «Euskalherría», Galicia… ) tenderá a acogerse a respuestas orientadas a acortar el comienzo histórico de esa unidad de España a fechas muy recientes.

Lo único que puede resultar de esta confrontación de voluntades, que se canalizan en un diálogo supuestamente racional y neutro, es una reafirmación de las posiciones irreductibles, y la apelación a las consecuencias que en otros órdenes (económicos, sociales, etc.) y en el futuro puedan derivarse de las respuestas asumidas. Pero como las consecuencias en el futuro sólo pueden alcanzar algún grado más o menos alto de probabilidad, tampoco podrán ser tomadas como criterios de decisión para dirimir el conflicto sobre el origen. Sólo quedará acogerse a la «dialéctica de lo hecho», sin que pueda decirse que, en lo que a la cuestión de España concierne, sea «más racional» inhibirse de toda acción. ¿O es que hay que considerar «más racional» (a veces más sabio) a la conducta del individuo que se inhibe cuando otro le arrebata lo que considera suyo que al individuo que resiste, o incluso ataca (con las letras -las leyes- o con las armas, si las letras son insuficientes) para mantener «su propia identidad»?

Cuestiones sobre el origen de la unidad de España y sobre el origen de su identidad

En cualquier caso, lo que sí podríamos extraer de estos diálogos imposibles (en nuestro caso, sobre el origen de la existencia de España es la evidencia de que las argumentaciones que en ellas se enfrentan suelen arrastrar, en completa confusión, los componentes más diversos del proceso. Al exponer una determinada respuesta a la pregunta sobre el comienzo de España, será difícil distinguir las cuestiones de unidad y las de identidad.

Por ejemplo, Américo Castro rechaza, con la «razón antropológica» en su mano, la creencia que tantos españoles tienen de considerarse «casi como una emanación del suelo de la Península Ibérica»; y mete en el mismo saco, rotulado con esta creencia en lo «autóctono», tanto a quienes ven a los artistas de las cuevas de Altamira como españoles precursores de Picasso, como al padre Mariana, cuando decía, en el siglo XVI, que Cartago envió a Sicilia dos mil cartagineses y otros tantos soldados españoles; o a Pericot cuando dice, en 1952, que el reino de Tartesos constituye una de las raíces más profundas de la España de todos los tiempos. Sin embargo, las críticas que Américo Castro termina utilizando son más bien de índole lingüística que antropológico cultural, al defender la tesis de Aebischer que ya hemos citado, según la cual el adjetivo «español» no puede aplicarse con rigor a quienes vivieron en la península Ibérica con anterioridad a la invasión musulmana.

Todo esto es, sin duda, cierto. Pero ¿puede deducirse de ahí que España y los españoles sólo comenzaron a existir en el siglo XII o, a lo sumo, en el siglo XI? Sería puro idealismo subordinar el origen de la unidad existente de España al lenguaje. El lenguaje común, el español no es una mera «seña de identidad», ni es sólo un rasgo distintivo de los españoles (frente a los franceses o a los ingleses); es un agente de la unidad actualista de España, y por ello, a la vez que agente, un efecto de esa unidad.

Pero el término «español», que comienza a aparecer en el lenguaje escrito o hablado en el siglo XII, es un indicio claro de algo nuevo; esta novedad no podrá considerarse como meramente lingüística. Se apoyará en novedades reales previas, que percibimos desde plataformas distintas. Novedades, porque efectivamente no cabe retrotraernos a los orígenes del tiempo histórico de España como si estos orígenes fuesen una «emanación del suelo de la Península». Pero sí que hay que retrotraerlas a la realidad de alguna unidad ya conformada (por el entorno romano -de donde procede el término «hispanus»- y después visigótico) y, sobre todo, por la confluencia a la cual se vieron obligados las diferentes partes en las que fue re-partida la unidad del reino visigodo entre los invasores musulmanes, cuando aquellas partes se veían solidariamente unidas en su lucha frente a un enemigo común, en el momento de tratar de recuperar su identidad.

En el origen de España está la voluntad expansionista («imperialista») de alguna de las partes que resultaron de la invasión sarracena.

Una recuperación que no se bastaba con una reconquista de lo que ya antes había poseído; la reconquista era el primer paso obligado, pero que tenía que ser rebasado por una voluntad imperialista, fundada no tanto en una mímesis del imperio islámico, cuanto en el propio componente cristiano (católico) de la nueva monarquía asturiana, componente que habría tenido que subrayar esta monarquía para poder enfrentarse a los mahometanos. Los cristianos llamaban «grandes» a sus más altos señores, no ya tanto porque los musulmanes llamasen así (akabora, ad-daulati) a los grandes hombres de su reino, sino porque los hombres más notables de los cristianos, como pudiera serlo Alfonso II, eran católicos, y se creían con más derecho que los mahometanos a llamarse «grandes».

En su origen, España no comienza a partir del desarrollo de algunos «núcleos de resistencia» al invasor musulmán, sino a partir de núcleos expansionistas o imperialistas.

La unidad conformadora de España fue, según esto, desde el principio, una unidad expansionista (imperialista). En modo alguno la unidad que se circunscribe a su «membrana», para resistir a los ataques musulmanes. Los reyes de Oviedo fueron precisamente quienes conformaron este tipo de unidad expansionista (imperialista) sobre la cual se moldearían más tarde la unidad y la identidad de España: cuando el reino de Alfonso I el Católico, el de Alfonso II el Casto y el de Alfonso III el Magno fue creciendo y cuando se expandió a través de Alfonso VI y Alfonso VII el Emperador, hasta el punto de que pudo comenzar a ser percibido, desde fuera (etic), desde Provenza, como una realidad formada no por hispani, sino por españoles.

Pero esta unidad conformadora, así moldeada por los nuevos hechos, sólo pudo llevarse a término porque pisaba sobre una realidad conformada previa, a saber, la unidad lograda por los visigodos y, antes aún, por los romanos. Ninguna «Historia de España» puede comenzar sin ellas. La Hispania romana, o la visigoda, no son prehistoria de España.

Según esto, sólo podemos considerar como una verdad a medias la tesis de que «España comienza a existir durante el intervalo que se extiende desde el siglo VIII al XII». A lo sumo, en estos siglos, la unidad de España comienza a existir como unidad proyectada hacia nuevas identidades, como una «metodología imperialista» (imperial) que se mantendrá a lo largo de los siglos XIII al XVI, y se continuará tras la toma de Granada, por África, América y Asia.

No podría decirse que España comenzó a existir, en términos absolutos, en esta época. España, aún con el nombre de Hispania, y, como unidad conformada, existía ya hacia finales de la república romana. Era una España que todavía no lo era «formalmente», desde el punto de vista político, pero sí materialmente; en un sentido parecido a como decimos que un niño de seis años todavía no tiene formalmente (es decir, jurídicamente, socialmente, incluso psicológicamente) la personalidad que alcanzará en su juventud, y, mejor aún, en su madurez; pero, sin embargo, la personalidad juvenil o adulta sólo podría ser resultado de la individualidad del niño cuya impronta determina en gran medida las formas del adulto.

La «futura España» comenzó como unidad conformada por Roma y con una identidad romana en proceso que irá consolidándose (calzadas que unen las ciudades, desde Tarragona a Astorga, desde Mérida a Gijón; instituciones similares, idioma de comunicación cada vez más extendido) hasta alcanzar el punto en el que casi todos los ciudadanos de la Península, y no sólo algunos distinguidos, en la época de Caracalla, llegaron a ser ciudadanos romanos.

Los visigodos no destruyeron esta unidad, tan alabada por san Isidoro, por ejemplo; pero sí destruyeron su identidad romana, en cuyo ámbito Hispania (las Hispanias, la Citerior y la Ulterior, la Bética, la Lusitania, la Tarraconense) ocupaba un puesto equiparable en rango al que ocupaba la Galia, Libia, Italia o Grecia… Con los visigodos, Hispania dejará de ser una diócesis o distrito más del Imperio romano (junto a la Galia, Germania y otras). Se desvinculará políticamente de Roma, para vincularse, al menos teóricamente, a Constantinopla. Y se distanciará de la Galia, una vez que se haya liberado del lugar que ocupaba como diócesis de Diocleciano. Su identidad será ahora la identidad cristiana, y a través de esa identidad, el reino visigodo, una vez traspasada su «fase» cesaropapista. arriana (fase en la que recaerán los reinos europeos protestantes, siglos más tarde), volverá, desde Recaredo, a vincular a España con la Roma del papa católico.

Pero en el ámbito de esta nueva identidad, la Hispania visigótica mantendrá su unidad, precisamente a través de su identidad principalmente mediante la Iglesia hispánica con capital en Toledo. Los visigodos, desde Galia, llenarán la península Ibérica a la manera como una corriente de agua va llenando una inmensa cuenca cerrada en la que desemboca, pero sin intención de desbordarla (sino, a lo sumo, desalojando de su ámbito a otros «compañeros de viaje» que también habían entrado en esa cuenca: alanos, suevos, vándalos). Precisamente por esto, por esa circunscripción en la «cuenca peninsular», en la Hispania visigótica no puede aún reconocerse la España posterior; porque la España posterior se reconocerá como incapaz de permanecer circunscrita al perímetro de la península Ibérica.

Y, sin embargo, solamente la unidad y la identidad de la España visigótica podrá constituir la materia imprescindible sobre la cual se conformará España cuando su unidad y su identidad reciban definición propia.

El núcleo originario de España se conforma en Asturias, con los reyes de Oviedo

El proceso mediante el cual la España visigótica comenzó a transformarse en una España embrionaria, pero ya realmente existente (y resultante precisamente de esa transformación), no fue un proceso «interno», es decir, una «evolución» de la propia España visigótica (por ejemplo, resultado de una dialéctica entre godos e hispanorromanos). Fue un proceso determinado, sin negar la importancia de tal dialéctica, desde el exterior peninsular; a saber, por la invasión musulmana de comienzos del siglo VIII. Los invasores musulmanes destruyeron, en muy pocos meses, la unidad política del reino visigodo. Y esa destrucción hubiera significado el final definitivo de la España visigótica, que habría sido transformada al recibir una identidad totalmente nueva e inesperada, que ya no tendría nada que ver con Roma o con Constantinopla, sino con Damasco: la identidad islámica, impulsada por la expansión imperialista de los hijos de Mahoma.

Y sobre todo, habría significado el término definitivo de la «futura España» (desde cuya plataforma hablamos ahora), si no hubiera sido porque en Asturias (y no en Navarra o en Cataluña) lograron rerganizarse los restos visigodos (el duque de Cantabria, Pelayo, etc.) con las tribus más o menos romanizadas o visigotizadas de las montañas y valles del Norte, constituyendo primero, después de Covadonga (718), una suerte de «Jefatura», y casi inmediatamente un reino, el reino de Alfonso I el Católico. Un reino que dejó inmediatamente de asumir la función de mero «punto minúsculo de resistencia» ante el invasor musulmán, para constituirse como un proceso de «contraataque» continuado que años más tarde se llamará Reconquista (Alfonso I desbordó en seguida la cordillera Cantábrica, inició las razias hacia León y Palencia y extendió sus alas hacia Calicia y Bardulia).

Ocurre como si la pérdida de la unidad de Hispania hubiera determinado muy pronto su figura como un proyecto de unificación que había que reconstruir, sin duda, pero sin necesidad de mantenerse limitado en la «cuenca peninsular», por la que se había extendido el reino visigodo que había sustituido el poder romano que mantenía la unidad de Hispania. La unidad de Hispania, al haber sido destruida por el islam, sólo podía ser reconstruida desde otra identidad, aquella que fuera capaz de contrarrestar al Imperio islámico. Una identidad que, por cierto, también procedía de fuera de Hispania, es decir, no «emanada» de su suelo. Y esta identidad sólo podía haberla encontrado en la cristiandad católica, pero asumida como empresa propia de quienes acababan de perder la unidad de Hispania.

En este proceso cobra un significado singular la fundación de Oviedo por Alfonso II, un rey que formaba parte ya de una dinastía que había comenzado a extender sus territorios, y según un estilo arrasador (se han comparado algunas veces las talas e incendios que Alfonso I hizo en León, para lograr un desierto estratégico que defendiera su reino de los invasores mulsulmanes, con procedimientos similares a los utilizados por Alejandro Magno). La fundación de Oviedo como capital de un reino ya existente, pero con proyectos que desbordaban su fronteras iniciales puede considerarse como un caso típico de fundación de una «ciudad imperial», situada en el centro estratégico de las grandes coordenadas de la época, la línea de oeste a este y la línea de norte a sur. Una ciudad imperial equivalente por tanto a Alejandría, a Constantinopla, a Roma, y después a Toledo, a través de la cual seguía proyectándose la sombra de Constantinopla y de Roma.

Ya en la época del rey Mauregato (783-789) se escribe el célebre Himno a Santiago (un Santiago cuyo sepulcro sería «inventado» desde Oviedo por. Alfonso II, juntamente con el Camino que conducía a él, y que tuvo en este rey a su primer peregrino). Un Himno, probablemente compuesto por Beato de Liébana que ve a Santiago como caput refulgens aureum Ispaniae.

La idea de la Re-conquista define con precisión el proceso mediante el cual España comienza a existir como entidad política, con identidad plena, pero con unidad no fija sino en expansión constante e indefinida en virtud precisamente de su identidad católica, universal. Una expansión que debería recuperar, ante todo, la cuenca ibérica ocupada en su mayor parte por los sarracenos, pero sin tener que detener e al llegar a sus límites, porque su identidad le impulsará a desbordarlos, incluso cuando el islam, siglos después haya sido arrojado del último reducto de la «cuenca», el Reino de Granada.

El impulso expansionista del origen, en el siglo VIII, se renueva en el siglo XVI

Será preciso desbordar los límites peninsulares, seguir acorralando a los mahometanos en África, y aun tratar de «cogerlos por la espalda» en la ruta del Poniente hacia las Indias, que Colón venía proponiendo a los Reyes Católicos por aquellos años. No puede olvidarse, sin incurrir en anacronismo, que esta razón estratégica es la que movió a los Reyes Católicos para apoyar el proyecto de Colón. De hecho, y tras el inesperado «descubrimiento de América» (que Colón seguirá confundiendo con las indias orientales, con la China o con el Japón), la vuelta al globo terráqueo pudo darse por primera vez, y Elcano pudo recibir de Carlos I una divisa, en la que figura la Tierra con la leyenda Primus cirumdedisti me. Fue desde España, por tanto, desde donde partió la primera globalización, y en su sentido más literal, si recordamos que «globo» es, según nos dice Cicerón, la traducción latina del término griego sphairos (esfera).

España comienza a existir formalmente (es decir, con una identidad y una unidad en expansión indefinida, con la que se reconocerá durante los siglos posteriores) a partir del momento en el que los reyes de Oviedo asuman en serio el nuevo ortograma estratégico cuya expresión simbólica más ceñida es la del Imperio universal. Una expresión simbólica -porque simbólico era el imperio mismo, como simbólica era la unidad futura que la Reconquista habría de comenzar- pero presente a lo largo de los siglos corrientes: desde Aldephonsus [III] Hispaniae Imperator, hasta Alfonso VI, Imperator totius Hispaniae; desde Alfonso VII el Emperador y Alfonso VIII hasta Alfonso X el Sabio, empeñado, durante toda su vida, en «el fecho del Imperio». Una unidad, como hemos dicho, que, desde el principio, no se circunscribía a la Península (no podría definirse la Reconquista como una empresa de restauración del reino gótico perdido), sino que implicaba ya, en su mismo ortograma, su desbordamiento. En el Cantar del Cid se mira ya en serio a África.

A medida que el proceso de «recomposición católica» (expansionista, imperialista) va creciendo y consolidándose gracias a la convergencia de los diferentes reinos peninsulares (en principio organizados como meros «baluartes de resistencia»), en un objetivo común, el proceso, en fase aún muy primeriza de ejecución, comienza a ser percibido por los vecinos y, ante todo, desde la Galia, por los provenzales. De aquí saldrá, como ya hemos dicho, la denominación que esas gentes comenzarán a dar a quienes venían ejercitándose en la Península en tan singular propósito: «los españoles» (y los primeros que fueron vistos como españoles fueron obviamente los más próximos a ellos, los catalanes). Los españoles, como tales, ya existían formalmente como conjunto de pueblos y de reinos que confluían en un propósito común inmediato: recuperar las tierras que los musulmanes habían ocupado a los reyes visigodos.

¿Desde cuándo existe España? Sin duda, al menos desde la perspectiva que hemos asumido, España existe ya formalmente desde los Alfonsos de Oviedo. Ciudad en consecuencia, que exige su reconocimiento como «ciudad histórica más antigua de España» y capital no propiamente de un territorio que pudiera ponerse en correspondencia con el de la actual Aturias (cuyos límites no estaban ni siquiera dibujados) sino con un territorio de límites indefinidos que se iban extendiendo constantemente con el transcurso de la décadas. Y esta existencia se consolida en los reyes de León y de Castilla. La existencia de esta España no tiene por supuesto, la estructura o consistencia de una ación política. Hasta muchos siglos después no hubo aciones políticas; las naciones que existían en estos siglos no eran Naciones políticas, sino naciones étnicas, castas, estirpes integradas en general en sus correspondientes reinos o imperios.

La España que va formándose en los siglos medievales no tiene la unidad de una Nación política, ni tampoco la de un reino; tiene la unidad de un Imperio.

España existía, pues, desde el siglo VIII, pero no como Nación política, ni tampoco como un reino. Era más bien una «comunidad de reinos» que durante siglos, actuaron guiados por un ortograma objetivo, preciso y convergente (que daría lugar a incesantes conflictos): detener la invasión musulmana pero, sobre todo atacarla a la contra recuperando los territorios perdidos. Perdidos por cierto, no por los nuevos reinos (que nada podrían haber perdido porque aún no existían), sino perdidos en un horizonte que se dibujaba por detrás de ellos. Y se dibujaba con más nitidez ante unos reinos que ante otros. Ante Alfonso X, por ejemplo, mejor que ante Jaime I, cuando le «cede» Murcia (lo que hubiera sido impensable en sentido recíproco); o cuando la Generalitat de Barcelona, a mediados del siglo XV, ofrece la corona catalana a Enrique IV de Castilla a fin de librarse de la tiranía de Juan II de Aragón. Es decir, los que «ceden» lo hacen ante los reyes que utilizaban el título de «Emperador».

Como símbolo insuperable de lo que estamos diciendo, quisiéramos tomar una batalla que fue decisiva para la Reconquista, la batalla de las Navas de Tolosa. Allí están, formando triángulo o trinidad, los reyes hispanos cristianos: Alfonso VIII el Emperador, rey de Castilla, en el vértice del triángulo; y los reyes de Aragón y de Navarra en los flancos. Las tropas europeas que habían acudido a la batalla se retiraron antes; el rey provisional de León, Alfonso IX, en Babia. El «triángulo cristiano» avanza en las Navas de Tolosa hacia la «media luna» formada por el ejército musulmán, y la desbarata.

¿Puede decirse que en 1212 existe ya España? Insistimos: no como Nación política, no como reino, pero sí como una «comunidad de reinos» hispánicos cristianos, entretejidos en la cúpula y muchas veces, «por encima de la voluntad» de algunos, por relaciones de parentesco, y con un vínculo político muy débil, si se quiere, pero no por ello de menor poder simbólico: el vínculo creado en torno al título de Emperador. Y con un idioma que va haciéndose en cada momento que pasa, un idioma entendido por todos, el idioma ligado a la dinastía de los Alfonsos emperadores, y que llegará a ser el español. Ya en la corte de Fernando III el Santo, el hijo de Alfonso VIII, se compone El libro de los doce sabios (y tanto da que los filólogos digan que está escrito en alfonsí, o que está escrito en castellano: es un libro que lo puede entender sin traducir cualquier español de nuestros días que lo lea).

Estos reinos irán integrándose, cada vez con más fuerza, primero en los «Reinos Unidos» de los Reyes Católicos; en seguida en la Monarquía hispánica de Carlos I, de Felipe II…, es decir, cuando la unidad de España se consuma desde la identidad de una Monarquía católica, universal; cuando el español se convierte en la lengua del Imperio, en expresión de Nebrija.

La convergencia, a escala peninsular, de los reinos medievales que se mantenía por el «atractor» de la Reconquista (al margen incluso, como hemos dicho, de la «voluntad» de alguno de estos reinos: nuestra perspectiva es materialista) se consuma cuando ésta termina, pero se reproducirá, a escala mundial, por el «atractor» de la ConquistaEntrada en América.

¿Quién podría atreverse a decir con fundamento, salvo un canalla disfrazado de historiador, que España no existe plenamente -en la superposición de su unidad en expansión y de su identidad de monarquía católica universal- ya a comienzos del siglo XVI? Su unidad no es la de una Nación política, pero sí la de una nación histórica, resultante de la fusión o confusión, más o menos intensa, de las diferentes naciones étnicas, estirpes, gentes, o castas que se agrupaban en los reinos. Esta nación histórica irá progresivamente consolidando una lengua común cuyo canon gramatical estableció Nebrija, precisamente el mismo año del Descubrimiento. Esta nación histórica no tiene, es cierto, un correlato jurídico político; pero España es entonces tan real o más como pudiera serlo más tarde, en el nuevo régimen de 1812, la Nación política española. Ricote, a quien ya hemos citado, uno de aquellos moriscos que tuvo que marcharse de su lugar, «por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba», le dice a Sancho: «Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural» (II, 54).

«Memoria histórica» y olvido histórico

Y esto es lo que quieren olvidar tenazmente los políticos secesionistas y los historiadores a su servicio (incluso los que se creen, lo que todavía es peor, en «la vanguardia de la ciencia»), cuando pretenden negar la existencia de España en la Edad Media, y aun en la Edad Moderna, fijándose únicamente y anacrónicamente, en los componentes jurídicos políticos y aun burocráticos que debiera tener como Nación política o como Estado. Olvidando que aunque Felipe II o Felipe III… siguieran llamándose reyes de León, o de Castilla, o de Aragón…, España, como nación histórica (equivalente en extensión, aunque no en definición jurídica, a una Nación política) ya existía. Y no entendiendo que, si en 1624 el conde duque de Olivares, en su llamado Gran Memorial, se atreve a exhortar a Felipe IV a hacerse «Rey de España» es porque España ya existía como Nación histórica. El mismo Conde Duque quiere transformar esa nación española -de la que ya hablan los de fuera y los de dentro- en una «nación comercial, en una nación industrial» (aunque sería un anacronismo suponer que también deseaba transformarla en una Nación política).

El más duro golpe que sufrió la unidad de España desde la identidad hispánica fue sin duda el golpe que le asestó Napoleón. La invasión francesa abrió el camino, desde luego, a la reconfirmación de España como Nación política; pero muy pronto fue despedazada como Imperio, y este despedazamiento culminó en 1898 con la secesión de Cuba y Filipinas.

A partir de esta fecha comenzarán a tomar forma política, en serio, los movimientos secesionistas en la Península. A partir de 1931 se presentarán en público, en el Parlamento español, los nuevos pueblos que aspiran a ser Naciones políticas, Estados. Décadas después recibirán la denominación de «nacionalidades autónomas». En la España de Maragall-Rovira, o de Ibarreche-Otegui-Madrazo, en la España en la que muchos españoles comienzan a aborrecer hablar en español, e incluso comienzan a aborrecer ser españoles, la unidad y la identidad hispánica comienzan también a peligrar de nuevo, en beneficio de una identidad europea en la que muchos esperan también encontrar la posibilidad de que la unidad de España quede definitivamente disuelta.

La voluntad de secesión de las «naciones étnicas» españolas no hace sino continuar el proceso de descomposición de la Nación española constituida en 1812: las ratas abandonan el barco cuando creen percibir que comienza a zozobrar.

España no es un mito – Pregunta 2: ¿España amenazada?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la segunda pregunta:

¿ESPAÑA AMENAZADA?

Las amenazas a España no están contempladas en los artículos 169 y 171 del Código Penal

No faltará quien piense (sobre todo si es jurista en ejercicio) que la pregunta «¿España amenazada?» está fuera de lugar, o incluso carece de sentido. Para un abogado, que se atiene a los textos propios de su oficio (Código Penal, Jurisprudencia, «Doctrina») la amenaza es una intimidación de un mal futuro, dependiente de la voluntad del que intimida, hecha con intención de producir temor en la persona intimidada.

Si nos atuviéramos al Código Penal español vigente desde hace diez años encontraríamos que las amenazas constituyen un capítulo (el segundo) de los «Delitos contra la libertad» (de los que trata el título VI del libro II). Pasemos por alto, en aras de la brevedad, la síncopa del rótulo de este título VI, teniendo en cuenta que en él, además de delitos, se contemplan las faltas por amenaza, es decir, las «amenazas de un mal que no constituyen delito», y que serán castigadas con penas de prisión de seis meses a dos años, o multa de doce a veinticuatro meses (Art. 171.1).

Más grave nos parece (en cuanto síntoma de la deficiente conceptuación o, si se quiere, de «avería» en la maquinaria lógica de los redactores del Código) la clasificación de las amenazas entre los «delitos contra la libertad», y ello (sin entrar en consideraciones más profundas, sino simplemente argumentando ad hóminem) porque en el artículo 169, en el que se enumeran delitos [o faltas] vinculados a males contenidos en las amenazas -que se hacían figurar en la clasificación como delitos contra la libertad-, nos encontramos relacionada, como especie, lo que el rotulo del Título figura como género: «El que amenazare a otro con causarle a él, a su familia o a otras personas con las que está íntimamente vinculado, un mal
que constituya delitos de homicidio, lesiones, aborto, contra la libertad, torturas, y contra la integridad moral, la libertad sexual, la intimidad, el honor, el patrimonio y el orden socioeconómico…». Esta enumeración, sin perjuicio de su solemnidad lapidaria, nos recuerda la célebre enumeración que el soldado de Napoleón expuso en su hoja de servicios: «Edad: 65 años; número de hijos: 5; años de ser- vicios al emperador: 17; batallas en las que ha intervenido: 12; heridas recibidas: 8. Total: 107».

Pero demos como leves estas «imperfecciones» literarias o lógicas (otros dirán «semánticas», aunque en realidad son imperfecciones «de concepto»). Ellas no estorban al objetivo del Código: delimitar el «terreno de las amenazas» a efectos de establecer una normativa penal convencional. El terreno delimitado parece circunscribir las amenazas al círculo de relaciones entre personas -las personas que las formulan o las personas destinatarias de esas amenazas, quienes las reciben-. Pero no está nada claro que España quepa en este terreno o campo de las amenazas, por la sencilla razón de que España (en cuanto Estado, en cuanto Nación, en cuanto Reino, en cuanto Cultura…) no es una persona, ni siquiera un grupo de personas. Porque un grupo de personas no es una persona, y la idea de «persona jurídica» es una simple «ficción jurídica». Por lo que, en todo caso, la amenaza a una «ficción jurídica» ya no sería, salvo por ficción, una amenaza a las personas.

Es cierto que en un artículo posterior (el 170) se contemplan las amenazas «dirigidas a atemorizar a los habitantes de una población, grupo étnico o a un amplio grupo de personas…», pero una «población», un «grupo étnico» o un «grupo de personas», por amplio que sea, sigue siendo un conjunto de personas individuales, de suerte que las menazas a esos grupos habrán de entenderse como dirigidas a cada una de las personas que componen el grupo. Y, en ningún caso, un Estado, una Nación, un Reino, una Cultura, no se reduce a la condición de grupo de personas vivientes, aunque no sea más que porque en esa Nación han de estar necesariamente incluidas las personas muertas (los antepasados), y las que aún no han nacido, pero sin las cuales no podría hablarse de España como Nación, o como Cultura, o como Sociedad política. La realidad de una Nación, de una Cultura o de una Sociedad política desborda los límites de una vida individual, o los de una generación: implica muchas generaciones.

¿Qué sentido podría tener, por tanto, si nos atenemos a las amenazas, tal como son delimitadas en el Código Penal español, hablar de «amenazas contra España», o preguntar siquiera si España está amenazada? Tenemos en cuenta que la imposibilidad, en el Código Penal español, de amenazas contra España, no excluye la posibilidad de considerar delitos las ofensas contra España, su bandera, el jefe del Estado…, que ya no están tipificadas a título de amenazas, sino a título de ofensas.

Lo que no está en el Sumario sí puede estar en el Mundo

Pero quien no sea abogado en ejercicio, ni tenga mucho que ver con el Código Penal, podrá mantenerse a cierta distancia de sus definiciones. La suficiente para constatar sus limitaciones, en nuestro caso, en lo que tienen que ver con la materia de las amenazas. Limitaciones sabias, en principio, sin duda, desde el punto de vista práctico, porque sólo circunscribiéndonos a marcos precisos, aunque lo sean por convención (por ejemplo, circunscribiendo las amenazas de personas a personas y no, por ejemplo, de personas a animales, o de animales o númenes a personas humanas), podrán dibujarse las figuras delictivas o los tipos de ilícitos correspondientes y, de este modo, hacer aplicables las normas a los casos concretos, con una mínima «seguridad jurídica».

Sin embargo, es evidente que esta «delimitación técnica» del «campo de las amenazas» no puede pretender encerrar en sus retículas a la integridad de un material superabundante, que tiene que ver con las amenazas reales tanto o más que con aquellas amenazas que han entrado en la retícula jurídica. «Lo que no está en el sumario no está en el mundo… jurídico», sin duda; pero puede estar en el mundo real, que desborda los límites del mundo jurídico. Sólo un pedante puede llegar a creer que un lugar que no está en el mapa no está en el terreno. Si así fuera, ¿en qué quedarían las palabras de Cervantes cuando dijo que «esto de la hambre arroja a los ingenios a lugares que no están en el mapa»?

Y no hace falta buscar mucho para encontrarnos con amenazas que no están contempladas en el Código Penal vigente, pero sí lo están en el «Código de la lengua viva».

¿No hablamos una y otra vez de la «amenaza de ruina» de un edificio en mal estado? Incluso muchas veces ese concepto de la «amenaza de ruina» se ve obligado a entrar en la retícula jurídica, a través de los tribunales de justicia, no ya porque se haga culpable al edificio de la amenaza -de acuerdo con la definición de amenaza que da el Código-, sino porque se hace culpables a las personas responsables de su cuidado. También hablamos de «amenaza de tormenta», y entonces es más difícil «echar la culpa» de estas amenazas a alguna persona humana. Durante siglos se echó la culpa de las «amenazas de tormenta», sobre todo si las amenazas eran graves, a personas diabólicas, incluso a personas divinas, al propio Júpiter que utiliza el rayo, ]upiter fulgor; los tribunales de justicia pueden conocer estas amenazas de tormenta, no porque esté en su competencia procesar a las tormentas (menos aún a Júpiter), pero sí acaso, por negligencia o mala fe, a los meteorólogos encargados de anunciarlas, haciendo posible que quienes puedan ser afectados por ellas tomen las prevenciones oportunas.

Ahora bien, en la circunstancia de que los responsables que tienen que ver con las amenazas de ruina, o con las amenazas de tormenta, suelan «personificarse», podría apoyarse un argumento a favor de la legitimidad de ampliar el «concepto penal» de amenaza (aunque fuera mediante la introducción de ficciones jurídicas pertinentes) a estas amenazas «impersonales», pero personificadas por el lenguaje o por la ficción, salvando de este modo el concepto penal de amenaza. Sin embargo, el argumento es muy débil, en la medida en que pretende pasar de la génesis a la estructura del significado.

Aun en el supuesto de que el género (masculino o femenino) de los términos de un lenguaje (artículos, sustantivos, adjetivos) tuviera un origen sexual, no se deduciría que «el monte», por ejemplo, arrastra la connotación de macho y «la mar», la connotación de hembra. Aunque pudiera ser demostrado que en la génesis que determina la construcción «amenaza de tormentas» hubiera una prosopopeya, de ahí no se seguiría que en la estructura del significado «amenaza de tormenta» hubiera que suplir la persona amenazante. El significado de la expresión «amenaza de tormenta» sólo alcanza su estructura objetiva cuando ha segregado a cualquier sujeto operatorio, divino o humano, como presunto responsable de las mismas, a la manera como cuando alcanzamos el significado de la expresión «circunferencia como conjunto de puntos que equidistan de uno central» es porque, entre otras cosas, hemos segregado por completo al sujeto dibujante. En el momento en que introdujéramos el dibujante en el acto de dibujar la circunferencia, ésta desaparecería, como desaparece el fotógrafo de la fotografía que hace a su vecino, una vez que la fotografía haya sido revelada.

«Amenazas» y «Peligros»

Suponemos, en resolución, que el concepto general o filosófico de «amenaza» es, sin perder su rigor, mucho más amplio que el concepto jurídico de amenaza, que es sólo una especificación de aquél. «Amenaza de tormenta» y «amenaza de extorsión» tienen en común, por lo menos, un contenido unívoco, a saber, el ir referidos (cualquiera sea su procedencia: natural o sobrenatural, humana o divina) a procesos que se orientan a producir males (daños, incluso la muerte) a personas, principalmente, pero también a animales o cosas, con tal de que todos ellos (personas, animales o cosas) puedan resultar dañados. Las amenazas anuncian un mal, que va a recaer sobre algunas determinadas personas, animales o cosas; pero «sobreviniéndolas», es decir, sin que los destinatarios de las amenazas intervengan en el proceso de su cumplimiento.

Es preciso establecer aquí la diferencia esencial entre los conceptos de «amenaza» y de «peligro», conceptos muy próximos y confundidos en la práctica.

La diferencia puede apreciarse contrastando la construcción «El torero se puso en peligro»-que tiene pleno sentido en español- con la construcción, muy rebuscada y sin sentido, «El torero se puso en amenaza». «Ponerse en peligro» implica, sin duda alguna, que alguien interviene de algún modo como agente en el proceso de «desencadenamiento» del mal. Ponerse en peligro equivale por ello a «correr el riesgo». En cambio carece de sentido decir «ponerse en amenaza», porque la amenaza no procede de su destinatario, ni éste interviene en ella. Por la misma razón tiene pleno sentido la sentencia: «Quien busca el peligro perece en él»; pero no tendría ningún sentido una sentencia paralela que dijera: «Quien busca la amenaza es víctima de ella», porque nadie «busca la amenaza», aunque puede provocarla, incluso intencionadamente.

Una señal de tráfico, puesta en un desfiladero, significando «Peligro de desprendimiento de piedras», la interpretaremos, según su concepto, como una transferencia de responsabilidad al conductor del vehículo en tanto el conductor puede contribuir al desencadenamiento de ese desprendimiento (por ejemplo, haciendo sonar con fuerza su claxon), o simplemente recibir el daño por no haber tomado las precauciones precisas (entre ellas, la precaución de tomar una ruta alternativa al desfiladero). En cambio, si interpretásemos la señal de tráfico citada como una señal de amenaza, estaríamos haciendo responsable de los eventuales daños a la propia montaña, o acaso a los agentes encargados de asegurarla.

Se presentan obviamente situacione ambiguas, pero no porque la distinción entre amenaza y peligro desaparezca en ellas, sino porque surgen situaciones para escoger una u otra, según circunstancias. Así, la expresión, que se puso de moda hace un siglo, «peligro amarillo» no puede confundirse con la expresión «amenaza amarilla»; decir amenaza es definir una fuente inmanente de males que, procedentes de China o del Japón, sobrevienen sobre Occidente sin que los occidentales intervengan en el fatal proceso de expansión de la raza amarilla; decir peligro nos advierte que corremos un gran riesgo si no tomamos medidas para atajar esa expansión.

La definición que estamos ofreciendo del concepto de peligro, en cuanto contrapuesto al concepto de amenaza, podría corroborarse por la etimología latina del término (periculum), emparentada (según Ernout-Meillet) con «prueba», «ensayo», «ex-perimento» (periculum facere), es decir, por tanto, con actuaciones u operaciones de un sujeto que está interviniendo o incluso provocando el desencadenamiento de un proceso que puede causar dalos, o incluso la muerte, ad propio experimentador. «Franklin puso en peligro su vida al experimentar con el rayo», o bien, «Herman el alemán, experimentando la posibilidad de volar cubriendo su cuerpo con alas de ave, puso en peligro su vida y se mató al arrojarse de la torre de Plasencia». Pero sería excesivamente rebuscado o laberíntico decir que «Franklin buscó las amenazas de los fenómenos del rayo». Por último, «vivir peligrosamente» es tanto como vivir buscando el peligro, o, al menos, vivir sin temor al riesgo; poco o nada significará quien «vive buscando las amenazas».

En cualquier caso, «estar amenazado» no es lo mismo que «estar en peligro»; y ponerse en peligro no es lo mismo que estar amenazado. Lo que no quiere decir que alguien que está amenazado no pueda pasar a la situación de peligro, si no advierte la existencia y el alcance de las amenazas, es decir, si no interviene en la situación de peligro por omisión culpable (por ejemplo, por ignorancia culpable).

Concluimos: cuando preguntamos «¿España está amenazada?» no estamos formulando la misma pregunta que se expresa en la interrogación «¿España está en peligro?».

España podrá estar amenazada, sin que por ello hubiera que presuponer que España está en peligro. Más difícil sería la suposición inversa: que España pudiera estar en peligro sin que mediase amenaza alguna.

Ocho clases de amenazas

El concepto ampliado de amenaza, tal como hemos intentado fijarlo, necesita urgentemente, precisamente por su amplitud, ser especificado según determinaciones más precisas. Los criterios para establecerlos son muy variados, y muchos de ellos son obvios o triviales, por ejemplo, cuando distinguimos las amenazas graves de las leves, o las amenazas internas de las externas, respecto del círculo en el que vive o existe el amenazado o el amenazante. Introduciremos aquí brevemente, por medio de cuatro distinciones, ocho «especies» de amenazas que requieren de conceptos algo más sutiles.

1. Amenazas formales y amenazas materiales

Ante todo una distinción entre amenazas formalesamenazas materiales. La amenaza formal supone el anuncio, verbal o gestual, procedente de algún sujeto conductual (hombre o animal: un perro nos amenaza enseñándonos sus colmillos, gruñendo, etc.), de una secuencia de sucesos orientados a producir, por iniciativa del amenazante, algún mal (daño, lesión, robo) a algunas personas, animales o cosas determinadas. La amenaza formal implica por tanto un telos o intención dañina. Sin embargo, no toda intención dañina o malhechora constituye una amenaza formal, porque podría acogerse a la forma de una amenaza material.

La amenaza formal se constituye por el anuncio formal o público de la intención de producir daño; por ello, es obvio que la amenaza del daño no puede confundirse con el daño, pues éste puede hacerse sin amenaza previa. (Un loco, sin amenaza previa, asesina con su pistola a un ciudadano. Los japoneses destruyeron el 7 de diciembre de 1941, sin amenaza formal previa -pues no puede considerarse tal al anuncio que hicieron cuando ya estaban en vuelo sus aviones-, a la flota norteamericana de Pearl Harbor.) La amenaza formal, en tanto pone su objeto formal propio, en atemorizar, forma parte esencial del proceso terrorista (puede verse La vuelta a la caverna, Ediciones B, Barcelona, 2004, págs. 136-160).

Sin embargo, cuando el terrorismo es político (no sólo individual), el daño efectivo, incluso la muerte, producido sobre una persona, grupo de personas, animales o cosas, puede desempeñar también el papel de anuncio o símbolo de daños ulteriores y, en este sentido, el asesinato o la masacre terrorista implicaría una amenaza dirigida a aterrorizar a una población determinada; y por ello son actos terrorristas y no sólo cumplimientos de sentencias o «propaganda del hecho».

En cambio, la amenaza material no se anuncia de modo público, y no se anuncia ya sea porque no puede anunciarse, por carecer su agente de intención amenazadora (es el caso de la amenaza de tormenta, o de la amenaza de ruina), ya sea porque podría anunciarse, pero no interesa su anuncio, sino más bien su ocultación (acaso porque su intención no es tanto producir miedo o terror, sino causar daño efectivo), o ya sea porque quien amenaza (por profecía -por
ejemplo, los signos del Juicio Final, o del Apocalipsis- o por predicción racional -un meteorito de efectos catastróficos-) no pretende tener intervención en los sucesos (cuando la amenaza es material y meramente manifestada por el profeta o por el predictor). Otra cosa es que los anuncios catastróficos puedan ser tomados como amenazas por quien recibe la revelación o la información, o simplemente como noticias oficiosas impertinentes y nocivas, que pueden causar la muerte del mensajero (Pedro el Cruel recibió en Nájera la noticia de un clérigo de Santo Domingo de La Calzada que le anunciaba su asesinato próximo, que un sueño la noche anterior le había revelado; el rey mandó decapitar de inmediato al agorero).

En consecuencia, la distinción entre la amenaza formal y la material no reside en la intencionalidad o en la ausencia de ella. Una sociedad política puede estar gravemente amenazada por una conjuración minuciosamente preparada (la conjuración de Catilina) sin que por ello podamos hablar de amenaza formal. En general, las conspiraciones implican amenazas, pero materiales, no formales. Se comprende que las amenazas formales han de considerarse, en general, como amenazas patentes (y la responsabilidad de quien las recibe es no saber interpretarlas, por estupidez, o por mala fe); mientras que la responsabilidad de las amenazas materiales corresponde no sólo a los conspiradores, sino también a los encargados de descubrirlas.

2. Amenazas intencionales y amenazas objetivas

Las amenazas intencionales están dispuestas por un sujeto o grupo de sujetos que orientan sus actos mediante «diseños inteligentes» precisamente hacia la intimidación de otras personas o animales; las amenazas objetivas no están dispuestas por nadie, pero sí se orientan por un «atractor» en virtud de la concatenación de los acontecimientos (por ejemplo, la confluencia de ríos de deshielo en una balsa contigua a una aldea).

3. Amenazas reales y amenazas aparentes

Las amenazas reales (o solventes) son aquellas que efectivamente revelan la posibilidad real de su cumplimiento por quien las formula o por la disposición de cosa amenazante (por ejemplo, un edificio desvencijado y sostenido en equilibrio por un puntal puede constituir una amenaza real de ruina); la propuesta que un chantajista solvente ofrece a alguien capaz de aceptar el chantaje es también una amenaza real.

En cambio la amenaza del chantajista que no tiene capacidad para desplegar sus ofertas o del fanfarrón que amaga y no puede dar, porque no tiene fuerza para dar, es una amenaza aparente (insolvente o inocua). La «amenaza» de la madre a su hijo pequeño que acaba de hacer una travesura -«te voy a matar»- es una amenaza retórica, insolvente, aunque, a veces, no inocua.

4. Amenazas puras y amenazas terroristas

Las amenazas puras son las que se mantienen en el terreno del anuncio estricto de los hechos dañosos; las terroristas son las amenazas acompañadas de la ejecución de algunos de los hechos anunciados, y, en el límite, ni siquiera anunciados, sino inmediatamente ejecutados como signos de ulteriores daños.

Amenazas de fuente personal humana y amenazas de fuente impersonal

Por último, si atendemos al origen o fuente de las amenazas, cualquiera que sea su especie, acaso la clasificación más pertinente sea la que pone a un lado (A) las amenazas de fuente anantrópica, no humana (aunque sean los propios hombres quienes las dispongan, cuando estos hombres actúan como simples mecanismos de un dispositivo impersonal, por ejemplo, como masas de espectadores que, intentando escapar caóticamente de un teatro en llamas, amenazan a los más débiles o peor situados); y al otro lado, (B) las amenazas de fuente antrópica, o humano-operatoria.

La distinción entre las amenazas de la clase A y las de la clase B no es siempre nítida. La amenaza del agujero de ozono o la del «efecto invernadero» son, atendiendo a su mecanismo, de clase A, pero suele atribuirse la responsabilidad última a la industria humana, por lo que habría que considerarlas incluidas en la clase B. El incremento demográfico de la humanidad, o de una sociedad determinada, es considerado muchas veces como una amenaza para la sociedad, pero no es fácil decir si esta amenaza es de tipo A o de tipo B.

Si tiene alguna verosimilitud la teoría de que la progresiva utilización, por las familias acomodadas del Imperio romano, del plomo (en cañerías, copas, bandejas) fue la causa de la «caída del Imperio» (porque los usuarios, entre quienes se encontraba la «red dirigente», se habrían ido intoxicando lentamente), cabría considerar a estas instalaciones como una amenaza real, de tipo estrictamente material, para aquella sociedad; una amenaza que, aunque incluida en la clase B por su génesis, habría actuado, por estructura, como si fuera de la clase A (como si fuera un virus).

Las amenazas de la clase B abarcan un campo muy extenso en el que hay que incluir tanto los planes o programas del terrorismo internacional (que toma la forma de las amenazas formales), como los planes nazis de exterminio de los judíos (que, sin embargo, por su carácter secreto, no tenían la forma de amenazas formales, aunque fueran amenazas materiales sólo conocidas o sospechadas por algunos afectados). Sin duda, a la policía o a los servicios de inteligencia de un Estado les corresponde la responsabilidad de descubrir o denunciar las amenazas materiales del tipo B; en cambio, el descubrimiento de las amenazas del tipo A corresponde más bien a los físicos, a los geólogos, a los químicos o a los epidemiólogos.

Y cuando tomamos como referencia del destino de las amenazas a un grupo social determinado o a una Nación dada, es evidente que puede alcanzar gran importancia la clasificación de las amenazas orientadas a ese destino, según que la fuente de su procedencia sea externa o interna; por supuesto, esa clasificación no es disyuntiva.

Amenazas a la existencia y a la esencia de España; amenazas exteriores e interiores

Si tenemos a la vista la diversidad de situaciones, clases, tipos de amenazas que en función de un destino determinado (como pueda serlo España como Estado, como Nación, o como Cultura con identidad propia) pueden distinguirse, se comprende que la pregunta titular, «¿España amenazada?», se llena evidentemente de sentido; un sentido que acaso podría ser puesto en duda por quien pretendía entender la pregunta manteniéndose en su «aspecto global» o por el contrario en su estricto «aspecto jurídico». Desde una perspectiva global incluso podría atreverse alguien a ironizar con otra preguntas del tipo: «¿De qué amenaza me habla usted?», «¿es que usted cree en teorías conspiratorias?». La intención irónica que acaso se pretendió inyectar en esas preguntas adquiere el aspecto estúpido que es propio de toda ironía formulada por persona pretenciosa o indocta que desconoce el alcance de la pregunta.

La pregunta «¿España amenazada?» no sólo tiene sentido sino que además requiere una inmediata respuesta afirmativa, aunque no fuera más que porque no admite respuesta negativa inmediata es decir, previa a una discusión por las diversas situaciones, clase o tipos, que suponemos ya reconocidos en el concepto de «amenaza». La pregunta se desplaza, por lo tanto, del terreno en el que se dirime la decisión entre una respuesta global afirmativa o una negativa al terreno de la determinación del tipo, clase, situación o alcance de las amenazas que, sin duda, pueden afectar a España, como a todo grupo social que haya tenido un comienzo en el tiempo, aunque este tiempo sea lejano. «Todo lo que comienza acaba»; una sentencia que tenemos por cierta, aunque no sea nada fácil demostrarla; pero si algo puede acabar será debido, ante todo, a que sobre ese algo pesan amenazas reales, solventes. Y, en todo caso, las amenazas que resulten dirigidas contra España no tienen por qué entenderse únicamente como amenazas que ponen en peligro su existencia; también pueden entenderse como amenazas que ponen en peligro su consistencia, por ejemplo, su integridad, su bienestar, o el puesto económico, tecnológico, de prestigio… que ocupa en el orden de las naciones.

Por otra parte, la discusión, así planteada, sobre la naturaleza y alcance de las amenazas que pueden pesar sobre España requiere un grado tal de prolijidad que hemos de renunciar, desde luego, a entrar en ella. Nuestro propósito es mostrar cómo la pregunta tiene sentido, cómo tiene respuesta afirmativa y cuáles son los caminos generales para distinguir sus sentidos, teniendo a la vista la posibilidad de diversas alternativas en cuanto a la situación, clase o tipo que pueda corresponder a cada amenaza, o a cada grupo de amenazas sospechadas.

Nos limitaremos por tanto a dar algunas indicaciones, a modo de ilustración, de cómo, según lo entendemos, podrían marchar las investigaciones.

Amenazas exteríores

Ante todo, habrá que establecer hasta qué punto son ciertas hoy las «amenazas exteriores». Amenazas que hace todavía muy poco tiempo podrían haber sido consideradas como frutos de un alarmismo injustificado, o fundado en alguna «teoría conspiratoria» gratuita.

Después de la masacre del 11 de marzo de 2004, la amenaza de raíz islámica que pesa sobre España es ya incontestable. Y lo es como amenaza formal, no sólo material; y como amenaza dirigida a su existencia como Nación, y no sólo como amenaza a algunas instituciones suyas que, sin embargo, forman parte de su consistencia.

Sin embargo, no todos estarán de acuerdo con este diagnóstico. Me refiero a aquellos que consideran la «amenaza islámica a España » como cosa del pasado. Se dice: si hubo amenaza, al menos material, durante los años 2002 y 2003 -amenaza que los servicios de inteligencia no habrían podido o no habrían querido desvelar a tiempo-, esta amenaza habría cesado con su cumplimiento en la terrible masacre del 11-M, porque la amenaza habría tenido una motivación y un alcance circunscrito en el tiempo: la represalia contra la España de Aznar por su participación en la guerra de Irak. Si el gobierno de Aznar hubiera continuado, la amenaza seguiría pesando sobre España; pero, una vez que el gobierno socialista de Zapatero retiró las tropas españolas del Irak, podremos considerar las presuntas amenazas como aparentes o irreales, frutos de un mero alarmismo.

No podemos entrar aquí en la cuestión. Tan sólo recordamos que la explicación de la masacre del 11-M mediante la operación de circunscribirla a la condición de represalia contra la política del gobierno popular en Irak dista mucho de ser evidente y, en cambio, despide un intenso tufo partidista (como parte de la propaganda del PSOE para desacreditar al PP y minar sus posibilidades de recuperación en la próxima legislatura).

Sin embargo, el argumento que deja sin base a la «teoría de la represalia» es éste: que las amenazas de atentados a España inspirados por Al Qaeda (amenazas materiales, pero desveladas puntualmente por la policía y por los servicios de inteligencia) se produjeron ya mucho antes del inicio de la guerra del Irak, como también fue anterior a esta guerra la masacre de Casablanca, dirigida inequívocamente contra España. Porque 1492, que para los españoles es historia, para muchos musulmanes que todavía viven en el siglo XV (el 11-M en su cómputo se produjo el 19 de muharram de 1425) es actualidad.

Sólo una hora después de la primera intervención de Estados Unidos de Norteamérica y sus aliados contra Afganistán, el domingo 7 de octubre de 2001, Al Qaeda difundió un vídeo, reproducido por casi todas las televisiones del mundo, en el que su portavoz, Solimán Abu Gehiz, aludió al ataque norteamericano a Afganistán (habían previsto por tanto que se iba a producir) y proclamó: «La declaración de guerra de Estados Unidos de Norteamérica contra Afganistán es un claro acto de hostilidad contra el islam. […J El mundo tiene que saber que no vamos a permitir que se vuelva a repetir con Palestina la tragedia de Al Andalus».

Consta, por este y otros datos, que estos anuncios o amenazas, o estas acciones, no son puntuales, sino que forman parte de unos planes más amplios de recuperación de Al Andalus por el islam, planes y programas que incluyen también la coranización de los españoles.

Otra cuestión es la determinación del alcance de estas amenazas. ¿Son amenazas solventes o son insolventes? ¿Y en qué casos? Es decir, ¿ponen en peligro a España, o sólo ponen en peligro a algunos cientos de ciudadanos españoles, cuya terrible desaparición no afecta sin embargo a la propia existencia de España?

Más aún, se ha hablado con frecuencia de las probabilidades de la intervención, por acción o por omisión, de Francia en la preparación de la masacre del 11-M. Y aunque estas probabilidades sean muy escasas, por no decir nulas, reavivan el debate sobre la persistencia de la política francesa, sólo dos siglos después de la invasión napoleónica, en cuanto orientada a dividir a España y a prestar ayuda a algunos movimientos secesionistas (sobre todo catalanes) que no pusieran en peligro su propia integridad nacional (por lo que a las provincias francesas de «Euskalherría» se refiere). No entramos ni salimos aquí en estas sospechas; simplemente las citamos como ilustración de lo que pudieran significar las amenazas exteriores para España.

Y aquí es obligado acordarse de las amenazas que podrían pesar sobre España procedentes de la Unión Europea (o de Francia y Alemania a través de la Unión Europea). No hace falta que estas amenazas fueran intencionales; sería suficiente admitir que fueran objetivas, incluso no deseadas por nadie. ¿Hasta qué punto el ingreso de España en una confederación de Estados, o acaso de Pueblos europeos, no facilitaría el descenso en rango y aún la balcanización de España? Y, en consecuencia, ¿hasta qué punto no cabe acusar de aventurerismo a quienes defienden la integración (sin condiciones) de España en Europa, sin advertir los peligros de una tal integración, y sin medir la responsabilidad que asumen con su política?

Amenazas interiores procedentes de plataformas oficiales

En cuanto a las amenazas interiores, podemos afirmar, con toda rotundidad, que hay amenazas formales contra España, contra su Constitución y contra su integridad; amenazas proclamadas explícitamente (aunque sin considerarlas muchas veces como amenazas); acaso porque han sido concebidas como chantajes al gobierno de Rodríguez Zapatero por parte de los dirigentes vascos (el Plan Ibarreche) o de los dirigentes catalanes (los proyectos de reforma del Estatuto de Cataluña, de Rovira y Maragall).

Tampoco procede entrar aquí en el análisis de este asunto. Lo que sí nos importa, y mucho, es fijar la interpretación de esta política de reforma estatutaria de algunas comunidades autónomas como una política que amenaza formalmenteobjetivamente a España.

Es ya un lugar común la observación de que es característica de España, en el conjunto de las naciones europeas (y característica que colabora estúpidamente con un clima de amenazas), la inclinación ordinaria de tantos españoles a denigrar a su patria y a su historia y, sobre todo, a estar poniendo continuamente en cuestión su unidad, su existencia, su naturaleza y su estructura. Ni los franceses, ni los ingleses, ni siquiera los alemanes (menos aún los norteamericanos o los chinos), se dedican, con tanta prolijidad y tanto esmero, a poner diariamente en tela de juicio las cuestiones básicas relativas a su existencia o a su esencia (a su historia, por ejemplo). Parece como si una gran parte de los españoles, y sobre todo de aquellos «que se reclaman» de izquierdas, se hubieran tragado entera la Leyenda Negra y no la hubieran digerido todavía.

Habría que explicar, sin duda, las fuentes de esta característica tan paradójica. Algunos sospechan que la Iglesia católica, que tanto ha influido, por su «cosmopolitismo internacionalista», en los españoles y particularmente en tantos ideólogos de izquierdas (muchos fueron seminaristas o incluso curas, en los tiempos del «diálogo en la Tierra entre marxistas y cristianos») se ha mantenido siempre a distancia del Trono y del Estado, considerando el amor a la Patria, cuando los gobiernos no se plegaban a sus intereses, como «un sentimiento puramente vegetativo y primario».

De hecho, tanto en el Antiguo Régimen (en su dialéctica con el Trono), en la entrada en América, como en el actual Estado de las Autonomías, la Iglesia católica ha marchado siempre por su cuenta, Y con frecuencia ha apoyado a los movimientos separatistas, que atentan en la línea de flotación del Estado. Porque una cosa es que España tomase a la Iglesia católica corno instrumento de su Imperio («por Dios hacia el Imperio») y otra cosa es que la Iglesia católica tomase a España como instrumento suyo («por el Imperio hacia Dios»). En cambio, en el cesaropapismo característico de los Estados protestantes modernos, el Estado se identifica con la Iglesia y, por tanto, a las iglesias nacionales reformadas les interesa que la unidad de las parte de sus Estados permanezca firme.

Otra cuestión es la de determinar si estas amenazas formales y objetivas desde el interior son solventes o insolventes, si son pura fanfarronería o simples fórmulas introducidas en un proceso de chantaje.

Pero cabe también identificar otros muchos tipos de amenazas, si no contra la existencia de España, sí contra instituciones o contenidos básicos suyos, como puedan serlo la lengua española o la propia Historia de España. La política constante y tenaz de algunos gobiernos y Parlamentos autónomos, política orientada a impregnar lingüísticamente a sus ciudadanos, a sustituir las grandes figuras nacionales por figuras regionales, o las grandes instituciones del Estado (como el Tribunal Supremo, o el Ministerio de Cultura) por sus equivalentes autonómicos, de hacer lo posible para dificultar a los ciudadanos de otras autonomías el acceso a puestos del funcionariado autonómico (como profesores, corno jueces, etc.), todas estas políticas constituyen amenazas seguras contra la integridad y el prestigio de España; porque estas políticas deterioran las instituciones, las debilitan y amenazan en el futuro su mismo funcionamiento.

El tabú del nombre «España»: sus dos versiones principales

Por último, me referiré a la existencia de otro tipo de amenazas contra España, que proceden de los españoles particulares (de círculos muy extendidos de ciudadanos), cuya conducta habitual puede considerarse como una contribución permanente, más o menos importante, a las amenazas, más objetivas que intencionales, que gravitan sobre España o sobre su decoro. Una conducta que, por otra parte, puede considerarse como una constante en una gran masa de ciudadanos españoles. Y principalmente en los círculos progresistas de intelectuales y artistas. Joaquín M. Bartrina (1850-1880), que era de Reus, dijo:

Oyendo hablar a un hombre, fácil es
acertar dónde vio la luz del Sol:
si os alaba a Inglaterra, será inglés;
si os habla mal de Prusia, es un francés;
y si habla mal de España, es español.

El análisis de las mil maneras de contribuir a esta amenaza colectiva es urgente y requiere puntualidad y laboriosidad. No podemos aquí entrar en este análisis. Tan sólo me referiré, como ejemplo, a dos versiones muy concretas de una misma «conducta verbal», muchas veces observada, por lo demás, que podríamos definir como «tabú del nombre de España» para muchos españoles. Es el tabú que conduce a la evitación de la pronunciación o de la escritura del nombre de España. Pero como es imprescindible para cualquier ciudadano utilizar con cierta frecuencia un nombre o una expresión con la que designar a la nación política de la que forma parte, el tabú determinará la elección de sustitutos (considerados algunas veces como eufemismos) del nombre de España.

Y dos son los nombres-sustitutos más utilizados, a saber: el «Estado», por antonomasia, y «este País».

Ahora bien, se podría decir acaso que las plataformas desde las cuales se forman estos sustitutos que dan lugar a las dos versiones más importantes del tabú que analizamos son muy distintas: la plataforma del «Estado» sería interior a la propia Nación española, la plataforma de «este País» sería intencionalmente exterior a la misma Nación española de referencia.

En efecto, el nombre sustituto de España, el «Estado», muy utilizado por las izquierdas vanguardistas (que paradójicamente no tienen en cuenta, o ignoran, que la denominación de España como «Estado» fue propuesta por el Generalísimo Franco en octubre de 1936, y no ya para evitar el nombre de España, sino para evitar los nombres de «República» o de «Reino»), supone una perspectiva precisa: la de que las relaciones de unidad entre las supuestas naciones particulares (Cataluña, País Vasco, Galicia, etc.) no tiene que ver con una realidad histórica llamada «España», sino a lo sumo con una superestructura burocrática llamada «Estado», y a veces, la «Administración». «El Estado» como sustituto de España implica pues la visión de España desde una plataforma apoyada en partes suyas que no quieren ver a España como una unidad histórica, la Patria, sino como un Estado constitucional, establecido por convenio consensuado por diecisiete «partes contratantes». Desde esta perspectiva llega a tener resonancias ridículas y pedantes la fórmula habermasiana «patriotismo constitucional», tan mimada por la democracia española.

En cambio, «este País» es denominación llevada a cabo desde una perspectiva diferente. Ahora España aparece como una unidad, pero como una unidad de tantas, una unidad que se ve «desde fuera». Quien dice «este País» parecería estar situado en una plataforma cosmopolita: hay muchos países (un galicismo, «Amigos del País», relacionado con paisaje, que sugiere que «mi País» es el lugar donde me toca vivir, como podría haberme tocado cualquier otro, o simplemente el lugar en donde está mi dirección postal, mi «puesto de trabajo» y las oficinas de mi banco). Y «este País», entre otros, es España. España existe, pero como país: quien tuvo tanto interés en recuperar la cabecera del diario decimonónico El País acaso lo hacía sin saber muy bien los que estaba haciendo.

La amenaza del panfilismo

La actitud más peligrosa que cabe adoptar ante este cúmulo de amenazas de tan diverso alcance y peso es la actitud de ignorarlas, o de minimizarlas a priori. Es decir, desde los supuestos del panfilismo, propio de aquellos individuos, acaso políticos de primer rango, que confían en la armonía universal, en la paz perpetua y en la alianza de las civilizaciones (como el secretario general de la ONU, Kofi Annan, o el presidente del Gobierno de España, Rodríguez Zapatero).

Quienes también contribuyen a incrementar las amenazas difusas contra España, procedentes de los propios españoles, aun sin la menor «mala intención», son en gran medida los pacifistas fundamentalistas. Estos pánfilos individuos son acaso más peligrosos para España que aquellos que la amenazan formalmente, desde los ángulos más diversos.

España no es un mito – Pregunta 1: ¿España existe?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, continuamos aquí la edición digital de esta obra con la primera pregunta:

¿ESPAÑA EXISTE?

Dos anécdotas personales

Un día de verano del año 2000, en Bilbao, después de una rueda de prensa en la que yo acababa de presentar un libro (España frente a Europa), y ya en la calle, dos periodistas, que habían participado en la rueda, me abordaron con la actitud de dos doctorandos asombrados por la exposición de un profesor (así me llamaban) por quien en principio parecían tener una cierta consideración:

-¿Cómo puede usted decir semejantes cosas sobre España? España no existe. Es una entelequia.

Mi asombro, por cierto, no fue menor que el de mis interlocutores, si bien derivaba, ante todo, de constatar cómo salía de aquellas bocas la palabra «entelequia», palabra del vocabulario aristotélico, remozada hace un siglo por Hans Driesch, siendo así que los periodistas jóvenes no suelen tener nada claro quién fue Aristóteles, y menos aún Driesch. Sin duda, y de ello me di cuenta en la breve conversación que siguió a su intervención, utilizaban el término en el sentido vulgar y peyorativo que el Diccionario de la Academia define así: «Entelequia. Cosa irreal». Seguramente lo que aquellos periodistas querían expresar al decir: «España no existe, es una entelequia», era algo similar a lo que en otra ocasión, y mutatis mutandis, hubieran expresado, en algún reportaje de encargo, diciendo: «El monstruo del lago Ness no existe; es una entelequia».

Lo más curioso viene ahora: por aquellas fechas, más o menos, fui invitado a pronunciar una conferencia sobre «La idea de Nación» en la Casa de la Cultura de Noreña, villa asturiana muy famosa, próxima a Oviedo. Al llegar a los jardines, entre la numerosa concurrencia que se disponía a entrar en la sala, destacaba una fila o secuencia de cinco individuos, dos veteranos (que parecían disfrazados de obreros; y digo disfrazados, porque a las ocho de la tarde los trabajadores no suelen usar el mono de la fábrica) y tres muchachos de alrededor de veinte años. Los individuos que formaban este ala se habían colocado sin duda en disposición estratégica para «recibirme». Cuando me aproximaba a ellos, el veterano número uno me dijo, en tono enunciativo (no agresivo) y casi susurrante:

-¡Fascista!

Interpreté de momento este saludo tan insólito como una rara ironía, procedente de algún antiguo minero conocido; pero inmediatamente, el veterano número dos me obligó a corregir esta interpretación al increparme, ya subido de tono:

– ¡Colonialista!

-¿Por qué yo soy colonialista? -le pregunté ya realmente asombrado.

-Porque tú eres de los que, desde Madrid, vienen a poner la bota sobre Asturias para sujetarla mientras chupan de la colonia.

Y, a continuación, encadenando con las palabras del veterano número dos, el joven número uno me dijo, casi fuera de sí:

-¡Antiasturiano!

-¿Por qué? -le pregunté también.

-Porque tú dices que en Asturias no hubo celtas, ¡y yo soy celta! gritaba, mientras corroboraba su autodefinición con fuertes palmadas sobre su pecho.

Le respondí, en tonalidad adecuada:

-Tú no eres celta; tú eres un imbécil.

Agitación subsiguiente entre el público que presenciaba la escena, mientras los jóvenes número dos y tres gritaban a su vez a grito pelado:

-¡España no existe! ¡Es una entelequia!

Calmado el barullo, tras la intervención del público (entre él actuaba un capitán de barco, gran amigo mío), entramos a la sala de conferencias, y todo transcurrió sin mayores incidentes (tan sólo uno digno de mención: mediada la conferencia, se acercó una azafata a pedir mi consentimiento para atender el deseo de entrar en la sala que había manifestado uno de los tres jóvenes de la fila; por supuesto, se lo di, y pude ir observando la satisfactoria «evolución» del joven, sin duda poco instruido, a juzgar por su aspecto, a lo largo de mi análisis de la Idea de Nación). Al salir de la Casa de Cultura los amigos me proporcionaron muestras de pasquines y panfletos que Andecha Astur (una organización minoritaria bablista-nacionalista) había colocado en muros o postes del concejo. En estos pasquines y panfletos, que conservo, se pedía, con insultos para el conferenciante y caricaturas malignas, el boicot de la conferencia anunciada.

Lo que el lector ya habrá subrayado en estos episodios es el hecho de que tanto los periodistas bilbaínos (que, por su profesión, podían haber oído hablar de Aristóteles, aunque es muy improbable que hubieran oído siquiera hablar del vitalismo de Driesch) como el comando o secuencia asturchal (cuyos individuos tenían pinta de analfabetos funcionales) utilizaban las mismas fórmulas lapidarias: «España no existe, es una entelequia».

Me pareció evidente que la conexión entre aquellos nacionalistas vascos y estos asturchales no era ninguna «entelequia». La fórmula «España no existe, es una entelequia» tenía todo el aspecto de ser una «cápsula verbal» cuidadosamente elaborada por algunos grupos activistas, mutuamente solidarios, porque sus objetivos son los mismos, aunque procedan de orígenes muy diversos: separarse de España y, si encuentran resistencia, tratar de destruirla.

Desconozco el origen concreto de esta fórmula de combate, aunque no me parece que sea de vital importancia la determinación de tal origen. La fórmula se le podría haber ocurrido a cualquier activista aberchale semiculto: un seminarista (que hubiera estudiado en sus libros de texto algo de Aristóteles), un obispo aranista o un «intelectual o artista» de «Euskalherría».

Dos sentidos diferentes de la proposición «España no existe»

Ahora bien: la formula «España no existe, es una entelequia», cuando se la considera no ya como una mera conjunción de dos proposiciones, sino como un lema de pancarta, a pesar de la concisión con la que logra expresar una negación y una afirmación, no es una fórmula transparente. Su concisión disimula, en su rotundidad, una gran rudeza ideológica, a la manera como la concisión del vasco del sermón disimulaba una gran rudeza o simplicidad de entendederas («-¿De dónde vienes, Pancho? -Del sermón. -¿ Y de qué habló el cura? -Del pecado. -¿Y qué dijo? -No es partidario»).

En efecto, si «España no existe», si es «una entelequia», ¿qué sentido puede tener la utilización de esa fórmula por los secesionistas, por los separatistas aberchales, asturchales, catalanes o gallegos? Si «España no existe», ¿qué puede querer decir el proyecto de separarse de ella? ¿Cómo puede uno separarse de lo que no existe?

Acaso para responder a esta pregunta el separatista ha agregado a la proposición negativa («España no existe») la proposición afirmativa, con la cual la fórmula se completa: «España es una entelequia». De lo que el separatista quiere separarse, lo que quiere destruir, no es España, que no existe, sino su entelequia. De quien quiere separarse no es de España, sino de otras gentes que alimentan esa entelequia.

Lo malo es que esta entelequia, o las entelequias que brotan de las cabezas de sus vecinos, los aberchales más rudos quieren borrarlas con tiros en la nuca o con coches bomba, y no con «diálogo», que únicamente les llevaría a enfrentar unas entelequias con otras. Si una entelequia es (como me dijo una vez un estudiante) mero «caldo de cabeza», acaso el modo más expeditivo de refutar una entelequia sería agujerear la cabeza en la que se contiene, es decir, el cráneo que contiene el caldo, para dar lugar a que sus entelequias se derramen o se volatilicen.

Dejemos pues las entelequias en su acepción vulgar (que es la acepción psicologista del término, el «caldo de cabeza»), no vaya a ser que semejantes entelequias, tratadas como si fueran «cosas» (pero «irreales», como dicen los señores académicos), no sean a su vez tam- bién entelequias. Porque si las entelequias son irreales, no serán cosas, ni siquiera secreciones cerebrales («caldo de cabeza»), sino ensueños, ilusiones, mitos. Pero los ensueños, las ilusiones, los mitos, ya desbordan el recinto psicológico que se encierra dentro de un cráneo, porque tienen que ver necesariamente con las cosas que están fuera de ese cráneo, con la realidad, a la manera como el espejismo del desierto tiene que ver con la calima y con la luz que refracta en ella, con la temperatura y con otras muchas cosas.

Si «España no existe» no será simplemente porque sea una entelequia, una pura secreción del alma o del cerebro (es lo mismo), sino, por ejemplo, porque existe algo fuera de las cabezas que segregan entelequias a partir de lo cual habrá que explicar qué pueda ser esa España de la que se dice que no existe. La proposición ha de ir referida a alguna «cosa real», y no a una cosa supuesta, irreal desde el principio (a una «entelequia»). Sólo de este modo cabe dar beligerancia a quien sostiene semejante proposición. Pero hay muchas «cosas reales» que tienen que ver con España, pero que pueden no tener nada que ver con la proposición que nos ocupa.

Por de pronto, el nombre de España designa un concepto geográfico bien preciso, a saber, junto con Portugal, la península Ibérica; y quien dice que «España no existe» es evidente que, si está en su sano juicio, no puede referirse a la España geográfica o geológica. Sólo un geólogo, especialista en tectónica de placas, podría afirmar con sentido, y en determinadas circunstancias, que «España no existe»; sólo que estas circunstancias se habrán dado hace un determinado número de millones de años, o se darán después de un número aún más indeterminado de millones de años.

Quien mantiene la proposición «España no existe» no lo hace, a poco que reflexione, en un sentido geográfico o geológico, lo hace, sin duda, en un sentido histórico, es decir, refiriéndose a España en cuanto sociedad humana (civil, política, cultural…) constituida por españoles. Y en cuanto al término «sociedad» dice también algo más de lo que puede decir en un contexto antropológico, «conjunto de individuos o de grupos que viven en la península Ibérica», como pudieron vivir las bandas dispersas de hace 800.000 años, algunos de cuyos restos fósiles están siendo extraídos de Atapuerca; bandas cuyos individuos no pueden llamarse españoles, pero tampoco burgaleses, salvo en el sentido de la mera localización geográfica actual.

La proposición «España no existe» se refiere, inicialmente al menos, a las sociedades humanas que viven o vivieron, a partir de un determinado momento del tiempo histórico, en la península Ibérica, y cuya existencia tampoco puede negar nadie que esté en su sano juicio. Tan incontestable es la existencia de esas sociedades humanas históricas que han poblado la península Ibérica durante siglos y siglos, como la existencia de las rocas, de las cordilleras, de los ríos o de los valles ibéricos, o de sus islas y territorios adyacentes.

Según esto, la proposición «España no existe» sólo puede ir referida a «otras dimensiones» o «estructuras» vinculadas con las interrelaciones e interacciones entre esas sociedades humanas históricas que viven o vivieron en la península Ibérica. Estas «dimensiones» o «estructuras» tienen que ver con la unidad social o política de tales sociedades humanas (por ejemplo, tienen que ver con la «Nación española»); o bien con la identidad (esencial) que esa unidad puede alcanzar, principalmente en el contexto de otras sociedades históricas del entorno de la península Ibérica, del planeta, en general.

Permítaseme reiterar aquí un ejemplo rápido con el que ilustramos la diferencia entre unidad e identidad, en cuanto Ideas aplicables a una sociedad humana (como pueda serlo «España» o «Europa»): el ejemplo constituido por una «estructura» formada por dos largueros metálicos o de madera, solidarios por efecto de tener soldados o trabados unos travesaños paralelos entre sí y perpendiculares a los largueros. La unidad de esta estructura no es otra cosa sino la misma solidaridad entre sus partes; la identidad de esta unidad puede variar, aun permaneciendo la unidad misma: si la «estructura» se dispone horizontalmente, sujetada entre dos jambas, adquiere la identidad de una verja; si la «estructura» se dispone verticalmente, o con una inclinación suficiente para apoyarla en un muro, adquiere la identidad de una escalera. Y, por supuesto, la «identidad» puede repercutir sobre la «unidad», así como recíprocamente.

La unidad de España se mide por la interacción entre los grupos humanos que habitan la Península e islas y territorios adyacentes. Estas interacciones (que sólo comenzaron a ser globales a raíz de las guerras Púnicas) pueden ser armónicas o polémicas. Es decir, pueden resultar de la solidaridad de unos grupos frente a otros, o de la solidaricdad de todos los grupos de la Península frente a los exteriores, frente a los extranjeros.

La identidad de España ha ido cambiando. La identidad de Hispania, en el siglo IV, era la propia de una diócesis del Imperio romano; en los siglos ulteriores, la identidad de España se definió, ante todo, por su condición de parte de la cristiandad. Más tarde España alcanzó la identidad de «parte de la Monarquía hispánica», y en nuestro siglo muchos políticos dan por evidente que la identidad de España sólo puede lograrse a través de su condición europea. Algunos creen que esta nueva identidad reforzará su unidad; otros opinan que esta nueva identidad aflojará de tal modo los lazos entre sus partes que éstos acabarán por disolverse en el seno del Océano europeo: el mismo tipo de vinculación (o todavía más débil) mantendrá Cataluña con Andalucía que la que pueda mantener con Aquitania.

En resumidas cuentas: la proposición «España no existe» está formulada no ya en contextos geográficos o antropológicos, sino en contextos históricos (por tanto, políticos y culturales). La proposición se refiere a la existencia de estructuras que tienen que ver con la unidad (por ejemplo, con la Nación española) o con la identidad (por ejemplo, su condición europea) de la sociedad española. Quien dice «España no existe» quiere decir, por ejemplo: «España no existe (o no debe existir) como Nación política»; o bien: «España no existe como parte de la Hispanidad, sino como parte de Europa».

Dos «entonaciones» de la proposición «España no existe»

Pero aún diferenciados los dos sentidos tan toscamente confundidos en la proposición «España no existe», es necesario distinguir todavía las dos «entonaciones» o «registros» en los cuales puede estar pronunciada esta proposición.

Estas dos entonaciones o registros, aunque generalmente son confundidas en la más completa inconsciencia por los hablantes, tienen intenciones bien diferenciadas, cuya naturaleza hay que determinar.

Nos inclinamos a caracterizar estas dos entonaciones de las que hablamos (las entonaciones de la proposición «España no existe») por medio de las dos funciones que (además de la función expresiva) se distinguen en el lenguaje humano, a saber, la función representativa y la función apelativa.

En la «entonación representativa» el sujeto habla como si estuviese a distancia de lo que representa; se mantiene a distancia como testigo especulativo de lo representado por él. Y mantenerse a distancia es tanto como «abstraerse a sí mismo» (abstraer los componentes expresivos, como irrelevantes), y, sobre todo, abstraer cualquier tipo de beligerancia hacia las personas que escuchan sus enunciados representativos («España no existe», en nuestro caso).

En la «entonación apelativa», en cambio, el principio activo es la intención beligerante respecto de quien escucha, porque se supone que éste ha de sentirse interpelado por quien habla.

Variedad de modulaciones de la frase «España no existe», en entonación representativa

Detengámonos un momento en el enunciado «España no existe», cuando se dice con entonación representativa. Este enunciado puede transformarse en una proposición gramaticalmente afirmativa mediante la utilización del predicado «inexistente». De este modo la proposición «España no existe» resulta ser lógicamente equivalente a la proposición «España es inexistente»; y con frecuencia escuchamos o leemos enunciados semejantes (hace unos años, en 1998, J. P. Quiñonero publicó, en Taurus, un libro con el título De la inexistencia de España, que, sin perjuicio de su metodología idealista, ofrece muy variadas e interesantes noticias).

Lo primero que constatamos es que, con esta entonación, la proposición «España no existe», lejos de ser un enunciado inaudito, es un tópico, o por lo menos una fórmula aguda y lapidaria de abundar en un pensamiento común, vulgar y muy antiguo. Un pensamiento que, por referirse a España en su presente realidad histórica (por referirse a su unidad política, o a su identidad), puede ser reconocido en muy diversas modulaciones.

Podríamos clasificarlas en dos grupos, según que la inexistencia vaya referida al presente vivido o narrado (como un intervalo del tiempo histórico), o a su pretérito, siempre narrado (es obvio que esta clasificación no es disyuntiva, y que, en muchos casos, no sería fácil una discriminación en sentido exclusivo).

Con referencia al presente

Cuatro son los principales «presentes» (vividos o narrados) a los que suele ir referida la proposición «España no existe»:

  1. El primer «presente» (vivido o narrado) giraría en torno a 1492, fecha de la «expulsión de los judíos que no se bautizaron» por los Reyes Católicos. Con la expulsión de los judíos (a la que habría que agregar, poco más de un siglo después, la «expulsión de los moriscos») la España que se dice «realmente existente» del siglo XIII (la España de Fernando III, que Américo Castro llamaba la «España de las tres religiones», y que hoy día se narra -incluso Domínguez Ortiz transige con la nueva denominación- como la «España de las tres culturas») deja de existir. Los Reyes Católicos habrían «truncado el proyecto» de una España en real unidad de convivencia «multicultural». España se habría derramado en un exilio extenuante.
    Primero, el exilio de los expulsados formalmente, entre los cuales habría que citar tanto a Benito Espinosa, el más grande filósofo judío español de todos los tiempos, como al tendero Ricote, el morisco vecino de Sancho Panza, que es quien le confiesa la verdadera condición de los expulsados: «Doquiera que estamos, lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural» (Don Quijote, II, 54). Segundo, el exilio de los «expulsados por el hambre» (se dice) es el de aquellos españoles que se fueron a los Tercios de Flandes o a las Indias -los mejores, según decía Alfredo Fouillée- dando lugar a una hemorragia que habría dejado a España exhausta, vacía. El vacío se habría intentado disimular con la retórica del Imperio, de un Imperio que «bien mirado (dice Sánchez Ferlosio) no llegó a existir». Y la razón que da este escritor es la propia de un «hombre de letras», de un hombre del espectáculo, de un «idealista profesional»: «Todo espectáculo necesita, para serlo, conseguir la credibilidad ante los espectadores; si no es creído por los espectadores, el espectáculo como tal; la tragedia del gran espectáculo, de la gran ópera wagneriana que hoy [1992] muchos querrían que hubiese sido el Imperio español, es que no pudo llegar a ser creído por los espectadores de su tiempo, porque hubo todo un gallinero abarrotado de reventadores que, desde que se alzó el telón hasta que los alguaciles se vieron obligados a desalojar la sala, no dejaron de patear un solo instante».
  2. El segundo «presente» vivido o narrado, en el que España habría dejado de existir, habría tenido lugar en 1808, con ocasión de la invasión napoleónica. El Reino, entonces, se desvaneció: el rey legítimo en Bayona, en Madrid el rey títere de Bonaparte, y España descuartizada en «Juntas Soberanas» que comenzaron a hacer la guerra por su cuenta. Larra: «Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumada y violenta».
  3. El tercer «presente» gira en torno a 1898, la culminación de la descomposición de aquel «Imperio inexistente». Cuando Gaspar Núñez de Arce se encuentra con Rubén Darío en Madrid (se supone que el 13 de octubre de 1899) y ante los entusiastas presentimientos del joven poeta nicaragüense sobre el futuro de España, le dice: «¿La nacionalidad española? Un sueño. Al primer cañonazo que se oiga en la Península ya verá como se deshace la nacionalidad española».
  4. El último «presente» en el que España habría dejado de existir, o al menos habría entrado en un profundo y largo coma, tendría como punto de iniciación el 18 de julio de 1936, y como punto de cierre el 30 de noviembre de 1975, el día de la muerte de Francisco Franco. Los «cuarenta años» de vacío en los cuales, se dice, España vuelve a las cavernas medievales y deja propiamente de existir en el interior, porque ha perdido la libertad. A lo sumo, España, la España moderna y libre, sigue viviendo en el exilio. Es la España que Antonio Machado veía: «Es la España que pasó y no ha sido». Ahora sí que podría decirse «España no existe», y no porque no existe ninguna, sino porque existen dos irreconciliables: cada una de ellas tiene como objetivo matar a la otra; «una de las dos Españas ha de helarte el corazón».

Con referencia al pretérito

Y en cuanto a quienes defienden la inexistencia de España durante el pretérito perfecto o indefinido, muchas referencias podrían darse. Pero acaso la más enjundiosa sea la de Ortega, en muchos de sus escritos, pero muy principalmente en La estética del enano Gregorio Botero [Ortega se refiere al cuadro de Zuloaga]. Porque Ortega interpreta al enano Botero como un simulacro de España: «Tú, duende familiar, espíritu de la raza, les llevas tus odres henchidos de sangre de nuestro suelo, la cual es un fuego que enciende las pasiones, pone los odios crespos, y consume los nacientes pensamientos». Y también, desde luego, en España invertebrada. España, dice aquí Ortega, nunca existió propiamente como realidad propia, porque esta realidad debiera haber nacido de la coyunda de la Madre Roma y de los pueblos germánicos que la invadieron. Pero a la Península llegaron los visigodos, el pueblo germánico más débil y más civilizado ( «… alcoholizado de romanismo»); un pueblo que se aisló de los demás pueblos germánicos que crearían a Europa. España no llegó a vertebrarse como una Nación compuesta de minorías capaces de dirigir a las mayorías. España, sostiene Ortega, ha vivido siempre medio muerta, invertebrada, sin feudalismo. Éste es su problema, y sólo Europa puede ser su solución.

Continuamente nos sorprendemos del prestigio que estas tesis de Ortega han merecido ante un público español muy extendido, incluyendo a los más eruditos historiadores. Y nos sorprendemos no ya tanto por sus tesis doctrinales, como por una argumentación tan gratuita, que es negada por los mismos historiadores que admiran a Ortega, sobre el papel de los visigodos, del feudalismo y de la invertebración de España: se diría que es la metáfora de la «invertebración» la que fascina a sus lectores, como la raya blanca fascina al gallo cuyo pico se clava en ella. (Todavía es más sorprendente el prestigio de las tesis de Ortega, una vez que tenemos experiencia de las consecuencias que tuvieron las ideas racistas, arias y nietzscheanas sobre la «bestia rubia» y el Superhombre, que impregnaron la cabeza del filósofo madrileño en el momento de la incubación del nazismo.)

«España no ha existido nunca realmente.» Esta fórmula, que Ortega no se atrevió a formular explícitamente, es la que ha inspirado y sigue inspirando, desde Pi y Margall a los «intelectuales», a los «historiadores progresistas», a los nacionalistas federalistas, a los confederalistas, cantonalistas o simplemente anarquistas: España es un conglomerado de pueblos, de lenguas y de naciones; incluso España es una «prisión de naciones», na jaula en la que los castellanos quisieron meter a todos los pueblos que en ella querían y siguen queriendo vivir libremente.

Ésta es la ideología casi oficial de las coaliciones nacionalistas-secesionistas que gobiernan hoy Cataluña y el País Vasco, cuyos respectivos presidentes son, sin embargo, aliados del gobierno central de Rodríguez Zapatero, y son recibidos en el Parlamento de la Nación que ellos mismos dicen no reconocer. «La Nación española no existe, ni ha existido nunca»: ésta es la ideología-madre de Maragall-Rovira o la de Ibarreche-Madrazo. Ideología que es respetada y tolerada desde todas las instancias, incluyendo a los periodistas y tertulianos de casi todos los medios, «porque la democracia así lo requiere».

Algunos autores españolistas, tan señalados como José Manuel Otero Novas, llegan a dar la voz de alarma: «Peligro de desaparición del Estado», nos dice en su último libro (Asalto al Estado. España debe subsistir, Madrid, 2005). Como si dijera: España existe pero su existencia está en peligro inminente, por el desarrollo degenerativo del Estado de las Autonomías.

La proposición «España no existe» en entonación apelativa

En cuanto a la entonación apelativa de la proposición «España no existe», tan sólo merece la pena subrayar el hecho de que el componente agresivo y desafiante (respecto del interlocutor español a quien se dirige) que esta proposición encierra se manifiesta aquí directa y explícitamente, y no sólo indirecta o implícitamente (como seguramente ocurre en la entonación representativa).

Lo que quieren expresar, dirigiéndose en son de desafío a nosotros, los españoles, quienes dicen: «España no existe» sería algo tan perentorio o práctico como lo siguiente: «No admito que afirmes la existencia de España si al mismo tiempo no demuestras tu afirmación y me reduces al silencio, y no ya mediante el diálogo (porque yo utilizo pistolas y bombas), sino mediante una demostración de fuerza que tú, español, no puedes llevar a cabo porque no la tienes».

El argumento tiene una gran fuerza cuando se le interpreta como argumento ad hóminem: «Si tú afirmas que España existe como unidad indivisible de la Nación española -tal como lo dice el artículo 2 de tu Constitución- pero yo afirmo mi decisión de autodeterminación y mi voluntad de segregación de España, sin que tú tomes las únicas medidas adecuadas para detener mi proyecto, estoy demostrando que esa España que tú supones no existe, puesto que yo estoy ya afirmando mi segregación y aproximándome a ella, sin que nadie, más que de boquilla, me lo impida».

De otro modo: «La España cuya existencia tú defiendes sólo con palabras es una entelequia, pues una realidad política como la que tú defiendes para España no es una cuestión que haya que defender sólo con palabras, es una cuestión que hay que defender con hechos».

No es nada clara la proposición «España no existe»

El exabrupto que me dirigieron los periodistas de Bilbao o los asturchales de Noreña -«España no existe, es una entelequia»- está muy lejos de poder reducirse a la condición de una mera anécdota ocasional o pintoresca, porque no es sino la manifestación ocasional de una ideología que ha logrado «tomar cuerpo» no solamente en el estrato consejeril y concejil de las administraciones autonómicas (que ven en las «autonomías avanzadas» una fuente prometedora de empleos administrativos y culturales) sino también entre los «intelectuales y artistas», que además, de un modo u otro, por ejemplo, mediante la financiación de sus «creaciones», se comportan como servidores a sueldo de estos gobiernos regionales.

En cualquier caso, la evidencia de la proposición «España no existe» es mucho menor de lo que creen los ideólogos consejeriles o concejiles, que la defienden más o menos secretamente. La «luz de evidencia» que los intelectuales y artistas logran proyectar es muy precaria, casi de candil. Cada uno de sus argumentos puede ser retorcido.

Por ejemplo, «los Reyes Católicos asesinaron la España de las tres culturas». Semejante argumento cae por su base desde el momento en el que negamos de plano la existencia de esa «España de las tres culturas». No había tres culturas en convivencia armónica, sino a lo sumo grupo sociales coexistentes que se toleraban cuando no procuraban destruirse mutuamente, pero gobernando siempre uno u otros los cristianos o lo musulmanes. Por esa razón no cabe decir que los Reyes Católicos destruyeron la «España de las tres culturas». Lo que hicieron fue desarrollar las idea medievales que impulsaron al Imperio católico porque sabían que era imposible llevar adelante su proyectos políticos sin establecer simultáneamente una «concordia» religiosa.

Y esto lo sabían también muchos de los judíos conversos (la mayoría de los que se quedaron que por cierto eran menos fanáticos que los que se fueron fieles y prisioneros de sus creencias religiosas) y muchos de los morisco que, como el Ricote que ya hemos nombrado, se sentían españoles y buscaban volver a España como a su patria. Es un error grave, o un descuido no menos grave, presentar la afirmación de Ricote («todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado y podrido») como si ella estuviera referida a la nación española, cuando está referida precisamente a la nación morisca. Es Ricote quien le dice a Sancho: «Porque bien vi, y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones [que Su Majestad Felipe III mandó publicar contra los de mi nación] no eran solo amenazas, como algunos decían sino verdaderas leyes que se habían de poner en ejecución a su determinado tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían, y tales que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución» (II, 54; cursiva nuestra).

¿Y qué decir de la visión del Imperio como tramoya teatral? Una visión presentada, en pleno ejercicio de un idealismo histórico tremendista por el eximio novelista y cuentista Sánchez Ferlosio (Premio Nacional de Ensayo, y después Premio Cervantes), que parece no querer darse cuenta del hecho real de que, pese al «gallinero abarrotado de revendedores» (él mismo no es sino una gallina más que sigue cacareando al cabo de cinco siglos mientras recoge con su pico las toneladas de maíz que le suministran las instituciones oficiales españolas), la función seguía adelante, y Hernán Cortés entraba en México obviamente de la única manera que podía hacerlo. ¿O es que nuestro cuentista seráfico, que llega a hacer responsable a Dios de los hechos, cree que podía hacerse de otro modo, o que era mejor que no se hubiera hecho? ¿Y no es ridícula la pretensión de corregir el pretérito?

Por último: ¿acaso España dejó de existir tras la invasión napoleónica? No, cayó el Antiguo Régimen en España como había caído en Francia. Y fue entonces cuando España se reorganizó como Nación política. Constitución Política de 1812: «Título I. De la Nación española y de los españoles. Capítulo I. De la Nación española. Artículo 1. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Artículo 2. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Artículo 3. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales. Artículo 4. La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen».

¿Y qué decir de 1898 y de 1936-1975? Para referirme a este último «presente»: es cierto que los exiliados pudieron creer, desde su particular espejismo, que España había dejado de existir en la Península, sencillamente por la razón de que ellos, con su Gobierno en el exilio, estaban fuera. Pero lo cierto es que durante aquellos cuarenta años España pasó de ser un país subdesarrollado a convertirse en la novena potencia económica e industrial del mundo. Y esto precisamente porque la dictadura de Franco hizo el «trabajo sucio» necesario para cualquier acumulación capitalista. Al menos ésta es la única explicación, desde una perspectiva materialista con suficientes ecos marxistas, que puede tener el llamado «milagro español» que se produjo en España durante la época de Franco.

Cómo responder a la pregunta «¿España existe?» con entonación apelativa

Pero la entonación apelativa de la proposición «España no existe» debe recibir respuestas adecuadas también apelativas. Estas respuestas podrán apelar también a la fuerza. El Estado no puede subsistir sin las armas, y cuando un ministro de Defensa pide que sea borrado de la Constitución el término «guerra», es porque vive en Babia o en Sinapia.

Pero la pregunta necesita también argumentos, necesita respuestas a muchas preguntas que hoy día están en el aire, y entre ellas las preguntas que en este libro se examinan con intención de responderlas.

En las respuestas a las preguntas que siguen ofrecemos los argumentos de los que disponemos para contestar afirmativamente a esta primera pregunta: «¿España existe?». Una existencia, en tanto es siempre una coexistencia, no se puede demostrar en abstracto, sino a través de sus contenidos internos y de los de su contorno.

España no es un mito – Introducción

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, iniciamos aquí la edición digital de esta obra.

INTRODUCCIÓN

SOBRE EL «MITO DE ESPAÑA»

El título de este libro –España no es un mito– quiere indicar directamente cuál es su objetivo: enfrentarse contra todos aquellos extranjeros, pero sobre todo contra todos aquellos que tienen identidad española, es decir, Documento Nacional de Identidad (DNI), que ven a España como un mito, pero no como un mito en su sentido profundo o admirativo («el mito de los andróginos» de El Banquete platónico), sino como un mito en el sentido más vulgar y despectivo del término, que es el que recoge, como acepción 4, el Diccionario de la Real Academia Española: «Mito = persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que carecen».

Quienes creen, o quieren creer, que España es un mito, en este sentido vulgar y despectivo, lo harán refiriéndose a uno de los dos aspectos del mito (o a los dos) contenidos en la misma definición de la Academia que acabamos de citar. Aspectos que corresponden a los dos «momentos» de la realidad que tradicionalmente se designaban como esencia (o «consistencia») y como existencia: dos momentos inseparables, pero disociables.

Quienes dicen, en el sentido vulgar y despectivo, que «España es un mito», quieren decir, ante todo, que las «cualidades» o excelencias que se atribuyen a España, y en las que «consiste», por tanto, su esencia (o consistencia), son ilusorias, fingidas, acaso fruto de la «fantasía mitopoyética» de la derecha más reaccionaria; pero también llegan a querer decir que la propia realidad de España, es decir, su misma existencia, es una ilusión, un espejismo. De un modo más rotundo: la propia realidad de España, es decir, que España no existe.

¿Y qué pueden querer decir con esta frase tan rotunda? Probablemente no pueden pretender afirmar que en la «piel de toro» no haya algo, o muchas cosas, que durante muchos siglos allí se agitan y se revuelven; porque si pretendieran tal cosa habría que considerarlos simplemente como novicios de una sofística muy propia de adolescentes que no merecería mayor atención.

Pero quienes hablan del «mito de España», refiriéndose a su existencia (el «mito de la existencia de España»), quieren decir otra cosa, con una carga política muy peligrosa (para España), y que ya no está en manos de adolescentes, sino de adultos con responsabilidad, que además pueden ser senadores, diputados del Parlamento nacional, o de Parlamentos autonómicos, consejeros o presidentes de comunidades autónomas. Y lo que quieren decir podemos entenderlo perfectamente desde nuestras propias coordenadas; y entenderlo no es compartirlo. Pero sólo podemos enfrentarnos propiamente contra las cosas de los demás que no compartimos cuando podemos entender lo que ellos dicen, aunque ellos no nos entiendan a nosotros.

En efecto, si «existir» es «coexistir», por tanto, actuar como una unidad real ante terceros y, en consecuencia, poseer una unidad interna y activa que permita esa coexistencia con los demás (ante todo, para defendernos de las maniobras depredadoras de los otros), entonces decir que «la existencia de España es un mito» (que «España no existe») es tanto como negar la unidad de España como «principio activo», reduciéndola a la condición de un «nombre» -otros preferirán decir de un «trampantojo», de una «superestructura»- con el que se cubren las verdaderas unidades existentes y actuantes en esa piel de toro, por ejemplo: Cataluña, «Euskalherría», Galicia, y acaso también Aragón, Andalucía, Asturias…

Quienes dicen «la existencia de España es un mito» están diciendo: no existe la «Nación española», no existe la «Cultura española». No existen ni ahora ni nunca, más que como ilusiones, trampantojos, superestructuras o mitos. Lo único que existe, dirán, es la Nación catalana, junto con la Nación vasca, la Nación gallega… y acaso también la Nación aragonesa o la Nación andaluza; o bien dirán: lo único que existe es la «Cultura catalana», la «Cultura vasca», la «Cultura gallega» y acaso también la «Cultura asturiana» y la «Cultura andaluza». Y todas estas cosas se dicen hoy no sólo en privado, sino también en público, en «sede municipal» y en «sede parlamentaria».

Cabe distribuir del siguiente modo los papeles de quienes dicen que «España es un mito» (en su sentido vulgar y despectivo): los papeles de quienes niegan la consistencia (o la esencia) de España fueron representados en tiempos, sobre todo, por los extranjeros que alimentaron la Leyenda Negra: Masson de Morvilliers, Montesquieu, Voltaire…; los papeles de quienes niegan la existencia de España están representados, en la actualidad, por individuos con DNI de España, que llevan apellidos tales como Pérez Rovira, Maragall, Ibarreche…

Se comprende bien que quienes ponían en entredicho la «consistencia de España» fueran sus enemigos jurados (franceses, sobre todo, pero también ingleses y holandeses), cuya enemistad constituía por sí misma un reconocimiento de la existencia de España como gran potencia, todavía en el siglo XVIII. Estos enemigos de España, no pudiendo negar su existencia, la disociaban de su esencia, y dirigían sus ataques contra ella: España era el fanatismo, la superstición, la Inquisición, el atraso científico… En cambio, los enemigos internos de España de nuestros días ya no podrán despreciar los contenidos de España, los que constituyen su consistencia, porque con ello estarían despreciando también partes suyas, la propia consistencia de Cataluña, del País Vasco, de Galicia, de Asturias o de Andalucía. Ésta sería la razón por la cual los enemigos internos de España disocian su esencia de su existencia, y afirman que «la existencia de España es un mito».

Este libro es uno más de los libros españoles de contraataque, escritos frente a los enemigos de España, los que desprecian su esencia (o consistencia) y los que llegan a poner en duda, y aun a negar, su propia existencia.

Entre quienes nos precedieron en esta acción de contraataque, todos recuerdan (para circunscribirnos a los tiempos de la Guerra Civil) a Ramiro de Maeztu, que fue fusilado por los «republicanos». Pero Ramiro de Maeztu no combatió solo. Le acompañaban otros, en la defensa de España, entre ellos el que fue presidente de la República española, Manuel Azaña, quien poco antes del 18 de julio de 1936 dice en un célebre discurso: «Os permito, tolero, admito, que no os importe la República, pero no que no os importe España. el sentido de la Patria [España] no es un mito».