Los españoles del siglo XXI ante su historia, Stanley G. Payne (2017)

(Capítulo 13 de EN DEFENSA DE ESPAÑA: DESMONTANDO MITOS Y LEYENDAS NEGRAS – Stanley G. Payne, 2017)

EL POSMODERNISMO Y EL PENSAMIENTO ÚNICO

La situación del estudio y la interpretación de la historia en el siglo XXI es anómala y paradójica. Se publican numerosos trabajos de calidad y nunca antes ha existido tanto material valioso para estudiar esta disciplina y aprender de ella. En cambio, en las escuelas y en las universidades, la historia está en horas bajas —incluso amenaza con desaparecer—, los recursos dedicados a ella en la educación secundaria son cada vez menores y apenas recibe atención por parte de quienes deciden los planes de estudio, lo que desincentiva a los estudiantes que se plantean matricularse en esta carrera. Los cambios en la cultura y en la economía apuntan en la misma dirección. El uso masivo de Internet alienta una disposición a vivir en el instante, recopilando algunos datos, pero sin profundizar. Los jóvenes parecen estar dominados por el «presentismo» y apenas hay interés real por el conocimiento del pasado, ni lejano ni cercano.

Igualmente importantes son las consecuencias de ciertos cambios culturales y de algunas doctrinas políticas tan significativas como el posmodernismo y el nuevo progresismo de pensamiento único —también denominado «corrección política»—, que desde la década de 1980 tienen una influencia cada vez más destacada en la política española. El posmodernismo pone el énfasis en la relativización, en el subjetivismo, en el lenguaje y en la deconstrucción. Rechaza cualquier metafísica, así como la idea de «verdad», porque se parte de la base de que la verdad es relativa y, por tanto, cada sujeto tiene «su» verdad. La historia no puede ofrecer datos y hechos objetivos que existan más allá del observador. Todo es una construcción arbitraria y subjetiva, y cualquier entidad que no reconozca esta premisa debe ser «deconstruida». Puesto que la objetividad es inalcanzable, no hay demasiada diferencia entre una novela y un libro de historia bien investigado. Todo es narrativa subjetiva, y la única diferencia que merece la pena destacar es entre quienes reconocen este planteamiento y quienes no lo hacen. Naturalmente, el posmodernismo no es una «versión» subjetiva de las cosas, sino «la verdad», aunque esta no exista. Es decir, el posmodernismo es inmune a sí mismo, la excepción, esto es, una propuesta totalmente irracional e ilógica.

En sus diversas ramas, el posmodernismo es un concepto —la costumbre es hablar de «teoría»—, mientras que los postulados del pensamiento único pertenecen al mundo de la política, aunque se apliquen a todos los aspectos de la cultura y la sociedad. Una singularidad de la corrección política es que se trata de la primera nueva ideología radical de izquierdas que tiene su origen en Estados Unidos. Además, es la primera ideología importante de izquierdas que no posee ni un nombre oficial ni una definición canónica. En ocasiones, sus defensores insisten en que no existe como tal más allá de la imaginación de sus oponentes, mientras que los autores que la critican utilizan expresiones como The Silent Revolution o la ideología invisible1. No se plasma en un único partido político ni en un movimiento cultural concreto, sino que es multiforme: son muchos los partidos y grupos sociales que la encarnan. En realidad, es una cultura de élites y de activistas que está presente en las principales organizaciones políticas occidentales y en casi todas las instituciones —las excepciones son muy pocas— y, a diferencia de los movimientos radicales anteriores, su objetivo no es derrocar el sistema político, sino transformarlo desde dentro de la democracia por medio de la manipulación.

La democracia, cuando se pone en práctica, muestra tendencias igualitarias y deconstructivas, con una propensión a igualar tanto las instituciones como las costumbres. Este planteamiento no es nuevo, y por eso el liberalismo clásico decimonónico se cuidaba mucho de evitar los excesos de la democracia y planteaba restricciones, como, por ejemplo, el sufragio censitario, que limitaba el voto. En otras épocas era posible encontrar instituciones pseudoliberales oligárquicas que reconocían algunos derechos que estaban restringidos a una pequeña élite, pero esto ya no ocurre con el liberalismo moderno occidental, que ha dado lugar al proceso político más dinámico de la historia, imposible de detener a largo plazo. El liberalismo fue el resultado de la conjunción de poderosas corrientes en la cultura, en la sociedad e incluso en la religión; de ahí que, pese a todas sus restricciones y al elitismo de su forma clásica, no haya podido evitar la evolución hacia la democracia y, con ella, hacia un igualitarismo que ha llegado a ser radical, homogeneizando las instituciones y las estructuras, y desafiando y relativizando creencias.

La tendencia natural hacia el igualitarismo y la eliminación de las estructuras más jerarquizadas, habitual en Occidente, presentaba serios problemas a la hora de llevarla a la práctica, ya que el igualitarismo es un concepto y un objetivo que no se encuentra reflejado en la realidad: los seres humanos no son iguales ni en el plano físico ni en el intelectual ni en el moral. Cuando las estructuras políticas del siglo XX, a través de los Gobiernos, comenzaron a imponer unas condiciones más igualitarias, los éxitos y los fracasos se sucedían con suma facilidad. Así lo constató la experiencia comunista, y también los países democráticos impusieron ciertas medidas de coerción para conseguir la igualdad. En la segunda mitad del siglo XX se produjeron numerosos cambios en la cultura y en la sociedad occidentales, pero la igualdad, objetivo inherentemente imposible, no se alcanzó, lo que ha llevado a imponer nuevas medidas de coerción en un círculo vicioso que no tiene fin. Al relacionarse de modo contradictorio con la economía de mercado y la globalización, la ideología del igualitarismo produce más desigualdades y, nuevamente, el Estado adopta más medidas coercitivas. Este problema se aprecia claramente en la Unión Europea, donde está produciendo mucha frustración y una contradicción permanente2.

Es cierto que siempre ha existido una tendencia hacia la corrección política coercitiva en la sociedad democrática, como ya señaló hace dos siglos Alexis de Tocqueville al hablar de Estados Unidos. El movimiento actual surgió en la década de 1960, y en los veinte años posteriores abandonó el izquierdismo original —en parte anarquista y en parte colectivista— para centrarse, primero, en la cultura y en la sociedad y, después, en el llamado «individualismo radical», que se manifiesta, sobre todo, en el estilo de vida. Poco a poco fue introduciéndose en las facultades de humanidades y ciencias sociales, llegando a convertirse en la corriente dominante de los últimos años del siglo pasado. Su más clara expresión en Estados Unidos y en España se produjo durante los Gobiernos de Obama y de Rodríguez Zapatero. Este último es el campeón de lo políticamente correcto y de la doctrina del igualitarismo, pero Obama lo superó en su tendencia a gobernar por decreto ignorando la legislación.

LA CORRECCIÓN POLÍTICA Y LA CREACIÓN DE NUEVOS CONCEPTOS

El mayor impacto de la cultura de la corrección política en el campo de la historia ha surgido con la doctrina del victimismo, concepto fundamental en esta ideología. La victimización ha caracterizado la historia humana, que sobre todo es una historia de la opresión y de la ausencia de la igualdad. Por eso, como en la Unión Soviética, la función de la historia es «desenmascarar» y denunciar esta opresión, y reclamar la igualdad, criticando las deficiencias de cualquier situación histórica. Se rechazan las interpretaciones del historicismo, según el cual cualquier época ha de estudiarse e interpretarse según sus propias mentalidades. Por el contrario, la nueva doctrina impone un «presentismo» cuyas normas, por recientes e inciertas que sean, tienen que ser consideradas válidas universalmente y para cualquier época. Su arrogancia y su superioridad moral son totales. En las facultades de historia, el resultado ha sido la imposición de la santísima trinidad de «raza-clase-género», entendidos como los factores básicos de la opresión y de la ausencia de igualdad3.

Al ser producto de la «cultura del adversario», característica de las izquierdas en Occidente durante los últimos cincuenta años, esta doctrina rechaza especialmente la civilización occidental, que ha pasado a ser el enemigo número uno. Y así se configura otro aspecto de esta ideología, el «multiculturalismo», que no es más que un nuevo oxímoron, ya que cualquier sociedad tiene su propia cultura, pues de lo contrario no sobreviviría como sociedad. El rechazo a los valores de la civilización occidental tradicional provoca una primera contradicción, y es que no aplica los mismos criterios a otras culturas que, al no ser occidentales, se presuponen aliadas. El multiculturalismo se convierte, así, en un aspecto clave para desmontar la cultura occidental, porque no busca imponerse en otras culturas.

Esta ideología del «buenismo» y de la corrección política es la más característica y original de la época contemporánea, pues, comparadas con ella, las viejas ideologías, como el liberalismo, el anarquismo, el comunismo o el fascismo, tienen precedentes en la historia. Ninguna otra civilización ha proyectado una doctrina tan poderosa dirigida a su simple y llana autodestrucción. Probablemente, es un producto tanto de la secularización de la sociedad como del posmarxismo cultural4.

En cuanto al nivel de interés y conciencia pública de la historia, es dudoso que la situación de España sea muy diferente de la de otros países, aunque, en términos generales, el posmodernismo y las cuestiones de raza y de género son menos influyentes. La historiografía española es bastante más tradicional, al menos para las épocas anteriores a la historia contemporánea. Antes de la década de 1960, el interés principal en la Historia de España, tanto dentro de país como en el extranjero, era la historia medieval y la época moderna. Un hispanista del siglo XIX como William H. Prescott prestó más atención a las grandes figuras españolas de los siglos XV y XVI que a la España de su propio tiempo. Y ese mismo enfoque se mantuvo durante dos generaciones. En cambio, después de la Guerra Civil y la dictadura, el interés en la historia contemporánea se incrementó de forma considerable. No debería sorprendernos porque, aparte de las circunstancias concretas de España, esa es la tendencia predominante en la historiografía mundial. El público del siglo XXI es, como decimos, «presentista», y parece que, tanto en las librerías como en Internet, los libros de historia que más se venden son los que tratan la Edad Contemporánea.

Cada país tiene sus singularidades y desde el siglo XIX el esfuerzo por describir y definir las de España ha llegado a convertirse prácticamente en una industria. En este sentido, como hemos visto, la cantidad de contradicciones, errores y conclusiones non sequitur son muy numerosos. Me parece válida la observación al respecto de Julian Pitt-Rivers, el mejor arqueólogo inglés que ha investigado a los españoles:

Ser español es el grado extremo de la condición humana. Los españoles en sí mismos no son tan distintos del resto de la humanidad, sino que son más… sea lo que sea. Es decir, si son alegres, son más alegres, y la juerga andaluza es la más sublime de todas; si son tristes, son más trágicos y más dignos en su tragedia. Si son simpáticos, son más simpáticos y su simpatía penetra como un láser, pero si son antipáticos, son más pomposos e insensibles de lo que uno puede imaginar. Si aman, aman más, si odian, igual, y saben esconder su odio mejor que nadie5.

La España del siglo XXI ha cambiado enormemente y no es el mismo país que era hace cincuenta años. Los españoles han transformado muchos de sus hábitos y costumbres —como en todo país moderno y avanzado—, aunque en lo que se ha denominado «la tendencia española al extremismo» se observan menos cambios. Esto explica su marcada participación en la cultura contemporánea de la deconstrucción y de la negación del pasado y de la historia. España es el único país occidental, y probablemente del mundo, en el que una parte considerable de sus escritores, políticos y activistas niegan la existencia misma del país, declarando que «la nación española» sencillamente «no existe». Todavía es mayor la negación de otros aspectos relativos a la historia, y la utilización de algunos elementos, ya sean falsos o ciertos, es más exagerada que en otras partes, al tiempo que las distorsiones, sobre todo de su historia contemporánea, son más profundas. En Europa, el único país en el que ocurre algo parecido es la Rusia de Putin, pero actualmente el «debate sobre Rusia» se ha resuelto a favor de un nacionalismo a ultranza. Afortunadamente, España, pese a su confusión política, sigue siendo una democracia con plena libertad de expresión.

LA CONTROVERSIA DE LA MEMORIA HISTÓRICA

Durante la Transición, la historia contemporánea se trató con, al menos, cierta ecuanimidad. Pocos estaban a favor de la continuación de la dictadura, y las conclusiones de casi todos los estudios sobre el franquismo eran negativas, a excepción de la corriente «historicista», que, como hemos dicho, insistía en que cualquier fenómeno debe analizarse desde la perspectiva de su propio tiempo y de las alternativas que en verdad existían, no de las que habrían sido deseables. Asimismo, se aceptaba el mito de que la República revolucionaria de 1936-1939 fue democrática hasta cierto punto y señalando sus muchos errores. Pero, al mismo tiempo, se pensaba que los planteamientos de esa época habían generado demasiados conflictos y nadie tenía ganas de que se repitieran. En 1990 un historiador tan solvente como Javier Tusell afirmó que se podría leer un escrito sobre la historia más reciente sin saber si el historiador tendía a la izquierda o a la derecha.

Pero, como hemos visto, en la década de 1990, se produjo un viraje muy específico en la realidad política española, y el enfoque victimista de la izquierda ocupó una posición dominante en los postulados de la corrección política.

Esta nueva orientación comenzó a tomar forma mientras, paralelamente, se creaba el movimiento de la «memoria histórica», integrado por diversos grupos, cada uno con intereses definidos y diferentes, algunos con motivaciones estrictamente políticas y otros principalmente emocionales. Estos últimos, entre los que se encuentra la Asociación para la Memoria Histórica que dirige Emilio Silva, tienen como principal objetivo satisfacer las demandas de un sector de la población que desea localizar a sus antepasados, víctimas de las represiones que tuvieron lugar durante la Guerra Civil y la posguerra. La versión más extremista reivindica el reconocimiento oficial de que los represaliados de izquierdas dieron su vida «por la democracia», así como la condena de Franco y de su régimen.

Con frecuencia, los partidos de izquierda radical y los nacionalistas periféricos esgrimieron estos conceptos como arma táctica parlamentaria contra su principal oponente moderado, tildando de «extrema derecha» e incluso de «fascista» al Partido Popular, cuya torpeza dialéctica se ponía de manifiesto cada vez que intentaba responder. La izquierda más radical formó, así, un nuevo mito sobre la Transición, según el cual la instauración del sistema democrático no era nueva ni original, sino que bebía de las fuentes de la Segunda República. Cierto es que, como ya se ha señalado, los protagonistas de este momento histórico —la Transición— acordaron dejar la historia en manos de los historiadores, de los analistas y de los medios de comunicación, mientras se construía un nuevo régimen democrático abierto a todos y no un sistema sectario y exclusivista como fue la Segunda República. En su día, este planteamiento fue aceptado por casi todas las izquierdas —salvo unos pocos maoístas, que representaban menos del 1 % de la población— y la mayoría de los nacionalistas periféricos. Al contrario de lo que dicen ahora los más radicales, se hizo mucho caso de la historia, pero para no repetir errores y descubrir cómo no se deben hacer las cosas6.

Junto al oxímoron «memoria histórica» se emplea el de «justicia histórica». La única justicia es la legislada de forma regular y representativa, e igual para todos, mientras que la «justicia» retroactiva y anacrónica no es más que una forma artificial de injusticia. La «justicia histórica» es relativamente sencilla de tratar conceptualmente, pero muy complicada cuando se intenta llevar a la práctica7. Ocurre como con la «justicia social», pues la única justicia que es verdaderamente justa es la que se basa en leyes objetivas codificadas y establecidas. Lo que se invoca a través de estas justicias «especiales» no es realmente justicia, porque las leyes creadas a propósito por determinadas cuestiones políticas rara vez son objetivas. En este sentido, la España de la Transición estableció un precedente, y las principales excepciones son algunos países latinoamericanos, donde, tras iniciar procesos democratizadores, destacadas figuras de las dictaduras militares anteriores han sido procesadas y sentenciadas.

Una posición crítica sobresaliente ha sido la del filósofo Gustavo Bueno, para quien el concepto de «memoria histórica» no es más que «una invención de la izquierda» y una maniobra de manipulación política8. Para él, la memoria es una construcción subjetiva y la memoria histórica es una elaboración social, cultural o política.

En los orígenes de la creación del concepto de «memoria histórica» jugó un factor decisivo el vuelco de la situación política que tuvo lugar a finales del siglo XX, cuando el Partido Popular ganó las elecciones de 1996 y de 2000. Para entonces, muchas figuras importantes de la Transición habían abandonado la escena política. Ellos eran los que realmente tenían alguna memoria personal de la Guerra Civil y de sus secuelas. Quizá no habían participado en ella, pero eran conscientes de sus consecuencias. La victoria de la derecha creó la situación idónea para que un sector de la izquierda, incluso la más moderada, adoptara la memoria histórica como argumento contra su gran rival político.

En la campaña electoral del invierno de 2004, Rodríguez Zapatero no la utilizó como arma, pero le dio prioridad cuando fue investido presidente del Gobierno. Al verano siguiente anunció que se prepararía una nueva legislación sobre el tema, mientras la agitación social aumentaba día a día. La primera ley fue aprobada el 7 de julio de 2006 y era muy sencilla en su contenido: «En España se declara el año 2006 como Año de Memoria Histórica», en honor de «las víctimas» que defendieron «valores democráticos», así como de los que contribuyeron a la creación de la Constitución de 1978. La ley proveía fondos y medios para las conmemoraciones. En esas mismas fechas, el Ministerio de Educación habló de la necesidad de estudiar «las políticas reformistas realizadas en el transcurso de la Segunda República» en la asignatura de Ciencias Sociales, Geografía e Historia del cuarto curso de Secundaria y se anunciaba la preparación de una ley de mayor envergadura sobre la memoria.

La idea de que existiera una «ley de la historia» no entusiasmó a los historiadores profesionales, cuya reacción fue ciertamente negativa. El gran acontecimiento colectivo que tuvo lugar en 2006 fue el Congreso Internacional sobre la Guerra Civil española, que se convocó en Madrid a finales de noviembre. El organizador principal, Santos Juliá, dio al acto un carácter profesional, y a lo largo de sus sesiones se pusieron de manifiesto puntos de vista muy diferentes. A propósito de la legislación pendiente, la observación más lúcida fue la de Enrique Ucelay-Da Cal:

Estamos oficialmente en el año de la memoria histórica. Freud dijo que la memoria individual no es de fiar y, menos aún, la suma de las individuales: la colectiva. La única colectiva es el ritual mediatizado por la ideología. El poder ritualiza para ser poder. La memoria ritual es desmemoria. España carece de una cultura cívica y si no hay una cultura es la memoria lo que hay que imponer al contrario. Es el «trágala» servil. La memoria tiene trucos. La historia española contemporánea es una lucha por la legitimidad en la que sus contendientes se lanzan sus muertos a la cabeza. Debemos evitar la intoxicación de la ideología que está en el recuerdo personal. Solo existe memoria líquida. Podemos bucear, pero no caminar sobre la memoria9.

Durante esos meses, historiadores como el propio Juliá, Carmen Iglesias y Juan Pablo Fusi fueron unánimes en su rechazo del tópico del «pacto de silencio» de la Transición, y expresaron su escepticismo respecto a legislar sobre la historia. Dijo Juliá: «Imponer una memoria colectiva o histórica es propio de regímenes totalitarios o de utopías totalitarias. Las guerras civiles solo pueden terminar en una amnistía general»10.

Incluso Paul Preston, un historiador nada sospechoso para la izquierda, ya había expresado su ambivalencia cuando criticó «la retirada de símbolos franquistas. El Valle de los Caídos no debe desaparecer […]. En España hay gente que confunde olvido con reconciliación y memoria con venganza […]. Si de mí dependiese, yo no habría hecho nunca esa Ley, pero yo soy un extranjero sin voz ni voto. A mí personalmente me resulta muy incómodo que se empiecen a hacer leyes sobre estas cosas»11.

Más duro fue el historiador José Varela Ortega en su comentario sobre la agitación causada por la memoria histórica y la estrategia del Gobierno de Zapatero, señalando que esta iniciativa «responde exclusivamente a un proyecto político actual, consistente en romper el vigente pacto constituyente con el principal rival del partido gobernante, que tiene el 40 % de los votos, y sustituirlo por otro creado con los grupos nacionalistas que cosechan el 8 % de respaldo electoral y que no están interesados en constituir nada, sino que aspiran a decontracter [sic] todo. Se quiere expulsar al centro-derecha no ya del poder —que es lo que todos pedimos al centro-izquierda cuando le votamos mayoritariamente—, sino del sistema, algo muy grave y que no estaba en el guion constituyente original. En este guion de ruptura y marginación, se entiende que la Transición sea el enemigo histórico a batir». Varela Ortega consideraba que la política de Zapatero socavaba la transformación del propio Partido Socialista hecha por González durante la Transición, que se basaba en «la aceptación del adversario […]. No hubo ocultación o amnesia, sino la decisión, pienso muy sensata, de no utilizar la historia con propósitos políticos». Además, añadía, ya «existe un material historiográfico ingente sobre nuestra Guerra Civil. Otro problema es que algunos no lo hayan leído hasta ahora […]. Así que la primera víctima histórica de esta iniciativa descabellada es Felipe González y la generación a la que él representa»12.

El texto definitivo de la incorrectamente denominada «Ley de memoria histórica»13 de octubre de 2007 fue más moderado que los borradores anunciados entre 2004 y 2006. La expresión «memoria histórica» prácticamente desapareció y fue sustituida por la de «memoria democrática», que era lo que la ley se proponía fomentar —las palabras «memoria histórica» solo aparecen cuando se anuncia el desarrollo de un nuevo Centro Documental de la Memoria Histórica y Archivo General de la Guerra Civil14—. Hablando con propiedad, la expresión debería poner el énfasis en la Transición, pues la ley reconoce que «no es tarea del legislador implantar una determinada memoria colectiva», aunque a continuación se contradice al encomendar al Gobierno la implantación de «políticas públicas dirigidas al conocimiento de nuestra historia y al fomento de la memoria democrática», de manera que «en el plazo de un año a partir de la entrada en vigor de esta ley, el Gobierno establecerá el marco institucional que impulse las políticas públicas relativas a la conservación y fomento de la memoria democrática». El principal objetivo de la ley, por tanto, es allanar el camino para l a adopción de medidas parlamentarias de compensación y rehabilitación de varios tipos de víctimas.

En términos políticos, el Partido Popular dejó todo el discurso sobre la historia a las izquierdas, pese a que la historia del partido está del todo asociada a la democracia. Como ya hemos señalado, la pobreza dialéctica del PP es patente; a Rajoy y a sus colegas parece que solo les interesan el presente y la gestión de la economía. En realidad, han adoptado las directrices de la corrección política en casi todas las cuestiones culturales y sociales, poniendo de manifiesto la hegemonía de esta nueva religión política.

En el siglo XXI esta ideología se ha vuelto dominante entre la mayor parte de las élites, las instituciones y los medios de comunicación de los países occidentales, salvo unas pocas excepciones, y ha distorsionado profundamente la interpretación, la presentación y la enseñanza de la historia de todos ellos. En algunas comunidades autónomas se encuentran algunas de las distorsiones más graves de la historia que se enseña en las escuelas. Entre los eufemismos utilizados, por ejemplo, no se dice que los árabes protagonizaron una invasión violenta, sino que «entraron en la Península», como si fuesen turistas. La Reconquista ha de ser ignorada o rechazada, porque en al-Ándalus se vivía «un paraíso multicultural», y los conquistadores del siglo XVI son «expedicionarios» en busca de un «encuentro».

Algo que ha cambiado en el siglo XXI, si lo comparamos con el comienzo del siglo pasado, es que, ahora, los historiadores españoles dominan la historiografía sobre España. Hace cien años, Julián Juderías se lamentaba de que una gran parte de los libros más importantes de la historia española habían sido escritos por extranjeros15, pero la gran eclosión de la historiografía española durante el último tercio del siglo XX cambió este panorama completamente. La historiografía española actual es muy amplia, como la misma historia del país; hay numerosos estudios y libros de valía, y otros distorsionados hasta decir basta. Quizá, lo mejor sea que no se ha impuesto del todo el pensamiento único y, en general, existe más libertad de expresión que en muchos otros países europeos. Siguen publicándose libros excelentes, y los que deseen conocer la verdadera historia del país siempre podrán hacerlo.

Una línea historiográfica propia de los primeros años de este siglo es la que asegura que, pese a todo, la historia de España no ha sido tan «diferente», sino que siempre ha formado parte de la historia común de Occidente. A pesar de la generalización, la afirmación es exacta. La de España no es la historia de un país de Oriente, aunque durante siglos la mayor parte del territorio estuviera dominada por el islam, sino una historia enormemente compleja —más que la de cualquier otro país europeo— en el rincón más fronterizo de Occidente.

Como hemos visto, es una historia que a menudo se ha distorsionado —sin duda, es la más distorsionada de Occidente—, que ha conocido numerosas situaciones extremas —de nuevo más que otros países de Occidente—, por lo que las narrativas simplistas resultan inadecuadas. Las dos polémicas más importantes del momento presente —la relativa a la nación y la que se centra en la Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo— quizá no tengan una solución inmediata. Muchos desencuentros son más políticos que historiográficos y pervivirán durante bastante tiempo.

NOTAS

1 J. Trillo-Figueroa, La ideología invisible: el pensamiento de la nueva izquierda radical, Madrid, 2005; B. Rubin, The Silent Revolution. How the Left Rose to Political Power and Cultural Dominance, Nueva York, 2014

2 En términos filosóficos, tal argumento ha sido muy bien desarrollado por el filósofo polaco Ryszard Legutko, The Demon in Democracy: The Totalitarian Temptation in Free Societies, Nueva York, 2016

3 Cfr. G. Gatti (ed.), Un mundo de víctimas, Barcelona, 2017

4 Dos libros clave son P. E. Gottfried, Multiculturalism and the Politics of Guilt: Toward a Secular Theocracy, Columbia, Mo., 2002, y The Strange Death of Marxism: The European Left in the New Millennium, Columbia, Mo., 2005

5 J. Pitt-Rivers, «Los estereotipos y la realidad acerca de los españoles», en M. Cátedra (coord.), Los españoles vistos por los antropólogos, Madrid, 1941, pág. 43, citado por E. Lamo de Espinosa en A. Morales Moya (coord.), Nacionalismos e imagen de España, Madrid, 2001, pág. 166

6 Véanse los dos mejores estudios de la función de la historia en el proceso: P. Aguilar, Políticas de memoria y memorias de la política. El caso español en perspectiva comparada, Madrid, 2008, y G. Ranzato, El pasado de bronce. La herencia de la Guerra Civil en la España democrática, Barcelona, 2007, así como los artículos de S. Juliá, «Echar al olvido. Memoria y amnistía en la Transición», Claves de Razón Práctica, 159, págs. 4-13, y J. Tusell, Clío, noviembre de 2002, pág. 18

7 El problema ha sido estudiado en M. Khazanov y S. Payne, «How to Deal with the Past», en Khazcnov y Payne (eds.), Perpetrators, Accomplices and Victims in Twentieth Century Politics: Reckoning with the Past, Londres y Nueva York, 2009, págs. 248-268

8 G. Bueno, El mito de la izquierda, Barcelona, 2002, pág. 283

9 Citado por A. Astorga en ABC, 30 de noviembre de 2006, en R. de Mendizábal Allende, Memoria histórica, desmemoria y amnesia, separata de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, 2010

10 ABC, 25 de julio de 2006, en ibíd

11 ABC, 3 de agosto de 2006

12 Citado por R. de Mendizábal Allende, Memoria histórica, ob. cit., pág. 375

13 Su título exacto es «Ley por la que se reconocen y amplían los derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura»

14 Las citas anteriores se han tomado de P. Aguilar, Políticas de memoria, ob. cit., págs. 86-89, que aporta un análisis excelente

15 J. Juderías, La Leyenda Negra. Estudios acerca del concepto de España en el extranjero, Salamanca, 2003, págs. 319-341

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

This site uses Akismet to reduce spam. Learn how your comment data is processed.