Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la séptima y última pregunta:
¿ESPAÑA ES EUROPA?
Es necesario despejar la confusión de la frase «España es una parte de Europa»
Damos por supuesta la realidad de España, en cuanto entidad histórica viviente en el presente (no meramente en el pretérito), dotada de una unidad estructural interna (es decir, no superestructural, externa, postiza o formal, como si su unidad estuviese «sobreañadida» al supuesto conjunto de pueblos, naciones o culturas asentadas en su territorio) derivada internamente de los propios materiales sociales, culturales y políticos que la constituyen.
Esta unidad estructural, interna, que atribuimos a España, deriva, en primer lugar, de la realidad de la cultura española (que podríamos poner en correspondencia, para acogernos a una idea corriente, con la «sociedad civil» española). Y, en segundo lugar y no como algo accidental (sino situado históricamente en un momento posterior), sobre la realidad de la Nación española (a la que corresponde la «sociedad política» española del presente organizada en las Constituciones que van de 1812 a 1978).
La cuestión que se nos plantea ahora es la de la conexión de España, en cuando unidad real (social y política) con Europa. Una realidad histórica, sin duda alguna, pero cuya definición, tanto en el terreno cultural o civil como en el terreno político, es mucho más difícil de establecer, si cabe, que la «definición» social y cultural de la unidad de España.
Por ejemplo, España es políticamente un Estado nacional, al que corresponde una Constitución (por más que ésta sea impugnada por algunos nacionalistas fraccionarios); pero, políticamente, Europa no está definida, salvo en un Proyecto de Tratado para su eventual constitución; desde el punto de vista político, Europa es, hoy por hoy, solamente una «Europa de papel».
Y si presenta grandes dificultades la defensa de la realidad de España en cuanto se deriva de la unidad que reconocemos a la cultura española, muchas más dificultades presentará la definición de la realidad de Europa, en cuanto pretenda ser derivada de una supuesta «unidad de la cultura europea», unidad en todo caso mucho más precaria y vaga que la de la cultura común española (por la pluralidad de sus áreas culturales, de sus lenguas, por la inexistencia de una lengua genérica común, capaz de filtrarse por las diferentes esferas lingüísticas europeas).
Ahora bien, como ya hemos dicho antes en este libro, la unidad de España (la unidad entre sus partes) puede asumir identidades (esenciales) diferentes, según los contextos envolventes en los que se inserte. La unidad de España, hace veinte o dieciséis siglos, asumió la identidad de parte (provincia, diócesis) del Imperio romano; hace cinco siglos la unidad de España asumía la identidad de la monarquía hispánica, o, si se prefiere utilizar el lenguaje de la Antropología cultural antes que el lenguaje de la política, cabría decir que España fue (y sigue siendo) una parte de la Comunidad hispánica, o una parte del «area cultural hispánica».
¿Diremos también que España, en su unidad actual, puede asumir la identidad europea, es decir, podemos afirmar que España es una «parte de Europa»?
Sin duda, no sólo es posible, sino que es necesario afirmar, porque la realidad así lo impone, que España es una parte de Europa, del mismo modo que es imposible afirmar que España es una parte de Asia o de Africa. La conocida fórmula «África comienza en los Pirineos» es un mero juego de palabras, un galicismo que no puede ser tomado en serio.
España es una «parte de Europa» y, en consecuencia, tiene una «identidad europea». Pero ni «parte», ni «identidad», son conceptos unívocos, sino análogos. Es una pura desvergüenza de los «europeístas» españoles pretender que dicen algo afirmando que «España tiene una identidad europea». Porque hay mucho modos o acepciones de «parte» (partes integrantes, partes determinantes, partes instrumentales, rectas u oblicuas…) y muchos modos o acepciones de «identidad» (la identidad «se dice de muchas maneras»: como identidad sustancial o como identidad esencial, como identidad estructural o como identidad accidental o superestructural…).
Hay, sin duda, demasiada vaguedad en la afirmación: «España es una parte de Europa», o en la afirmación: «España tiene una identidad europea». Es obvio que esta vaguedad sólo puede despejarse precisando la naturaleza de esa «totalidad envolvente» (de España) que llamamos Europa. Porque es evidente que la situación es muy distinta cuando hablemos de una Europa en sentido político (por ejemplo, de la Unión Europea) que cuando hablemos de Europa en un sentido cultural (por ejemplo, de la Cultura europea).
La identidad europea de España, desde el punto de vista político, puede tener más importancia considerada desde el punto de vista político que considerada desde el punto de vista cultural. En cualquier caso, las identidades culturales son más estables y de más larga duración que las identidades políticas (al menos, las que tienen que ver con las Confederaciones o con regímenes políticos tales como monarquías, aristocracias o democracias).
Se hace, en todo caso, imprescindible, para formar un juicio mínimamente solvente sobre el alcance de la cuestión «¿España es Europa?», comenzar bosquejando, al menos, el análisis de la realidad que pretende designar el término «Europa».
El proceso histórico de conformación del concepto geográfico de Europa
Europa es «una realidad muy compleja», constituida por una fenomenología sobreabundante compuesta de fenómenos muy heterogéneos: económicos, políticos, religiosos, artísticos, históricos, etc.; fenómenos con referencias fisicalistas muchas veces precisas, y otras veces muy borrosas, involucradas en conceptualizaciones implicadas en sistema diversos de conceptos (técnicos, científicos) que, a su vez, determinan diferentes sistemas de Ideas.
Consideremos ante todo, por razones de método, a Europa desde algunos sistemas de conceptos comúnmente reconocidos, si bien al cabo de muchos siglos de debates, confrontaciones o convenciones, son los conceptos que se organizan en torno al mismo concepto geográfico-histórico de Europa.
Y nos apresuramos a advertir que este compacto («geográfico-histórico») no se utiliza aquí como si el concepto por tal sintagma significado fuera un concepto compuesto de previos y separados conceptos geográficos, por un lado, e históricos, por otro, que ulteriormente se hubieran ido asociando en el «concepto compacto». El concepto geográfico-histórico de Europa tiene una unidad previa a los componentes que resultarán ulteriormente por disociación, puesto que tales componentes, aunque disociables, son inseparables. No es posible hablar de Europa desde una perspectiva geográfica que no esté conjugada con alguna perspectiva histórica, ni tampoco recíprocamente. Los conceptos geográficos (a diferencia de los conceptos geológicos) presuponen siempre una perspectiva operatoria antrópica, que determina la plataforma histórica desde la cual se configuran esos conceptos geográficos, como conceptos oblicuos o posicionales. Los conceptos geográficos de Este y Oeste, o de Norte y Sur, se desvanecen en cuanto se pierde la referencia antrópica vinculada a los sistemas de coordenadas utilizadas. A lo sumo, se transforman en conceptos que ya no serán geográficos, sino físicos, geológicos o cosmológicos.
Ésta es la razón por la cual podemos afirmar, con toda seguridad, que el concepto «actual» de Europa sólo pudo conformarse históricamente, es decir, en el curso de muchos siglos de historia. Europa no es una «realidad perceptible a simple vista», como podrían serlo (si nos atenemos a las leyes de la teoría de la forma) el Sol o la Luna. Puede asegurarse que nuestros antepasados, los pitecántropos, los neandertales, o los antecesores, que recorrían las planicies, los valles o las montañas de España, de Francia o de Alemania, no pudieron haber formado ningún concepto de Europa.
Sólo a final del siglo XX el «continente» o el «subcontinente» que llamamos «Europa» pudo ser percibido globalmente desde alguna astronave; lo que significa que el concepto geográfico de Europa, que ya estaba conformado mucho antes de que hubiera astronaves, ha sido el resultado de sucesivas acciones y operaciones acumulativas, llevadas a cabo desde diferentes plataformas históricas, que hicieron posible no sólo abrir caminos, es decir, itinerarios de ida y vuelta (no se hace camino al andar: hay que poder volver al punto de partida y reandar el itinerario), sino también mapas de rutas y de entornos suyos (ríos, valles, montañas) y teorías cosmogónicas capaces de establecer la esfericidad (o, por lo menos, la «discoeidad») de la Tierra.
Ahora bien, el proceso secular de conformación del concepto geográfico-histórico de Europa sigue estando enmascarado, de hecho, precisamente por la mitología. Nadie «cree» hoy en el mito de Europa, en el rapto de la hija de Agenor y Argiope que Zeus, transformado en toro blanco, que pacía junto a sus ovejas, llevó a efecto en algún lugar próximo a la isla de Creta (al menos, allí parece ser que fue en donde Zeus, transformado en águila, violó a Europa y le hizo tres hijos: Minos, Radamanto y Sarpade). Sin duda, la fábula del rapto de Europa -dice Roberto Graves- «es posible que comenzase por una incursión [geográfica] de los helenos a Fenicia, desde Creta». También es posible que los viajes ulteriores de la «madre Europa», la hija de Agenor, tengan algo que ver con el proceso mismo de formación del concepto de Europa. Pero, sin embargo, la fábula de Europa, en la que nadie cree, ejerce a veces el papel de nebulosa que inspira una peculiar pereza en la investigación precisa del proceso de formación del concepto. Acaso porque vagamente, el mito, en cada época histórica en que iba siendo relatado, sugeriría, como un espejismo, que la madre Europa definía a Europa desplazándose, en excursión permanente, precisamente por los límites que el territorio europeo alcanzaba en la época de la repetición del relato.
La raíz viciosa de este espejismo no sería tanto partir de la fábula, que es fuente inexcusable, sin duda, sino subrayar en ella la Europa antropomórfica raptada por Zeus (una Europa que en los siglos posteriores seguirá siendo dibujada en los mapas como una matrona, cuya cabeza corresponde a veces a España, los brazos a Italia y las penínsulas bálticas, etc.) en lugar de preocuparse por señalar el territorio local inicial que recibió el nombre de Europa (dejando de lado la cuestión de la anterioridad o posterioridad de la Europa-madre y la Europa-territorio).
En todo caso, el término «Europa» -faz ancha- indicaría que el territorio local inicial denominado Europa debía ser un lugar con horizontes amplios. «Horizontes amplios» en función de la situación de los hombres, de los jinetes sin duda, que los percibían como tales; lo que nos recuerda también que en el análisis de formación del concepto de europa habrá que determinar la plataforma y el punto de vista desde el cual se conformaba ese horizonte. Herodoto parece atríbuir esta plataforma y punto de vista a lo persas, más que a los griegos. Según esto, «Europa» habría sido inicialmente un «concepto persa» («los persas consideran a Asia y a los pueblos bárbaros que habitan en ella como de su propiedad, mientras que para ellos Europa y el mundo griego es un país distante»). Sin embargo, hay indicios (la leyenda de un viaje de Apolo por la Hélade) de que «Europa» pudo ser denominación de algún territorio situado en la Grecia continental.
Partiendo de la determinación de un concepto territorial local inicial (situado probablemente en alguna zona del Mediterráneo oriental), la cuestión de la formación del concepto de Europa se planteará como una investigación sobre los «mecanismos de ampliación» de la denominación «Europa» desde el territorio local inicial hasta sus límites geográfico-históricos actuales, en función de los cuales consideramos «cerrado», de un modo más o menos convencional, el concepto.
Sin duda, los «mecanismos» de estas (necesariamente) sucesivas ampliaciones sólo podrán entenderse en el contexto de las divisiones globales («molares») de la Tierra, que históricamente se hayan ido estableciendo, incluso con anterioridad a la época de conformación del «disco» o de la «esfera» (o globo) terrestre.
Podríamos partir de la «división molar» acaso más sencilla y originaria de las «tierras visibles» para las primeras bandas de hombres con capacidad suficiente para ir organizando su contorno, a saber, la que separa los territorios (o los mares) en dos partes: la parte «de donde nace el Sol» y la parte «hacia donde muere el Sol». Consta que los fenicios (para referirnos a pueblos cercanos al «rapto de Europa») distinguían el Acu (la parte del naciente, el Oriente) y el Erebo (la parte del poniente, el Occidente). Si esta división meridiana (es decir, vertical) se hacía desde plataformas mediterráneas, cretense o fenicias, habría que sacar ya una primera conclusión decisiva: que Europa -el territorio inicialmente así denominado- «caía de la parte de Occidente» (y esto al margen de que fuera desde Oriente desde donde se configurase, según el testimonio de Herodoto).
A estas dos partes de la Tierra visible, Oriente y Occidente, procedentes de la división meridiana, se agregará después una tercera parte, hacia el Sur, que se llamará Libia y más tarde África; y habrá que tener en cuenta que Oriente no es Asia, ni Occidente es la Europa actual. Si nos mantenemos en la «plataforma cretense», Occidente y Oriente se extienden sólo en una franja de límites «horizontales» que no rebasan, por el Sur, el Africa mediterránea, hasta el Sáhara, y por el Norte los Alpes o el Danubio. Es decir, los límites iniciales de la Roma republicana. Fuera de estos límites se sitúan los bárbaros. ¿Se había ampliado ya el concepto geográfico de Europa al territorio comprendido entre esos límites, o acaso incluía este concepto ya los territorios bárbaros situados hacia el Norte? Varrón dice (De Lingua latina, 5, 32, 4): «Europae loca multae incolunt naciones».
En cualquier caso, parece que la «ampliación hacia el Este y hacia el Norte», pero en sentido inclusivo, tuvo que ver, más que con el Imperio de Roma, con el Imperio romano de Constantinopla, que era la parte económicamente más floreciente de este Imperio (doce veces más, calculan algunos historiadores). Y, además, la parte en donde tuvo lugar su alianza con la Iglesia católica.
De allí salieron las primeras misiones cristianas hacia el Norte y hacia el Este, y el primer monacato, que sin duda tuvo algo que ver con la ampliación de la denominación Europa a los nuevos territorios (la «Tercera Roma», Kiev, Moscú). También hubieron de tener parte, en el proceso de formación del concepto de Europa, las invasiones de Atila o las de Gengis Khan, en cuanto procedentes de Oriente, de Asia. Y lo que es más importante, aunque no se le dé la importancia que merece (porque esa importancia queda enmascarada por la presencia transitoria en Occidente, en Córdoba y en Granada, por ejemplo de los mahometanos): que también proceden del Oriente, de Asia o de África, las invasiones musulmanas. N1 hunos, ni mongoles, ni musulmanes se internaron propiamente en «Europa», sino que merodearon por su periferia, entraron y salieron expulsados (a veces tras largos siglos de re-conquista). En cambio, las invasiones germánicas, que procedían ya de un «horizonte europeo» (aunque fuese bárbaro), penetraron en el Imperio cristiano y se asimilaron a él.
Por último, ¿cómo no tener en cuenta en el proceso de formación del concepto de Europa la parte que pudo corresponder al descubrimiento de América y a la primera circunnavegación a la Tierra, por obra de Magallanes y Elcano, en la época de Carlos I?
Se hará posible, con todo esto, una nueva división de la Tierra, y sólo en función de esta división el moderno concepto de Europa, como una parte principal de ella, un continente capaz de enfrentarse a Asia o a África, pero también a América y por supuesto a Australia (descubierta por españoles y denominada inicialmente, en honor a la dinastía reinante en España, como Austrialia).
Tras el descubrimiento de América, los límites hacia el Oeste del concepto de Europa quedaban bien definidos por el océano Atlántico. ¿Qué criterios seguir para trazar la frontera hacia el Este, entre Europa y Asia? Parece que quien propuso, de modo solvente, los límites de Europa hacia el Este, poco más allá del Valga, en el río Ural (que desembocaba en el Caspio) y en los Montes Urales, fue Strahlenberg, hacia 1730. Ulteriormente los geólogos podrán entrar en acción y llegarán a la conclusión (que no es sólo geológica, sino también geográfico-histórica, cultural y política) según la cual Europa es un continente delimitable de Asia, pero a título de subcontinente, o bien a título de península de un nuevo continente denominado «Eurasia».
España es una parte de Europa mucho antes de que lo fuera Alemania o Rusia
La pregunta «¿España es Europa?» tiene una respuesta afirmativa terminante, cuando se la plantea en el terreno de los conceptos geográfico-históricos. España es Europa, es una parte de la «península de Eurasia» denominada Europa, es una «península de la península», una subárea del «área cultural de difusión helénica» que denominamos «cultura europea». El resultado de ese proceso de difusión helénica se habría logrado a través de la expansión de las «tres Romas», y sobre todo de las tres Romas cristianizadas: la primera Roma, la occidental; la segunda Roma, la de Bizancio; y la tercera Roma, la de Kiev y la de Moscú.
España es, según esto, una de las «primeras partes» de esta área cultural que llamamos Europa, integrada ya en ella plenamente desde el siglo II antes de Cristo en la primera Roma y, parcialmente, ocho siglos más tarde, en la segunda Roma, en el Imperio bizantino, España es europa, por tanto, mucho antes de que las tribus germánicas o eslavas pudiesen ver a Europa, incluso subidos a los árboles de sus frondosos bosques.
El proceso histórico de esa expansión de Europa, considerada como un «área cultural de difusión helénica», suele ser dividido (si partimos, en el límite inferior, de la consolidación del Imperio romano) en las tres consabidas fases, edades o épocas europeas (y no sólo protoeuropeas): una fase 1 que comprende la Edad Antigua y Media (Imperio romano e Imperio de Constantinopla); una fase 2 que comprende la Edad Moderna (en la que Europa «sale de sus límite medievales» y comienza a «operar» en América, África y Asia, incorporándolas progresivamente a su esfera económica, política y cultural); y una fase 3, o Edad Contemporánea, en la que Europa se ve rodeada de otras plataformas, también universales, en tanto pretenden controlar todo el globo terráqueo, iniciando el proceso que hoy llamamos «Globalización».
En esta tercera época Europa busca redefinir su unidad política, mediante el frágil y discutido Proyecto de una Unión política Europea (de la que todavía permanece al margen Rusia, la tercera Roma y los territorios centrales de la segunda Roma, la bizantina, que cayeron en manos del imperio otomano y que, bajo su influjo, se convirtieron al islam, en el que permanecen; porque la segunda Roma tras la caída de Constantinopla, no logró expulsarles, como lo había conseguido España en su Reconquista).
Criterios para clasificar las Ideas sobre Europa. Las «cuatro Europas»
En el esbozo de análisis del proceso de formación del concepto de Europa que hemos ofrecido, pese a que ha procurado mantenerse en las coordenadas «empíricas» más estrictas (salva veritate), apuntan componentes ideológicos, es decir, Ideas de Europa, que difícilmente podrían ser disimuladas entre los conceptos.
Acaso las más señaladas puedan encontrarse en la consideración (a partir de la división Oriente/Occidente) de las invasiones de los hunos, de los musulmanes y de los mongoles como invasiones orientales o asiáticas (no «europeas»), mientras que las invasiones germánicas han sido consideradas como occidentales (o «europeas»), sin perjuicio de su «barbarie precristiana».
La contribución del cristianismo a la formación de Europa es indiscutible y, por ello, tanto más repugnante es la voluntad sectaria de los redactores laicos progresistas del Proyecto de Tratado que lograron cerrar el paso a toda mención a las «raíces cristianas» de Europa, sustituyéndolas por una vergonzante mención a unos «componentes religiosos» indeterminados. Y con esta mención, deliberadamente vaga, lo que se sugiere es la posibilidad de que los musulmanes o los budistas pudieron haber tenido también algo que ver con la formación de Europa.
Sin duda, detrás de cada una de las divisiones o clasificaciones que utilizamos -y que utilizan los especialistas en Historia más positivistas- (Occidente/Oriente, Edad Antigua/Media/Moderna/Contemporánea) están actuando Ideas, es decir, ideologías en torno a Europa, más o menos definidas. Se hace preciso reconocer que estas Ideas son tan importantes o más, para definir a Europa, de lo que puedan serlo los conceptos de Europa; y lo son, por tanto, para poder contestar a la pregunta ¿España es parte de Europa?
Son muchas las Ideas que están intrincadas en Europa, y la primera tarea que nos proponemos es la de clasificarlas.
¿Cómo conseguir una clasificación lo más neutra posible, respecto de cualquier ideología?
Acaso sólo acogiéndonos a criterios de carácter lógico-material, como puedan serlo las Ideas de todo/parte, en cuanto entretejidas con las Ideas de identidad/unidad.
En esto, la Idea de identidad puede orientarse (aunque esta orientación no sea la única) en el contexto de las relaciones dadas en el sentido parte a todo (baste recordar cómo la identidad que corresponde a España, en la época romana, podía expresarse subrayando su condición de parte -provincia, diócesis- del Imperio romano).
En cuanto a la unidad, diremos que puede orientarse en el contexto de las relaciones dadas en el sentido del todo a la parte (la unidad de un bloque de bronce está determinada por la cohesión de sus componentes, cobre y estaño -a veces también zinc, plomo o wolframio- según las proporciones 85/15, por ejemplo, de la mezcla; pero se manifiesta en propiedades globales, que son características del todo y no de las partes, tales como la tenacidad, la maleabilidad, la dureza o la resistencia a los golpes procedentes del exterior).
Como quiera que la identidad correspondiente a las relaciones en el sentido parte a todo se diversifica en relaciones de partes atributivas o distributivas a todos atributivos (todos T) o distributivos (todos T); y otro tanto habrá que decir de la unidad que se corresponde con las relaciones que van en el sentido del todo a la parte, podremos inscribir las Ideas de identidad, partes y todos, distributivas y atributivas, en un contexto especial, representado en un plano o superficie al que denominaremos plano A; y otro tanto haremos con las Ideas de unidad, todos y partes atributivas y distributivas, que inscribiremos en un contexto representado por un plano B.
Podemos suponer que los planos A y B se utilizan como planos «secantes», capaces de atravesar la Europa referencial, o «Europa de referencia», definida en el concepto de Europa tal como lo hemos delimitado en sus intervalos geográficos (Atlántico/Urales, África/Mares del Norte-Báltico) e históricos (siglo II antes de Cristo-siglo XXI).
En la tabla adjunta quedan representadas las intersecciones de estos planos A y B con la Europa referencial, y establecidas las cuatro Ideas de Europa (más precisamente los cuatro tipos de Ideas de Europa) que se consideran constitutivos esenciales de ese «todo complejo» que llamamos Europa.
La intersección del plano A (que contiene la idea de Identidad, diversificada según la línea atributiva o según la línea distributiva) con el plano referencial nos conduce a dos Ideas de Europa (más exactamente, a dos tipos de Ideas de Europa), que designamos como Europa I y Europa II.
La intersección del plano B (que contiene la idea de Unidad, diversificada según la línea atributiva o según la línea distributiva) con el plano referencial nos conduce a dos Ideas de Europa (más exactamente, a dos tipos de Ideas de Europa), que designamos como Europa III y Europa IV.
Tabla de clasificación de las Ideas de Europa
La tabla ofrece una clasificación exhaustiva de las múltiples Ideas que sobre Europa circulan (o han circulado) en cuatro tipos que denominamos Europa I, II, III y IV, y que figuran como cabeceras de fila.
Esta clasificación es exhaustiva, lo que significa que cualquier Idea sobre Europa que consideremos ha de pertenecer necesariamente a alguno de los cuatro tipos establecidos (lo que no quiere decir que no puedan presentarse dificultades en el momento de la asignación de cada Idea a alguno de los tipos). En cualquier caso, una clasificación exhaustiva no es lo mismo que una clasificación exclusiva; caben otras clasificaciones, aunque no es fácil que, siendo «pertinentes», sean también exhaustivas.
El carácter exclusivo de la clasificación de la tabla deriva de la naturaleza dicotómica de los criterios utilizados, que forman parte de dos planos, A y B, capaces de intersectar con la Europa histórico-geográfica concreta o referencial.
El Plano A contiene los criterios de la relación de parte a todo, y agrupa a las Ideas de Europa que de algún modo tratan a la Europa referencial como si fuera «parte» de un «todo» envolvente, relación que pretenderá conferir a Europa una «identidad» característica. Ahora bien, como la relación de parte a todo puede entenderse en un sentido atributivoo en un sentido distributivo, estas Ideas vinculadas al plano A se agruparán en dos tipos:
Europa I comprende ideas que asumen a Europa como parte de un todo atributivo, como pueda serlo el Género humano o la Humanidad, en cuanto entidad que se despliega históricamente según diversas fases concatenadas, de suerte que a Europa se le asigne es este despliegue el papel de parte distinguida única, como pueda serlo el de «Vanguardia de la Humanidad» o «La Civilización». A la Europa I, eminentemente eurocéntrica, la denominamos «Europa sublime».
Europa II concibe a Europa como una parte de la Humanidad, pero interpretada como una totalidad distributiva. En lugar de las ideas eurocéntricas de Europa I, en Europa II se agrupan las ideas que consideran a Europa, por ejemplo, como «una Civilización» entre otras («la Civilización occidental» al lado de la Oriental, Mesoamericana o Africana). A Europa II la denominamos «Occidente», por antonomasia.
El Plano B contiene los criterios de la relación todo a parte, criterios que darán lugar a otros dos tipos de Ideas que tienen que ver sobre todo con la «unidad» de Europa.
Europa III comprende a las Ideas que tratan a Europa como si fuese una totalidad atributiva respecto de sus partes formales. La denominamos «Europa sin fronteras».
Europa IV comprende a las Ideas que tratan a Europa como si fuese una totalidad distributiva respecto de sus partes formales. La denominamos «Europa política».
(Las Ideas de tipo I pueden estar combinadas con las Ideas de tipo III, y las de tipo II con las de tipo IV, pero en la tabla no se representan estos desarrollos de la clasificación.)
La clasificación de las Ideas en cuatro tipos, I, II, III y IV, aparece cruzada en la tabla con la división histórica, según criterios ordinarios, en tres fases: Fase 1 (Edad Antigua y Media), Fase 2 (Edad Moderna) y Fase 3 (Edad Contemporánea), que figuran como cabeceras de columna.
Es de señalar que los criterios que conducen a las Fases 1, 2 y 3, que en sí mismos pudieran parecer externos a los tipos de ideas de Europa, pueden ser redefinidos en función de las conexiones posibles entre los planos A y B, según se expresa en las cabeceras correspondientes de la propia tabla, circunstancia que permite cerrar esta clasificación según una estructura dialéctica interna a la Idea de Europa.
Dialéctica de las cuatro Ideas de Europa | Fase 1 Interacción en B (en el límite, al margen de A) (Edad Antigua y Media) | Fase 2 Interacción en B (por mediación de A) (Edad Moderna) | Fase 3 Interacción en B por mediación de A y recíprocamente (Presente) | |
Plano A Idea de identidad (Europa, parte de un todo) | Europa I «Europa sublime» totalidad T | «Europa cristiana» | «Europa civilizadora» | «Globalización» |
Europa II «Occidente» totalidad | «Europa como Occidente» | «Cultura europea» | «Potencias europeas con sede en la ONU» | |
Plano B Idea de unidad (Europa, un todo con múltiples partes) | Europa III «Europa sin fronteras» totalidad T | «La ciudad terrena» | «Europa institucional, comercial, etc. » | «Europa como espacio de turismo intereuropeo» |
Europa IV «Europa política» totalidad | «Imperio romano (Constantino) y reinos sucesores» | «Europa como biocenosis» | CECA, CEE, UE y «Europa de papel», mixta de I, II, III y IV |
Europa como parte de un todo
Consideremos las Ideas de Europa, dibujadas en el plano A, de la identidad, que tienen en común el tratamiento de Europa en términos de parte de alguna totalidad envolvente, sea atributiva (T), sea distributiva (T), lo que nos conduce, respectivamente, a la Idea que denominamos Europa I y a la Idea que denominamos Europa II.
Europa I
El tipo de Ideas sobre Europa que designamos como Europa I comprende a las Ideas de Europa que la consideren, en su conjunto, corn parte a través de la cual pueda encontrar su identidad insertándose en el ámbito de una totalidad atributiva capaz de «envolverla» y de «situarla».
Sin duda, cabría citar diferentes «Ideas envolventes» en función de totalidades atributivas (o totalidades T). Pero si quisiéramos mantenernos en el terreno de la Antropología, o en el de la llamada Historia universal, acaso la única opción sea acudir a la Idea de Humanidad o la Idea de Género humano; siempre que esta Humanidad o este Género humano sea concebido a su vez como una totalidad atributiva (T) «en marcha».
Tal es el caso precisamente de las ideologías que entienden al Género humano como una entidad dotada, globalmente, de un movimiento conjunto, que arranca de un principio (mítico teológico, por ejemplo, el pecado original de los primeros padres y de su expulsión del Paraíso, que es el criterio que san Agustín toma como comienzo de la «Historia del Hombre») y desemboca en un final, generalmente concebido como término glorioso de un progreso histórico universal (en términos teológico míticos, el «Juicio Final»; o en términos míticos, aunque no sean teológicos, el «estado final» de la Humanidad, libre, autodeterminada, solidaria, en posesión de un bienestar, felicidad y paz perpetua).
Cuando Europa es concebida como una parte de la Humanidad sin duda, pero como la parte que requiere ser definida como la «vanguardia de la Humanidad» (según diversos criterios), nos encontramos inequívocamente con una idea de Europa de tipo I. Idea que con diversas variantes ha sido propuesta como resultado de la más profunda idea filosófica de Europa.
A las Ideas de Europa de ese tenor, las hemos designado, en otras ocasiones, como «Ideas sublimes» de Europa, o como Ideas de la «Europa sublime». Un solo ejemplo: «Europa -dice Husserl en una célebre conferencia pronunciada en Viena, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial- es un telos espiritual de nuevo cuño, la filosofía, que nació en Grecia en los siglos VI y V antes de Cristo, como un nuevo modo de existir en e1 mundo, una nueva cultura capaz de hacer penetrar en su órbita a la humanidad entera». (Más detalles sobre la Idea de la «Europa sublime» en nuestro libro España frente a Europa, Barcelona, 1999, capítulo VI.)
Europa II
El tipo de Ideas sobre Europa que designamos como Europa II comprende aquellas Ideas que conciben a Europa en su condición de parte, desde luego, pero de parte distributiva, cuya identidad la adquiere precisamente por esta su condición de parte (distributiva, de un todo T) que comprende también otras partes que se consideran como participaciones de una totalidad envolvente.
Si mantenemos la misma Idea de Humanidad o de Género humano que hemos tenido en cuenta en la exposición de las Ideas de Europa I, la Idea de Europa II se nos ofrece como una especie de un género distributivo (el Género humano, respecto de especies suyas, consideradas como especies distributivas) o como un individuo de una especie (la Especie humana); es decir, como una alternativa, entre otras y, en principio, ni mejor ni peor, de las diversas maneras a través de las cuales se despliega el Género humano o la Especie humana.
Por ejemplo, cuando se define a Europa como equivalente a la «cultura occidental», o a la «cultura fáustica» -en el sentido de Spengler- lo que se está afirmando es esto: que entre las distintas alternativas que el «despliegue» del «Género humano» ha podido experimentar, Europa -«Occidente»- es una de ellas (al lado de las «culturas mágicas», de las «culturas orientales», de las «culturas africanas», de las «culturas aztecas» o de las «culturas mayas»).
Ahora, Europa no será presentada sin más como una sinécdoque (pars pro toto) del Género humano, como «la Civilización universal», por antonomasia; pero sí, por lo menos, como «una de las formas posibles de ser hombre».
No entramos aquí en la exposición de un punto, sin duda fundamental: la discusión de las relaciones de conflicto o de armonía que la alternativa europea puede mantener en su relación con la restantes «alternativas» implicadas.
Europa vista como una totalidad dada en función de sus partes
Si pasamos ahora a la consideración de la intersección del plano B de la unidad, con la «Europa referencial» de la que venimos hablando, podríamos diferenciar también dos líneas de desarrollo de esta intersección, según que Europa, considerada ahora como totalidad, se interprete como una totalidad atributiva (T) o como una totalidad distributiva (T).
Dos tipos de Ideas sobre Europa podemos distinguir en este contexto, lo que nos conduce, respectivamente, a la Idea que denominamos Europa III y a la Idea que denominamos Europa IV.
Europa III
Las Ideas de Europa que clasificamos en este tipo III se definen por ofrecer una concepción de Europa como totalidad compacta atributiva, constituida por partes integrantes unidas las unas a las otras que se autoconciben como eslabones o piezas de un todo continuo, sin fronteras profundas entre ellas («Europa sin fronteras interiores») y preferentemente con relaciones de armonía, amistad y paz (salvo excepciones). Es la Idea de una Europa orgánica, de Europa como un organismo viviente, y de la cultura europea como una totalidad compleja compuesta de partes homogéneas y entrelazadas que se han entretejido las unas con las otras a lo largo de los siglos.
Europa IV
Las Ideas de Europa que clasificamos en este tipo IV conciben también a Europa como a un todo; pero ahora la unidad de las partes tiene una naturaleza más bien distributiva. Esto no significa necesariamente que estas «partes de Europa» (que podrán ser determinadas a diferente escalas, desde la escala de los individuos hasta la de los grupos, familias, clases sociales, regiones o naciones) se conciban como enteramente desvinculadas las unas de las otras, sino sencillamente como partes que son concebidas (aunque no lo sean realmente) como «sustancialmente» independientes de las demás, con intereses propios, o, para decirlo de un modo más positivo, que en los patrones de conducta de cada parte no pueda registrarse alguno que tenga que ver con la «salvaguarda del todo» o con la de las demás partes (exceptuando aquellas que pueden ser solidarias con alguna, frente a terceras partes).
Esta distribución no excluye que las partes del todo, así concebido, mantengan relaciones de conflicto que, sin embargo, aproximarán el todo al tipo de los todos atributivos, en el sentido de las totalidades dioscúricas (los Dióscuros, Cástor y Pólux, estaban destinados a vivir perpetuamente unidos, pero siempre luchando el uno contra el otro).
Todas aquellas definiciones de Europa que subrayan su condición de «conjunto de los reinos o repúblicas sucesoras del lmperio Romano» implican una Idea de Europa de este tipo IV, al menos en la medida en la que los «reinos sucesores», en principio, tiendan a recluirse en sus territorios, a hacerse autárquicos y a cerrar sus fronteras con «murallas chinas», procediendo como si los reinos colindantes no existieran (o no debieran existir).
Despliegue de las Ideas de Europa en el tiempo histórico
Se nos abre ahora una dialéctica histórica sobreabundante y en la que no vamos a entrar aquí, que resulta del cruce de las Ideas I, II, III y IV de Europa con las fases 1, 2 y 3 de su desarrollo histórico, en la medida en que estas fases pueden ser redefinidas en función precisamente de los planos A y B que hemos presentado.
La dialéctica histórica de la que hablamos se concretará en una ordenación del material (Europa y su entorno) en tres disposiciones sucesivas o fases (1, 2 y 3) que, aunque definidas en abstracto («algebraicamente») por los modos de relacionarse los planos A y B, es decir, en función de las relaciones de los planos A y B con I, II, III y IV, son susceptibles de ponerse en correspondencia biunívoca con las épocas históricas, generalmente (o convencionalmente, si se quiere) reconocidas, a saber: la Europa antigua y medieval (fase 1), la Europa moderna (fase 2) y la Europa actual (fase 3).
Europa en su fase 1
La fase 1 de Europa, considerada «algebraicamente», podría redefinirse, en efecto, como aquella disposición de los términos según la cual las relaciones e interacciones de los contenidos del plano B se desarrollan, se mantienen o se «entretienen» al margen prácticamente de los contenidos del plano A. Es decir, las relaciones e interacciones de los contenidos de B tienen lugar sin la intermediación de los contenidos de A.
Se corresponde históricamente esta fase con las épocas antigua (romana) y medieval («reinos sucesores») de Europa.
No decimos que en esta fase 1 las relaciones o interacciones entre los planos A y B sean nulas, elementos de la clase vacía. Estas relaciones o interacciones existen, a veces con intensidad notable; sin embargo, las interacciones y relaciones tendrán aquí un carácter episódico, accidental, «sobrevenido», sin perjuicio de que la profundidad de su incidencia en Europa haya sido muy notable. Lo que no tienen es un carácter regular o sistemático.
Como ejemplos obligados de estas interacciones sobre la «Europa referencial» citaremos, ante todo, a las invasiones de los hunos, del siglo V (la batalla de los Campos Catalaúnicos tiene lugar en el 451; en el 452 Atila llega a Roma y es detenido diplomáticamente por el papa san León; Atila muere al año siguiente, en el 453).
No citaremos en cambio a las llamadas «invasiones bárbaras» (por ejemplo, a la toma de Roma por Genserico, al frente de los vándalos, en el año 455), en la medida en que las invasiones germánicas o eslavas se consideren como episodios que tienen lugar en el ámbito del plano B (es decir, en el dintorno mismo de la Europa de referencia). Aun cuando en el terreno de los fenómenos Atila o Genserico sean dos jefes bárbaros que invaden el núcleo de la Europa antigua, sin embargo, en el terreno de la estructura abstracta que presuponemos, los vándalos procedían de Europa y se integraron en su mayor parte en ella; los hunos, en cambio, procedían del exterior de Europa y retornaron, tras su incursión, a ese exterior.
Otro tanto se diga de los musulmanes en el siglo VII (la Hégira tuvo lugar en el 622), en tanto permanecieron siempre, a diferencia de los bárbaros del Norte, en los bordes de Europa (aunque lograron, durante siglos, ocupar partes importantes de ella, provisionalmente en España, y más tarde, definitivamente, en Turquía, con el Imperio otomano: de aquí derivan las dificultades que Turquía tiene, en nuestros días, para ser recibida como miembro de la Unión Europea).
Parecidas consideraciones habría que hacer en relación con las invasiones de los mongoles, de Gengis Khan en el siglo XIII y de Tamerlán en el siglo XIV (Tamerlán muere, camino hacia China, en 1405).
Hunos (siglo V), musulmanes (siglo VII), mongoles (siglo XIII); si se prefiere: Atila, Mahoma, Gengis Khan son contenidos del plano A, que inciden en Europa desde su exterior y que no logran, no quieren o no pueden integrarse en ella; más bien pretendían incorporar Europa a su mundo. Todo esto sin perjuicio de las influencias que lograron ejercer; sin embargo, terminaron segregándose de Europa. Respecto de estas culturas, Europa se ha comportado como si fueran elementos extraños, ha recogido y conservado algunas piedras preciosas, dijes o dibujos suyos.
Con frecuencia los europeos se coligaron para hacer frente a los invasores: la Reconquista en España, durante los siglos VIII al XV; las Cruzadas en los siglos XI, XII y XIII; los húngaros, polacos y valacos contra los Otomanos (batalla de Varna, 1444), toma de Constantinopla por Mehmet II (en 1453), etc.
En su fase 1 se diría que Europa permanece encerrada en el dintorno de su perímetro referencial, resistiendo los empujes procedentes del exterior, con incursione incidentales al exterior (la Ruta de la Seda, Marco Polo), pero sin una orientación expansiva de carácter sistemático. Las relacione e interacciones con las grandes unidades geográficas o culturales de su entorno (que representamos en el plano A) eran muy débiles o inexistentes, incluso imposibles: África continental, China, América, Oceanía.
Europa, en la fase 1, dibuja sin embargo, en el plano B, la estructura característica de una biocenosis: reinos o repúblicas constituidos o en estado constituyente, con conflictos territoriales mutuos y permanentes. Ejemplos a mano: los normandos de Guillermo el Conquistador contra los anglosajones de Arnoldo en el siglo XI (batalla de Hasting, 1066); o bien las guerras de Otón I (936-973) contra los magiares; el nuevo estado de Hungría con el reinado de Esteban el Santo (1001); o bien las guerras del Imperio contra el Pontificado (Enrique IV y Gregorio VII: Canosa, 1077); o bien la guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1328-1453), etc.
Europa en su fase 2
La fase 2 de Europa, que hemos definido por términos abstractos («algebraicamente») del sistema, podría verse como una inversión de la estructura de relaciones e interacciones que hemos asignado como característica de la fase 1.
En esta fase 1, en efecto, los contenidos dados en B interaccionaban y se relacionaban (sin perjuicio de la importancia de los incidentes del estilo de los que hemos reseñado) entre sí, sin la intermediación de los contenidos dados en A. En la fase 2, por el contrario, las interacciones y relaciones entre los contenidos dados en el plano B tendrán lugar, y de un modo progresivo, por la intermediación de contenidos dados en el plano A. En la fase 2 cabe decir que la involucración del plano A en el plano B deja de ser incidental o coyuntural, y se convierte en regular, sistemática o estructural.
La fase 2, definida «algebraicamente» de este modo, se corresponde plenamente con la «Europa moderna», con la Europa de los descubrimientos, por parte de las diversas potencias europeas y de las relaciones entre estas potencias, mantenidas principalmente a través de los contenidos dados en el plano A, en su exterioridad. Las potencias occidentales (España, Portugal, Inglaterra, Holanda) se relacionan principalmente a través de África y América; las potencias orientale (Rusia, sobre todo) a través de Asia; las potencias centroeuropeas a través de la India y de China, y más tarde, en el siglo IX (Bélgica, Francia, Alemania, Italia), a través sobre todo de África («el imperialismo fase superior del capitalismo»).
Las relaciones e interacciones entre las potencias europeas se mantienen, por supuesto, en grados de intensidad muy altos. Su unidad es polémica, no armónica: Portugal y España (Tratado de Tordesillas); Francia y España «logran ponerse de acuerdo»: ambas quieren Milán; asimismo España e Inglaterra (la Invencible); Francia y Alemania (la guerra de los Treinta Años).
Las tensiones entre las potencias europeas tienen lugar a través de las disputas de territorios exteriores a Europa, coloniales, y sube de tono a medida que transcurre el siglo XIX y XX: guerras napoleónicas, guerra de Crimea (sitio de Sebastopol, 1854-1855), guerra de Prusia contra Austria (batalla de Sadowa, 1866), guerra francoprusiana (batalla de Sedán, 1870), la Gran Guerra Europea (1914-1918), la II Guerra Mundial (1939-1945) -con intervención de potencias no europeas-, la guerra fría de Europa y Estados Unidos contra la URSS «y países satélites», las guerras yugoslavas de final del siglo XX.
Europa en su fase 3
La fase 3, la Edad Contemporánea o Actual (a partir de 1945), que se abre camino en el curso del desarrollo de la fase 2, a consecuencia de la involucración progresiva de los contenidos del plano A en el B (intrincación de Estados Unidos en las guerras europeas, plan Marshall, etc.), podría definirse «algebraicamente» como la fase en la cual los planos A y B dejan de actuar ya como planos exteriores y van paulatinamente confundiéndose o superponiéndose mediante involucraciones o intersecciones en un plano o superficie única (aunque manteniendo siempre las suficientes diferencias como para que puedan reconocerse las líneas de los planos originarios).
La fase 3, definida algebraicamente por ese proceso de superposición casi total entre los contenidos del plano A y los del B, se corresponde muy estrechamente con el proceso que, a partir de la última década del siglo XX, en la que desapareció la Unión soviética, suele designarse como «Globalización». Incluso podría tomarse esta «definición algebraica» de la fase 3 como una aceptable definición material de la Globalización, vista desde Europa.
En todo caso, nos parece pura retórica, tan grandilocuente como metafísica, la presentación de la Globalización como si fuese una fase que el Género humano «ha conseguido alcanzar». Esa «comunidad internacional» que se supone actuando tras la Globalización, es un mero flatus vocis. ¿Quién no queda perplejo al escuchar por televisión la voz neutra y dogmática de la secretaria de un organismo mundial que nos informa de que «la comunidad internacional ha concedido una ayuda de cuarenta millones de dólares a los damnificados por el último tsunami»? ¿Quién es esa «comunidad internacional» globalizada? La Globalización no es el efecto de aquella supuesta «comunidad internacional», sino de la acción de algunas de sus partes. Los más optimistas creerán que la Globalización será la causa de la comunidad internacional; pero tendrán que demostrarlo.
En esta fase 3, Europa ya no puede entenderse como el resultado de una interacción interna, dada en el plano B, entre sus potencias. Las relaciones económicas de las potencias europeas tienen lugar, no directamente, sino a través de potencias o instituciones no europeas (tipo ONU, BM, FMI, G7, etc.); incluso las relaciones militares tienen lugar por mediación de potencias no europeas (caso de la OTAN, principalmente), y todo esto sin hablar de las relaciones tecnológicas o científicas, comunicaciones por satélite o por internet programas espaciales, etc.
La Europa I en el curso de sus tres fases históricas
Las fases 1, 2 y 3 de la dialéctica de los planos A y B podrán ser proyectadas sobre cada uno de los contenidos o ideas de Europa que hemos denominado Europa I, II, III y IV.
La Idea I de Europa (la «Europa sublime») resultará profundamente afectada a lo largo de sus diferentes fases por las características propias de cada una de ellas.
En al fase 1 Europa (al menos en cuanto, tras Constantino, en el 313, Edicto de Milán, llega a identificarse con la cristiandad) se concebirá como la cumbre más elevada de la Humanidad, centrada en torno a Roma, cabeza de la Iglesia católica, y punto en el cual la Humanidad participa de la unión hipostática y se hace realmente divina, asumiendo la misión de iluminar a todos los pueblos, con objeto de elevarles a la condición de hombres «plenos de Gracia».
Pero en la fase 2, a consecuencia de la Reforma protestante y, sobre todo, de la revolución industrial, Europa, al desplegarse y desarrollarse en América, principalmente, tendrá que ir perdiendo el monopolio del cristianismo, de la ciencia y de la tecnología. Europa ya no podrá ser definida como idéntica al «círculo europeo de la cultura occidental», porque los centros de gravedad de esta cultura irán desplazándose hacia América y hacia otros continentes (Australia, Japón).
En la fase 3, el eurocentrismo tradicional de la cultura occidental resulta ya insostenible y las pretensiones de hombres como Husserl u Ortega no podrán ir más allá de lo que puede ir una nostalgia inercial, disimulada por la fanfarronería.
Europa conservará su condición de núcleo del cristianismo, de la ciencia y de la técnica. Pero lo cierto es que el cristianismo se repliega en Europa y que los centros de la ciencia y de la técnica van dejando de estar en Europa en régimen de monopolio. Masas de inmigrantes (particularmente mahometanos) irán infiltrándose en Europa, en porcentajes crecientes, hasta obligar a los europeos a pensar en replantearse, en las próximas décadas, la definición de Europa como centro del cristianismo, de la ciencia y de la razón.
La Europa II en el curso de sus tres fases
Observaciones similares habría que hacer a propósito de la Idea II de Europa, la idea de Europa como un círculo cultural entre otros.
Si en la fase 1Europa podía aún entenderse como la «Civilización por antonomasia» (como una Civilización rodeada por otros pueblos bárbaros), en las últimas etapas de la fase 2, y sobre todo en la fase 3, la «civilización europea» dejará de ser la civilización occidental (ni siquiera por antonomasia). Desde este punto de vista podría decirse que Europa «se ha disuelto» en la América hispana y en la América anglosajona. Por otro lado, la consolidación y desarrollo de las potencias con tradiciones culturales muy distintas de la tradición europea (India, Japón y sobre todo China), en gran medida, se definen como potencias que no están dispuestas a mantenerse subordinadas a Occidente, aunque esto no dice mucho: «No pinta el que quiere, sino el que puede». Sin embargo, sus voluntades contribuyen a que la Idea de Europa II se desdibuje progresivamente.
La Europa III en el curso de sus tres fases
La Europa III, la «Europa civil», la «Europa de los pueblos», también habrá evolucionado a lo largo de las fases consabidas.
En la fase 1 la interacción interna entre las partes de Europa son ya muy intensas y bastaría tener en cuenta la difusión del latín y la consecutiva evolución de las lenguas románicas, la organización de los pueblos germánicos, la escritura. En esta fase la Iglesia católica ha de considerarse como el factor decisivo en la conformación de la Europa civil (no ya política), en la conformación de la Europa de la «Ciudad de Dios», de la Europa III: Derecho romano y Filosofía griega.
En la fase 2, la Europa moderna, la interacción interna entre las diversas partes de Europa III se incrementan pero, cada vez más, se establecen a través de las relaciones del plano A. Todavía Augusto Comte creerá poder hablar de una Europa como centro del Mundo, una Europa resultante de la «sinergia europea» (como él dice) de las cinco grandes Naciones europeas, que son, según Comte (como ya lo eran para Feijoo y para Kant): Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y España. España, en la escala de los grados de progreso en el espíritu positivo establecida por Comte, ocupa el último lugar, debido, según él, a la resistencia de su Iglesia al avance científico e industrial; lo que no debería impedir reconocer que España puede seguir siendo fuente de una auténtica recuperación social de la Humanidad. Comte creía ya necesario constituir un «Comité Positivo Occidental», al que concibe (Curso, ed. Schleicher, París, 1908, tomo VI, pág. 383) corno un Concilio permanente de la Iglesia Positiva, con sede en París. Si el Comité se organizase con treinta miembros, según Comte, ocho debieran ser franceses, siete ingleses, seis italianos, cinco alemanes y cuatro españoles (sugerimos a algún becario Erasmus que dedique su tesis doctoral a analizar las proporciones de poder de la Europa proyectada por Comte y las propuestas por los sucesivos tratados de la Unión Europea y sobre todo por el último, inspirado por Giscard d’Estaing).
Y en la fase 3, como hemos dicho, estas relaciones se intensificarán de mil maneras (turismo, comercio, viajes, Europa del euro). La presión masiva de los inmigrantes extraeuropeos obligará a ir cambiando las condiciones: el cristianismo dejará de ser la referencia única de los pueblos europeos. Las formas de sociedad civil se diluyen, y no sólo porque vayan constituyéndose en su seno bolsas de inmigrantes con sus propias religiones, rituales, idiomas, no plenamente integradas con la trama civil de la Europa III.
La Europa IV en el curso de sus tres fases
En cuanto a la Europa IV, la Europa política, también cabe aplicar a su evolución el ritmo de las tres fases generales.
En la fase 1 la interacción política interna entre las parte de Europa alcanza sus límites más altos bajo el Imperio de la ley romana. Pero esta interacción política se descompone en el proceso de constitución de los reinos sucesores; la cohesión de estos reino realimenta, sin embargo, en la lucha contra el enemigo común, el islam.
En la fase 2 las relaciones evolucionan hacia un estado de equilibrio entre las potencias enfrentadas, hacia una biocenosis. Políticamente, es ésta la época de la creación de los Imperios coloniales, por parte de las potencias europeas, lo que contribuyó a dar a Europa sus últimos perfiles característicos.
En la fase 3, la época de la Globalización, la Europa política tiende a reorganizarse en forma de una Unión no polémica, sino armónica, por medio de la Unión europea: Tratado de Maastricht (1991), proyecto de Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (2004).
Sobre la continuidad de las cuatro Ideas de Europa en el curso de sus tres fases
¿Cabe hablar de estas cuatro Ideas de Europa como Ideas que se hayan mantenido con la mínima claridad a lo largo de las tres fases?¿Cabe sostener que todavía hoy existen cuatro Ideas de Europa, auncuando estén confusamente mezcladas en la Idea de Europa del presente?
Podríamos ensayar la tesis de que Europa, en su sentido corriente actual, es un mixtum compositum, mezcla confusa de las cuatro Ideas señaladas, sea como mezcla dos a dos (I, II) (I, III) (I, IV) (II, III) (II, IV) (III, IV), o tres a tres (I, II, III) (I, II, IV) (II, III, IV) (I, III, IV), o las cuatro juntas. Pero habría que añadir que cada una de las Ideas de Europa heredadas podrían haberse ido transformando y desdibujando en la fase 3, de suerte que sólo quedase de ellas su sombra histórica.
Sin embargo, también es cierto que la Idea I, por ejemplo, la Idea de la Europa sublime, sigue actuando como trasfondo, acaso inconfesado, de muchas Ideas de los europeístas contemporáneos. Otro tanto diremos de la Europa II, la Idea de una Europa que se mantiene a modo de un círculo histórico-cultural, sin las prerrogativas que pudo tener en la fase 2 (inicio de las ideas del relativismo cultural: Lafiteau, Bouganville, Rousseau). En cuanto a la Europa III, la Europa civil y social: aquí reside, probablemente, la plataforma más importante de la Europa contemporánea, la Europa del Mercado Común, la Europa del euro. Otra cosa es la Europa IV en la fase 3, es decir, la Idea de Europa que inspira el Proyecto para una Constitución de Europa.
Ésta es una Idea con una gran tradición que, dejando precedentes abundantes, concibió Napoleón: su «sistema continental europeo» se cita una y otra vez como antecedente de la Unión Europea. Obviamente, se trataba de una Europa en la que Francia mantendría la hegemonía. El Plan Hollweg, propuesto poco antes de la guerra de 1914, y el «Programa de septiembre», recién comenzada la guerra, buscaba una Europa con una Francia y una Rusia bien delimitada en sus fronteras. Adolfo Hitler y después el Plan Marshall, Monet o Schumann, dieron nuevo impulso al proyecto de una Europa política. Sin embargo, es ésta una Europa fantasma, una Europa como Idea aureolar, que los euroburócratas ensalzan, en gran parte porque las expectativas de su vida en ella, en estado de bienestar son muy altas. En la sesión del Parlamento Europeo, en junio de 2005, tras el referéndum negativo de Francia y Holanda, la primera medida que tomaron los europarlamentarios fue subirse el sueldo. Este Parlamento aplaudió entusiásticamente a Blair, sencillamente porque no aceptaba ser recibido como el enterrador del euro durante sus meses de gestión como presidente del Consejo europeo.
Pero las probabilidades, en la fase 3, de la globalización, de una Unión política europea (de una Europa IV) son muy bajas. La Europa IV supondría destruir las bases políticas de la Europa actual estructurada en torno a Estados soberanos (y poco tiene que ver de momento la tendencia a multiplicar estos Estados, por fraccionamiento de los actuales, puesto que estos eventuales nuevos Estados siguen manteniendo la misma estructura que aquellos de cuya descomposición pretenden surgir).
Una Europa de los Estados no puede jamás pensar por sí misma, ni hacer proyectos globales; ni ningún Estado puede pensar «desinteresadamente» (es decir, prescindiendo de sus propios intereses nacionales) en Europa. Un Estado no puede poner entre paréntesis, al pensar en Europa, sus propios intereses como Estado; la abstracción de estos intereses, en nombre de un fervor europeo desinteresado, no sólo sería antipatriótica, sino que conduciría inmediatamente a la ruina de ese Estado en el conjunto de los que componen la Unión Europea. Cuando se encarecen «los esfuerzos» que Alemania o Francia han realizado, en solidaridad con España, a través de sus fondos de cohesión, se omite el hecho de que sus ayudas no fueron «desinteresadas», sino basadas en una estricta racionalidad económica; si Alemania o Francia apoyaban con sus fondos de cohesión a la creación de infraestructuras de los trenes de alta velocidad, es porque España, a su vez, les compraba las locomotoras y los vagones. Pero la propaganda europeísta pretende hacer creer a los electores españoles que Alemania y Francia «regalaron» sus ayudas por pura generosidad, o por puro entusiasmo europeísta. Esta generosidad o este entusiasmo hubieran sido económicamente irracionales, desde el punto de vista de cada economía nacional, y hubieran llevado a los gobiernos respectivos, por prevaricación, hacia su ruina.
Los movimientos que se vienen haciendo en los últimos años en función de la instauración de una Europa ajustada a la Europa IV no nacieron tanto por las ideas de Monet o de Schumann, sino por el Plan Marshall, a través del cual se hizo ver la necesidad de reconstruir y fortalecer una Unión Europea que sirviese de muralla a la Unión Soviética. De hecho, esta Europa IV nació como una Europa III (CECA, Mercado Común, etc.), sin duda con la ideología de la Europa IV de fondo, pero sólo de fondo. Todavía en Maastricht se suprimió, a iniciativa del premier británico Mayor, la expresión «objetivo federal» por «una más estrecha unión». La Europa actual, con el Himno de la Novena Sinfonía acompañando a las grandes reuniones, es la Europa del euro, la Europa del Mercado Común, sin que esto signifique el menor desprecio hacia los mercaderes, porque una sociedad de mercado es el fundamento más sólido de la democracia.
Breve análisis crítico de algunas Ideas del Proyecto de Tratado por el que se establece una Constitución para Europa
El Proyecto de Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (2004) ha sido el esfuerzo más señalado de los gobiernos europeos, después de la OECE (Organización Económica de Cooperación Europea) en 1948, CECA (Comunidad Económica del Carbón y del Acero) en 1952, el Tratado de Roma en 1957, etc., esperado con entusiasmo por los europeístas y en proceso de ratificación por los distintos socios. No podemos aquí analizar los incidentes victoriosos o los fracasos por los que va pasando el Proyecto en el curso de su ratificación. Queremos solamente decir dos palabras en relación con el Proyecto mismo, tanto en su consistencia interna como en su significado para España. España, en cualquier caso, aunque la Unión europea, tal como la concibe el Proyecto de Tratado, no llegue a plasmarse en el terreno político, o aunque no ingrese en esa Unión, no por ello dejará de ser parte de Europa.
Ante todo diremos que el análisis de las palabras utilizadas por los redactores del texto del Proyecto de Tratado arroja resultados lamentables en lo que se refiere a la claridad y distinción de los conceptos que, tras muchas de sus palabras clave, cabe determinar. sólo unas muestras para indicar por dónde podría ir el análisis crítico; un análisis que sería suficiente, nos parece, para deslucir las pretensiones triunfalistas y notablemente pedantes de los redactores del Proyecto.
El texto contiene en, lugares importantes, no ocasionales ni accidentales, términos tales como «solidaridad», «valores», «cultura», «herencia religiosa y humanística», «libertad de pensamiento y de conciencia». Y estos términos, que forman todos ellos parte de un vocabulario filosófico, se utilizan parenéticamente, con un inequívoco sentido normativo muy en línea con la idea de la Europa I (la Idea de la «Europa sublime»).
Ahora bien: ¿hubiera sido mucho pedir a los redactores de un documento de tal trascendencia que hubieran analizado ellos mismos los términos que hemos citado, u otros de su escala?¿O es que su ideología iluminó con tal claridad estos términos que logró cerrar las mentes de los redactores a la posibilidad del análisis?
Se podría exigir a los «arquitectos de Europa» que hubieran penetrado, un poco al menos, en la estructura de la Idea de Solidaridad; que demostraran saber algo del origen de este término, desprendido, como ya hemos dicho, por Leroux, a principios del siglo XIX, de su tronco jurídico para sustituir a los términos tradicionales «caridad» y «fraternidad»; que supieran también que la palabra «solidaridad», utilizada sin parámetros, carece de sentido, porque encierra significados contradictorios; que fueran conscientes de que «solidaridad» no se opone a insolidaridad, sino a otras solidaridades (por ejemplo, la solidaridad obrera se opone a la solidaridad patronal); que, sobre todo, se hubieran dado cuenta de que la solidaridad es siempre solidaridad contra alguien, contra otros.
Más aún, la solidaridad puede a veces tener un sentido ético, otras veces un sentido moral o de grupo (por ejemplo la «solidaridad de los cuarenta ladrones» y un tercer sentido político militar (como ocurre con la «cláusula de solidaridad» del artículo 329 del Proyecto). En resumen: cuando comprobamos como estos redactores del Proyecto son víctimas de un desconocimiento integral de las líneas mínimas de una Idea tan común como la de Solidaridad la desconfianza que ellos pueden provocar en el ciudadano ilustrado será también muy grande. ¿O es que temen aclarar que la «solidaridad de los europeos» (de los europeístas) no puede ser otra cosa sino una solidaridad contra terceros? ¿Pero cuáles son éstos? Es necesario definirlos: ¿los yankis? ¿los terroristas mahometanos? ¿los chinos?, ¿o acaso creen en la solidaridad de todos los hombres contra los extraterrestres que nos amenazaran, en el ámbito de una paz humana universal? Pero esta creencia, aunque fuera verdadera, sería metafísica, es decir, quedaría fuera del horizonte de la política.
¿Y cuando hablan de «valores»? Los «valores» se han convertido en un eufemismo (a partir de una metáfora económica, propia de las economías de mercado, procedente de los valores de la Bolsa en la cual, efectivamente, se «ponen en valor» empresas, industrias o negocios cuantificables) para designar a lo que tradicionalmente se designaba como virtudes o normas, o como instituciones, cualidades artísticas, habilidades, calidades de vida o incluso carismas de políticos y cantantes. Hay que suponer que los redactores del Proyecto, que habrán leído en sus tiempos a Müller-Freienfels, Max Scheler o a Nicolai Hartmann (por lo menos el difunto papa Juan Pablo II había estudiado a Scheler y era también entusiasta europeísta), saben que cualquier valor se opone a otro valor; que los valores están siempre en conflicto con otros valores, y que no se puede hablar de valores (por ejemplo, de la «educación en valores» o de la «puesta en valor») si no es enfrentándolos siempre explícitamente a fin de devaluarlos, a otros valores, incompatibles con los que se toman como referencia.
Por este motivo el encarecimiento, propio de la mentalidad UNESCO, de la necesidad de concentrar recursos sin tasa para la educación de la humanidad, en el sentido de «la educación en valores», no tiene en cuenta la estructura dialéctica de los valores. Y así, cuanto más fondos se apliquen a «la educación en valores» de una sociedad musulmana presidida por talibanes, o a la educación en los valores del vudú de una sociedad que considera estas prácticas como un contenido cultural incontestable, más podrá hablarse de un derroche de los fondos públicos destinados a la educación. No se trata de educar por educar; hace falta seleccionar la educación en función de unos fines, de unos valores, pero siempre enfrentados a otros. La familia, en general, ¿es un valor o un contravalor? El artículo 69 del Proyecto sugiere que la familia se considera un valor apreciado por la Unión Europea, pero entonces, ¿por qué no concreta el Proyecto si ese valor va referido a una familia heterosexual monógama, o bien va referido a una familia heterosexual polígama, o a una familia heterosexual andrógina, o acaso a la inminente familia homosexual?
Y lo mismo ocurre con los «valores religiosos». ¿Es que acaso la religión es un valor? Y en todo caso, ¿de qué valores religiosos habla el Proyecto? ¿De los valores cristianos, de los judíos, de lo islámicos, de los jainistas, de los budistas? ¿O es que cualquier religión es un valor? El Proyecto habla de la necesidad de tener en cuenta la «herencia religiosa de Europa». ¿No es esto mera coartada oscurantista? ¿Creen los redactores que el genérico «herencia religiosa» soluciona prudentemente el conflicto de los valores religiosos? Aquí no cabe hablar de prudencia, sino de ocultación y de engaño; o acaso hay que hablar de un intento de entreabrir la puerta para que Turquía pueda entrar en la Unión Europea, o para que los inmigrantes musulmanes de Alemania, Francia, Inglaterra, España o Italia puedan promover los valores islámicos, subvencionando la educación islámica, la edificación de mezquitas y todo lo demás.
La redacción del texto hace pensar que el único valor europeo de consenso es el euro, que también está enfrentado, por cierto, a otros valores de la Bolsa. Y, efectivamente, los valores del euro son los valores centrales para la Unión Europea, cuyo núcleo fue siempre una Unión aduanera y lo sigue siendo, en la medida en que esta Unión aduanera siga desempeñando las funciones de garantía de una fuerte democracia de mercado pletórico, que haga posible un sostenible estado de bienestar (dentro del orden capitalista socialdemócrata). Todo esto tendrá sin duda un gran valor; pero entonces, ¿por qué necesita este valor envolverse con los valores de la Novena Sinfonía?
¿Y qué decir del artículo 70, que reconoce el derecho que toda persona tiene a la libertad de pensamiento y de conciencia?¿Quién es la Unión Europea para reconocer el derecho a la libertad de pensamiento y de conciencia? ¿Cómo podría ser reconocido este derecho, antes aun de que se garantice ese pensamiento y esa conciencia? ¿Y acaso un pensamiento, si es verdadero y científico, puede ser libre? El grado de ingenuidad de los redactores llega aquí al máximum. ¿No les hubiera bastado, en efecto, reconocer el derecho a la libertad de expresión del pensamiento (supuesto que exista)? Dirán los europeístas que estas «fórmulas filosóficas» del Proyecto tienen poca importancia. Pero ¿por qué recurren a ellas?
En todo caso, son suficientes para hacernos desconfiar, por su torpe ingenuidad, o por su demagogia, de los redactores.
Crítica a algunos términos términos del Proyecto de Tratado
Pero vayamos a las palabras más técnicas del Proyecto, a las palabras «Tratado» y «Constitución», que figuran en el rótulo del texto que ha comenzado a someterse a los referendos y a las ratificaciones parlamentarias.
La distinción entre los términos «Tratado» y «Constitución» no es una distinción meramente semántica: es una distinción de conceptos fundamentales en el derecho internacional público; el cual viene, desde hace más de un siglo, utilizando el término Tratado (o Convenio, o Acuerdo, o Concordato) para designar a los documentos de derecho internacional que establecen asociaciones, uniones o alianzas entre Estados soberanos, ya tengan esas asociaciones un carácter meramente administrativo (tipo Unión Postal Internacional), ya sean militares (como la OTAN); y tanto si son organizadas como si no lo son; tanto si se mantienen en un plano de igualdad o simetría, como si se mantienen en un plano de desigualdad o asimetría, como ocurría con los Protectorados. Los «europeístas» deberían recordar en todo momento que cuando se habla de asimetría se habla de desigualdad; porque la igualdad requiere la simetría, además de la transitividad y de la reflexividad.
Asimismo, es también de uso común el término «Constitución» para designar a los documentos de derecho interno a cada Estado soberano (y aquí surgirá la diferencia entre «Constitución» y «Estatuto de Autonomía»).
Dicho de oro modo, la diferencia entre Tratado y Constitución tiene que ver con el Estado y, por tanto, con el concepto de Soberanía, en un sentido político. Cuando las sociedades políticas suscriben un tratado, es porque mantienen intacta la soberanía de los Estados. Podrán estar suscribiendo incluso un Tratado de Confederaciones, pero este tratado no implica la constitución de un Estado. Una Confederación podrá transformarse en un Estado, pero precisamente cuando el Tratado se extinga al ser sustituido por la Constitución.
El ejemplo obligado es el de la Confederación de las Trece Colonias (1778-1789), aprobado en la convención del 17 de mayo de 1787, bajo la presidencia de Washington, la Constitución de los estados Unidos de América del Norte.Cada Estado perdió su soberanía y, por supuesto el derecho de veto. Algunos dicen que apareció de este modo un Estado federal, otros, un Estado confederal. pero ambos términos, aplicados al caso. no desempeñan propiamente el papel de conceptos estructurales, sino el de denominaciones extrínsecas tomadas del origen (de la génesis). En el plano de la estructura, el concepto mismo de Estado federal es contradictorio, si lo que sugiere es que el Estado federal es un «Estado de Estados confederados». Porque «Estado de Estados», como «Nación de Naciones», es construcción contradictoria en los términos, muy fácil de decir con palabras, pero imposible de pensarla, por mucha libertad de pensamiento que concedamos a nuestros redactores.
¿Cómo se las arreglarán los europeístas que no tienen claro -o que no han logrado consenso- sobre si lo que quieren es una Confederación de Estados europeos, manteniendo cada cual su soberanía, o unos Estados Unidos de Europa, a la manera de los Estados Unidos del Norte de América? es decir, un Estado Europeo que, para empezar, obligaría a dimitir a los jefes de Estado actuales -incluyendo al rey de España, a la reina de Inglaterra, a la reina de Holanda y demás monarquías reinantes descendientes del «suegro de Europa».
Un Tratado entre Estados no puede conducir, por tanto, a una Constitución, salvo que el Tratado conviniese en un proceso simultáneo de disolución de todos los Estados en cuanto tales y que se comprometieran, de forma inmediata, a congregarse de nuevo mediante la convocatoria de todos sus ciudadanos, dotados de una sola ciudadanía europea, como cuerpo electoral único europeo. Un Parlamento constituyente redactaría el proyecto de Constitución europea y ésta sería sometida a referéndum de ese cuerpo electoral único, y aprobada en el mejor de los casos.
Pero el Proyecto de Tratado no puede conducir a la Constitución de Europa, precisamente porque la consulta a los ciudadanos ha de hacerse por Estados, sin preguntar a estos Estados si están dispuestos a disolverse en el momento de firmar el Tratado. El Tratado presupone a los Estados y se apoya en ellos. ¿Cómo podría, por tanto, el Tratado conducir a una Constitución, que requiere la disolución previa de los mismos Estados que apoyan el Tratado? Un Tratado semejante tendría que comenzar pidiendo el suicidio de aquellas mismas personas jurídicas que lo suscriben.
Dicen algunos europeístas que lo que ocurre es que «las antiguas distinciones entre Confederación, Federación o Estados Federales son obsoletas y están superadas». Basta que la Unión Europea se constituya «cediendo cada Estado una parte de su soberanía, que se transferirá a la Unión». Nos encontraríamos así en una situación nueva, la situación de «soberanía compartida», que no se confundiría ni con la confederación ni con el Estado federal.
Pero otra vez estamos ante meras retahílas de palabras. No hay posibilidad de «cesión de soberanía». La soberanía no puede cederse, porque se rige por la ley del todo o nada. No cabe confundir «cesión de soberanía» con delegación, transferencia o préstamo de funciones, tales que siempre puedan recuperarse. Uno de los artículos más importante del texto que analizamos es el que establece que cada Estado miembro puede retirarse de la Unión Europea (artículo 60). Por tanto, puede recuperar sus préstamos o transferencias, porque conserva su propiedad, y esa recuperación sería imposible si la hubiera cedido.
La relación de España con cada una de las cuatro Europas
Tendríamos que examinar a continuación, a fin de dar cumplida repuesta a la pregunta titular, ¿España es Europa?, las diferentes relaciones que España mantiene con Europa según que la Idea de Europa utilizada sea la de tipo I, o II, o III, o IV. Y esto, encada una de las fases 1, 2 y 3 que hemos considerado.
La prolijidad que la tarea de cumplir este programa requiere es incompatible con el volumen de este libro. Tan sólo daremos algunas indicaciones para manifestar el sentido por el que habrían de orientarse nuestros pasos.
Por ejemplo, si nos situamos en la perspectiva de las ideas tipo Europa I, podríamos presentar a España como una de las partes de europa más distinguidas dentro de esta idea. No sólo en la fase 1 -bastaría recordar la batalla de Roncesvalles o el Camino de Santiago-, sino sobre todo la fase 2, en la que España ocupa un lugar de avanzada en el desarrollo de la civilización cristiana occidental.
Pero también cuando nos situamos en las ideas tipo Europa II o III, España ocupa lugares característicos, que la acreditan desde luego como parte de Europa y como parte distinguida.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver esta condición de España como parte distinguida de europa, en todos sus aspectos, con la conveniencia o incluso con la necesidad de formar parte de un Unión Europea (que, como venimos diciendo, en ningún momento puede confundirse o identificarse con europa, com pretende la propaganda europeísta)?
Es mu frecuente confundir, en efecto, la evidencia de que España es parte de Europa con las pretensiones imperativas de formar plenamente, sin reservas, de la Unión Europea. pero precisamente es en la evidencia de que España es parte distinguida de Europa, e incluso una de sus partes originarias, en donde descansan también los argumentos más importantes capaces de disuadirnos de ese ingreso sin reservas en la Unión Europea.
En efecto, un ingreso semejante haría descender a España muchos escalones por debajo de aquellos que la historia le ha hecho posible escalar.
¿Cómo España, cuya identidad con la Comunidad hispánica no puede jamás menospreciar o considerar ajena, puede entrar a formar parte de un Club, Confederación o Estados Unidos en los que su idioma quede rebajado al mismo rango que conviene por ejemplo al checo, al lituano o al retorrumano, al catalán o al euskera? El ingreso de España en una Confederación de Estados europeos la pondría en peligro de rebajar sus niveles en cuanto capacidad de decisión en asuntos políticos a los que le corresponde según criterios de volumen demográfico. Es decir, pondría a España en un rango similar al de Polonia, pero muy inferior al de Alemania, Francia, Reino Unido, incluso Italia. Y este rango es incompatible con la identidad que le corresponde a España en el contexto de la Comunidad hispánica.
No entramos en las cuestiones de las ventajas económicas que puede reportar a España su integración plena en el Mercado Común Europeo. Pero ¿por qué revestir este Mercado Común de una superestructurapolítica, la Unión Europea, con su Parlamento, su Gobierno, su Comisión, su Tribunal de Justicia? ¿Acaso esta superestructura política, biotopo ideal para miles de euroburócratas y europarlamentarios es no ya innecesaria a Europa, sino nociva como un cáncer y contraproducente?
La pertenencia de España a un Mercado Común Europeo puede favorecer sin duda a la economía española; pero precisamente cuando no esté obligada por compromisos políticos en los que siempre tiene mucho más que perder y poco que ganar ante las pretensiones de Francia y Alemania. El Mercado Común Europeo puede ser interesante para España, pero siempre que se mantenga al margen de una Unión política europea.
España es Europa, y lo es muchos siglos antes de que hayan comenzado a darse los pasos hacia una Unión política europea. Por consiguiente, ¿quién puede creer que España dejaría de ser parte de Europa, aunque permaneciese al margen de la Confederación política europea, supuesto que ella pudiera llegar a constituirse, más allá del papel, es decir, más allá de la Europa de papel?