España no es un mito – Pregunta 6: ¿Existe, en el presente, una cultura española?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la sexta pregunta:

¿EXISTE, EN EL PRESENTE, UNA CULTURA ESPAÑOLA?

Esta pregunta no puede contestarse «de frente»

Esta pregunta no puede ser contestada de frente, es decir, avanzando hacia delante (en progressus) una vez formulada, como si se tratase de una pregunta del tipo: «¿Existe un Servicio Oficial de Correos español?», o bien «¿Existe una Red Nacional de Ferrocarriles Españoles?»; pues las preguntas de este tipo se supone que parten de términos ya definidos («Servicio Oficial de Correos», «Red Nacional de Ferrocarriles») o, por lo menos, mejor definidos por conceptos, o definibles técnicamente, de lo que puedan serlo las Ideas que encontramos implícitas en los términos «Cultura española».

Ésta es la razón por la cual constituye una ingenuidad imperdonable tratar de responder «avanzando de frente» a la pregunta «¿existe la Cultura española?»; porque esta pregunta es capciosa, «con trampa». Es necesario comenzar dándole la vuelta, rodeándola hacia atrás (es decir, procediendo en el sentido de un regressus) a fin de establecer previamente el alcance de los términos que la componen, «Cultura» y «española», junto con las Ideas en ellos implicadas, desde las cuales se dispara la pregunta. Cabría decir, por tanto, que nuestra respuesta tendrá ante todo una orientación metodológica.

La «cultura administrada» como «cultura circunscrita»

Vaya por delante, como premisa desde la cual vamos a internarnos en los vericuetos en los que se diversifica la pregunta, la consideración de la «Cultura» en cuanto palabra viva (y con vida cada vez más potente y actual), como término ideológico que arrastra una nebulosa ideológica cuya naturaleza oscura y confusa alcanza grados tan intensos que llegan a hacerla tenebrosa y repugnante. Sobre todo, cuando se contrasta con las ingenuas y entusiásticas maneras de utilizar el término «cultura» por las gentes implicadas directamente en proyectos políticos, llámense Ministerio de Cultura de España, Consejería de Cultura Vasca, Forum de las Culturas…

La Idea de Cultura, tal corno fue conformándose en el campo de la Antropología cultural, comprendía a todas las partes de ese «todo complejo», o conjunto de «instituciones normadas» del que hablaron los clásicos de la Antropología. Conjunto en el que se incluyen tanto las formas de producción corno las formas de parentesco; tanto los estilos de la cerámica corno los de la arquitectura, tanto las diversas especies de la danza (pongamos por caso la jota, la sardana, el aurresku, la muñeira) como las formas de los desfiles militares. También es verdad que el término «cultura», para adaptarse a situaciones pragmáticas más coyunturales, restringió muy pronto su extensión y se circunscribió a unos límites más estrechos, los propios de una «Cultura circunscrita» o «Cultura administrada» por instituciones políticas ad hoc. Instituciones que nos permiten dar definiciones deícticas de Cultura muy distantes ya de las definiciones que ofrecían los clásicos y que, aunque parecen irónicas, son mucho más precisas desde un punto de vista práctico, o jurídico administrativo, corno pueda serlo la siguiente: «Cultura es todo aquello que cae bajo la jurisdicción de una Consejería de Cultura o del Ministerio de Cultura».

Y si entrarnos en la enumeración de los contenidos incluidos en la expresión «todo aquello», nos encontramos, cuando mantenemos la óptica de la antropología cultural, con ausencias escandalosas: prácticamente nada de aquello que cae bajo la jurisdicción de la Consejería o de Ministerio de Agricultura forma parte de la jurisdicción de la Consejería o del Ministerio de Cultura, siendo así que la Consejería o el Ministerio de Agricultura debían entrar de lleno en el ámbito de las competencias de esas instancias tuteladoras de la Cultura que se acogen a su nombre (la Idea de Cultura comenzó precisamente por la Idea de agricultura). ¿Y el Ministerio de la Guerra?¿Acaso los fusiles, los carros de combate, los misiles intercontinentales, los acorazados, los aviones militares, incluso la bomba atómica no son todos ellos «objetos» o «instituciones» culturales y, a veces, propios de una Cultura refinada y superior? En realidad, un Ministerio de Cultura (o, en su caso, una Consejería de Cultura, o incluso una Casa de la Cultura) debería reabsorber a todos los demás ministerios, consejerías y concejalías; y como Casa de la Cultura de una ciudad, habría que considerar propiamente a la ciudad entera, es decir, a sus edificios, estatuas, calles, instalaciones de alcantarillado…, puesto que son también partes del «todo complejo» que E. Tylor designó como «Cultura».

Y esta situación, que la mayor parte de los políticos considerarán absurda (lo que demuestra el grado de inconsciencia y de estupidez en el que viven), obligará a plantear una cuestión que, si no fuera por la inconsecuencia profunda del afectado, habría que llamar «obstinación» de los políticos o politólogos: ¿cuál es el criterio que ha presidido la selección, dentro del «todo complejo», de aquellos contenidos culturales que han ido pasando a formar parte de la jurisdicción de los ministerios, consejerías o concejalías de Cultura?

Muchas hipótesis podrían aducirse. Por ejemplo, la hipótesis (que alienta en muchos políticos que giran en torno a la cultura) según la cual el selector sería la idea de un «Reino del Espíritu» que dejaría como resto, en el «todo complejo», aquello que pertenece al «Reino de la Materia», a la «prosa de la vida». Pero entonces, ¿por qué no incluir en la jurisdicción de los ministerios, consejerías y concejalías de Cultura a los templos o a las Facultades de Teología? Y por supuesto, habría que incluir también en aquellos ministerios o consejerías a todas las facultades o escuelas universitarias, a las bibliotecas y laboratorios de investigación.

No, sin duda el criterio que presidió la selección que delimitó la «Cultura administrada» (o circunscrita) no fue el del «Espíritu»; los desajustes de su definición con la extensión de esta jurisdicción son demasiado pronunciados. Las fuentes de la «Cultura circunscrita» (o de la circunscripción de la Cultura y, en el límite, de la Cultura por antonomasia) han de manar de otro lado. ¿Cuál puede ser éste?

Sin duda, el lado del que manan las fuentes mismas de las nacionalidades. Son las «nacionalidades», o las naciones, el criterio que, de hecho, origina la circunscripción de la Cultura en los ministerios, consejerías o concejalías correspondientes. Por ello, lo que estas instituciones «circunscriben» en el «todo complejo» es precisamente lo que puede ser tomado como «hecho diferencial» (como hecho distintivo, aunque no sea constitutivo) de una nación (política o étnica) frente a las otras; prácticamente el folclore, como «saber de cada pueblo», en lo que tiene de diferencial respecto de los otros pueblos y que, por lo tanto, se dice, constituye su propia identidad. Por ello, entre los «contenidos espirituales» de una Casa de Cultura podremos encontrar tanto un arado como una flecha, tanto un tablado escénico como un aparato de tortura, tanto una escenificación de vudú como una escenificación de la danza prima.

La Idea objetiva de Cultura como invento del idealismo alemán

De este modo, la Cultura circunscrita constituye un indicador privilegiado del camino que siguió, en su «despliegue evolutivo», la propia Idea de Cultura objetiva. Comenzó ésta a conformarse (a finales del siglo XVIII), por obra de Herder, Fichte y otros filósofos protestantes e idealistas alemanes, como una Idea que distingue al Hombre, globalmente considerado, de los animales. Los «hombres», en la medida en que no se reducen a la condición de meras partes del Reino Animal, en el que Linneo los había colocado, son aquellos seres que, además o al margen de tener un Alma espiritual, tienen Cultura. La Cultura eleva a los hombres sobre su estado de mera animalidad, los redime de ella, los salva, los cura de su condición de partes del Reino de la Naturaleza.

Es decir, la Cultura, en el sentido objetivo, ejerce sobre los hombres las mismas funciones que, desde siglos, entre los cristianos, ejercía el Reino de la Gracia sobre el Reino de la Naturaleza. En este sentido cabe afirmar (como lo hemos afirmado en El mito de la cultura) que el Reino de la Cultura (de la cultura objetiva, no de la cultura meramente subjetiva, que se reduce a la educación, al aprendizaje o a la crianza individual) es una «secularización» del antiguo Reino de la Gracia, una vez que se hubo eclipsado, sobre todo entre filósofos educados en ambientes protestantes, la fe en la Gracia de Dios como don concedido por el Espíritu Santo a los hombres. El Espíritu Santo fue sustituido por el Espíritu del Pueblo, o Volksgeist, que al «soplar» sobre las naciones les entregaba, como don supremo, la Cultura y las transformaba en «naciones de cultura».

La Cultura no sólo diferencia al Hombre de la Naturaleza, sirve sobre todo para diferenciar y oponer a unos hombres con otros hombres

Se comprende bien que, simultáneamente al proceso de conformación de la Idea de Cultura como criterio para diferenciar a los hombres de los animales, comenzase a utilizarse la Idea de Cultura como criterio para diferenciar a unos hombres de otros, a unos pueblos de otros pueblos, unas naciones de otras naciones.

De este modo los pueblos comenzarán a distinguirse de otros pueblos por sus culturas; y la fusión (o con-fusión) de los pueblos y sus culturas propias será denominada, en su momento, «etnia». De este modo, la diversidad de los pueblos aparecerá como una diversidad de etnias, como una diversidad de naciones étnicas. Y se irá abriendo camino la Idea, o el Mito, de que cada Cultura resulta emanada de cada Pueblo, como si éste fuera una sustancia de cuyo seno brota precisamente su cultura propia. La sustantivación de la Cultura es, de este modo, correlativa a la sustantivación del Pueblo.

Pero los pueblos son diversos, muchas veces distantes unos de otros, incluso sin contactos entre sí durante siglos. De este modo se comprende que un pueblo, sobre todo si es más poderoso que sus vecinos, llegue a ver a su «propia cultura» (o lo que en su momento se llamará su cultura) como la única cultura propiamente dicha y, por supuesto, superior a todas las demás culturas que haya llegado a conocer. El etnocentrismo (que suele arrastrar, en una fase de su desarrollo, un monoteísmo) tiene aquí su origen (muchos pueblos se designan a sí mismos con la misma palabra con la que designan al hombre en general).

Pero como los «pueblos etnocéntricos» son, paradójicamente, varios, su confrontación dará lugar (si esta confrontación puede acabar resolviéndose, después de guerras seculares, en la forma de una «coexistencia pacífica») a una situación que será reconocida como «pluralismo cultural», que suele llevar asociado un «relativismo cultural», una especie de «politeísmo» de las culturas. Un pluralismo cultural que se presenta a veces en versión positiva («Todas las culturas son igualmente valiosas, como todos los dioses son manifetaciones de un mismo Dios») y otras veces en su versión negativa (en su límite como «contracultura»: «Ninguna cultura tiene valor; sólo lo tiene la Naturaleza»).

La versión del pluralismo cultural en la forma relativista-positiva de la coexistencia pacífica nos pone muy cerca de visiones armonistas e irenistas muy asentadas en nuestros días. Podemos tomar como prototipos de estas visiones irenistas las mantenidas por la UNESCO, en su modalidad laica, y las mantenidas por la Iglesia católica tras el Vaticano II, en su modalidad religiosa.

El «Género humano» se muestra así repartido en culturas, en esferas culturales sustantivas, correspondientes a cada pueblo y constitutivas de su «identidad». Estas culturas, estos pueblos que se suponen, desde luego, diversos y heterogéneos, pueden sin duda ser clasificados en función de sus semejanzas en especies, géneros, órdenes o clases («culturas africanas», «culturas asiáticas», «culturas mesoamericanas», «culturas europeas»…). Por supuesto, será preciso reconocer el axioma de que es necesario conservar estas culturas (que pueden contener instituciones como la ablación del clítoris, el tabú de las transfusiones de sangre, el burka, las lapidaciones o las inmolaciones por Alá), en nombre de un principio de «biodiversidad cultural», paralelo al principio de biodiversidad natural, que también nos orienta hacia la conservación, en su justo equilibrio, de las vegetaciones que «emanan» del suelo de cada biotopo.

En cualquier caso, el principio sagrado (es decir, mítico) de «conservación de la biodiversidad cultural» (por tanto, de las identidades culturales de cada pueblo, de las diferentes esferas culturales) se realimentará con el principio irenista de la «concordia entre las culturas», que otras veces se expresa como «concordia entre las civilizaciones», conseguida acaso tras una alianza entre ellas.

¿De dónde brotan estas ideologías panfilistas y de dónde sacan fuerza para mantenerse, siendo así que carecen por completo de todo respaldo real, material?

Sin duda, entre las fuentes de estas ideologías metafísicas (que políticamente toman la forma del pacifismo fundamentalista, que fue formulado por Kant en su doctrina de la paz perpetua) hay que contar, por un lado, el temor (es decir, el respeto) de unos pueblos o esferas culturales ante las otras, por tanto el temor a la guerra y el deseo, en la medida de lo posible, de la coexistencia pacífica. Pero, por otro lado, hay que contar también, entre las fuentes de este armonismo, a las voluntades «identitarias» que se han ido segregando en cada esfera cultural, en cada pueblo; cuando esas voluntades comiencen a percibirse como aprisionadas por otras esferas culturales que, por razones históricas, pretenden envolverlas «siguiendo los métodos del imperialismo».

Las «identidades culturales» no siempre pueden mantenerse en coexistencia pacífica

Nos encontramos de este modo en la paradoja de que el armonismo panfilista es sólo un modo de disimular la voluntad identitaria de secesión de las «culturas envueltas», que perciben como una prisión (una «prisión de naciones») a la «cultura envolvente». El panfilismo, el armonismo, asume ahora una función estratégica clara: lograr convencer a las «esferas culturales envolventes» de su condición de superestructuras; hacerles comprender que, en nombre de la libertad y de la paz, deben disolver su identidad superestructural y dejar paso a las verdaderas identidades representadas por las naciones culturales de base, es decir, por las culturas de los pueblos.

España debe comprender, con la mejor disposición hacia la paz, la armonía y la concordia, que sus pretensiones de cultura envolvente de las esferas culturales comprendidas en ella (la cultura catalana, la cultura vasca, la cultura ibicenca, la cultura berciana…) son superestructurales e irreales, un mero subproducto imperialista residual del franquismo. Los gobiernos de izquierda de España deberán comprender que la única vía para la coexistencia pacífica es reconocer la sustantiva identidad cultural de Cataluña, la del País Vasco, la de Ibiza o la identidad cultural del Bierzo y por lo tanto declarar inexistente la identidad cultural española y acusar de españolismo culpable a cualquier intento de defender su existencia.

Ahora bien, tanta concordia entre las culturas, tanta alianza entre civilizaciones, sólo sería posible si algunas culturas o civilizaciones (en nuestro caso, la Cultura española) decidieran inmolarse, en nombre del Género humano, a la manera como tantos agarenos se inmolan en nombre de Alá, a fin de que otras culturas (la catalana, la vasca, la gallega, la berciana…) puedan sobrevivir en coexistencia pacífica.

Pero ¿y si ocurre que también las culturas envolventes, la española en nuestro caso, tienen también voluntad de sobrevivir?

La tesis de la posibilidad de un pluralismo de culturas en pie de igualdad y en coexistencia pacífica es insostenible

La raíz de todo este embrollo metafísico, en el que terminan encharcándose los pacifistas y los belicistas en función de las identidades culturales de las «esferas envolventes» y de las «esferas envueltas» no es otro, a nuestro entender, que el mito mismo de las «esferas culturales», el mito de la pluralidad de las culturas sustantivas de los pueblos, susceptibles hipotéticamente de coexistir pacíficamente.

Las «identidades culturales» no son sustantivas, sino derivadas de círculos de instituciones relacionadas por nexos de causalidad morfodinámica.

Pero si rechazamos de plano la concepción de las culturas como identidades sustanciales, esféricas, emanadas de los diferentes pueblos y con «señas de identidad» (sustancial) características, todo comienza a aclararse. Sencillamente, no existen identidades sustanciales culturales: no existe una cultura catalana, ni existe una cultura vasca, ni existe una cultura gallega, ni existe una cultura berciana. Tampoco existe, como sustancia o identidad sustancial, una cultura española. Las esferas culturales no son sustancias: son unidades morfodinámicas, constituidas por instituciones muy heterogéneas, concatenadas a lo largo de los siglos, unas con otras, mediante relaciones causales (no sustanciales) capaces de formar círculos culturales de concatenaciones causales. Por ello, los círculos de concatenación causal cultural pueden tener radios de longitud muy diversa; y la potencia causal de cada círculo cultural, de cada torbellino causal, ha de ser también muy diferente.

Es absolutamente gratuito y erróneo suponer que todas las culturas son iguales. Una lengua es una institución, que forma parte esencial de un círculo causal cultural, pero que no es una «seña de identidad» de ninguna esfera cultural, de ninguna identidad sustancial. Pero hay idiomas cuyo radio de acción, cuya potencia causal, es mucho mayor que la de otros idiomas. Y es totalmente ridículo tratar de equipararlos. Y esto ocurre con otras muchas instituciones culturales, que además no son exclusivas de cada esfera cultural, sino que aparecen, por difusión, presentes en muchas de ellas o en todas.

Tampoco es cierto, en consecuencia, que todas estas culturas, o círculos de causalidad cultural, sean compatibles entre sí y puedan permanecer en un estado coexistente de paz perpetua. En el centro de una ciudad, como Jerusalén o Córdoba, no se puede pretender mantener a la vez una catedral, una mezquita y una sinagoga: con razón el arzobispo de Córdoba se niega a recibir a comisiones que actúan en nombre de la mezquita de Córdoba, porque la mezquita de Córdoba sólo lo fue históricamente, en el intervalo histórico en que aquel lugar dejó de ser templo cristiano; lo mismo ocurre con Santa Sofía de Constantinopla, que a pesar de haber sido el centro de la cristiandad y de que Turquía quiere ingresar en la Unión Europea, sigue siendo una mezquita.

Pero los «círculos de concatenación causal cultural» entran en conflicto, no porque sean incompatibles según sus «identidades sustanciales» esféricas, que no existen. Las incompatibilidades se establecen, no entre las culturas sustantivas, tomadas como un todo, o entre las supuestas civilizaciones (porque en cada momento histórico la Civilización sólo es una), la incompatibilidad se establece entre partes (o instituciones) de estas culturas objetivas. Y por ello tampoco cabe la concordia, la armonía o la alianza entre estas culturas o civilizaciones dotadas de esas supuestas identidades sustanciales culturales, por la razón de que tales identidades culturales no existen como esferas o sujetos capaces de concordar o de pactar. Todo eso es pura metafísica, pero tan entretejida, como un cáncer, con las ideas emanadas de los cerebros de nuestros políticos, politólogos, ideólogos y antropólogos autonomistas que sólo mediante un tratamiento quirúrgico sería posible liberarles de estas nebulosas metafísicas.

La incompatibilidad o la compatibilidad, el conflicto o el pacto, se establecen no entre las culturas, sino entre instituciones de un mismo círculo cultural o de diversos círculos culturales. Son las instituciones las que resultan ser incompatibles con otras instituciones. La institución de la monogamia es incompatible con la institución de la poliandria, la institución de la propiedad privada de los medios de producción es incompatible con las instituciones comunistas, la institución del dogma de la Trinidad católica es incompatible, por muchos deseos de paz entre las religiones que prediquen sus jefes respectivos, con la institución del monoteísmo musulmán. La institución de una nación catalana, vasca o gallega es incompatible con la institución de la Nación española. La institución de la oficialidad de la lengua española, dentro de España, es totalmente incompatible con la institución de las lenguas autonómicas, a títulos de alternativas oficiales a la lengua española.

Y mucho menos es compatible con el proyecto delirante de algunos nacionalistas que dicen querer conseguir que las lenguas vernáculas (catalán, vascuence, gallego) -y por la misma razón deberían decir: panocho, bables, ansotano…- sean, «puesto que son españolas», oficiales no sólo en su propia comunidad autónoma, sino en cada una de las diecisiete autonomías de España (de manera que, por ejemplo, todas las televisiones públicas y privadas de España debieran ofrecer su programación en todas las lenguas distintas del «Estado español»).

En efecto, el proyecto parte del error garrafal que le da origen: dar por supuesta la igualdad de todas las lenguas culturales de España, olvidando el carácter histórico de estas lenguas y de sus propias leyes de expansión. ¿Por qué si el catalán, el gallego o el vascuence -o el panocho o los bables- que se vienen hablando durante siglos y siglos no pudieron extenderse por toda España (y menos aún por todo el Mundo, como sucedió con el español) van a poder extenderse ahora, por Decreto, en el próximo lustro? Este proyecto, aparte de políticamente inviable de hecho, implica, de derecho, una metodología coactiva y dictatorial, que entra en conflicto con la realidad de las «estructuras lingüísticas culturales», que tienen sus propias leyes históricas. Decretar imperativamente el multilingüismo en toda España, si algún Gobierno en pleno delirio lo hiciese, desencadenaría una sucesión de motines y de tumultos, si llegase a ponerse en práctica; en otro caso, sería papel mojado.

Y todos estos conflictos entre instituciones culturales no tienen nada que ver con «conflictos de culturas» o con la violación de los «derechos sagrados identitarios». Lo que no quiere decir que los conflictos entre instituciones, y los grupos sociales que las encarnan, no sean mucho más violentos de lo que puedan serlo los conflictos entre las culturas, que no pueden ser violentos por la sencilla razón de que no existen.

Existen conflictos insuperables entre instituciones culturales

Si por «cultura española» entendemos el concepto geográfico etnológico de un «área cultural» (o bien de un círculo de cultura), delimitada a la escala en la cual figuran como unidades áreas tales como precisamente España, al lado de Francia, Inglaterra, Alemania o Italia; es decir, si por «cultura española» entendemos un círculo específico de cultura, delimitado en el análisis de un área o círculo genérico envolvente (como pudiera serlo el de la cultura europea o el de la cultura occidental), frente a otras unidades de su escala (tales como culturas africanas o culturas asiáticas o culturas orientales), entonces la respuesta afirmativa a la pregunta titular no ofrecería mayores dificultades que las propias de una taxonomía geográfica descriptiva.

Una taxonomía que, por ser geográfica, habrá de ir referida necesariamente a un tiempo histórico definido, en cuanto componente imprescindible de la misma delimitación geográfica etnológica (no es lo mismo hablar de la «cultura española» con referencia a la época prerromana que con referencia a épocas posteriores). Nos referimos aquí, desde luego, a la época del presente, en la medida en que este «presente» es, a su vez, sólo una fase de un proceso histórico, muchos de cuyos estratos pretéritos hay que entenderlos como actuantes en el propio presente, a la manera como se dice, según ya hemos indicado, que los dinosaurio no son hoy meras figuras inexistentes, propias de una especie geológica pretérita, sino que existen todavía transformados en nuestras palomas, urracas o avestruces.

Y con esta referencia al presente podría afirmarse que en el territorio peninsular, con sus islas y territorios adyacentes, cabe reconocer, desde luego, a efectos taxonómicos descriptivos, un «área cultural española», suficientemente diferenciada por un conjunto de rasgos distintivos (idioma, costumbres, tasa de interacción entre sus habitantes) respecto de las áreas vecinas (del área cultural francesa, del área cultural italiana, del área cultural marroquí…). Y esto sin perjuicio de que estas diferentes áreas culturales específicas participen de rasgos genéricos (por ejemplo, la condición de idiomas románicos o bien indoeuropeos) o simplemente comunes en todo o en parte (estilos arquitectónicos, fiestas de toros, sin perjuicio de sus variedades comunes a España, Portugal o sur de Francia).

La hipótesis del pluralismo cultural español no deja hueco a un Ministerio de Cultura de España

Pero la pregunta «¿existe en el presente una Cultura española?» toma un giro muy distinto cuando, aun manteniéndose en la perspectiva geográfico-etnológica de las áreas culturales de la Tierra, cambia la escala de los parámetros de las unidades de área de referencia, es decir, cuando en lugar de referirse a unidades tales como España, Francia o Italia, toma unidades tales como Cataluña, País Vasco, Galicia o el Bierzo. Y este cambio de escala, o de parámetros, se hace aún más acusado cuando se produce sólo en el área de la cultura española, pero manteniendo intactos los parámetros de la «cultura francesa» o de la «cultura italiana», etc.

En realidad, la pregunta «¿existe en el presente una Cultura española?» se ha disparado, en las últimas décadas, a partir de la negación (a veces, de la simple duda) de la existencia de una cultura española, por parte de los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos, principalmente. La negación suele formularse, de modo abstracto, de esta manera: no puede afirmarse que a España le corresponda una cultura, la cultura española, porque España se caracteriza por su «pluralismo cultural», por constituir una rica floración de las culturas más diversas: catalana, vasca, gallega, castellana, andaluza, ibicenca…

El concepto de pluralismo cultural es totalmente ambiguo, no sólo porque no define los contenidos de las unidades culturales, sino tampoco su escala. El pluralismo se entiende en función de determinadas unidades, las unidades de las esferas culturales autonómicas, pidiendo por tanto el principio: la negación de la cultura española parece una consecuencia inevitable. Jordi Pujol, en su calidad de presidente de la Generalidad, propuso formalmente la supresión del Ministerio de Cultura de España, por entender que este Ministerio implicaba una concepción del Estado español como custodio y promotor de una cultura española inexistente, siendo así que el cuidado y promoción de las «culturas nacionales» debía correr a cargo de las comunidades autónomas respectivas, con las competencias pertinentes debidamente «transferidas», y hasta tanto estas comunidades autónomas, que reivindican su identidad cultural propia, no sean reconocidas como Naciones políticas soberanas, como Estados. Nadie puede negar que la doctrina de Fichte sobre el Estado, como Estado de Cultura, encontró en los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos sus más firmes, por no decir anacrónicos, defensores.

Ahora bien, la negación de la cultura española por parte de las nacionalidades fraccionarias peninsulares procede de la concepción de la cultura como entidad repartida en esferas sustantivas que constituyen las unidades de ese invocado, con arrobo, pluralismo cultural.

Se comienza entendiendo las unidades culturales a escala de los parámetros fraccionarios (regionales, si se prefiere). Si, en el ámbito geográfico de la península Ibérica e islas adyacentes se reconoce la existencia, a título de culturas entendidas como esferas culturales con identidad propia, de una «cultura catalana» (que pretenderá adscribirse las «culturas baleares», «valencianas» y en parte las «aragonesas»), de una «cultura vasca» (que pretenderá adscribirse a la «cultura navarra», como mínimo, pero también a la «cultura riojana», a una parte de la «cultura cántabra», sin entrar en las regiones vascofrancesas), de una «cultura gallega» (que pretenderá adscribirse parte de Asturias, parte de León y Zamora, y parte de Portugal, pensando acaso, en plena nebulosa ideológica, en el antiguo reino de los suevos, con capital en Braga), de una «cultura portuguesa» (a la que muchos querrán adscribir las islas Azores e incluso el Brasil), ¿que espacio queda para poder reconocer la posibilidad de una cultura española como esfera cultural propia?

No se negará la existencia en la Península de alguna quinta esfera cultural, acaso de una sexta o de una séptima; lo que se negará será la consideración de esa quinta área (o sexta o séptima) como cultura española englobante (habrá que considerarla como «cultura castellana», o en su caso como «cultura andaluza», «cultura extremeña» o «cultura canaria»).

Diversidad de sentidos de la fórmula «pluralismo cultural»

Esta situación caótica y delirante tiene como origen el presupuesto de las esferas o identidades culturales, la premisa de que las culturas son como entidades sustanciales, reconocibles por sus «señas de identidad», señas que nos remitirían a una sustancia profunda, que no se agota en esas señas de identidad; unas premisas que no tienen en cuenta que las llamadas culturas, en cuanto unidades, no pueden ser en ningún caso sustanciales, sino, a lo sumo, círculos de causalidad que constituyen estructuras en el sentido del actualismo. Por tanto, que pueden estar englobadas por otras, capaces de difundirse por todas ellas, sin por ello subsumirlas íntegramente.

Por este motivo la idea de un pluralismo cultural, tomada como premisa, puede ser totalmente capciosa cuando se confunde el pluralismo cultural sustancialista con un pluralismo cultural actualista que sería el que corresponde a España.

La dificultad que aquí se nos ofrece es, por tanto, la de tener que recurrir al concepto de pluralismo cultural como si fuese un concepto unívoco, cuando en realidad el «pluralismo» es un análogo con modos o acepciones muy diferentes, y no únicamente en su relación con las culturas, sino con otro tipo de totalidades complejas (físicas, orgánicas) según las relaciones de «englobamiento» que mantengamos entre sus partes. Brevemente:

La relación de «englobamiento cultural», respecto de las culturas englobadas, es una relación que se confunde de ordinario con la relación de una totalidad compacta atributiva respecto de sus partes internas. Pero es imprescindible diferenciar diversas relaciones de totalidades atributivas con sus partes integrantes, y las relaciones de englobamiento, en general. Nos atendremos a los tres tipos siguientes:

  1. Coligaciones, respecto de las partes insertas: una coligación no es un todo atributivo interno, y sus partes insertas no son siempre partes internas suyas. Pueden permanecer englobadas en la coligación, pero a título de glóbulos insertos que mantienen su autonomía, como si sus paredes o membranas fueran impermeables u opacas al resto de las partes del todo englobante; lo que no excluye la posibilidad de que los glóbulos insertos, aunque no puedan absorber a los glóbulos envolventes, puedan absorberlos en su superficie exterior. En el caso límite, hablaremos de coligación absoluta, que tendrá lugar cuando esta coligación se resuelva íntegramente en sus insertos o glóbulos («el todo» será ahora la coligación conjunta de los glóbulos que contiene, sin que pueda hablarse siquiera de partes intersticiales). Como ejemplos de coligación podríamos poner en la Naturaleza las algas de tipo Volvox, y en la Ideología las construcciones verbales «Nación de Naciones» o «Estado de Estados».
  2. Totalidades integrales: las partes integrantes se componen en un todo que es más que la suma aditiva de sus partes. Tal es el caso de una aleación de metales con propiedades globales de la aleación que no se encontraban en las partes.
  3. Totalidades filtrantes: intermedias entre (1) y (2). Una totalidad filtrante contiene en su ámbito glóbulos que no son propiamente partes internas, sino insertas, pero no opacas, sino filtrantes, transparentes o permeables al resto de la totalidad envolvente. Valdría como ejemplo de totalidad filtrante un volumen de gas envolvente de un líquido de forma tal que una parte del gas se disuelva en el líquido, por lo cual los recintos o dominios globulares resulten penetrados por el gas, sin que por ello la estructura global desaparezca (es interesante traer aquí a colación la «Ley de Hardy», que establece que la solubilidad del gas es directamente proporcional a la presión del gas sobre el líquido; los líquidos a su vez tendrán diferente coeficiente de absorción).

Aplicación de estos tipos a la Cultura española

Cuando nos enfrentamos con las relaciones de la cultura española englobante con las culturas englobadas en ella (y esto concediendo ad hóminem, a efectos del debate, que pueda hablarse de «culturas» englobadas, tales como la catalana, la vasca, la berciana, etc.) tendremos que tratar estas relaciones según alguno de los tipos reseñados:

  1. El esquema de las coligaciones nos conduce a la ideología del pluralismo cultural sustancialista, el pluralismo de las esferas culturales sustantivas. Esquema inspirado en las relaciones de coligación de insertos en un conglomerado que se resuelve en el mismo agregado o mosaico y que no excluye que éste pueda ofrecer algunos rasgos comunes ante terceros. Sin embargo, este esquema impide hablar de una «cultura española» que fuera distinta de la coligación (de las culturas coaligadas), puesto que por «cultura española» habría que entender, a lo sumo, la misma conjunción de las culturas englobadas en ese término (que tendría que ser sustituido por otros, por ejemplo, «cultura ibérica»).
  2. Pluralismo de partes integrantes: ahora la cultura española aparece como una totalidad integrada por la acumulación de culturas particulares, entre ellas la cultura castellana, al lado de la catalana, la gallega, etc. A la denominación «cultura española» se le suprimirá la intención de sustantividad propia; la denominación sólo cobrará sentido ante los terceros (franceses, italianos, marroquíes) que perciban una unidad de tipo «área cultural».
  3. Pluralismo actualista de culturas. Ahora la «cultura española» puede aparecer como una realidad englobante, que se difunde por un medio propio y por los glóbulos constituidos por las otras autodenominadas culturas sustantivas, como el gas expansivo se difunde en los múltiples recintos que hemos supuesto llenos de líquidos diversos.

Constatamos, y no ya como contradicción, que la negación de la cultura española por parte de las culturas particulares presupone el reconocimiento de una unidad o espacio español común, que es el que habría que considerar repartido en las culturas particulares, entre ellas la cultura castellana o la cultura andaluza, que pasarían a ser culturas particulares del mismo rango taxonómico que las culturas catalana, vasca o gallega. Pero no hay contradicción, a lo sumo, mera paradoja verbal, si se tiene en cuenta que el reconocimiento de ese «espacio español común» puede tener lugar no ya en el sentido de la cultura española (que es negada por los autonomistas sustancialistas), sino en su sentido estrictamente geográfico, o incluso histórico (la Hispania romana, incluso en la Edad Media, era un territorio en el cual, desde la Provenza francesa, por ejemplo, se situaba a los españoles, y ante todo, según ya hemos dicho, como era natural, a sus vecinos catalanes).

La Constitución de 1978 no habla de «Cultura española» ni de «Lengua española» en sentido antonomástico

Con lo que precede quedará patente que la pregunta titular, ¿existe en el presente una Cultura española?, no puede ser entendida como si se tratase de una cuestión de hecho, como ocurría con nuestra pregunta número 4 (¿existe la Nación española?). Porque la Nación española puede considerarse, en efecto, como un hecho constitucional y que, como tal hecho, puede ser definido en un sistema de coordenadas tan determinado como pueda serlo la Constitución española de 1978, el Tratado de la OTAN, la Carta de las Naciones Unidas o el Tratado de Maastricht. Otra cosa es que el hecho de la Nación española pueda ser interpretado a la luz de Ideas de Nación diferentes.

Pero no podemos decir lo mismo de la cultura española, al menos si nos atenemos a sistemas de coordenadas similares a los que nos permiten determinar el hecho de la Nación española. En la Constitución de 1978 no se habla de «Cultura española». El artículo 44.1 habla de «Cultura» de modo indeterminado («Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho»). Pero, sorprendentermente , no se especifica la Cultura a la que se refiere el mandato; y más sorprendentemente aún, ni los ciudadanos, ni los políticos, ni los politólogos, se han sorprendido de esta indeterminación.

¿Acaso los redactores de la Constitución de 1978 quisieron decir que los poderes públicos del Estado español debían tutelar y procurar el acceso de los españoles a la cultura cretense, a la que todos tienen derecho? ¿Acaso se refieren a la cultura anglosajona, una interpretación retrospectivamente más plausible, si tenemos en cuenta los planes de estudio orientados a que todos los escolares aprendan inglés? ¿O acaso temieron los Padres de la Patria ser imprudentes en una mención a la cultura española, si dejaban de mencionar a la cultura catalana, a la cultura vasca o a la cultura berciana? Por eso ni siquiera se mencionó la cultura española, a la manera como se mencionó (en el artículo 16.3), tras la referencia a las confesiones religiosas, a la Iglesia católica.

Más aún, cuando la Constitución pasa a considerar no ya las culturas, o las confesiones religiosas, sino las lenguas (que son categorías culturales tan importantes como puedan serlo las categorías religiosas), tampoco habla de «lengua española». El artículo 3.1 se refiere al castellano como «lengua española oficial del Estado»; pero a continuación (3.2) afirma que «las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus Estatutos».

Y esto induce, por analogía, a interpretar la «cultura» de la que se habla en el artículo 44.1 como un concepto clase, paralelo al concepto clase de «lenguas españolas», sin que pueda inferirse desde ahí que la lengua española sea una característica de una supuesta cultura española. La lengua española, en la Constitución, es sólo el conjunto o clase de las lenguas peninsulares que ha sido escogida como «lengua oficial» en el territorio español.

Y si a esto se añade que en los Estatutos de las Autonomías se ha ido generalizando la expresión «lengua propia» para designar a la lengua hablada en la comunidad respectiva, sobre todo cuando ha sido reconocida oficialmente, a efectos de distinguirla de la lengua oficial del Estado, la distinción que implícitamente queda dibujad, por vía de ejercicio, es bien clara: para cada comunidad autónoma podrá haber una lengua propia y una lengua oficial del Estado (que es el castellano, como podría ser el gallego, el catalán o el panocho, en su caso). Una lengua oficial del Estado que asumirá el rango de lengua impropia de las Comunidades donde se mantienen lenguas vernáculas, aunque sea instrumentalmente la lengua oficial y precisamente por ser la lengua oficial del Estado.

Pero la razón por la cual el español es la lengua de todos los españoles no es otra sino que es la lengua en la que, ya no oficialmente, sino realmente, se entienden todos los españoles. Esta lengua es la oficial, porque en ella se entienden todos los españoles, y si se entienden en ella no es porque sea oficial (porque la Constitución lo haya decretado así). ¿En qué lengua hablan los separatistas catalanes, vascos y gallegos en sus conciliábulos? No tienen más remedio que hablar en español… o acaso en inglés, en francés, en polaco o en lituano; pues en vascuence difícilmente se entenderían entre ellos. Lo que abre el camino para que la lengua oficial propia y vernácula sea reconocida a su vez como «idioma vehicular» para la enseñanza («siendo el catalán lengua propia de Cataluña, el idioma vehicular de la enseñanza a todos los niveles será el catalán»). Y esto a pesar de que el catalán no sea el idioma real de todos los que viven en Cataluña. Sólo oficialmente, y no realmente, la lengua catalana es propia en un sentido territorial y por decreto; puesto que más de la mitad de las personas que viven en Cataluña son charnegos o inmigrantes que no tienen el catalán como idioma nativo.

Reformulación de la pregunta titular: ¿la cultura española tiene identidad propia?

Y la razón de fondo por la cual la pregunta que nos ocupa, «¿Existe, en el presente, una cultura española?», no puede tratarse como si fuera una cuestión de hecho es porque el término «cultura española» no es un hecho, sino una Idea, que lleva involucradas otras Ideas: ante todo la misma idea de cultura, pero también ideas tales como «Género humano», «unidad» o «identidad» (señas de identidad), o bien «identidad cultural».

En otro lugar (El mito de la Cultura) hemos señalado el proceso de floración que tuvo lugar, a partir de los años setenta del pasado siglo XX, de los estudios que ponen en conexión la «identidad» con la «cultura», en contextos, políticos y turísticos. Si reexpusiésemos, en esta terminología, la crítica (que culmina con la negación de la cultura española) obtendríamos una fórmula similar a la siguiente: la cultura española carece de identidad propia; su lugar debería considerarse ocupado por la identidad cultural castellana, que habría que agregar a la catalana, a la andaluza, a la extremeña, a la gallega… Por supuesto, la identidad cultural castellana habrá que ponerla en el mismo rango en el que se consideran situadas las identidades culturales restantes. Por lo demás, todas estas identidades culturales podrían ser englobadas en la denominación española (o quizá mejor, ibérica), de la misma manera que a su vez todas estas denominaciones, junto con las identidades francesa, inglesa, alemana, se engloban en el rótulo «identidades culturales europeas u occidentales».

Pero, como es evidente, la cuestión de fondo no es una cuestión de clasificación por englobamientos sucesivos; es una cuestión de determinación del rango o nivel en el que hay que poner a unas unidades culturales junto a otras.

Señas de identidad distintivas y señas de identidad constitutivas de las culturas

En cualquier caso, la idea principal que está envolviendo a la expresión «cultura española» -tanto cuando esta expresión se utiliza en son afirmativo, y aun reivindicativo, como cuando se utiliza con intención negativa o impugnativa- es obviamente la idea de cultura, y con más precisión, la idea de cultura objetiva, la idea que inventaron los filósofos clásicos alemanes que ya hemos citado anteriormente.

Pero el punto que más interesa considerar aquí, en la línea del proceso de secularización del que también hemos hablado (la secularización del Reino de la Gracia en el Reino de la Cultura), es aquel en el que se abren bifurcaciones sucesivas que tienen que ver con la unicidad del curso de la transformación. La Cultura, heredera de la Gracia, habrá de considerarse como única y universal, como ecuménica, a la manera como se presentaba a los católicos el Reino de la Gracia (y entonces la Cultura se concebirá como única, como su estado final, denominado muchas veces «Civilización») o bien habrá de considerarse como múltiple, a la manera como muchos teólogos, sobre todo protestantes, consideran la posibilidad de diversas religiones verdaderas.

Como unidad efectiva de esta multiplicidad de culturas se tomará muchas veces, siguiendo el criterio de Fichte, a la Nación, porque es en cada Nación en donde sopla el espíritu. En la hipótesis de la multiplicidad de culturas, y de las culturas nacionales, es en la que aparece en primer término la cuestión de las identidades culturales. Cuestión de extraordinaria confusión debida principalmente a la indistinción con la que suelen ser tratados los dos modos fundamentales de la identidad, a saber, la identidad sustancial y la identidad esencial.

Cuando, por ejemplo, se habla de las «señas de identidad» de una cultura dada, se alude confusamente unas veces a las señas de identidad sustancial (en cuyo caso las señas de identidad asumen la forma de rasgos constitutivos) y otras veces a las señas de identidad esencial (y entonces desempeñan principalmente la función de rasgos distintivos). La ideología metafísica ronda cuando las señas de identidad distintivas tienden a ser interpretadas como señas de identidad constitutivas, es decir, como síntomas de una identidad sustancial (lo que implica una sustantivación de la cultura de referencia). La sardana (que históricamente, además, aparece en Cataluña como un préstamo, incorporado por difusión, desde otras esferas culturales) merece ser considerada, desde luego, como rasgo distintivo de la «cultura catalana». Sin embargo, tiende a ser interpretada por los fundamentalistas catalanes como «seña de identidad» constitutiva de la sustancia misma de una cultura catalana cuyos orígenes hay que remontar a la prehistoria.

Ahora bien, la tendencia a interpretar los rasgos distintivos, los «hechos diferenciales», como si fueran rasgos constitutivos no sólo es constante, sino muy peligrosa: entre un grupo de alumnos de una escuela, aquel que sea tuerto será probablemente distinguido por los demás como «el tuerto», porque éste es su rasgo distintivo; el peligro está en que este rasgo distintivo sea poco a poco considerado, por comodidad o acaso por mala fe, como un rasgo constitutivo, como si lo esencial de ese alumno fuese ser tuerto. Pero la mayor sorpresa nos la proporcionaría este alumno si se nos mostrase «identificado» con su condición de tuerto, por el orgullo que le produce su «hecho diferencial».

La sustantivación de las culturas constituye en todo caso una interpretación mitológica de los círculos culturales considerados como «culturas nacionales». En efecto, desde estas interpretaciones mitológicas, las culturas nacionales son tratadas como si fueran especies únicas (especies angélicas que, si recordamos a santo Tomás, sólo tienen un elemento). Especies únicas cuyos atributos sólo podrían emanar de su propia sustancia: del genio, alma o espíritu de cada cultura nacional brotarían todos sus caracteres (lengua, religión, sardanas, derecho, filosofía, costumbres). Cada uno de sus detalles podrá ser tomado como «seña de identidad» de esa cultural sustancializada. Quienes siguen a Guillermo Humboldt verán en la lengua nacional el alma o forma interior consustancial con la propia filosofía o visión del Mundo de este pueblo: «Las diferentes lenguas son los órganos por los cuales se expresa la manera de pensar y de sentir de las naciones».

Ahora bien, queremos distanciarnos de este modo mitológico e idealista, metafísico (sustancialista) de interpretar las señas de identidad de una cultura, porque desde la perspectiva del materialismo filosófico no cabe atribuir a cada círculo cultural ni siquiera el tipo de unidad cuasisustancial que conviene a los organismos vivientes. En los organismos vivientes sí cabría hablar de «señas de identidad» sustanciales, que apuntasen, como rasgos fenotípicos, si no ya a una sustancia metafísica, sí a un germen o genotipo, relacionado con aquel «plasma germinal» que Augusto Weismann consideraba como independiente del «soma individual». Precisamente por ello los organismos evolucionan o están sometidos a las leyes de la evolución, ante todo, darwiniana. Pero las culturas no son organismos o superorganismos. Las culturas no son seres vivientes (tal como las vieron Frobenius o Spengler). Y por ello las culturas no evolucionan, más que en sentido metafórico. No cabe hablar de una evolución de las culturas, sino de una historia de las culturas.

Concepción materialista de las culturas

Desde la perspectiva del materialismo filosófico las «esferas culturales» se nos ofrecen más que como culturas sustanciales, como círcu- los causales morfodinámicos, torbellinos que incorporan partes o ras- gos que no derivan tanto de un «plasma germinal», de un genotipo interior, susceptible de evolución, sino de un núcleo histórico que pierde o recibe, asimila o incorpora, partes procedentes de otros ír- culos culturales. La difusión de rasgos segregables, por tanto, la interacción entre culturas, con los consiguientes conflictos mutuos, a veces sangrientos, institucionales, es el proceso más importante para explicar su historia.

La primera consecuencia que se deduce de esta concepción materialista, antisustancialista, de las culturas, es la necesidad de rechazar tanto los conflictos entre las culturas (o entre civilizaciones) como las alianzas de culturas (o de civilizaciones), sencillamente por la razón de que estas expresiones presuponen una sustantivación de las culturas o de las civilizaciones, como sujetos ya sea de un «conflicto de fondo», ya sea de una «armonía de fondo». Pero ni hay «sustancias culturales», ni hay «fondos sustantivos», sino interacciones entre las partes, entre las instituciones culturales de cada círculo: actualismo frente a sustancialismo. Son las partes formales o instituciones de una cultura, que han ido integrándose a lo largo de los siglos, las que pueden resultar incompatibles con las partes formales o las instituciones de otra cultura, como por ejemplo la antropofagia, institución importante en la «cultura azteca», era incompatible con la «cultura española» de los conquistadores. Pero la «cultura azteca» no era una cultura sustantiva, globalmente incompatible con una supuesta «cultura sustantiva española». La incompatibilidad se establecía entre instituciones o partes de esas culturas, que se enfrentaban entre sí en lucha darwiniana, más allá del principio del placer y aun más allá del principio del bien y del mal.

De lo que precede podrían concluirse dos reglas metodológicas de gran interés: la primera mos induce a interpretar sistemáticamente las llamadas capciosamente «señas de identidad» de una cultura dada antes como rasgos distintivos que como rasgos constitutivos. La fiesta de los toros más que como rasgo sustancial de la cultura española, es decir, una institución que «mana de las profundidades del alma española», la interpretamos como un rasgo distintivo, que permite discriminar, pongamos por caso, la cultura hispánica de la cultura inglesa, sobre todo si esta institución está bien trabada con el círculo de otras instituciones que se realimentan las unas a las otras en la tradición histórica. En todo caso, las instituciones se interpretarán no ya a título de partes emanadas de una sustancia, como señas de identidad de la misma, sino más bien a título de «agentes de identidad», en el sentido del actualismo: la sardana o el aurresku son, antes que señas de identidad, agentes de la misma identidad que proclaman. Y muchas veces promovidos por quienes tienen interés en «cerrar como sustancias» a los círculos culturales catalán o vasco.

La segunda regla nos induce a enfrentarnos con el análisis de una cultura dada, no ya tratando de determinar el fondo intemporal, la esencia profunda, de esa cultura, cuanto la situación diferencial que a esa cultura le corresponde en relación con otras culturas o círculos envolventes, independientes o envueltos. En nuestro caso, al enfrentarnos con el análisis de la cultura española del presente, nos preocuparemos ante todo por determinar no ya su «esencia profunda» (su sustancia especial, de especie única), sino la situación diferencial de esta cultura española con otras culturas de su entorno («cultura francesa», «cultura inglesa») o de su dintorno («cultura catalana», «cultura gallega», «cultura berciana»).

Las Culturas de los pueblos y las Almas de los pueblos

Nos mantenemos de este modo a la mayor distancia posible de aquella perspectiva que estuvo muy en boga hace un siglo. Como precedente teórico suyo podríamos poner acaso la «Psicología de los Pueblos» de Guillermo Wundt, una disciplina ambigua, con muchos precedentes a su vez -el de Feijoo en España (por ejemplo, Teatro crítico universal, tomo 2, 1728, discurso 9: «Antipatía de franceses y españoles»; discurso 15: «Mapa intelectual, y cotejo de Naciones»; tomo 3, 1729, discurso 10: «Amor de la Patria y pasión nacional»)- que resultaba de una mezcla ad líbitum de la etnografía, la historia, la sociología, las impresiones de los viajeros, el folclore…

La perspectiva proliferó en España en el «género literario» consagrado a ensayar análisis o visiones de conjunto sobre el «alma de España». Si los individuos tenían un «alma», ¿por qué no tambien los pueblos? No es nada clara la consecuencia; pero no era cosa de pararse en barras.

El género literario de referencia produjo obras serias, como por ejemplo la de Alfredo Fouillée (Le peuple spagnol, 1899), Y otras menos serias, por no decir ridículas, como la de Rudolf Lothar (Die Seele Spaniens, firmada en Sevilla y Zúrich, 1914-1916, y traducida en 1938 por Enrique González Luaces como El alma de España-y no por El alma de los españoles-). En 1902, Rafael Altamira publica su Psicología del pueblo español, y en su segunda edicion (Minerva, Barcelona, hacia 1918) reivindica la condicion. de «precursora en el orden de investigaciones que ahora se repiten». En 1903-1904 se publicó en Madrid la revista Alma Española, que se abrió con un artículo de Benito Pérez Galdós, «Soñemos, alma, soñemos» y en la que aparecieron los artículos de Miguel S. Oliver, «Alma mallorquina»; José Nogales, «Alma andaluza»; Francisco Acebal, «Alma asturiana»; Miguel de Unamuno, «Alma vasca»; Vicente Blasco Ibáñez «Alma valenciana»; Juan Maragall, «Alma catalana»; Manuel Feliú «Alma riojana»; Rodrigo de Acuña, «Alma granadina»· Antonio Royo Villanova, «Alma aragonesa»; Vicente Medina, «Alma murciana». No es difícil advertir en estas investigaciones sobre las almas (que conservaban, demasiado impúdicamente, el sello metafísico espiritualista) la prefiguración de las investigaciones posteriores sobre las culturas

En la misma línea escribió en 1908 Gustavo de la Iglesia Garcia un libro, que se publicó algunos años después, con el título El Alma española, ensayo de una psicología nacional. También de 1908 es el de Havelock Ellis, que adquirió gran notoriedad al ser traducido al español (Barcelona, 1928) con el título El alma de España. José Bergua publicó en 1934, en su conocida biblioteca, una Psicología del pueblo español, de casi ochocientas páginas, con el curio-so subtítulo: Ensayo de un análisis biológico del alma nacional; subtítulo propio de unos años en los cuales el concepto de «Biología» había adquirido un prestigio tal que servía confusamente tanto para designar obras de medicina -los «ensayos biológicos» de Marañón sobre Enrique IV de Castilla- como obras de historia o de sociología, al modo de Ortega. En 1942 apareció en la editorial Cervantes el libro de Manuel de Montoliu, El Alma de España, referido al siglo XVI y XVII español, a la «Edad de Oro» de España, que despliega en diversas «emanaciones», considerados como «gajos de un único fruto»: el alma imperial, el alma caballeresca, el alma picaresca, el alma estoica y el alma mística (sin perjuicio de lo cual Montoliu ofrece exposiciones interesantes, por ejemplo, una confrontación de interpretaciones alemanas sobre el Quijote). El mismo Gregorio Marañón prologó un libro colectivo de gran formato titulado El Alma de España, publicado en 1951 en Madrid por la empresa Herederos de Manuel Herrera Oria: contiene ensayos de Francisco de Cossío, Salvador Dalí, Ramón Gómez de la Serna, Enrique Lafuente Ferrari, Andre Maurois, Dimitri Merejkowski, Walter Starkie y otros.

El «género literario» constituido por las «investigaciones» sobre el alma de España y las almas de sus regiones está totalmente pasado de moda, y con razón. Lo que no significa que en los especímenes de tal género no puedan encontrarse noticias u observaciones interesantes (Lothar observa que en ninguna parte, como en España, los hombres tienen la obsesión de llevar limpios los zapatos, y lo explica como indicio de distinción del hidalgo respecto del trabajador que lleva manchado de polvo su calzado).

Sin embargo, lo más importante acaso que podemos obtener de su consideración es advertir que muchas veces, bajo rótulos pintorescos, estamos en línea con conceptos de la antropología cultural, como puedan serlo el de la cultura española, o la cultura catalana, o la cultura riojana, o la cultura murciana. Y lo que es más importante, la consideración de este género literario puede servirnos de crítica para el género literario hoy vigente, el que se ocupa del análisis de las culturas locales, regionales o autonómicas. Porque quienes hoy analizan la «cultura catalana» o la «cultura murciana» no están haciendo otra cosa sino reproducir ensayos ideológicos del estilo de los que poco antes se hubieran dedicado al «alma catalana» o al «alma murciana».

Ni univocismo (o etnocentrismo) cultural, ni pluralismo relativista, ni pluralismo sustancialista de las culturas

Una segunda consecuencia que cabe derivar de la concepción materialista (no sustancialista) de las esferas culturales es la posibilidad que ella nos abre de dejar de lado el trilema al que nos aboca la concepción sustancialista de las esferas culturales:

  1. O bien la consideración de alguna de estas esferas com la única esfera de referencia, ante la cual las demás esfera aparecerán devaluadas, como degeneraciones o embrione de la cultura por antonomasia: tal es la vía del univocismo cultural, núcleo de lo que hoy llamamos etnocentrismo. El etnocentrismo cultural considera a la cultura de quien habla como la cultura por antonomasia, como la única; pero le ocurre lo que le ocurre al monoteísmo, que no es patrimonio de una religión, puesto que hay varios dioses monoteístas (Yahvé, Dios, Alá), cada uno de los cuales se nos presenta como único y verdadero. Pero la mejor refutación de las religiones positivas monoteístas es su misma pluralidad, porque mediante ella, unos monoteísmos se destruyen a los otros. Lo mismo ocurre con el monoteísmo cultural.
  2. O bien consideramos a todas las esferas culturales como igualmente valiosas, como sostiene el pluralismo relativista del que hemos hablado, y que suele ir asociado a una concepción armonista, desde la cual cada uno, desde cada cultura, tiende a comprender a las otras (al «otro», se decía antes), según el principio de la tolerancia ilimitada y del respeto mutuo, ligado al dogma de la igualdad de todas las culturas. Por ejemplo, el Instituto Cervantes de España se propone mantener vivo el interés por la cultura y la lengua española en todo el Mundo, y escoge como emblema al autor de Don Quijote; el Instituto Camoens de Portugal se propone hacer lo mismo con la cultura y lalengua portuguesa. Pero ¿cabe equiparar, en virtud de este paralelismo formal, la universalidad de Don Quijote con la de Os Lusiadas? Sólo por ficción diplomática. Millones de hombres leen el Quijote en todo el Mundo; fuera del área portuguesa Os Lusiadas es obra prácticamente desconocida.
    La mejor refutación de esta segunda alternativa la fundamos en el hecho incontestable de los conflictos históricos entre algunas diferentes «culturas», en realidad, como hemos dicho, entre instituciones integradas en círculos culturales diferentes (pongamos por caso las instituciones del esclavismo y las instituciones de la libertad).
  3. Por último, y partiendo también del llamado pluralismo, el camino que adopta la visión dialéctica del bellum omnium contra omnes, del conflicto universal entre las culturas y, por tanto, de una lucha por la vida en la que cada esfera cultural deberá estar preparada para vencer a las otras o morir.
    Esta tercera disyuntiva queda también sin base desde el momento en que no reconocemos el carácter sustantivo de ninguna esfera cultural. Por tanto, si una esfera cultural no es una sustancia, carecerá de sentido tratarla como si fuera ella en su totalidad la que se enfrenta a muerte con todas las demás. Y esto es lo que nos lleva, como alternativa más racional, a considerar la concepción materialista y actualista (no sustancialista) de los círculos o esferas culturales como estructuras morfodinámicas que se constituyen en el proceso histórico de la interacción de unas y otras; interacciones que suponen a veces coaliciones contra terceros, a veces conflictos, comparables con los de las biocenosis. Pero conflictos en los cuales no se dirime tanto la «sustancia» de cada cultura (y no por otra razón, sino porque una tal sustancia no existe) cuanto la persistencia de alguna parte suya (una institución o un conjunto de instituciones) vinculada siempre a otras, y desde luego a determinados grupos sociales frente a otros.

La concepción materialista de las esferas culturales permite también establecer entre ellas clasificaciones, ordenaciones, jerarquías de dominación, de potencia o de influencia. En efecto, las culturas o círculos de cultura, entendidos como totalidades complejas, no tienen por qué relacionarse entre sí como si fueran esencias megáricas, impenetrables las unas a las otras; ni tampoco como si fueran unidades fenoménicas, resultantes de mosaicos aleatoriamente constituidos y cambiantes en cada momento. Habrá círculos culturales singulares, exteriores los unos a los otros, sin perjuicio de compartir con ellos instituciones o rasgos que permitan establecer relaciones genéticas más amplias; habrá círculos culturales singulares que mantienen intersecciones, más o menos amplias, con otros; habrá esferas culturales cuyo radio de influencia en otras esferas es mucho mayor que el que pueda atribuirse a éstas respecto de aquél.

Sobre el supuesto «pluralismo cultural» de España

Podemos ya volver a nuestro asunto. ¿Existe en el presente la cultura española?

El primer resultado importante que podemos obtener de la aplicación de nuestras reglas metodológicas tiene que ver obviamente con el llamado pluralismo cultural, con el principio o premisa, por no decir «dogma democrático», del pluralismo de las culturas de los pueblos o nacionalidades que la Constitución reconoce sin menoscabo, al parecer, de la unidad de España.

Comenzaremos admitiendo dialécticamente ad hóminem el pluralismo cultural de España, pero para decir inmediatamente que este reconocimiento no tiene por qué significar, como pretenden los federalistas o los confederalistas, que nos consideremos acogidos, desde luego, al esquema del pluralismo sustancialista, aunque sea por la vía del armonismo de las culturas.

La proclamación del pluralismo cultural de España, como «premisa democrática prometedora de la paz y de la solidaridad», no solamente encierra la afirmación positiva de la pluralidad de culturas, sino también la negación de una cultura española genérica o envolvente, de una cultura genérica que, si la entendemos desde el esquema del pluralismo sustancialista, habría que rechazar por los mismos motivos por los que se rechazan las ideas de la «Nación de Naciones» o de «Estado de estados». Porque esa «cultura genérica» habría que entenderla como una «Cultura de culturas», habría de ser una cultura más, y la cultura española habría que reducirla a la condición de una cultura al lado de la cultura catalana, la cultura vasca, la cultura murciana. Y esto es imposible porque en una Confederación de los Estados soberanos asentados en el territorio ibérico no cabe hablar de un Estado español envolvente que refundiese a los Estados políticos, envueltos en él, en uno solo. Ni cabe hablar de una «cultura española » como «sustancia de fondo» de las sustancias culturales particulares, que habrían de quedar refundidas, como partes o subsistemas suyos, en la cultura total. El principio democrático del pluralismo cultural, entendido desde el pluralismo sustancialista, no es otra cosa sino la negación de la cultura española, exigida por la afirmación sustancialista de las culturas.

En resumen, todas las culturas que están al cuidado, vigilancia y promoción de las consejerías de Cultura de las diversas comunidades autónomas «agotarían» la totalidad de la cultura española. Es cierto que la creación de las consejerías de Cultura en las autonomías obedece a un programa que podría parecer orientado a transformar España en una «sociedad segmentaria», al menos en el terreno administrativo: cada comunidad autónoma se ha proyectado como si fuese una reproducción clónica de la estructura general del Estado (Parlamento y gobierno, presidente del Parlamento y presidente del gobierno, ministros y consejeros; tribunal supremo y tribunales superiores de justicia… tan sólo falta en las autonomías un rey -aunque cabría la transformación en virreyes de los actuales delegados del Gobierno- y un Senado -aunque cabría transformar en Senados las Diputaciones provinciales-).

Y este esquema de sociedad clónica segmentaria inspira también (aunque sea inconscientemente, en función de la ignorancia de sus profetas) algunas propuestas delirantes presentadas desde algunas autonomías que se guían por el principio de que «todo debe estar en todo», es decir, que todo lo que hay en una comunidad autónoma de una «Nación de Naciones» debería estar presente, y del mismo modo, en todas las demás autonomías. Por ejemplo, la lengua catalana debería ser oficial en las diecisiete comunidades autónomas españolas, y otro tanto habría que decir de la lengua gallega, de la vascongada, de la ansotana o del panocho murciano. Por la misma razón todo los contenidos de cada cultura autonómica deberían estar presentes en las demás. ¿Sabe el señor Rovira que con este proyecto convertiría a España en un caos de Anaximandro, o más precisamente, en un migma de Anaxágoras?

Volvamos al Ministerio de Cultura. Tan problemático como la reproducción a escala autonómica de la figura del rey es la reproducción, multiplicada diecisiete veces, a escala autonómica, del Ministerio de Cultura.

Muy pocos Estatutos de Autonomía han sacado públicamente las consecuencias (y si las han sacado se las callan astutamente) que se derivan de la institución de esas consejerías de Cultura, entendidas no como delegaciones del Ministerio de Cultura central, sino como órganos de tutela, vigilancia y promoción de cada «cultura autonómica». Es muy importante analizar la contribución mecánicoburocrática que puede corresponder al proceso de creación de las consejerías de Cultura en la España de las autonomías. Al margen de toda ideología relativa al mito de las culturas autónomas (un margen desde luego teórico, en el momento en el que el sistema se puso a funcionar) parece incontestable que un consejero de un gobierno autonómico, puesto al frente de la Consejería de Cultura correspondiente, se encontrará prácticamente determinado a desechar el trato con «contenidos culturales genéricos» (españoles), aunque no fuera más que para no interferir o invadir funciones y competencias propias del Ministerio de Cultura, que tiene encomendada la tutela y promoción, por ejemplo, del Teatro Clásico Nacional, por todo el territorio español (y no sólo por el territorio de la Comunidad Autónoma de Madrid, en el cual este Ministerio está emplazado).

En consecuencia, cada Consejería de Cultura de una comunidad autónoma se encontraría de hecho, por razón de mecánica burocrática, obligada a ocuparse preferentemente (y muy pronto exclusivamente) de su «especialidad» y para ello, si no los tenía a mano, tendría que inventar sus contenidos, o por lo menos integrar esos contenidos en la esfera de la cultura autonómica correspondiente. Si hablamos de teatro, una Consejería de Cultura de comunidad autónoma que haya producido obras teatrales en lengua vernácula tendrá resuelto el problema de su programación teatral, independientemente de que esas obras en lengua vernácula sean infames: primará el principio de que todas la culturas son iguales en rango y que «lo nuestro», en todo caso, debe ser conocido (aunque eso «nuestro» no sea más que una vulgar adaptación de otras obras comunes). Y si se acaba el repertorio, la Consejería de Cultura encargará a algún creador de la comunidad alguna obra teatral adecuada. Pero ¿cómo procederán los consejeros de cultura de comunidades autónomas que no tienen obras teatrales escritas en idioma vernáculo? Procederán tratando de incorporar a la cultura autónoma la obra que ha sido programada según criterios ad hoc. Por ejemplo, El Alcalde de Zalamea será considerada como obra característica de la cultura extremeña (puesto que Zalamea de la Serena pertenece a la provincia de Badajoz); Fuenteovejuna será considerada como obra perteneciente a la cultura andaluza…

De un modo similar procederán los consejeros de cultura que promueven, ayudan o encargan obras sobre la pintura, la música o la filosofía autonómica correspondiente. Habrá dificultades. ¿Cómo justificar que la Consejería de Cultura de la Generalidad catalana publique obras de Balmes? Pues Balmes ¿es filósofo catalán o es filósofo español, dado que sus obras fundamentales las escribió en español? Se tomará preferentemente la naturaleza, la nación o lugar de origen del autor, o bien el lugar en donde el autor vivió o profesó. El resultado es que una historia de la filosofía o del pensamiento de Castilla-León no sólo interferirá con una historia de la filosofía o del pensamiento español, sino que distorsionará, a veces de modo muy grave, el hilo conductor de la exposición. En cualquier caso, las intromisiones de una comunidades en otras serán constantes: Francisco Suárez ¿pertenece a la historia de la filosofía andaluza por haber nacido en Granada, o a la historia de la filosofía de Castilla-León por haber profesado en Salamanca?

Situaciones de esta índole, que se multiplican una y otra vez, cooperan, en virtud de la pura inercia de las administraciones autonómicas, a ir consolidando la idea de que existen culturas autónomas que viven, como vegetaciones más o menos florecientes, emanadas del «territorio autonómico», en el ámbito señalado por los límites geográficos de la Comunidad correspondiente. Por tanto, se concluirá que la suma de estas culturas agota el territorio de España.

Y puesto que el Ministerio de Cultura no puede estar emplazado fuera aparte del terreno ocupado por el conjunto de las comunidades autónomas partículares, este Ministerio, o reduce sus competencias a la Comunidad de Madrid, en la que está emplazado, o desaparece. Y con él debe desaparecer hasta el nombre de «cultura española», puesto que la cultura española queda debidamente repartida exhaustivamente, y agotada, por tanto, en la enumeración de sus diecisiete partes o comunidades autónomas.

Distribución y reparto de la Cultura española en las diecisiete comunidades autónomas

Constatamos, en conclusión, cómo las dificultades reales que se presentan en el momento de tratar las relaciones entre la cultura española (genérica) y las culturas específicas (autonómicas) se manifiesta en la práctica a escala burocrática administrativa en las relaciones entre el Ministerio de Cultura y las consejerías de Cultura de las comunidades autónomas; aunque sin duda alguna estas dificultades son aprovechadas ideológicamente, desde el mito de las culturas autonómicas. Y la misma existencia de las consejerías de Cultura sugerirá la idea de que éstas desempeñan antes el papel de «agentes (por no decir inventoras) de la identidad cultural» de las culturas administradas por ellas que el papel de meros indicios o señas de identidad de esas mismas culturas.

Ahora bien, las dificultades que señalamos derivan de la confusión entre la idea de una distribución de la cultura española, considerada como un todo respecto de sus partes potenciales, y la idea de un reparto exhaustivo, o partición de ese todo, en sus partes atributivas. Y esta confusión está, como es obvio, directamente vinculada con la idea confusa de «todo» (tal como habitualmente se utiliza), que no distingue entre las totalidades distributivas (como pueda serlo el género respecto de sus especies, o la de cada especie respecto de sus individuos) y las totalidades atributivas (como pueda serlo, por ejemplo, un todo, un pan de trigo respecto de los trozos o partes alicuotas o alicuantas en las cuales se reparte a la hora de la comida). Porque lo ordinario es sobreentender (cuando se utiliza la idea de todo, principalmente en contextos políticos o sociológicos) que el todo es el todo atributivo (es muy frecuente la presencia de las totalidades distributivas en el desarrollo mismo de las totalidad atributivas). Entre las totalidades distributivas y las atributivas, cuya unidad es de tipo conjugado, hay disociación pero no hay propiamente separación. No hay totalidades distributivas que no tengan algún componente de totalidad atributiva, ni recíprocamente: el proceso de escisión celular reiterada entraña simultáneamente una partición de una unidad celular en sus células hijas, nietas… en general sucesoras, las cuales pueden constituir, a su vez, un conjunto atributivo (por ejemplo, una colonia de células) y una distribución del material genético en una clase distributiva de células de determinada especie, cuando cada célula se considere como independiente de las demás.

Ahora bien, los federalistas, o los confederalistas, que entienden el pluralismo cultural como una liquidación del supuesto monismo cultural (entendido como monolitismo cultural), característico de la ideología franquista, sobreentienden también este pluralismo cultural en el sentido de la repartición o partición exhaustiva de la cultura española en partes sustantivas, alicuotas según los ideólogos de la izquierda socialista radical, que se orientan por el principio de la igualdad, o alicuantas según los ideólogos de la izquierda socialista que se orientan por el principio de la solidaridad entre las comunidades asimétricas, es decir, desiguales. En rigor, esas partes sustantivas equivalen prácticamente a totalidades o esferas culturales sustantivas, y sólo se consideran partes en función de la trituración o despedazamiento de ese conglomerado superestructural designado por la expresión ininteligible, para ellos, de «cultura española». Expresión que los pluralistas culturales sustancialistas considerarán utópica, porque el federalista no puede entender siquiera la posibilidad de colocarla en ninguna parte del «territorio constitucional», y por ello pide, incluso en nombre de la lógica, la supresión urgente del Ministerio de Cultura, a fin de repartirlo en partes alícuotas o alicuantas entre las diecisiete consejerías de cultura de las comunidades autónomas.

(A veces se ha llegado a aplicar esta misma idea en proyectos relativos a museos: el Museo Nacional de El Prado, por ejemplo, habría que repartirlo entre todos los museos autonómicos, según criterios de reparto que un grupo de expertos o «sabios» estableciese.)

Pero lo que el ideólogo federalista o confederalista no entiende -su caletre no le da para más, porque él sólo funciona subordinado a sus intereses nacionalistas fraccionarios (por ello tampoco entenderá estas distinciones que le proponemos, es cierto que no para que las entienda, sino para que nadie pueda decir que no se las hemos explicado)- es que en la lógica del reparto, y simultáneamente a ella, hay también una lógica de la distribución. Dicho en latín: además de la lógica de la partitio está la lógica de la divisio; dicho en griego (esperamos que el caletre del federalista pueda entenderlo así mejor): además de la lógica del merismós, está la lógica de la diaíresis.

Pero es necesario arrojar al cubo de la basura esa lógica del reparto de la cultura española en partes alícuotas o alicuantas que no dejan resto, y que reduce, en el sentido del nominalismo más primario, la «cultura española» a un puro nombre, a un flatus vocis que sólo designase la pluralidad de culturas peninsulares y adyacentes, sustantivadas, pero exteriores las unas a las otras, aunque entre ellas se aconseje la coordinación, la cohesión, la solidaridad, la confederación y aun la federación.

Distribución, no reparto, de la Cultura española

Es necesario cambiar la lógica del reparto por la lógica de la distribución a las diversas culturas autónomas de una Cultura, la española, que no tiene que entenderse siquiera como un unívoco uniforme, sino más bien como un «análogo de desigualdad» (véase el opúsculo de 1498 del cardenal Cayetano, Tratado sobre la analogía de los nombres, traducido por Juan Antonio Hevia Echevarría, Pentalfa, Oviedo, 2005).

En concreto, se trata de la lógica de la distribución de un todo envolvente a partes suyas «transparentes». Esta lógica comienza por presuponer la realidad de una cultura española como contenido común o genérico, diferenciado de otras culturas de su escala (la francesa, la alemana, etc.) y que engloba a su vez a las diferentes «culturas autonómicas» o esferas culturales regionales, incluso a aquellas que, acogiéndose al mito de la cultura, postulan su sustancial identidad.

Pero este englobamiento que, considerado desde la perspectiva de las totalidades atributivas, equivaldría a una subsunción o incorporación íntegra de las culturas autonómicas en un todo compacto, considerado desde la perspectiva de las totalidades distributivas no implica subsunción, sino interpenetración, impregnación, difusión, o filtro de la cultura española genérica en todos los dominios que puedan corresponder a cada esfera cultural específica. En ningún caso quedará ésta agotada, como si la hubiéramos reducido a la condición de un mero subsistema del supuesto «sistema global» de la cultura española. Es muy insidiosa, en todo caso, la aplicación a esta materia de la terminología de la llamada teoría de sistemas; pues tales subsistemas son, a su vez, sistemas coordinados a otros sistemas.

No aplicaremos aquí, por tanto, la idea de sistema, sino la idea de totalidad genérica de partes potenciales, que no quedan agotadas al ser actualizadas como partes de la totalidad distributiva o difusiva de referencia. En nuestro caso, la cultura española.

Según esto, la cultura española genérica no podrá ponerse en el mismo rango lógico en el que se sitúan las culturas específicas (catalana, vasca, gallega, andaluza…). La cultura española se filtra y se difunde por todas las culturas específicas, y por ello no ocupa un lugar determinado al lado de las otras. Como un todo genérico, se difunde o distribuye por sus especies y por sus individuos, incluso cuando éstos se encuentren en situación de solución de continuidad (no solidaria) con otros.

La cultura española, según esto, no es meramente englobante, sino impregnante o filtrante respecto de las culturas que son específicas respecto de su propia condición genérica, que adquiere precisamente te en el proceso de difusión o distribución. Y lo es porque traspasa sus membranas, porque las paredes de las culturas a las que engloba son transparentes a ella y, por tanto, las culturas englobadas no pueden describirse como «recintos opacos» meramente envueltos, pero no impregnados, por la cultura envolvente. No son «glóbulos culturales» o bolsas impermeables, como aquellas que se forman en torno a tantos grupos de inmigrantes musulmanes de Londres, por ejemplo, los cuales, aun teniendo la nacionalidad británica no se dejan penetrar por la cultura inglesa: mantienen su propia lengua, su propia religión, su endogamia parental, y ello facilita su disposición a atentar contra la cultura que las engloba sin impregnarlas. nada de esto tiene por qué ocurrir con la cultura catalana, con la cultura vasca o con la cultura gallega, inmersas en el ámbito de la difusiva cultura española.

No cabe hablar, por tanto, de intercambios entre las culturas autonómicas embolsadas en sus recintos autonómicos, y la cultura española. La cultura española no intercambia nada, cuando se manifiesta presente o difundida por Cataluña, Castilla, Galicia o Andalucía. Ni tampoco la difusión o distribución propia de la cultura española tiene por qué agotar, en principio, la integridad de las culturas englobadas por ella. Éstas pueden mantener acaso «raices» especificas, si es que ellas siguen siendo capaces de dar alimento a sus contenidos propios, con parcial y relativa independencia del alma máter nacional española.

Modelos de difusión distributiva

Podríamos ilustrar el proceso de distribución difusa o filtrante de una totalidad genérica, como lo es la cultura española genérica (respecto de las culturas autonómicas por ella englobadas), con diferentes modelos físicos (eléctricos, ópticos, termodinámicos…).

Tomemos, como totalidad a distribuir por difusión, una determinada cantidad electromagnética, o bien óptica, o térmica (a temperatura determinada), que ocupa un volumen dado. La distribución irá difundiendo esta cantidad global a recintos o dominios englobados en el volumen de referencia, y dotados de energías que se suponen procedentes de generadores propios. Supondremos también que el generador global, por razones «históricas» de instalación (o por razones estructurales), produce energía de potencia y radio de alcance capaz de ocupar el recinto global de referencia, por tanto, capaz de difundirse por el interior de los recintos particulares situados en él, cuyas paredes han de ser de algún modo transparentes o filtrantes, al menos en la dirección hacia su interior, es decir, de suerte que estos recintos desempeñen el papel de válvulas. Esto significa que el generador global tiene o bien un nivel de energía más potente que el nivel de energía en el que se mantienen loe generadores particulares; o bien que los canales de distribución y de penetración que la «historia» ha ido estableciendo facilitan su difusión a través de las membranas o paredes de los recintos particulares, sin que tengan lugar los movimientos recíprocos. Los recintos particulares, como hemos dicho, actuarán como válvulas o diodos en el conjunto del recinto global.

Así las cosas, podremos hablar de una tensión global o genérica del sistema, de una coloración global, o de una temperatura uniforme global (con las fluctuaciones locales correspondientes), que se extiende también, al menos parcialmente, por el interior de todos los recintos particulares, sin perjuicio de que los generadores locales (o gracias a ellos) estén generando energía a tensión o temperaturas propias. De este modo, del «recinto global» podemos predicar una tensión, color o temperatura genéricas, sin por ello desconocer la existencia de áreas locales cuyas tensiones, coloraciones o temperaturas especiales ya no estarán generadas exclusivamente por la participación de la energía global distribuida o filtrada por ellas, sino por generación propia (en modo alguno espontánea).

De modo análogo, hablamos de una cultura española genérica, distribuida o difundida por todo el recinto constitucional español. Por tanto, también, filtrándose en las diferentes «culturas particulares» o «esferas culturales autonómicas» que puedan ser reconocidas. Y justamente sin excluir el reconocimiento de estas esferas culturales locales, en cuanto dotadas de mecanismos autonómicos históricos de generación cultural, cuyo radio de acción, de hecho, no tiene ahora, como no lo tuvo nunca, capacidad suficiente para traspasar las paredes del recinto autonómico en el que opera.

Hay propuestas, sin embargo, en este sentido, de las que ya hemos hablado («que todos los españoles aprendan a hablar catalán, euskera, gallego, ansotano, valenciano, panocho…», «que todos los españoles visiten anualmente los santuarios donde se venera la Virgen, Montserrat, Begoña, El Rocío, El Pilar, Guadalupe…»). Pero, como hemos dicho, son proyectos voluntaristas y vacíos, que carecen de toda viabilidad política; algo así como, en el terreno técnico, les ocurre a los proyectos megalómanos imposibles, tales como pretender construir rascacielos de cuatro kilómetros de altura.

Concluimos: mediante el modelo de distribución por difusión (o difusión distributiva) podernos entender la posibilidad lógica de reconocer una cultura española o, si se prefiere, su identidad cultural, en cuanto cultura genérica participada (filtrada) por muy distintos grupos dotados de culturas específicas. La potencia de la cultura española ha sido y sigue siendo, por razones históricas y estructurales, lo suficientemente intensa como para traspasar las propias paredes o membranas de los dominios que engloba (la difusión no se reduce a una mera expansión por el volumen intersticial, que pudiese quedar entre los dominios impermeables que quedasen envueltos como islas por la cultura expansiva). Más aún, su potencia ha sido capaz de desbordar el volumen peninsular y extenderse por otras muchas naciones de diversos continentes, y en especial de América: los más de 400 millones de personas que hablan español, y que tienen una cultura hispánica, son la mejor medida de la identidad de una cultura española que no puede en ningún modo equipararse, en orden de magnitud, con las culturas específicas que engloba y por las que se difunde: catalana, quechua, vasca, guaraní, gallega, azteca…

Podemos reconocer, por tanto, la identidad de una cultura española, sin necesidad de estar localizada o encerrada en algún recinto peninsular, ni siquiera en el volumen peninsular total. Su radio abarca íntegramente varios «recintos nacionales» (Argentina, Bolivia, Colombia, Costa Rica, Cuba, Chile, Ecuador, El Salvador, España, Guatemala, Guinea Ecuatorial, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay, Venezuela) y otros parcialmente, como es el caso principalmente de los Estados Unidos de Norteamérica.

Aplicaciones materiales del modelo de difusión distributiva

¿Y cómo aplicar no ya formalmente, sino materialmente, este modelo de distribución de la cultura genérica española por los demás recintos constitucionales, ya considerados propietarios de culturas sustantivas, ya sean considerados como participantes simples, y hay muchos grados, de esta cultura española?

Sin duda, determinando lo criterios materiales que se consideran constitutivos de esta cultura. Criterios que han de atenerse a las líneas marcadas por las «fronteras categoriales» relativas a las categorías culturales que tienen que ver con la identidad cultural (como puedan serlo las categorías lingüísticas, religiosas, tecnológicas, de parentesco, de costumbres, políticas, relaciones de pertenencia a la propia cultura y de extrañamiento ante las otras…). Estos criterios tendrán mucho que ver con los que utilizan los antropólogos y los sociólogos para establecer la identificación de los individuos con los grupos a los que pertenecen y que pueden ser definidos políticamente (por ejemplo, los grupos nacionales, tales como España, Francia, Polonia, México, Chile, Nueva Zelanda) o bien con los círculos culturales (por ejemplo, «cultura mediterránea», «cultura musulmana», «cultura mesoamericana»).

Algunas veces, los criterios culturales y los sociales o políticos marchan paralelos, si bien los criterios de identidad cultural suelen delimitar áreas más amplias que los criterios de identidad política (la «cultura anglosajona» comprende el Reino Unido, los Estados Unidos de América del Norte, Australia…; la «cultura hispánica» comprende la Nación española y a la mayoría de las repúblicas americanas). Por ejemplo y tomando casi al azar, como referencia, el libro de un sociólogo (Juan Diez Nicolás, Identidad cultural y cultura de defeasa, 1999), constatamos la determinación de «cuatro aspectos sobresalientes» que sirven para organizar las encuestas y las tablas estadísticas pertinentes: (1) hablar el idioma (función de socialización e integración), (2) respeto a las instituciones (sentimiento de adhesión y sometimiento al grupo), (3) sentirse del país (sentimiento de pertenencia al grupo e integración), (4) tener la nacionalidad del país (función normativo-legalista).

En cualquier caso, no hay por qué suponer a priori que el análisis categorial de los criterios de identidad cultural que orienta la investigación sociológica y antropológica actual, y que ha dejado «fuera de moda» a los criterios descriptivos globales o «impresionistas» de la antigua Psicología de los pueblos (o de las investigaciones sobre las «almas nacionales»), quiere decir que los métodos analítico-estadísticos de nuestros días cubran el mismo campo que el que cubrían las investigaciones sobre las «almas» de las naciones. Consideremos este párrafo de André Maurois, en su contribución «El carácter español» al libro El Alma de España, prologado por Marañón, antes citado (pág. 221):

«Es siempre un estudio difícil y discutible el del carácter de un pueblo. A veces, se siente uno tentado a negar que una nación pueda tener un carácter: “Ved a esos individuos de la misma raza, tan diferentes todos los unos de los otros. ¿Qué tienen entre sí de común?”. Pero si se les observa mejor, hay que admitir que poseen muchas maneras e ideas comunes; que es posible, a primera vista, distinguir una mujer española de una mujer francesa o inglesa; que, escuchando una música, mirando un cuadro, todo hombre un poco culto dirá en seguida: “He ahí un músico español, he ahí un pintor español”. Es preciso, pues, que exista una esencia de España y yo quisiera tratar con mucha prudencia -porque mi experiencia de ese país fue muy corta- de extraer la esencia de mis impresiones de viaje y de lectura».

Dejando de lado, por supuesto, las apelaciones metafóricas que hace Maurois a la «esencia de España» o al «carácter de un pueblo», y sustituyéndolas por las corrientes apelaciones actuales a la «identidad cultural» de España, y a los «rasgos culturales diferenciales de la conducta española», no mucho menos metafísicos, la cuestión es: ¿de qué modo tendríamos que factorizar las «impresiones globales» de Maurois (supuesto que tengan algún sentido) a efectos de poder no ya reconstruirlas, sino incluso de comprobarlas y contrastarlas?

Desde luego no pretendemos, en este lugar, ni siquiera pisar el umbral de una investigación sobre la identidad de la cultura española, ya sea en la línea de la identidad sustancial, ya sea en la línea de su identidad esencial diferencial con otras identidades de su contorno o de su dintorno.

Atengámonos a los criterios sociológicos citados, y con la simple intención de ilustrar el alcance que pueda tener la aplicación, al caso de España, del modelo de difusión distributiva como esquema de relación identitaria entre la cultura española genérica y las culturas específicas de su dintorno (catalana, vasca…), cualquiera que sea el alcance que se otorgue a esas culturas específicas.

  1. Consideremos el criterio del idioma. Es evidente que las descripciones de las lenguas vivas en España (mutatis mutandis, de las lenguas vivas en América o en África), siguiendo los criterios preferidos por las autoridades autonómicas, tanto en los cómputos acerca del número de hablantes por áreas virtuales («área virtual del catalán», «área virtual del gallego») como en las distinciones entre primer y segunda lengua, son muy engañosas. En todo caso, están dictadas bajo la influencia de los esquemas de repartición atributiva del idioma en el «territorio constitucional».
    Pero, desde el criterio de difusión distributiva, lo primero y principal que debe ser resaltado es esto: que el idioma español es hablado por todos los españoles o, dicho de otro modo, está difundido por todas las «culturas» que postulan una identidad cultural y un idioma propios; y que la distinción entre primera y segunda lengua es ambigua, porque se confunde a la vez con la distinción entre el idioma familiar o privado y el idioma civil o público. Un individuo catalán, o vasco, o gallego (mutatis mutandis, mexicano, chileno, argentino) que utiliza el idioma español en la empresa, en el comercio, en el foro, en la calle, no utiliza una segunda lengua, sino su primera lengua civil (que acaso ni siquiera puede traducir a la lengua vernácula); y recíprocamente, un ciudadano vasco -aunque sea un consejero de Cultura o un funcionario- que utiliza el euskera en su vida pública o privada acaso lo está utilizando y desde luego, con seguridad, lo está utilizando como segunda lengua si lo acaba de aprender, y no como primera.
    La difusión de la lengua española (es decir, de la lengua como «seña de identidad» y, sobre todo, como «agente de identidad» de la cultura española- y ésta es la principal razón para utilizar la expresión «lengua española» en lugar de «lengua castellana-») es prácticamente universal en el dintorno constitucional. El concepto mismo de «biculturalismo», «bilingüismo», etc., aplicado a este caso, es ideológico, porque va referido a los individuos que utilizan la lengua española y una lengua vernácula, pero no a la cultura objetiva misma. Quien habla español en recintos o dominios específicos del «dintorno constitucional», o sea, no bilingüe, está contando, a efecto estadísticos, en la determinación del español como agente de identidad de la cultura española.
    Al rasgo, seña o carácter «hablar español» habrá que añadir:«leer en español» y «escribir en español». Ahora bien, la prensa, en el territorio constitucional español, es casi universalmente publicada en español, incluso en las comunidades con «lengua oficial vernácula»; y esto sin perjuicio de que, sobre diez diarios, se publiquen dos, con tiradas cortas, y algunas páginas de otros, en idioma vernáculo. Desde este punto de vista puede decirse también que la distribución de la cultura española, a través de la lengua escrita, tiene una amplitud cuyo orden de magnitud es diferente al de la distribución de las culturas específicas en el ámbito de sus propios recintos. La cultura espafiola, por lo que a la lengua leída o hablada atañe, no es una cultura que pueda ponerse al lado (en rango) de las culturas englobadas en ella. Es una cultura englobante y filtrante.
  2. Otro tanto habrá que decir en relación con el «respeto a las instituciones sociales». Para citar una de las más discutidas, la religión católica. Muchas veces se considera, como rasgo característico o seña de identidad de la cultura española, su adhesión o respeto a las prácticas de la religión católica; y esto se prueba por las tasas de asistencia a misa, o a procesiones de Semana Santa, por las tasas de utilización de las ceremonias religiosas en los «ritos de paso» (bautizo, primera comunión, matrimonio, entierro…).
    Es cierto que el número de personas bautizadas, pero no practicantes, crece sin cesar, como crece el número de agnósticos y el de ateos. Sin embargo, ¿puede concluirse de ahí que el catolicismo ha dejado de ser un rasgo de identidad de la cultura española no sólo en su historia, sino en el presente? ¿Y cómo un rasgo histórico de identidad, tan arraigado durante siglos podría desaparecer de la noche a la mañana? Si miramos a los ateos españoles, en número lentamente creciente, ¿puede decirse que ellos no han de contar en la elaboración de estadísticas sobre la identidad cultural española en función de la religión? Habrá que tener en cuenta que un ateo católico no es lo mismo que un ateo musulmán o que un ateo budista. El ateo católico español, incluso en los casos de anticlericalismo más radical, sigue moldeado, en negativo, por el catolicismo. Y del mismo modo que un español, trasplantado a Inglaterra, logra hablar correctamente el inglés, pero conservando siempre el «acento español», así también un católico «trasplantado al ateísmo» conserva siempre el acento católico, incluso en sus negaciones, y por ello no se confunde con el ateo que conserva el acento musulmán, o con el ateo que conserva el acento protestante, o con el ateo que conserva el acento budista.
    El catolicismo, junto con sus ramificaciones no estrictamente religiosas, sino éticas, o morales, o estéticas, tiene por tanto muy buenos apoyos para ser considerado un rasgo identitario de la cultura española, si no ya en el sentido de la participación positiva, sí en el sentido de la contraposición (con todos sus matices y grados). Por descontado, este rasgo del catolicismo está difundido por todas las autonomías españolas; incluso muchas veces es más intenso en las autonomías más nacionalistas y secesionistas como Cataluña y el País Vasco.
  3. En cuanto al criterio «sentirse del país», me limitaré a citar el cuadro 3.3 (que figura en la página 99 del libro antes citado), según el cual España puntúa sólo un 79 en «vergüenza de pertenecer a mi país por cosas que en él se hacen», frente a 145 de Estados Unidos, 141 de Irlanda, 185 de Japón, 161 de Rusia… En cambio, en cuanto a «satisfacción por el éxito de mi país en competiciones deportivas internacionales», España alcanza 173 puntos, frente a 166 de Estados Unidos y 195 de Irlanda.
  4. El criterio más importante, sin embargo, para establecer la existencia de la cultura española, es el de su implicación con una Nación cultural. Una Nación cultural que está dada a escala de Nación política canónica, cuyos contenidos materiales concretos sólo históricamente han podido irse formado, acumulativa y selectivamente. Y es desde esta perspectiva cuando la realidad de la cultura española se manifiesta en toda su fuerza: en la agricultura, en la cocina, en la escultura, en el teatro, en el cinematógrafo, en la poesía, en la novela, en el ensayo, en la filosofía… Los nombres de los grandes pintores españoles (Velázquez, Zurbarán, Goya, Picasso, Dalí), como los de los grandes músicos españoles (Cabezón, Vitoria, Albéniz, Falla), escultores, cineastas, poetas (Jorge Manrique, Garcilaso, Fray Luis, Góngora), dramaturgos (Lope de Vega, Calderón), novelistas (empezando por Cervantes), filósofo (si no Séneca, sí la tradición senequista, pero también Guevara, Quevedo, Gracián, Feijoo -y por no citar a todos los filósofos de lengua española, puesto que escribían también en latín: Vitoria, Báñez, Gómez Pereira o Arriaga).
    Permítaseme subrayar al lector que estas «menciones» a la grandes figuras históricas de la cultura española no están formuladas desde la perspectiva «metamérica» de la reivindicación de las letras y las ciencias españolas ante los extranjero que sólo veían, a la manera de Masson de Morvilliers, miseria y vulgaridad en la historia de España. Las menciones que hacemos están formuladas desde una perspectiva interna («diamérica») de confrontación de la Nación cultural española -o de la cultura española- con las supuestas cultura englobadas en ella. Y el objetivo de estas menciones es demostrar que la cultura genérica española, es decir, las menciones de figuras suyas representativas, se basan (independientemente de la «valoración intrínseca que nos merezcan») en que están difundidas por todas las partes de España, atraviesan todas las «culturas» que engloba, y por ello decimos que Velázquez o Goya son pintores españoles que todo el mundo conoce (independientemente de que hayan nacido en Sevilla o en Fuendetodos). Todo español sabe algo del Poema del Cid, o de La vida es sueño, pero sólo unos poco eruditos no catalanes han podido leer La Atlántida de Verdaguer -a pesar de sus intenciones marcadamente españolistas-, o los poemas en bable de Teodoro Cuesta, porque el área de expansión de Verdaguer o Cuesta no puede rebasar los límites de su recinto regional específico. Y ello, aun en el supuesto de que los valores estéticos de estas producciones culturales específicas fueran muy superiores a los valores de las obras de arte de la cultura global española.
    No podemos detenernos en el análisis de instituciones, relaciones o referencias culturales comunes a la cultura española (desde la propiedad privada de viviendas hasta las fiestas de Navidad, desde las relaciones de parentesco hasta las corrida de toros…). Pero son tan abundantes que su consideración corrobora, de forma creciente, la realidad de una cultura española dotada de contenidos genéricos que están difundidos distributivamente por los grupos, capas sociales, ciudades o comunidades autónomas más diversas asentadas en «territorio constitucional». Y esto independientemente de que el núcleo de difusión haya procedido de alguna zona periférica o central, que sólo los eruditos, a la búsqueda de «hechos diferenciales» promovida por las consejerías de Cultura, reivindicarán en su momento.
    Pero justamente esta conclusión no puede sacarse con referencia a las culturas específicas, por ricos que sean sus contenidos. Todo lo contrario. Los contenidos de la llamada cultura vasca, por serlo, no rebasarán, ni querrán hacerlo, los límites de su dominio autonómico (otra cosa son las pretensiones de ampliar este dominio con territorios vecinos). El aurresku sólo podrá bailarse en Valladolid o en Barcelona en un escenario folclórico teatral, pero no en una plaza o en un acto institucional propio de esas autonomías. Otro tanto se diga de los contenidos de la cultura catalana o los de la cultura gallega. Hay que ir al País Vasco, a Cataluña o a Galicia para contemplar un aurresku, una sardana o una muñeira; en cambio, para escuchar las saetas en una procesión de Viernes Santo, no es necesario ir a Sevilla; para presenciar una corrida de toros no hay necesidad de ir a Pamplona; y tampoco es necesario ir a Bilbao para asistir a la representación teatral de una obra de Unamuno. En centenares de lugares de las más diversas regiones y «nacionalidades» españolas encontramos, difundida por todas ellas, la institución del «encierro», que podemos contemplar y en la que podemos participar.

La cultura española común posee una dinámica diferente de las culturas españolas particulares o específicas

Es imposible, en conclusión, equiparar la cultura española, como cultura total o común de todos los españoles, con las «culturas» particulares, circunscritas a una comunidad autónoma y, más estrictamente, a ciertas áreas de esas comunidades (o incluso a determinadas capas sociales que forman parte de las elites locales). Ninguna Comunidad, aunque postule una cultura propia, tiene instituciones culturales uniformes; no existen cortes abruptos entre las diferentes áreas culturales. Y en cada área cultural los «hechos diferenciales» se presentan de continuo: «No hay dos hojas iguales en el jardín». La llamada «normalización» de las instituciones culturales de cada comunidad autónoma (normalización de la lengua, normalización de los trajes, normalización de las fiestas, normalización de los quesos, normalización de los rótulos y señales, etc.) es un método «centralista» para lograr borrar la realidad de que los hechos diferenciales no son abruptos sino continuos, y que no solamente establecen diferencias entre unas Comunidades y otras, sino a veces, aun mayores, entre áreas distintas de una misma Comunidad.

No cabe hablar, desde criterios antropológicos, de un «pluralismo cultural» que tome como unidades a las comunidades autónomas. Menos aún cuando ese pluralismo se interpreta desde el esquema aditivo que prepara la consideración de la cultura española total o común como un agregado de esas supuestas culturas autonómicas particulares, de esas «culturas independientes», sustantivadas, sin perjuicio de que puedan ser luego presentadas como solidarias, «federativas» y susceptibles de convivir en paz y en armonía. (Hay que exceptuar las opciones «espontáneas», que sin duda son culturales, es decir, no son producto de la Naturaleza, de la kale borrokao la «institución cultural» arraigada ya durante varias décadas, de los asesinatos ejecutados por ETA dentro o fuera del País vasco, como un «hecho diferencial» de la cultura vascongada.)

La visión de España como un «país multicultural» es confusionaria y oscurantista. Es sólo la visión de un rótulo propagandístico, que se han tragado (para no decir que han «interiorizado») los «intelectuales y artistas» defensores del federalismo, o los que están más a la izquierda aún (según ellos creen, aunque no se sepa muy bien por qué), del confederalismo. España no es un país multicultural, en el sentido en el que pretende este rótulo. Es un país conformado, para bien o para mal, por una cultura común, que es la cultura española, en cuyo ámbito viven gérmenes, embriones o formaciones parciales, más o menos consistentes, derivadas de «generadores autóctonos» que no siempre son ni los más populares, ni los más valiosos (a veces podrían equipararse al rasgo diferencial del «tuerto» que hemos citado antes), ni siempre son básicos, sino también muchas veces estrictamente superestructurales.

En cualquier caso, el movimiento propio de la cultura genérica española y los movimientos propios de la cultura particular tienen direcciones y sentidos totalmente opuestos (lo que constituye también el mejor criterio antropológico y sociológico para su diferenciación).

La cultura común española (que no es excluyente de las otras culturas, a través de cuyas «membranas» se encuentra difundida secularmente y sigue difundiéndose regularmente) se mantiene, si nadie la obstaculiza, en estado de equilibrio distributivo. Otra cosa es que ante los ataques y mutilaciones procedentes de las «culturas particulares» necesite ser defendida; cosa que los responsables de llevar a efecto esta defensa no hacen siempre, en gran medida como consecuencia de una falsa idea de la tolerancia respecto del pluralismo cultural. Una tolerancia falsa que no advierte que, en su nombre, se está molestando, maltratando, recortando, mutilando y erosionando continuamente la propia cultura común española.

Las «culturas específicas», en cambio, tienden a moverse de otro modo, a saber, no en una dirección expansiva, o centrífuga, sino mas bien centrípeta, como si se tratase de movimientos orientados a cerrarse, encapsularse o blindarse dentro de los contornos de los recintos que creen haber establecido como propios territorialmente. Y esto demuestra que la dirección de los movimientos impuesta por los dirigentes de las respectivas culturas regionales está marcada por la política y no por la propia cultura. No es la «lengua catalana» la que, en virtud de su superior potencia cultural, envuelve, no ya a los andaluces o murcianos que viven en Andalucía o Murcia, sino a los millones de andaluces o murcianos que han ido a trabajar a Cataluña: es la política de «impregnación lingüística» que les obliga coactivamente a aprender catalán a quienes participan de la cultura española genérica; que obliga a poner rótulos en catalán a empresas, comercios, teatros, productos, vehículos que, con anterioridad al régimen franquista, los ofrecieron en español.

La razón es que el encapsulamiento al que tienden las culturas particulares autonómicas sólo puede prosperar eliminando en lo posible a la cultura española, excluyéndola por tanto, en lo posible, de sus recintos. De este modo, la política de encapsulamiento cultura1, al tender a obturar las «válvulas» que permiten el flujo normal a sus dominios de la cultura española común, se convierte en un instrumento de freno, erosión y vaciamiento progresivo de la cultura española en los territorios autonómicos. La política de encapsulamiento en la «esfera sustantiva identitaria» que los ideólogos nacionalistas fraccionarios se han trazado lleva al subjetivismo más radical, que necesita rellenar mediante la invención ad hoc de los contenidos (historia ficción, lengua ficción normalizada como «vehículo de comunicación», como si la comunicación entre todos quienes viven en esas comunidades no fuese precisamente la cultura genérica española) los vacíos derivados de la constante tarea de evacuación de los contenidos de la cultura española común, que a todos los penetra.

Existe, en conclusión, sin duda alguna, una cultura española. Pero los responsables de la tutela, promoción y dirección de esta cultura española común no quieren reconocer siempre (amparados en la cándida idea de la «armonía de las culturas») que las relaciones entre la cultura española genérica y las llamadas «culturas específicas», tal como se conducen de hecho en la práctica, son relaciones de conflicto frontal y no de armonía. Y que la confianza en la existencia efectiva de la cultura española no puede hacer subestimar los peligros que las políticas culturales autonómicas pueden representar, si no para la existencia de la cultura española genérica, sí para su identidad o para su decoro.

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