Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la quinta pregunta:
¿ESPAÑA ES IDEA DE LA DERECHA O DE LA IZQUIERDA?
Gran parte de los menosprecios a España proceden de las «gentes de izquierda»; pero también hay gentes de izquierda que la exaltan
Supongo que todo el mundo entiende, de algún modo, por donde camina esta pregunta, que no es de mi cosecha: un amigo me la ha sugerido, y la he aceptado porque me ha parecido interesante como tema de disertación, sin perjuicio de su confusión y oscuridad, y en parte precisamente por ellas. Pues no creo que se trate de una confusión meramente subjetiva, imputable a quien sugiere la pregunta y a quien la acepta, sino de una confusión objetiva, es decir, entrañada en «la cosa misma», a saber, la Idea de España en cuanto «atravesada» o cruzada por las Ideas de Derecha y de Izquierda (en sentido político, desde luego).
La confusión o el embrollo es casi insuperable. «Intelectuales de izquierdas» (de las izquierdas divagantes más radicales, es cierto) tales como Fernando Arrabal, Juan Goytisolo o Rafael Sánchez Ferlosio, se distinguen por mostrar en sus escritos más influyentes una aversión, aborrecimiento o desprecio hacia la España real; un aborrecimiento digno de Erasmo –Non placet Hispania– o bien de los franceses de los tiempos de Masson de Morvilliers, o de un inglés de los tiempos de don Jorgito. La inteligencia de estos intelectuales no les da para más en el momento de distinguir la España real de la España de Franco; menos aún para entender lo que la España de Franco representó en el proceso histórico de desarrollo de la España real. Su erudición confusa les ofrece una coartada muy socorrida, la que necesitan para mantener el mínimo contacto con sus potenciales lectores españoles, que podrían sentirse impulsados a arrojar sus libros, leídas las primeras páginas, a la basura, si sólo vieran en ellos el odio y la aversión contra ellos mismos que alienta su fondo.
La coartada consiste en inventarse una España mítica (por ejemplo, la España en la que convivieron las «tres culturas» -Américo Castro todavía no llegaba a tanto y se limitaba a hablar de las tres religiones: moros, judíos y cristianos-) concentrando sobre este mito de España sus afectos. De este modo, los lectores españoles ya no podrán decir que estos «intelectuales de izquierdas» están movidos por el aborrecimiento a España.
Pero el aborrecimiento lo detectamos ya en el instaurador mismo de la Leyenda Negra, el padre Las Casas, en quien su discípulo Rafael Sánchez Ferlosio (Esas Yndias equivocadas y malditas, Premio Nacional de Ensayo, 1994, pág. 56) cree advertir que «el aborrecimiento por los españoles era, intuitivamente, aborrecimiento por la Historia Universal, supuesto que eran los españoles quienes, en su triunfante papel de ejecutores del furor de predominio, aparecían como la encarnación visible que ostentaba su representación».
Aborrecimiento o resentimiento que se dirige contra la España de Franco, pero también contra la España de la dictadura de Primo de Rivera, contra la España de los Borbones, contra la España de los Austrias, contra la España de los Reyes Católicos, contra la España del Imperio… Pero se detiene, para dar paso a la admiración y al asombro gratuito, en esa España mitificada de judíos, moros y cristianos del reinado de Fernando III el Santo.
Mitificada porque, confundiendo la tolerancia del desprecio (o de la inhibición) con la intolerancia del amor, no se dan por enterados, por ejemplo, de que (nos lo cuenta documentalmente Paulino García Toraño, en su libro sobre El Rey Don Pedro el Cruel y su mundo, Madrid, 1996) al entrar san Fernando en Sevilla, se celebró una función religiosa en la mezquita, previamente purificada; y aposentado ya el rey en el alcázar, se hizo entrega de las casas de la ciudad, vaciadas de habitantes, a los que habían tomado parte en el asedio y conquista; y pocos años después de la conquista, las Cortes de Valladolid de 1258, remataban la obra: ordenaban que «los moros que moran en las villas que son pobladas de cristianos que anden cercenados alrededor o el cabello partido sin copete e que trayan lsa barbas largas, como manda su ley ni trayan cendal nin peña blanca ni paño tinto si no como dicho es de los judíos, nin zapatos blancos nin dorados e el que los trujiere que sea a merced del rey». Las cortes acordaron también el ordenamiento de los clérigos y el de los fijosdalgo. En la petición 30 se pide que: «Ninguna mujer cristiana non more con judío nin con moro a soldada nin de otra manera ni le críe su fijo o fija. Que moros y judíos no lleven nombre cristiano ni vistan paños de viado… nin trayan adobos de oro o plata en las ropas».
La España mítica de las «tres culturas» alimenta la nostalgia de los delirios folclóricos de tantos grupos andaluces de hoy, que «conmemoran» aquella «España perdida», la España de la cultura árabe y judía, la España en la que los cristianos, por cierto, tenían que pagar tributo.
Volvamos ahora a otros años (los primeros años setenta del siglo XX) en los que se publica la Carta a Franco de Fernando Arrabal: «Hace unos años había un país en el que los filósofos árabes construían el pensamiento más original de su raza [¿por qué no dice Arrabal que Averroes fue condenado y tuvo que abjurar de sus errores en la mezquita de Córdoba?], mientras que unas calles más allá los judíos creaban el monumento de la Kabala [¿qué queda hoy de ella que no sea mera arqueología?]. Este país era España. Sus reyes se llamaban, por ejemplo, Alfonso X el Sabio o Fernando III el Santo. Este monarca se proclamó “el rey de las tres religiones” [hoy Arrabal, para ponerse al día, hubiera dicho: “El rey de las tres culturas”] ».
Pero frente a estos intelectuales de izquierda divagante hay otros muchos intelectuales, también de izquierdas, y aun de izquierdas definidas, que han mantenido una actitud completamente diferente ante España. Cabe recordar las palabras de Manuel Azaña, que fue presidente de la Primera República Española, que hemos citado al final de la introducción de este libro.
Podríamos citar también palabras de veneración a España pronunciadas o escritas por hombres de la izquierda definida, como pudieron serlo Vicente Uribe (comunista) o Indalecio Prieto (socialista); palabras de un «españolismo» tan intenso que muchos, no muy metidos en literatura política, podrían atribuir a Ramiro de Maeztu o a José Antonio Primo de Rivera.
Pero no me propongo tratar aquí de las actitudes u opiniones que acerca de España han mantenido o mantienen españoles clasificados como «de izquierdas» o «de derecha». Si he comenzado por recordar algunos españoles muy conocidos, clasificados tanto entre las izquierdas como entre las derechas, no es con el ánimo de comenzar una encuesta «empírica», sino para corroborar la naturaleza confusa que hemos atribuido a la pregunta titular, ¿España es Idea de la Derecha o de la Izquierda?
Polarización izquierda/derecha de la Historia de España
La confusión de esta pregunta procede tanto de la confusión propia de los significados del término «España» (¿de qué España hablamos?, o si se prefiere: ¿desde qué Idea de España hablamos?, dado que es imposible hablar de España, más allá de sus referencias geológicas, si no es desde alguna Idea) como de la confusión que caracteriza a los términos «derecha» e «izquierda», más allá de sus referencias topográficas. La confusión objetiva de la pregunta titular puede hacerse consistir sencillamente en la circunstancia de que esta pregunta sólo podrá alcanzar una mayor distinción dando por supuestas algunas de las Ideas que se dan entretejidas tanto en el término «España» como en los términos «derecha» o «izquierda». Pero estas suposiciones, si no se explicitan, sólo podrán operar en la subjetividad de quienes creen entender sin dificultad el alcance de la pregunta. De suerte que aunque todos la entiendan, no se entenderían entre sí. («Todos la entendemos, pero cada cual a su manera.»)
Y existe otra razón más (un economista diría acaso: «Otra razón adicional», y diría mal en esta ocasión, porque no es adicional, sino constitutiva) para explicar la confusión de la pregunta que nos ocupa: el carácter capcioso de la interrogación, que no determina si es una alternativa (¿de izquierda, de derecha o de ambas a la vez?) o una disyuntiva (sólo de izquierda, sólo de derecha), y si la forma alternativa o la disyuntiva de la pregunta se supone verdadera o falsa. Pues podría ocurrir que España no fuera ni Idea de la derecha, ni idea de la izquierda, del mismo modo que un rectángulo no es ni de izquierdas ni de derechas (y esto sin perjuicio de que los masones -a quienes la Iglesia católica consideraba de izquierdas y el Politburó soviético consideraba de derechas- utilizaran el triángulo rectángulo como emblema de su secta).
Una cosa es, por tanto, que España o el triángulo rectángulo no tengan que ver con la oposición derecha/izquierdas (cualquiera que sea el modo como esta oposición se entienda) y otra cosa es que la derecha o las izquierdas no tengan nada que ver con España, o con el triángulo.
Y en todo caso España no es una entidad tan simple como pueda erlo el triángulo rectángulo. La involucración de las izquierdas y de la derecha con España es mucho mayor que la involucración que ellas puedan tener con el triángulo. Y, por tanto, recíprocamente, la involucración que España (o la Idea de España) ha de tener on las izquierdas o con la derecha será también mucho más profunda que la que pueda corresponder al triángulo geométrico. Y con esto tampoco queremos prejuzgar que España no pueda ser segregada de la oposición, disyuntiva o alternativa, izquierda/derecha. A fin de cuentas, España, como nación histórica, existía ya muchos siglos antes de que la oposición izquierda/derecha hubiera sido formulada en la Asamblea francesa revolucionaria. Lo que ocurre es que la polarización que la oposición izquierda/derecha determina en todo cuanto tiene que ver con España es tan avasalladora que se extiende, ante todo, incluso retrospectivamente, a los siglos anteriores a la Revolución Francesa (¿qué militante de izquierdas no considera a los comuneros de Castilla como correligionarios suyos y a los imperiales de Carlos I como hombres de la derecha más reaccionaria?).
De este modo, muchos intelectuales de izquierdas citarán, como testimonios del amor a España que ellos pueden presentar, las palabras ya citadas de Ricote a Sancho Panza, al referirle cómo fue expulsado de España por Felipe II, con otros de su raza (condición suficiente para considerar de izquierdas a Ricote, como exiliado). Y otros intelectuales de derecha citarán como correligionario suyo a Francisco de Quevedo (¿no se había enfrentado, como si fuera un integrista, contra las modas francesas que se infiltraban por nuestras fronteras?,¿no había tomado partido por el patrocinio de Santiago frente al de santa Teresa?) cuando dice: «¡Oh desdichada España! Revuelto he mil veces en la memoria tus antigüedades y anales, y no he hallado por qué causas seas digna de tan porfiada persecución.».
Sin embargo, la «despolarización» de la España histórica es imprescindible, si queremos librarnos no ya de los anacronismos, sino también del fatal subjetivismo que entontece a quienes creen que la oposición izquierda/derecha es la oposición fundamental, trascendental para todo ser humano; a quienes, por ejemplo, creen que dudar del carácter «trascendental» de estas distinciones («una de las dos Españas ha de helarte el corazón ») es signo inequívoco, o «seña de identidad», de la derecha, ignorando que Lenin, o Stalin, o Mao -considerados generalmente desde la Europa capitalista o socialdemócrata (es decir, de derecha o izquierda) como prototipos de la izquierda más radical- negaron de plano la trascendentalidad (o profundidad) de la oposición entre derecha e izquierda, como distinción secundaria, circunscribiéndola al ámbito de la «revolución burguesa», y proponiendo su sustitución por otra oposición, que ellos consideraban la oposición fundamental, a saber, la oposición entre capitalismo y comunismo.
La derecha y el Antiguo Régimen; las diversas generaciones de las izquierdas
Y, con esto, tenemos ya marcado el camino para tratar de responder según criterios objetivos a la pregunta de si España es una Idea de derecha o de izquierdas. Un camino que evitaría encharcarse en el caos empírico de las autodefiniciones (emic) de quienes se consideran de derechas o de izquierdas «de toda la vida». ¿Qué ganamos al escuchar a un anarquista cuando dice con exaltación que él «lucha por la libertad y por el progreso»?, ¿qué quiere decir con las palabras libertad y progreso?, ¿acaso los hombres de la derecha más conservadora (como pudiera haberlo sido fray Rafael Vélez, en su Preservativo contra la irreligión) no proclamaron también que ellos luchaban por la verdadera libertad y por el verdadero progreso?
El camino que vamos a seguir no es el camino de las autodefiniciones, más o menos coyunturales. Un militante de la corriente de Izquierda Socialista diría, en España, que es propio de un gobierno de izquierdas practicar una política de incremento de la presión fiscal, aumentando los impuestos indirectos y evitando la privatización de las empresas públicas. Pero lo que ocurre es que esta misma política puede ser adoptada por un gobierno de derecha, así como la contraria -bajar los impuestos y privatizar las empresas públicas- puede ser adoptada también por un gobierno que se define como de izquierda, como le ocurre al actual gobierno socialista de Rodríguez Zapatero.
Y no se trata de desestimar estas autodefiniciones. Constituyen una referencia inexcusable. Simplemente, nuestro método objetivista (materialista) nos impulsa a utilizarlas como datos empíricos que habrán de ser interpretados desde alguna teoría presupuesta sobre la oposición entre derecha e izquierda, y no como los únicos criterios. Podría ocurrir que quien carece de una teoría semejante esté entregado sin embargo de hecho a la «investigación empírica» de la opsición; y cuando este individuo hojee una exposición teórica con las referencias empíricas pertinentes, sólo podrá percibir un monótono repertorio de datos y citas empíricas. Pero en realidad, quien carece de una teoría objetiva de la distinción derecha/izquierda, por el afán de atenerse a los hechos empíricos (en realidad, emic), sólo podría decir que no puede decir nada, salvo aportar nuevos textos para incrementar el caos.
Por nuestra parte, nos atendremos a la teoría de la distinción derecha/izquierda que hemos expuesto en El mito de la Izquierda, libro al que remitimos al lector. Sin embargo, hemos procurado que la utilización de esta teoría que aquí hacemos pueda entenderse, en sus líneas generales, sin necesidad de consultar el libro citado.
El núcleo de esta teoría -núcleo cuya «filiación» marxista-leninista sería imposible disimular- le lleva a insistir en poner como origen de la oposición izquierda/derecha lo que los propios nombres topográficos representaban: la defensa del Antiguo Régimen (el Tro- no absoluto y el Altar, como fuentes de la soberanía) y la defensa del Nuevo Régimen de la Revolución, que pedía derribar el Trono y el Altar para poner a la Nación como nuevo sujeto de la soberanía política.
Ahora bien: los ciudadanos que querían derribar el Antiguo Régimen, a fin de sustituirlo en la gobernación del Estado, sólo podían ser los ciudadanos entonces capacitados (socialmente, técnicamente, intelectualmente, organizativamente…) para hacerlo, es decir, el tercer estado de Sieyes, al que más adelante se le llamar, burgués (quizá por la influencia que aún ejercía el «burgués gentilhombre» de Moliere). La gran Revolución fue una revolución burguesa, cuyo enemigo propio fue el Antiguo Régimen, y no sólo el representado por el Reino de Francia, sino también por todos los Reinos e Imperios que la rodeaban: el Imperio español, el Imperio inglés, el Sacro Romano Imperio Germánico, el Imperio ruso.
De este modo, el primer sentido de la oposición derecha/izquierda, o el primer nivel en el que esta distinción se dibujó, fue el de la oposición Antiguo Régimen/Nuevo Régimen. La derecha contenía todo lo que tenía que ver con la defensa del Antiguo Régimen, la izquierda -y ante todo la izquierda radical de primera generación, la izquierda jacobina- , todo lo que tuviera que ver con la defensa del Nuevo Régimen, es decir, con la Nación política (con la república, con la democracia, poco después con el Estado de derecho).
Como una «consecuencia» de la izquierda jacobina podría interpretarse el ciclo napoleónico que, sin perjuicio de su efímero Imperio, tuvo energía suficiente para derribar muchas coronas europeas asentadas en el Antiguo Régimen, poniendo en su lugar a las clases burguesas, en colaboración con las aristocracias del salario.
Una de estas consecuencias del Imperio napoleónico fue el desencadenamiento de un proceso de descuartizamiento del Imperio español y, al mismo tiempo, de la aparición en España, en torno a las Cortes de Cádiz, de un segundo géneroo corriente histórica de la izquierda, a saber, la izquierda liberal. Izquierda liberal que, salvo algunos breves intervalos (en los cuales el Antiguo Régimen, la derecha tradicional, recuperaría su poder: la «ominosa década» de Fernando VII, los periodos de dominación carlista en el País Vasco, Navarra o Cataluña), mantendrá su hegemonía en versiones distintas (por ejemplo, la versión progresista de Espartero o de Sagasta y la versión moderada de O’Donnell) hasta llegar al «sexenio revolucionario» (1868-1874) que desembocó en la Primera República española.
Pero la «revolución burguesa», aun cuando continuó su proceso de expansión a lo largo de todo el siglo XIX, encontró también muy pronto sus límites. Y, con éstos, encontró también los suyos la distinción entre las izquierdas y la derecha. La libertad, la igualdad y la fraternidad que la revolución había intentado instaurar mediante la transformación del Antiguo Régimen en un Estado nacional resultó ser la fuente de una nueva esclavitud, disfrazada como proletariado, constituido por los ciudadanos «libres para vender su fuerza de trabajo». Una desigualdad de hecho más escandalosa aún si cabe que la del Antiguo Régimen y unas enemistades fraternas entre ciudadanos libres e iguales tan fuertes como aquellas de las que tenían noticia histórica (sin duda, porque la revolución industrial, el progreso, controlado por la derecha burguesa, había incrementado los armamentos, los transportes, la logística militar).
Es en este punto en el que comienza una tercera generación de la izquierda, todavía emparentada con la perspectiva de la gran Revolución («¡Ni rey, ni amo!»), pero aún más radical, porque ya no se dirige contra el Régimen antiguo (aunque manteniendo el Estado transformado en la forma de Nación política), sino que ataca al Estado mismo y, con él, a la Nación política, tal como la concibió la izquierda radical y la izquierda liberal. Es el anarquismo.
Sin embargo, el anarquismo, al renunciar a la «conquista del Estado», porque buscaba destruirlo de inmediato, se encuentra sin plataforma para actuar sistemáticamente contra el Estado burgués y contra su consolidación capitalista. Marx tiene el mérito de haber diagnosticado, contra el anarquismo, la imposibilidad de destruir al Estado burgués sin pasar, en primer lugar, por su conquista, para utilizarlo al servicio del proletariado. Marx, sobre todo, iniciará la sustitución de la oposición derecha/izquierda, tal como se había establecido en el primer nivel (en la superestructura) del sistema social, por la oposición en un nivel «básico», más profundo, entre capitalismo y comunismo: la derecha será ahora el capitalismo y la izquierda, el comunismo.
En este clima, bajo la influencia de Marx, pero también de Lasalle se irán echando los cimientos de la cuarta generación de la izquierda, la que en adelante se conocerá como socialdemocracia. La socialdemocracia, con el espíritu del armonismo (Bernstein, Kautsky), confiará en la posibilidad de un socialismo gradual, llevado a término desde los Estados más consolidados: la Alemania de Bismarck, la Inglaterra de Disraeli, o la Francia de Gambetta y Jaures. Y, efectivamente, el desarrollo social, socialista, de estos Estados, en los cuales la clase obrera llegó a adquirir el rango de una «aristocracia del salario», podía notarse a ojos vistas. Pero gracias a la evolución de estos Estados hacia el imperialismo depredador más escandaloso («el imperialismo, fase superior del capitalismo») que acabaría en la Primera Guerra Mundial. Aquí, contra la socialdemocracia (el «revisionista Bernstein» y el «renegado Kautsky») tomará comienzo la quinta generación de la izquierda, que desplazará definitivamente la oposición derecha/izquierda hacia el nivel más profundo o básico del sistema social, en el cual tal distinción quedará propiamente relegada al nivel más superficial de la superestructura. La oposición entre el capitalismo y el comunismo victorioso, tras la conquista del poder político (Lenin, Stalin), en la forma de una dictadura del proletariado. Este quinto género, visto desde el exterior (desde la oposición burguesa izquierda/derecha), será contemplado como la forma más radical de la izquierda, aunque desde el interior ya no podría ser interpretado como izquierda, sino como comunismo (en cuyo curso aparecerá un izquierdismo considerado por Lenin no ya como una corriente progresista, sino como una «enfermedad infantil del comunismo»).
El Estado de bienestar democrático jurídico, como Estado social de derecho, era la meta que desde Bismarck asumió la socialdemocracia como objetivo propio. Pero este Estado de bienestar fue también incorporado por la quinta generación, por el Estado de bienestar instaurado por la Unión Soviética, un Estado social no democrático en el sentido del parlamentarismo burgués (Bujarín había dicho que en la Unión Soviética hay libertad de partidos, «con la condición de que todos menos uno estén en la cárcel»).
Tras la caída de la Unión Soviética la oposición derecha/izquierda se desdibuja
El Estado de bienestar, consolidado el capitalismo, y tras la guerra fría y el ulterior derrumbamiento de la Unión Soviética, hará que la oposición capitalismo/comunismo, propia de la quinta generación de la izquierda, pierda su condición de oposición entre sistemas realmente existentes en Europa. Ello determinará también que la oposición derecha/izquierda, en el sentido definido tradicional, se desdibuje, dada la convergencia de los partidos correspondientes. La oposición se transformará, por ejemplo, en oposición entre liberalismo económico (socialdemócrata y conservador) y socialismo, pero que propiamente son opciones convergentes, planes y programas utilizados en «Occidente» tanto por la derecha histórica como por la izquierda socialdemócrata.
Las izquierdas de nuestra época, aunque manteniendo sus ideologías, tendrán que refugiarse de hecho en terrenos no definibles políticamente.
Ante todo, en terrenos psicológicos (aunque con incidencia social, más que política): las izquierdas, sabedoras de su convergencia política con la ya evolucionada antigua derecha, y rencorosas por lo que ellas perciben como frustración personal, buscan el modo de mantener su distancia y su separación con la derecha, y como no la encuentran en el presente recurren a la «memoria histórica». Memoria histórica que se sustancia, por ejemplo, en la rumia y el recuerdo de las posiciones que ocupaban otras personas de su entorno (incluso amigos) en épocas pretéritas; con lo cual resulta que la oposición política izquierda/derecha va degenerando en un intento miserable de mantenerse frente a personas por razón de su militancia en antiguas bandas que hace ya muchos años dejaron de existir (algo así como si tratasen de reavivar los enfrentamientos que tuvieron en sus tiempos escolares). Cuando la línea divisoria de las izquierdas, frente a la derecha evolucionada, con la que han confluido, intenta llevarse fuera de este terreno meramente psicológico, y marcha en busca de territorios menos subjetivos, tampoco los encuentra en la política real, porque no existen, y no podrían ser definidos políticamente. Sin embargo, aparecerán sucedáneos de la política que las izquierdas, sin terreno político propio, intentarán cultivar en régimen de invernadero.
Y esto dará lugar a diversos géneros de izquierdas indefinidas políticamente, que hemos creído poder clasificar en los tres siguientes: el de la izquierda extravagante (porque pierde el sentido de la realidad y se decide a pasar a la utopía, a un «reino que no es de este mundo»), el de la izquierda divagante (constituida principalmente por bandadas de «intelectuales y artistas», que, aun manteniéndose en la tierra, divagan hacia el pasado con nostalgia, ejercitándose por ejemplo en lo que llaman la «memoria histórica», o implemente en la imaginación literaria, pictórica, poética o cinematográfica) y el de la izquierda fundamentalista (adusta y doctrinaria, que produce «libros de doctrina», que son látigo de una derecha difícil de distinguir de la izquierda, y de las otras izquierdas definidas; una izquierda fundamentalista apocalíptica en ocasiones, que profetiza constantemente no ya el futuro -como la izquierda extravagante-, sino el pretérito: explica por qué fracasó la revolución en Alemania, en los tiempos de Friedrich Ebert y Gustav Noske, o por qué fracasó la Unión Soviética en los tiempos de Gorbachov, o por qué fracasó la revolución española en los tiempos de Carrillo y de Suárez).
Desde esta teoría de la Izquierda, de su origen y de sus diversos géneros, podemos replantear la pregunta inicial de un modo también teórico y no meramente empírico, o, si se prefiere, de un modo tal que los «materiales empíricos» puedan ser sistemáticamente reinterpretados.
Argumentos a favor de la tesis «España es Idea de la derecha», y su crítica
Ante todo, el planteamiento general puede formularse a través de este silogismo, de esta argumentación: puesto que la izquierda, en la teoría, aparece en la oposición al Antiguo Régimen (que, por tanto, asumirá automáticamente, aunque sea retrospectivamente, la condición de derecha) y España, la Idea de España que los españoles se habían formado, la Idea de la nación española que hemos visto en Cervantes o en el Conde Duque, forma parte del Antiguo Régimen, ¿no habrá que concluir necesariamente que España ha de considerarse ante todo como una Idea de la derecha?
Se confirmaría esta conclusión si nos atenemos a la Idea de España que, al menos oficialmente, estaba vigente en el Antiguo Régimen: es una Idea vinculada a la monarquía hispánica, al Trono y al Altar, que, tras siglos, identificada con la religión católica y con su misión de defensa de la fe (deteniendo al islam, purificando a España de contaminaciones judías), buscaba extenderla por toda la redondez de la Tierra, por África, por Asia y, sobre todo, por América.
Sin embargo, la conclusión del silogismo incurre en un anacronismo grave, puesto que España, aunque existiera, junto con su Idea, en los siglos anteriores a la Revolución, no podría considerarse «a la derecha». Pero esta consideración retrospectiva se realimenta por la circunstancia de que la España posterior a la gran Revolución (por ejemplo, la España que se enfrentó a la invasión napoleónica) se consideraba en gran medida como heredera del Antiguo Régimen: los «guerrilleros» al frente de los cuales solía haber curas y obispos; después, en la ominosa década que dejó en suspenso la Constitución de Cádiz; más tarde, un siglo adelante, el «nacionalcatolicismo» de la España de Franco, en el cual la Iglesia católica española consideró la Guerra Civil emprendida por la derecha como una Cruzada que España emprendía contra el comunismo y contra la masonería, es decir, «contra la izquierda».
Sería absurdo concluir de esta argumentación, como algunos concluyen a veces sólo para sus adentros, y otras veces de forma explícita, que España es una Idea de derechas y que, por tanto, habría que considerar a los diversos géneros de la izquierda que en España hubieran de sucederse (en paralelo al curso que estos géneros siguieron en otros países) como corrientes en las cuales la Idea de España se ha esfumado o estaba llamada a disolverse.
Semejante conclusión tiene, sin duda, algún fundamento. Su absurdo consiste en generalizarla a toda la izquierda. Lo procedente es sospechar que la Idea de España propia del Antiguo Régimen no tenía por qué haberse esfumado con el advenimiento del Nuevo Régimen, sino sólo transformado. Y transformado no de un modo uniforme. Y aquí se manifiesta la utilidad que puede corresponder a la teoría de los géneros de la izquierda que acabamos de esbozar. Porque la cuestión no se planteará ya como una alternativa (o disyuntiva) entre la derecha y la izquierda, tomada en bloque, sino diferencialmente, según, precisamente, los diversos géneros que sucesivamente la «Izquierda» ha ido desplegando.
Se nos abre así la tarea de analizar diferencialmente las transformaciones que la Idea de España del Antiguo Régimen hayan podido experimentar en cada uno de los géneros de izquierda del Nuevo. Tarea que, por supuesto, no es posible emprender en este lugar, en el que sólo cabe esbozar unas líneas generales que puedan servir de guía para ulteriores trabajos históricos.
Nos atendremos, en esta exposición, a los diferentes niveles por los cuales el curso de la oposición izquierda/derecha ha transcurrido, y sin que cada cambio de nivel implique la desaparición del anterior. El nivel 1 es aquel en el que la oposición derecha/izquierda se define en el terreno de la lucha de clases del Nuevo Régimen (burgués) y del Antiguo Régimen (lucha que tiene lugar a través de los conflictos entre Estados bien consolidados). El nivel 2 se va determinando tras la desaparición en Europa del Antiguo Régimen (monarquías constitucionales, Revolución de octubre de 1917, guerras mundiales, guerra fría). La definición de la oposición derecha/izquierda se redefinirá ideológicamente mediante la oposición «proletariado internacional o clase obrera» y «capitalismo internacional».
Oposición que se concretará, por la involucración de la dialéctica de clases en la dialéctica de Estados, en la oposición entre el bloque de los Estados capitalistas y el bloque de los Estados comunistas. En el nivel 3, que culmina con el derrumbamiento del bloque comunista, la oposición derecha/izquierda pierde las definiciones que había logrado en los niveles 1 y 2, al constituirse el escenario en el que todos convergen, de las democracias de mercado homologadas, en los Estados de bienestar. Escenario que tiende a la globalización, incluso a la convergencia (en la República Popular China) del capitalismo y del comunismo, según la fórmula «un país, dos sistemas».
La Idea de España en las dos primeras generaciones de la Izquierda: la radical y la liberal
¿Qué transformaciones experimenta la Idea de España, heredada del Antiguo Régimen, en el proceso de aparición de la izquierda, en sus dos primeras generaciones, la de la izquierda radical y la de la izquierda liberal?
La izquierda radical se desarrolla en Francia, pero tiene repercusiones importantes en la Idea de España que pudieran tener tanto los realistas franceses (que vieron apoyada su causa por la monarquía española) como los revolucionarios (amistades del conde Aranda, Olavide, etc., con los ilustrados, incluyendo entre éstos al propio Napoleón).
Pero refiriéndonos a la Idea de España que en España misma va conformándose en las corrientes más próximas a la izquierda radical, habría que mirar, ante todo, hacia la Idea de España que los «afrancesados» (desde el conde Aranda, u Olavide, hasta los josefinos, después de la invasión napoleónica, tales como Leandro Fernández de Moratín, Juan Antonio Llorente o el mismo Francisco de Goya) fueron tallando en función de la que tenían los ilustrados franceses, muy contaminados, por cierto, por la Leyenda Negra.
Destacaremos como rasgo significativo la presencia de la «dialéctica de Estados» en el mismo proceso de transformación de la Idea de España en los afrancesados (tanto en los prenapoleónicos como en los josefinos): salvo excepciones habrá que reconocer (en honor del «patriotismo» de quienes, sin embargo, y con razón, pudieron ser acusados de traidores de lesa patria) que los afrancesado españoles no perdieron de vista los intereses de España y de su Imperio, sin perjuicio de sus proyectos de adaptación a los nuevos tiempos (me refiero a los del conde Aranda sobre la reorganización de las provincias americanas) y, en todo caso, de la defensa de la integridad del territorio peninsular (escrito al rey José I, en 2 de agosto de 1800, de sus ministros españoles rechazando los proyectos de Napoleón para incorporar a Francia las provincias del norte de España a cambio de cesar la guerra; escrito exculpatorio de 1816 de Félix José Reinoso, un cura sevillano afrancesado, con el título: «Examen de los delitos de infidelidad a la Patria imputados a los españoles sometidos bajo la dominación francesa»).
Ahora bien: la «nueva Idea de España», que de un modo original irá conformándose por la influencia de la izquierda de segunda generación, es la Idea de España del liberalismo.
Es obra de los liberales la definición de España como Nación política, así como la política orientada a consolidarla, continuada a lo largo del siglo (para fijar fechas «convencionales»: desde 1812 hasta 1931, porque la Constitución de la Primera República ya no define a España como «Nación», sino como «república de trabajadores de todas las clases»).
A través de la «Revolución liberal» (y hay que tener en cuenta que los liberales hubieron de mantener contactos muy estrechos con los «serviles», representantes del Antiguo Régimen, por la solidaridad patriótica que tenían con ellos frente a los «afrancesados») la Idea de España del Antiguo Régimen cambia enteramente. La soberanía pasa a ser atribuida a la Nación española. Álvaro Flórez Estrada, en la Memoria de presentación de un Proyecto de Constitución, en 1809, llega a decir que, supuesta la soberanía de las Cortes (reu- nidas en Cádiz), habrá que considerar como crimen de Estado llamar soberano al rey.
Sin embargo, la «Nación española» de la Constitución liberal de 1812 ofrece unas características originales muy acusadas. La Nación española corresponde a todos los españoles de ambos hemisferios. Mantiene la forma monárquica, pero según la estructura de la monarquía constitucional, y no proclama una ruptura radical de España con el Antiguo Régimen. Desde Jovellanos hasta el futuro cardenal Inguanzo, o Agustín Argüelles, se insiste en la continuidad de la «España constitucional» con la España del Fuero Juzgo, con las Partidas de Alfonso X el Sabio o con las Cortes de Castilla.
Desde el liberalismo, principalmente, en conflicto permanente con las últimas pulsaciones «de la derecha», del Antiguo Régimen (representado por el carlismo y por el integrismo), se trabaja a lo largo de todo el siglo XIX y principios del XX en crear las instituciones propias de la Nación española, y de un patriotismo español que contrapondrá la Patria grande -la Nación- a las patrias chicas, las regiones. Instituciones tales como las Milicias Nacionales, la taurina Fiesta Nacional, la Biblioteca Nacional, las Escuelas Nacionales, los Institutos Nacionales, la institucionalización de la Historia nacional de España, y por supuesto la promoción de la música nacional, la literatura nacional, la historia de la filosofía española, etc. Y desde luego, la redefinición de España en cincuenta provincias, que borra- ba la división de España del Antiguo Régimen en reinos.
Por supuesto, el nivel 1, en el que, aunque sea retrospectivamente, podría mantenerse la oposición entre izquierda y derecha, en la parte central del siglo XIX, comienza a ser sustituido por el nivel 2, cuando el oleaje de la Primera Internacional llega a España, y de su mano el reconocimiento en el Diario de Sesiones de las Cortes, durante el sexenio revolucionario, de una derecha y de una izquierda (confusamente percibida desde los niveles que venimos distinguiendo como 1 y 2).
La Idea de España en la tercera generación de la Izquierda, la anarquista
Con la profundización hacia el nivel 2 de la oposición izquierda/derecha, que comienza con la tercera generación de la izquierda (la izquierda libertaria o anarquista), la Idea de España de la tradición radical, o la de la tradición liberal, experimentará un cambio espectacular, al menos en el terreno doctrinario-ideológico. La raíz de este cambio podría ponerse en el «cosmopolitismo anarquista», en la Idea del Género humano, que compartirá la Primera Internacional con las primeras organizaciones socialistas.
Desde esta perspectiva «humanista» (el humanismo de la Humanidad, o del Género humano, el humanismo de la Fraternidad, o, a partir del libro de Pedro Leroux –La Grève de Samarez, poème philosophique, París, 1863- el humanismo de la Solidaridad entre todos los hombres), las Naciones canónicas, las nuevas Naciones Estado que se van creando a partir de la Revolución Francesa, tenderán a ser vistas como «formaciones burguesas», creaciones del capitalismo, que rompe la solidaridad entre los hombres y establece la separación entre ellos, y los lanza a una situación de guerra continuada. Los Estados nacionales deben desaparecer en nombre de la Paz; su lugar lo ocuparán los Pueblos, cuyos límites sólo podrán fijarse por autodeterminación; pero esos Pueblos se identifican en la práctica con las naciones en sentido étnico o cultural.
El «principio federalista», de fuerte componente anarquista, llegará a ascender al mismo nivel 1 de la oposición izquierda/derecha. En el caso de España, desempeñará un papel fundamental el libro Las nacionalidades de Francisco Pi Margall, que fue presidente, aunque efímero de la Primera República española. «Las nacionalidades» perderán la sustantividad que habían alcanzado en la ideología de los Estados nación, y pasarán a ser meras fases históricas dadas dentro de un proceso de sociedad universal en la cual las unidades históricas tales corno España, Francia o Alemania podrán quedar diluidas. Un anarquista coherente se considerará, antes que ciudadano español, un «ciudadano del Mundo»; su Patria no será ya tanto España o Francia: su Patria será la Humanidad.
En coherencia con esta ideología cosmopolita (una ideología distante infinitamente de la práctica real, salvo en algunos contados agentes o apóstoles de la ideología) los anarquistas inspirarán una política de asociación internacionalista de los trabajadores y un rechazo, mediante la abstención, a cualquier tipo de participación política con los Estados nacionales burgueses. Sólo en ocasiones extraordinarias participarán en las elecciones parlamentarias.
Otra cosa es que la «dialéctica de los hechos» determine, más de lo que la ideología quisiera, las unidades organizativas de las corrientes anarquistas. Un ejemplo muy ilustrativo en España es el del sindicato CNT (Confederación Nacional de los Trabajadores), que en sus siglas ya hacía figurar a la Nación, en este caso con referencia a la Nación española; si bien la FAI (Federación Anarquista Ibérica), una élite semisecreta de la CNT, ya amplió los límites de la Nación española, pero para incorporar a ella (como reproduciendo el mapa de los Austrias) a Portugal.
La Idea de España en la cuarta generación de la Izquierda, la socialdemócrata
La que venirnos computando como cuarta generación de la izquierda definida, la socialdemocracia (en España, prácticamente, el Partido Socialista Obrero Español, desde Pablo Iglesias hasta Manuel Chaves), reconocerá a los Estados nacionales -por tanto a España- una consistencia muy superior a la que podría reconocerle el anarquismo. Sin embargo, la ambigüedad de sus posiciones, determinada por la ambigüedad misma de sus principios doctrinales, será siempre muy grande. Sin duda, en sus, siglas, PSOE, figura explícitamente el adjetivo «Español», pero ambiguamente referido como adjetivo a la vez a «Partido» y, sobre todo, a «Obrero», lo que equivale a decir que España es ante todo, una «circunscripción» en el conjunto del socialismo internacional, en el conjunto de los «trabajadores de la Tierra».
Circunscripción estable («España») dentro de cuyos límites, y utilizando al Estado como instrumento (a través de la política de impuestos directos progresivos, principalmente) se proyectará una gradual revolución social inspirada principalmente por el principio de Igualdad política y, sobre todo, económica. Pero España y su historia serán percibidos no ya tanto desde la perspectiva del nacionalismo liberal, pero tampoco desde la perspectiva del nacionalsocialismo, menos aún del nacionalcatolicismo, sino desde la perspectiva de un Estado social de trabajadores, no comprometido con su historia, con su pretérito, sino más bien con su futuro. Una «circunscripción» que desembocará prácticamente en el ideal económico del Estad de bienestar, por un lado, y en el ideal político del mayor control estatista posible de la Sociedad civil (de la familia, del arte, del ocio, de la televisión, de la cultura).
Esta inspiración podría seguirse a lo largo de todo el curso histórico del socialismo español, pero culminará, sobre todo, a partir de su refundación en los años «de la transición democrática», en la Idea que los socialistas españoles asumen como Idea-fuerza, la Idea de la «cohesión y la solidaridad» entre las diversas regiones o comunidades autónomas españolas.
Y esto implica concebir a España, dentro del Género humano, como una «circunscripción social y política», desde luego, a la que se llega, según su ideología (que tiene muy escasos apoyos históricos), por un proceso de federación de circunscripciones más pequeñas. La concepción federalista de la sociedad política en general y de España en particular, en función de la cual está organizada la misma estructura del Partido Socialista, es lo suficientemente ambigua como para poner a prueba, según la coyuntura política, los criterios utilizados para dar más peso a las Unidades federadas (en el sentido de la llamada «federación asimétrica» o confedera!, del actual presidente socialista de la Generalidad, Pascual Maragall, de quien hemos citado la idea: «España se compone de tres naciones y de catorce regiones») que a la Federación.
Pero incluso en los casos en que la inclinación apunte más bien hacia el Estado federal, las razones de su unidad se harán derivar, más que de la Nación española, de la conveniencia económica de una cohesión o solidaridad entre las partes federadas, y esto por razones impuestas por la «escala» de la estructura económico-política.
La misma idea de la «solidaridad entre las autonomías» de la Constitución de 1978 ya estaba pensada desde las comunidades autónomas, más que desde la unidad de la Nación española: la tributación por autonomías, el reconocimiento de los conciertos económicos, presuponen una concepción federal de la unidad de España, según la cual, en el momento de hacer los Presupuestos del Estado, ya no se pensará tanto en la redistribución de la recaudación de los tributos a título de fondo común de la Nación española, cuanto en la administración de los balances entre las contribuciones de cada comunidad autónoma y lo que ella recibe del Estado. Contribuciones que habrán de ser tasadas, a la manera como ocurre con los fondos de cohesión europea, en función de las contribuciones recíprocas de las demás partes.
Esta inspiración más bien económico-política circunscriptiva (a escalas variables, desde la escala propia de las comunidades autónomas o Länder, dentro de una Nación política, hasta la escala de las Naciones dentro de la Unión Europea, y aun a la escala de las uniones políticas continentales dentro de la llamada «Comunidad internacional») aparece muy claramente en la conferencia que un dirigente socialista actual (no inclinado especialmente al federalismo asimétrico), Josep Borrell, pronunció en 2001 en el Congreso de la Coordinadora Federal de Izquierda Socialista (animado por Antonio García Santesmases), una conferencia bajo el título «Las señas de identidad de las políticas de izquierda hoy». Ni una sola vez se menciona a España: se habla del Estado (ni siquiera del Estado español, más que a título, una vez, de caso particular); se habla en realidad de cualquier Estado y de la cohesión (desde una pers- pectiva orientada prácticamente a elevar el nivel de los consumidores satisfechos) entre las partes de ese Estado, desde una perspectiva similar a la que adoptó Durkheim al distinguir entre sociedades con solidaridad mecánica y sociedades con solidaridad orgánica: «En el terreno de la construcción del Estado hay que tener cuidado de que la palabra federalismo no sirva igual para un roto que para un descosido. Y a veces tengo la sensación de que se usa para justificar cualquier configuración del Estado, aunque pueda poner en cuestión la cohesión entre las partes. La voluntad de autogobierno de la partes de un sistema político complejo como es el español tiene su límite lógico en la cohesión del conjunto. A quien no le importe la cohesión de las partes la voluntad de autogobierno tiene que llevarle hasta la independencia, lógicamente. A los que sí nos importa la cohesión entre las partes, tenemos que poner algún límite a la voluntad de autogobierno para garantizar que eso no irá en detrimento de una ruptura de los mecanismos que nos vinculan a través de las políticas que compartimos. Y hay propuestas, que potencian el autogobierno, claro que sí, pero al coste de cuestionar la cohesión más de lo que nosotros podríamos, creo, aceptar».
Esto no debe hacernos olvidar el españolismo del que han dado testimonio importantes dirigentes históricos del Partido Socialista (Julián Besteiro, Indalecio Prieto…), sobre todo los que pertenecieron a la generación de la dictadura de Primo de Rivera y de la Primera República. Sabido es que la dictadura del general Primo de Rivera, aunque mantuvo una idea de la Nación española considerada ordinariamente como propia de la derecha, aunque se propuso un plan de desarrollo acelerado para España (Confederaciones Hidrográficas, Plan de Carreteras -«gobernar no es asfaltar», se le objetaba-, ayuda a la industria automovilística -que triplicó el número de vehículos del parque nacional-, creación de muchas Escuelas Nacionales, Paradores Nacionales de Turismo: muchos de estos logros pudieron er incorporados como frutos de la Primera República), se sostuvo en el poder en gran medida gracias al apoyo de los sindicatos socialistas. Muy conocidas son las frases que Indalecio Prieto, como «buen asturiano», pronunció en un famoso discurso, poco antes del 18 de julio de 1936, saliendo al paso de las acusaciones que la derecha les dirigía: «Se nos acusa a quienes constituimos el Frente Popular de que personificamos la antipatria. Yo os digo que no es cierto. A medida que la vida pasa por mí, aunque internacionalista, me siento cad vez más profundamente español. siento a España dentro de mi corazón, y la llevo hasta el tuétano de mis huesos…».
La Idea de España en la quinta generación de la Izquierda, la comunista
En cuanto a la quinta generación de la izquierda, la comunista, cabría decir que ha mantenido siempre una idea de España mucho menos ambigua que la del socialismo, pero no por ello más estable. Y ello debido a que su Idea de España le permitía variaciones bruscas importantes, determinadas por la coyuntura histórica y por la «correlación de fuerzas».
El marxismo-leninismo concedió gran importancia a las naciones históricas, pero siempre en la perspectiva del internacionalismo proletario, en la medida en la cual esas Naciones Estados pudieran utilizarse como plataformas para llevar adelante el proceso revolucionario internacional. Al mismo tiempo se reconocía el principio de autodeterminación de los pueblos, aunque sin precisar los parámetros; sobre todo, a partir de Stalin, que podía permitirse una política de acentuación de los parámetros de las naciones étnicas, siempre en el contexto de la Unión Soviética.
Las dificultades prácticas de aplicación de estos principios procedían, por tanto, no ya de la teoría general de las Naciones-Estado, y de la autodeterminación, sino de la determinación práctica de los parámetros o escalas necesarias para delimitar las unidades nacionales susceptibles de ser consideradas como sujetos de autodeterminación. ¿Qué unidades eran más consistentes en cada coyuntura? ¿El País Vasco? ¿Guipúzcoa? ¿Cataluña? ¿El Maestrazgo? ¿Cartagena?
El criterio más ortodoxo para la determinación de estos parámetros, tomado de Marx y Engels, era el siguiente: una Nación comenzaba a tener significado político «universal» cuando era una «Nación con historia», sobreentendiendo por tal una Nación en la que el desarrollo histórico de los diversos modos de producción hubiera dado lugar al despliegue de una industria con una clase obrera suficiente para poder emprender tareas verdaderamente revolucionarias. Tareas que no se agotaban en el objetivo de conseguir un Estado de bienestar, una sociedad de consumidores satisfechos. Como indicio simbólico del desbordamiento que los Partidos Comunistas llevaban a cabo respecto de estos ideales del Estado de bienestar, pueden citarse la política constante, marcada por los soviéticos, de promoción de los viajes espaciales y de la explotación de la vida extraterrestre (objetivos difícilmente justificables -por el despilfarro económico que implica- desde una perspectiva economicista de tipo socialdemócrata.
La variaciones en el seno del Partido Comunista de España fueron constantes, como se comprende, y estaban determinadas en función de «los parámetros». Durante la Guerra Civil pareció evidente tomar como parámetro a España. El informe de Vicente Uribe, ministro de la República y miembro del ejecutivo del PCE (El problemma de las nacionalidades en España a la luz de la guerra popular por la independencia de la República española, 1938) asumía con toda energía el «parámetro» de la Nación española. Sin duda, pesaba mucho la contrafigura del nacionalsocialismo o del fascismo que amenazaba, según la visión del Frente Popular, con devorar entera la Nación española. Las Brigadas Internacionales, formadas en su mayor parte por comunistas, fueron reclutadas en gran medida bajo este reclamo: «Defender a España [no ya formalmente a la clase obrera] del fascismo». La «Guerra de España» -desde el informe de Uribe- se concebía como una guerra popular nacional, en defensa de «toda la Nación española». El informe añadía que los intereses nacionales específicos, «la pequeña patria de los catalanes, vascos y gallegos, se ha convertido en parte inseparable de los intereses generales de la Gran Patria». En otras ocasiones hemos transcrito el poema de Miguel Hernández sobre la Madre España («Abrazado a tu cuerpo, como el tronco a la tierra…»).
Sin embargo, también hay que constatar que, por ejemplo, en otras coyunturas (y sin que se pueda achacar contradicción alguna, si mantenemos la distinción entre funciones y parámetros), en el pleno del Comité Central del PCE celebrado en Toulouse en diciembre de 1945, aunque Santiago Carrillo habla de la «unidad del Estado español» (como unidad no impuesta, sino fundamentada en la libre decisión de los pueblos que lo componen), sin embargo en el programa aprobado por el Congreso se habla del reconocimiento de la personalidad nacional de los pueblos de Cataluña, Euskadi y Galicia.
En la ponencia constitucional preparatoria de la Constitución de 1978, Jordi Solé Tura, que representaba al PCE (recordamos que después de la Constitución, Solé Tura se pasó al PSOE y llegó a ser ministro de Cultura de un gobierno socialista), hizo notables equilibrios verbales para ocultar la ausencia de pensamiento político: da la impresión de que no poseía la distinción entre funciones y parámetros, distinción que por otra parte no podría haber utilizado en los debates si no quería aparecer como cínico. Solé Tura hablará de una «Nación de Naciones» que puede culminar en «Estado de Estados» o en otra cosa… Veinte años después, el entonces coordinador de Izquierda Unida, Julio Anguita, se manifiesta, en la Fiesta del PCE de 1998, como republicano (justificando las posiciones monárquicas del PCE en 1978 por razones de coyuntura) y pide el reconocimiento pleno del derecho de autodeterminación del pueblo vasco. En esta línea continúan algunos miembros distinguidos del PCE y de IU, como el señor Madrazo.
La posición de las izquierdas ante España no es uniforme
¿Qué podríamos concluir de esta confrontación entre las Ideas de España adscritas a la derecha y a las izquierdas, y de la confrontación de las Ideas de España de las izquierdas entre sí?
Ante todo, que la Idea de España, en cuanto Idea situada en los lugares más altos de la jerarquía de las Ideas y valores políticos, no es un monopolio de la derecha. La izquierda liberal ha mantenido la más alta Idea de España que es posible concebir, y le ha conferido la forma de Nación política soberana, incorporando su historia, la diversidad de sus costumbres (después se dirá: de su «ser cultural»), en un todo que quiso ser integrado. La España de los liberales de izquierda es la misma Idea de la Nación española, como Patria común de todos los españoles.
Sin embargo, hay que reconocer que las otras generaciones de izquierdas -anarquistas, socialistas y comunistas- han tomado grandes distancias ante España y su historia en cuanto «Patria común de los españoles».
La distancia mayor, al menos en el terreno doctrinario o ideológico (no propiamente en el práctico o sentimental), es la que toman los anarquistas. Los socialistas, salvo casos particulares, han mantenido en cambio -al menos hasta la transición de 1978- una actitud menos distante, aunque fría, respecto de la Nación española. Los comunistas han variado constantemente según lo que las circunstancias internacionales o nacionales aconsejaban.
La Constitución de 1978 ignora la distinción izquierda/derecha
Ahora bien: la Constitución de 1978 marca un punto de inflexión en el curso de las izquierdas respecto de España. La Constitución resultó de un consenso entre las corrientes de izquierda más diversas y las corrientes de derecha, muy poderosas a la sazón. En la Constitución España, la Nación española, desempeña el papel de base una e indivisible de toda la pirámide política y administrativa del Estado español. Sin embargo, la oposición entre derecha e izquierda -y esto es muy importante subrayarlo- no figura en ninguna de sus líneas.
Puede decirse que la oposición entre izquierdas y derecha, en cuanto criterio para oponer entre sí a los españoles, o a sus representantes en las Cortes, es aconstitucional (si no inconstitucional). La Constitución de España de 1978 parece haber resuelto definitivamente los enfrentamientos de los españoles en función de la oposición derecha/izquierda, de la única manera posible: reconociendo, por la vía del hecho constitucional, que la distinción derecha/izquierda carece de relevancia política, y concluyendo, por tanto, que la Constitución española puede y debe ignorarla. (Otra cosa es que algunos «izquier-distas», sobre todo si son socialdemócratas, no hayan todavía caído en la cuenta, a lo largo de casi treinta años, de que la distinción derecha/izquierda no figura en la Constitución. Tan convencidos están del carácter trascendental de esta oposición que la leen entre líneas, a la manera como el teólogo ontologista veía a Dios en las propias palabras del ateo.)
Sin embargo, lo cierto es que la distinción entre derecha e izquierda se mantiene fuera de la Constitución y aparece en los lugares más insospechados, aunque sea como una reclasificación de los diverso partidos y corrientes políticas, y sobre todo de las coaliciones. Es el caso de Izquierda Unida, la única organización nacional parlamentaria que lleva el nombre de «Izquierda». La distinción cobra una y otra vez las proporciones de un dualismo constitutivo («una de las dos Españas…»), que unas veces es interpretado como reflejo de una oposición entre clases sociales, pero otras veces -precisamente cuando se encarece la Constitución como criterio de unión y reconciliación entre los españoles- como reflejo de una oposición histórica, a saber, la oposición entre el franquismo (que se intenta mantener presente mediante la activación de la «memoria histórica» referida a quienes fueron sus víctimas y cuyos huesos comienzan a ser desenterrados al cabo de casi setenta años) y la democracia de la izquierda.
¿Cómo puede explicarse la persistencia y sobre todo la reviviscencia de una oposición entre un pretérito y un presente, entre un franquismo ya pretérito y la actualidad de quienes se sienten hoy como parte de la más genuina izquierda democrática (pero que por edad sólo tienen noticia de aquel pretérito no por su memoria, sino por las narraciones de sus parientes o amigos)? ¿Acaso el motor de esta llamada «memoria histórica» no se pone en marcha más a partir de la «diferencia de potencial» entre las izquierdas de hoy y sus actuales rivales políticos que, aunque según la Constitución no pueden ser considerados de derechas, sin embargo son vistos como los sucesores del franquismo? Se recuerda una y otra vez que algún político actual, conceptuado de derecha, como Manuel Fraga, fue ministro de Franco, pero curiosamente estas mismas gentes que dicen ejercitar continuamente su memoria histórica no pueden acordarse de que el actual rey, don Juan Carlos de Borbón, fue también un colaborador de Franco, hasta el punto de que éste, el Generalísimo, llegó a nombrarle sucesor suyo, precisamente a título de Rey.
Las «izquierdas indefinidas» españolas y la Idea de Nación española
Sin embargo, el hecho más interesante, a lo largo del curso de la evolución de las izquierdas españolas, la socialista y la comunista principalmente, ha sido su paulatina desviación (manifestada visiblemente a partir del ingreso de España en la Europa de Maastricht) de la definición de España como Nación indivisible, que en la Constitución parecía establecida con el consenso de todos. Una desviación que apartó a las izquierdas del horizonte tradicional de la lucha de clases en las que se dividía España, y que condujo poco a poco a estas izquierdas hacia un horizonte en el que España aparecía divisible en nacionalidades.
Las izquierdas comenzaron a prestar apoyo a la exaltación de algunas «nacionalidades históricas», cuyos representante más radicales reclaman («se reclaman», dicen los izquierdistas afrancesados, inconscientes de lo que dicen) hoy la autodeterminación y la soberanía. Pero los soberanistas son a la vez europeístas (si los comunistas votaron en contra del referéndum, en febrero del 2005, no fue por antieuropeísmo, sino por desacuerdo en ciertos puntos de la política social del Tratado).
En efecto, creen que el ingreso en Europa puede facilitar el proceso de fractura de la Nación española, la división de España en naciones diferentes; naciones que, sin embargo, podrían, si le diera la gana, volver a reunirse a través de Europa, pero no a través de España. Para cada nueva nación, ¿no será mejor, piensan estas izquierdas, que ella esté federada con toda Europa que no sólo con el resto de las futuras naciones fraccionarias españolas?
Algunos, desde una Idea tan romántica y metafísica corno confusa de «la Izquierda» (confusa porque no distingue entre los géneros de izquierdas que se contraponen entre sí), ven una traición en este alejamiento que las izquierdas llevan a efecto respecto de España como Nación, una e indivisible, al proyectar su sustitución por las diferentes naciones fraccionarias; una traición, acaso políticamente correcta, de la izquierda (como dice César Alonso de los Ríos, en el subtítulo de su libro, tan excelentemente documentado, sobre La Izquierda y la Nación, Planeta, 1999).
Sin embargo, me parece que la apelación al concepto de traición es sólo un recurso obligado para quien quiere mantener una idea tan metafísica, «romántica» y mítica de la Izquierda, que pueda quedar abrigada en su corazón; como diciendo: «La verdadera y auténtica izquierda siempre ha sido fiel a la Nación española; si ahora se desvía de esa fidelidad es porque se desvía de sí misma, porque se traiciona».
Pero esto no es verdad. Cualquier socialista y cualquier comunista, que hoy están defendiendo el derecho de autodeterminación de las «nacionalidades históricas» o de los «pueblos de España», puede presentar documentos y testimonios de socialistas y de comunistas que, desde el principio, proclaman, bajo la bandera del federalismo, la autodeterminación de las nacionalidades españolas. La izquierda socialista y la izquierda comunista no se traicionan al desviarse hacia una política de balcanización de España; es cierto que, con sus mismas premisas, podrían volver a defender, cambiando sus parámetros, un patriotismo español. Pero la defensa de España, para socialistas y comunistas, es tan coyuntural como el ataque.
Es decir, ni la defensa de la unidad de la Nación española, ni el ataque a esa unidad, se deriva de sus propias doctrinas, cuya indeterminación en este punto es evidente. No cabe, por tanto, a nuestro juicio, acusar a los socialistas o a los comunistas de incoherencia
con sus principios, cuando se desvían del objetivo de mantener intacta, en su valor, la Idea de España como Nación política. La acusación ha de ser dirigida a los principios mismos de esta socialdemocracia y de este comunismo. Acusación que cabría sustanciar, desde el punto de vista filosófico, en la denuncia del desconocimiento que esos principios delatan acerca del papel de los Estados en la historia y, en especial, de su dialéctica histórica, de la intrincación de la «dialéctica de los Estados» con la «dialéctica de las clases sociales».
La izquierda indefinida y la Idea de Nación española
La inanidad de los proyectos de las izquierdas definidas puede también aducirse como motivo para explicar el auge de las izquierdas indefinidas. Ante todo, de la izquierda extravagante, aquella izquierda, como hemos dicho, «cuyo reino no es de este mundo». Por lo que, en consecuencia, tanto le dará fijarse en la nación catalana, como en la nación guipuzcoana o en la nación vizcaína, si viene al caso, ocupada como está en su tarea de reclutar las alma para el Cielo; como ocurre con la izquierda cristiana española, que fue formada en los santuarios o seminarios vascos y catalanes, y de los cuales pasó a la América española, como Teología d ela liberación. (Ya en la época de la conquista, la tensión entre la corona y los frailes misioneros que, absorbidos en sus intereses apostólicos, preferían hablar a los indios en sus lenguas vernáculas, en lugar de predicarles en español, fue tan intensa que Fernando el Católico, durante su regencia, pensó seriamente meter a todos los dominicos en un barco y traerlos de vuelta a España.) Pero también la izquierda divagante, que se nutre de ese ejército de «intelectuales y artitas» (directores de cine, novelistas, cantautores) que encuentran en la «España negra» temas inagotables para escribir sus novelas, o filmar películas subvencionadas por las consejerías de Cultura progresistas. Izquierdas divagantes que ejercitan la memoria histórica, el rock, el kitsch y el cultivo de la paloma de la paz, y que tienen como plataforma a las pantallas de cine o de televisión, es decir, al mundo, siempre que en él haya cámaras de cine o de televisión a mano.
Por último, la izquierda fundamentalista, que a veces se autodenomina «izquierda social», profundiza en la «condición humana», en la cobardía de las izquierdas definidas y en la maldad intrínseca del feudalismo inquisitorial y del capitalismo, de cuyos productos industriales, sin embargo, esta izquierda se nutre como si fuera un subproducto suyo.
España, en conclusión, permanece muy lejos de las miradas de las izquierdas indefinidas. Para ellas España es, de momento, un ejemplo más de la «condición humana», un ejemplo cercano de las miserias inherentes a esta condición, una plataforma en la que pueden «crear sus obras universales», gracias a las subvenciones que les proporcionan las izquierdas definidas que ocupan, en coalición, los ministerios y las consejerías de Cultura, de asuntos sociales y de cooperación al desarrollo.
Muchísimas gracias por este interesante aporte, tan difícil hoy de conseguir.
Sería fantástico tener también la oportunidad de conocer la obra, del mismo autor, titulada ‘El mito de la derecha’, que igualmente es complicada de encontrar.
Gracias por tu interés. Es una pena que estas obras estén descatalogadas, pero seguro que, dado su gran interés, poco a poco irán apareciendo en la web. Saludos.
Pues ha sido fácil encontrarlos en la web: https://es.scribd.com/user/174441923/Jose-Carlos-Lorenzo-Heres. Solamente hay que darse de alta en Scribd, que parece una web fiable. Saludos