Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con el último capítulo que lleva por título:
DON QUIJOTE, ESPEJO DE LA NACIÓN ESPAÑOLA
Contra la interpretación de Don Quijote como símbolo de la solidaridad universal, de la tolerancia y de la paz
Año 2005. Se celebra en toda España el cuarto centenario de la publicación de Don Quijote (cuya impresión ya estaba terminada en diciembre de 1604). Y esto corrobora, evidentemente, la tesis que hemos mantenido en el cuerpo de este libro, acerca del carácter transparente, a la cultura española, de todas las regiones y «culturas» de España. Centenares de conferencias, pronunciadas en todas las ciudades y capitales de las autonomías, «históricas» o «sin historia», concursos, nuevas ediciones, lecturas públicas (colectivas o individuales), exposiciones, talleres e interpretaciones de toda índole: psiquiátricas (Cervantes habría descrito admirablemente el «síndrome de Capgras»), éticas (Don Quijote es la fortaleza y la generosidad), morales (Don Quijote simboliza, en la época moderna, las virtudes del estamento caballeresco de la época feudal), o bien símbolo de valores estrictamente literarios (la novela moderna), o de valores con implicaciones políticas (¿valores europeos?) o, más aún, valores universales, que convierten a Don Quijote en un símbolo del Hombre, de los Derechos Humanos, de la Tolerancia y de la Paz: «Don Quijote es patrimonio de la Humanidad.»
A las interpretaciones políticas de Don Quijote pacifista y tolerante se han adherido especialmente las autoridades, a la sazón socialistas, del «lugar» en el que vivió Alonso Quijano, el «Caballero de la Mancha», como se le llama. A saber, un lugar transformado en Comunidad autónoma, denominada Castilla-La Mancha, con capacidad legal para promulgar una Ley 16/2002 «del IV centenario de la publicación de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», en la que, considerando que «Don Quijote es un símbolo de la humanidad y un mito cultural que la Mancha siente honrosamente como suyo», busca crear una «Red de Solidaridad que, apoyándose en el valor de una lengua común, trabaje en la consecución de la igualdad y el desarrollo de todos los pueblos, fundamentalmente a través de la educación y la cultura», para contribuir al «desarrollo social, cultural y económico de Castilla-La Mancha (…) a fin de fomentar y difundir los valores universales de justicia, libertad y solidaridad que el Quijote simboliza» (artículo 1).
José Bono, presidente de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha al promulgarse esta Ley, fue nombrado, después del 11-M, Ministro de Defensa. Un rótulo que traduce, en las democracias de ideología pacifista, los rótulos de los antiguos Ministerios de la Guerra, aunque el Ministro de Defensa actual y los Ministros de la Guerra no democráticos, entendieran de las mismas cosas: cañones, misiles, acorazados, helicópteros y, en general, en la sociedad industrial, armas de fuego (en modo alguno, lanzas, espadas y yelmos de Mambrino). Su pacifismo, tan poco quijotesco, le ha llevado a pedir en este 2005 que se retire la palabra «guerra» de la Constitución española de 1978: no ha llegado a pedir la disolución del Ejército, si bien, acaso para justificar la intervención del Ejército español en Afganistán, parece que el gobierno socialista pretende, después de la retirada de las tropas del Irak, transformarlo en una especie de Cuerpo de Bomberos sin Fronteras dispuesto a ir a Afganistán para vigilar los incendios que puedan producirse casualmente en el periodo electoral de esa nueva proyectada democracia.
Ahora bien, no tenemos por qué entrar aquí en el debate sobre el alcance político que puedan tener los proyectos de justicia, paz perpetua, diálogo, tolerancia y solidaridad de los gobiernos democráticos fundamentalistas que conmemoran a Don Quijote y lo representan a su imagen y semejanza. Pero sí nos parece necesario concluir que si pretenden seguir manteniendo su pacifismo y solidaridad universal, tendrán que retirar la «devoción» a Don Quijote. Porque Don Quijote no puede en modo alguno tomarse como símbolo de solidaridad, paz y tolerancia. Que sigan con su política pacifista y antimilitarista, pero que no utilicen el nombre de Don Quijote en vano y en falso.
Y si Don Quijote es símbolo de algo, no lo es de la «solidaridad universal», ni de la «tolerancia». ¿Qué solidaridad mantuvo Don Quijote con los guardias que llevaban encadenados a los galeotes? Su solidaridad con los galeotes no puede ser llamada universal, por cuanto implicaba la insolidaridad con los guardias. Si Don Quijote es símbolo de algo, lo es de las armas y de la intolerancia. Ni siquiera tolera Don Quijote que, en su presencia, Maese Pedro represente con sus títeres una historia, la de Melisendra, que está a punto de ser capturada por un rey moro: como esto es inadmisible, Don Quijote saca su espada, la emprende a mandobles con el teatrillo y destruye «toda la hacienda» del titiritero. ¿Y quién concibe a Don Quijote desarmado? En el último capítulo, es cierto, Don Quijote «cuelga sus armas», a la manera como el fraile «cuelga sus hábitos»; pero mientras que para el cura o el fraile colgar los hábitos suele significar el renacimiento hacia una nueva vida, en la que su barragana quedará elevada a la condición de esposa, para Don Quijote, colgar las armas significa el paso que le conduce inmediatamente a la muerte.
Don Quijote no es símbolo autogórico
Don Quijote es un símbolo o, por lo menos, puede ser interpretado como símbolo, al menos si admitimos la discutible distinción (procedente de Schelling) entre símbolos autogóricos y símbolos alegóricos.
Los símbolos autogóricos son los que «se representan a sí mismos» y Don Quijote ha sido representado, y aún sigue siéndolo muchas veces, aún sin llamarlo así, como un símbolo autogórico de su propia figura imaginaria. Como símbolo autogórico, o conjunto de símbolos autogóricos, interpretan el Quijote quienes lo ven como una obra estrictamente literaria, «inmanente», sin más referencias que sus propias figuras imaginarias. Figuras imaginarias que se agotarían poblando un «imaginario» social. Pero ese «imaginario» no está constituido por representaciones e «imágenes mentales» (que son los contenidos de esas «mentalidades» estudiadas por los «historiadores marxistas» que se acogieron hace unos años a la llamada Historia de las mentalidades) sino por «imágenes reales», físicas, por ejemplo las que dibujaron ya en los siglos XVII y XVIII, Antonio Carnicero, José del Castillo, Bernardo Barranco, José Brunete, Gerónimo Gil, Gregorio Ferro; o en el XIX, José Moreno Carbonero, Ramón Puiggarí, Gustavo Doré, Ricardo Balaca o Luis Pellicer; y en el XX Daniel Urrabieta Vierge, Joaquín Vaquero, Dalí o Saura, por no contar también a los innumerables dibujos de los Quijotes para adultos o para niños, comics, películas, representaciones teatrales.
Ampliando discretamente el campo de la «inmanencia literaria autogórica», cabría citar también, dentro de este campo de los símbolos autogóricos, a las habituales interpretaciones del Quijote como obra literaria dirigida contra otras obras literarias, los libros de caballerías. Es decir, contra los caballeros andantes de papel, y no contra los caballeros reales, como pudieron serlo Hernán Cortés, o Don Juan de Austria, bajo cuyas banderas militó el propio Cervantes.
Interpretaciones «autogóricas» que podrían apoyarse en las palabras que el ventero dirige contra el cura (I, 32), cuando arremete contra esos libros mentirosos, llenos de disparates y devaneos, que matan el interés por los relatos de héroes históricos reales, tales como Gonzalo Hernández de Córdoba o como Diego García de Paredes: «¡Dos higas para el Gran Capitán y para ese Diego García que dice!», exclama el ventero, por cuya boca creen algunos que está hablando el propio Cervantes.
No negamos sentido a estas interpretaciones literarias (inmanentes) del Quijote; lo que sí ponemos en tela de juicio es la legitimidad de considerar como símbolos a los símbolos autogóricos que, a lo sumo, constituyen un caso límite de la Idea de símbolo, límite en el que el símbolo cesa de serlo, como cesa de ser causa la causa sui. Porque un símbolo, en cuanto figura alotética, dice precisamente relación a referencias distintas del propio cuerpo del símbolo. Y ello porque las referencias del símbolo han de ser también corpóreas: cada parte del anillo fragmentado que se entrega a cada partícipe principal de la ceremonia, es símbolo de la otra parte; el Credo es «Símbolo de la Fe» porque cada grupo de fieles que recitan versículos suyos, remite a los fieles que recitan los sucesivos, y de este modo la comunidad de los fieles configura una comunidad viviente, que es una parte real de la Iglesia militante.
Desde luego Don Quijote no es un símbolo autogórico, en el sentido más literal en el que, según Clarín, era, para el Magistral de Pas el versículo «y el verbo se hizo carne». «¿Creía don Fermín en este versículo?» En rigor, en lo que don Fermín creía (decía Clarín) era en las letras rojas que estaban escritas en un tablero dispuesto en el altar y que decían: «Et verbum caro factum est.» Las figuras, interpretadas como símbolos estrictos, alegóricos, nos remiten a referencias extraliterarias, a figuras reales, a figuras de la historia civil, política o social.
Don Quijote, ¿es una historia clínica?
En esta línea, suponen algunos intérpretes que en la figura de Alonso Quijano, Cervantes querría haber representado algún individuo real, que él pudo conocer directamente, o a través de algún amigo o escritor.
La referencia real de Don Quijote, según esto, sería Alonso Quijano, es decir, algún individuo de carne y hueso, pero afectado de un tipo específico de locura que Cervantes pudo conocer e «identificar» intuitivamente, sin ser médico o psiquiatra. Menéndez Pidal descubrió, en 1943, la figura de Bartolo, del sainete de Entremeses de los Romances; Bartolo era un pobre labrador que enloqueció de tanto leer el Romancero, y en quien Cervantes pudo haberse inspirado. Se cita también a don Rodrigo Pacheco, un marqués de Argamasilla de Alba, que enloqueció leyendo libros de caballería.
Los psiquiatras han tendido, como es natural, a interpretar a Don Quijote desde las categorías propias de su oficio. Desde el doctor Esquirol, en el siglo XIX, que interpretó a Don Quijote como un modelo de «monomanía» –él fue el inventor de este término– hasta el doctor Francisco Alonso-Fernández, que acaba de publicar una interpretación de Don Quijote según la cual ésta obra podría considerarse como una suerte de «historia clínica» de un sujeto afectado de un síndrome que Cervantes habría logrado establecer, ajustándose asombrosamente al síndrome que hoy es identificado como «autometamorfosis delirante». Un síndrome emparentado con los síndromes delirantes de Capgras, Frégoli y otros. En consecuencia, propone se considere como auténtico protagonista de la novela, no tanto a Don Quijote, sino a Alonso Quijano. En efecto (argumenta), fue Alonso Quijano quien padeció el síndrome delirante de identificación con un imaginario Don Quijote, que sólo existió en su mente; es Alonso Quijano quien logra curarse de su locura, gracias a las atenciones del bachiller Carrasco, del cura y del barbero, y a «una calentura que le tuvo seis días en la cama» (II, 74). Alonso-Fernández subraya cómo este incidente no pasó desapercibido «al perspicaz ojo clínico del eximio doctor Miguel de Cervantes Saavedra».
Hay que agradecer al doctor Alonso, gran amigo mío, su demostración de que Alonso Quijano padeció un síndrome que Cervantes logró describir con asombrosa puntualidad; lo que sólo se explicaría si admitimos que Cervantes había conocido y diferenciado casos específicos de locura (como también habría conocido y descrito la locura del licenciado Vidriera). Y en todo caso, ni Don Quijote ni Vidriera son puras «creaciones literarias».
Pero, ¿quiere esto decir que Cervantes se propuso como objetivo literario la «descripción clínica» de un tipo de delirio específico?
No necesariamente, si es que Cervantes estaba utilizando o aprovechando su descripción de un tipo de locura real como símbolo de otra referencia, a saber, acaso, la realidad de unas gentes de España (no de España misma, como muchos dicen) en la que los hombres, según muchos, habían enloquecido, porque iban a América, dicen algunos, o porque dejaban de ir (decimos otros). Porque iban a América en busca de El Dorado, o porque allí, evocando un libro de caballerías (Las Sergas de Esplandián) daban el nombre de California a un imaginario reino de las amazonas; o, en su momento, daban el nombre de Patagonia a las tierras en las que vivían hombres que les recordaban las tribus de salvajes monstruosos descritas en la novela de caballerías, El Primaleón. Más aún: cabría extender el simbolismo de la locura de Don Quijote a lugares que habría que buscar en España, y no en América, en Italia o en Flandes, en cualquiera de los lugares de la Mancha o de cualquier otra parte de España o Portugal en la que los fieles cristianos, en las iglesias, en las transformaciones del pan y del vino eucarístico, veían la carne y la sangre de Jesucristo. Cuando Don Quijote, al acuchillar los cueros de la venta, cree ver sangre derramada donde sólo hay vino, ¿no está intentando describir un género de delirio similar al de quien, tras las palabras de la consagración, se dispone a beber del cáliz un vino que se ha transformado en sangre?
Una cosa es que Don Quijote despliegue una serie de delirios que, lejos de ser meramente literarios, tengan una consistencia clínica (lo que ya nos obligaría a considerar a Don Quijote como una figura no autogórica, sino alotética) y otra cosa es que Cervantes se hubiera propuesto hacer (finis operantis) y, sobre todo, hubiera hecho (finis operis) la descripción anticipada de un síndrome delirante, padecido por un tal Alonso Quijano. Porque, ¿acaso Alonso Quijano no es él mismo una figura literaria? Sobre todo, ¿acaso no es el propio delirio sistematizado de Don Quijote aquello que es utilizado por Cervantes como símbolo de otras figuras reales, que precisamente no se consideraron víctimas de síndromes de Capgras o de Frégoli? ¿Y acaso las propias calenturas de los últimos días de Don Quijote, sin perjuicio de haber sido recogidas por el ojo clínico de Cervantes, no pueden simbolizar también las calenturas de España en unos años de profunda crisis?
Los delirios de Don Quijote, interpretados como símbolos alegóricos, tendrán como referencia, no a «locos de atar», que el psiquiatra ve en el hospital o en su consulta, sino precisamente a figuras históricas reales, que acaso pasan por ser figuras extraordinarias y aún heroicas. Otra cosa es identificar esas figuras y determinar el alcance que pueda tener la utilización, por Cervantes, de síntomas delirantes, como símbolos de ellos mismos.
El individuo y la pareja de individuos
Ahora bien, una figura humana, como sin duda lo es la figura de Don Quijote, nunca existe en solitario: una persona implica siempre a otras personas que se involucran las unas a las otras en coexistencia pacífica o bélica. De otro modo: el individuo, en cuanto existente, es un sinsentido, es una entidad metafísica y, por tanto, es ya simple metafísica el intento de interpretar a Don Quijote como símbolo de algún individuo aislado, ya esté cuerdo, ya esté loco. Un individuo, por sí mismo, no puede existir, porque existir es co-existir.
El individuo ni siquiera existe como tal cuando alcanza la condición de Rey o de Emperador. Por ello, la célebre clasificación de las sociedades políticas, de Aristóteles, en los tres géneros consabidos: monarquías, aristocracias y repúblicas, ha de considerarse como una clasificación propia de una ciencia política-ficción, sin perjuicio de que siga siendo nuestra referencia actual. No pueden distinguirse las monarquías de las aristocracias o de las repúblicas según el criterio aristotélico: o bien manda uno, o varios, o todos (o la «mayoría»). Y esto por la sencilla razón de que «uno» no puede mandar, porque no puede existir en cuanto tal «uno»: el Rey más absoluto no manda solo, sino como cabeza de un grupo.
El mínimo numérico de las personas coexistentes es el de dos; y acaso por ello alcanza un grado casi máximo de consenso universal la interpretación de las relaciones humanas desde el esquema dualista de las parejas (en especial de las parejas constituidas por individuos opuestos, ya sea según el género gramatical –masculino o femenino– ya sea según otros criterios de oposición: alto/bajo, tonto/listo, viejo/joven, gordo/flaco). Las personas, según esto, jamás estarán solas, sino emparejadas, y según pares de individuos que habrán de oponerse entre sí por diferentes y opuestos tipos de atributos. Y si los elementos de una pareja se consideran «iguales», la oposición entre ellos surgiría de su propia coexistencia, como ocurre por ejemplo con las situaciones enantiomorfas, en las que aparecen opuestas figuras iguales pero incongruentes, como ocurre con la incongruencia entre dos manos iguales pero de sentido opuesto (derecha e izquierda). Adán y Eva es el prototipo de una primera pareja, con oposición de género, pero acompañada de un cortejo variado de otros pares de oposiciones. Los dióscuros (Castor y Polux) fueron vistos, en la batalla del lago Regilo, montando en sus caballos blancos y luchando entre sí.
Desde el esquema dualista de la coexistencia, Don Quijote se ha considerado desde siempre asociado o involucrado con Sancho. El par «Don Quijote y Sancho», y las oposiciones más peculiares de atributos que entre ellos se establecen (señor/vasallo, caballero/escudero, alto/bajo, delgado/gordo, idealista/realista…) se considerará muchas veces reproducida en otras famosas parejas literarias, desde el par Sherlock Holmes/Watson, hasta el par Asterix/Obelix (que rompe alguna de las oposiciones de atributos consideradas como características, como la oposición leptosomático –alto, delgado– / pícnico –bajo, grueso–).
Ahora bien, hay razones muy serias para concluir que los esquemas dualistas son sólo un fragmento de estructuras más complejas. Adán y Eva, por ejemplo, es sólo un fragmento de la sociedad formada por ambos con sus hijos, Abel, Caín y Set. Don Quijote y Sancho suelen ser concebidos en función de oposiciones abstractas, tales como idealismo/realismo, o utópico/pragmático. Pero estas oposiciones fracasan en seguida: pues suponen que el «idealismo» es una suerte de disposición personal orientada a trascender el horizonte inmediato de la prosa de la vida, impulsando a las personas hacia el altruismo o la gloria, entonces Sancho no se opone a Don Quijote, porque también Sancho, desde el principio (y no en la Segunda parte, como se dice) está quijotizado, y acompaña a Don Quijote aventurándose en toda clase de peligros, y no sólo para adquirir riquezas (lo que ya sería suficiente, puesto que quien quiere adquirir riquezas poniendo su vida en peligro ya no es un idealista pragmático, en el sentido convencional), sino para elevar a un rango social superior a su mujer Teresa Cascajo. Sancho no es el tipo de villano que han concebido tantos historiadores villanos que ponen, como única motivación de los españoles que se alistaban a los tercios o a los galeones, la satisfacción del hambre (recordemos la película de Antonio Landa, La marrana).
Tiene para nosotros la mayor importancia advertir la incompatibilidad de los esquemas dualistas con los principios del materialismo filosófico, en la medida en que estos implican el principio platónico de symploké. Platón, en efecto, en el Sofista, establece las dos premisas que han de considerarse presupuestas en todo proceso racional: 1) Un principio de conexión entre unas cosas y otras: «si todo estuviese desconectado de las demás cosas, el discurso racional sería imposible»; 2) un principio de desconexión entre las cosas: «si todo estuviese conectado con todo, el discurso racional sería imposible.» Es preciso, por tanto, si queremos aproximarnos racionalmente a la realidad, presuponer que cada cosa no está conectada (por ejemplo, causalmente) con todas las demás, ni tampoco que está desconectada de todas las demás: es decir, es preciso presuponer que las cosas se encuentran entretejidas (en symploké) con algunas cosas, pero no con todas.
Pero cuando aplicamos a un grupo social dado (por ejemplo, el círculo de los individuos humanos) el esquema dualista de conexión, entonces la realidad se nos presentará como una pluralidad de parejas desconectadas entre sí (pues suponemos que los términos de cada par se refieren íntegramente el uno al otro). La conexión de los términos de cada pareja, en efecto, será completa internamente, tanto si cada individuo se considera correlativo al otro, como si se considera conjugado con él. Cada «par aislado» introduce una tal dependencia recíproca entre sus términos, que permite sea tratado como una unidad «monista», como un dipolo, tanto si sus relaciones son armónicas como si son dioscúricas. Por tanto, la realidad global se nos ofrecería como una multiplicidad compuesta por infinitas parejas entre las cuales sólo cabría reconocer interacciones aleatorias. Y en el supuesto en el cual el esquema dual se aplicase a un único par, coextensivo con la «realidad misma» (Ormuz y Arihman, entre los maniqueos; la diada Byzos/Aletheia entre los gnósticos; o el Yin/Yan entre los chinos), entonces ese «dualismo cósmico» equivaldría prácticamente a un monismo, y ello sin necesidad de que se contemplase la posibilidad de que uno de los términos del dualismo acabase venciendo o reabsorbiendo al otro. Sería suficiente que permaneciesen eternamente diferentes, aunque complementándose el uno al otro, o separándose el uno del otro, hasta la muerte («una de las dos Españas ha de helarte el corazón»).
Las tríadas
La estructura más elemental, compatible con el principio de symploké del materialismo filosófico, es la estructura ternaria. En una triada (A, B, C) los miembros estarán involucrados los unos con los otros, pero, al mismo tiempo, será posible reconocer coaliciones binarias [(A, B) (A, C) (B, C)] en cada una de las cuales queda segregado el tercer miembro, que, sin embargo, tendrá que mantenerse asociado al otro. La estructuración en triadas de cualquier campo constituido por individuos encierra además la posibilidad de que cada triada esté a su vez involucrada, a través de alguna unidad común, a otras triadas, dando lugar a eneadas (3×3) o a docenas (3×4), &c. El principio de symploké, en resolución, se cumple muy bien en pluralidades estructuradas en triadas, eneadas, docenas, &c. De esta pluralidad podrá ya afirmarse tanto la conexión (no total) de unas cosas con otras, como la desconexión (o discontinuidad) de unas cosas con otras, que seguirán su propio ritmo.
Por lo demás, la concepción de la realidad o de sus regiones en cuanto organizadas según esquemas ternarios, son tan antiguas como las concepciones organizadas según los esquemas binarios o dualistas. Baste recordar las célebres trinidades de los dioses indoeuropeos que Dumèzil puso de manifiesto hace años (Zeus, Heracles, Plutón), (Júpiter, Marte, Quirino), la «tríada capitolina» (Júpiter, Minerva, Juno) o sus transformaciones germánicas (Odín, Thor, Freya).
En la tradición cristiana, y más concretamente católica, a la que pertenece sin duda Don Quijote, la triada fundamental está representada por el dogma de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, «que del Padre y del Hijo procede» (en esto se diferencian los católicos romanos de los ortodoxos griegos, para quienes el Espíritu Santo viene a ser como una emanación del Padre, sin el concurso del Hijo). No es evidente que la trinidad católica sea un mero caso particular de las trinidades indoeuropeas.
En el cristianismo romano el dogma de la Trinidad fue constituyéndose paulatinamente, y probablemente la apelación al Espíritu Santo tuvo que ver con la misma constitución de una Iglesia universal, que no tenía parangón, según su estructura social, con las estructuras sociales conocidas por los griegos (como pudieran serlo la familia o el Estado). Sabelio sostuvo, bien que heréticamente, que el Espíritu Santo representaba a la Iglesia, como entidad femenina (la «Santa Madre Iglesia»); también es verdad que en algunas trinidades germánicas, uno de los miembros es femenino (Odín, Thor, Freya), aunque acaso por contaminación con el cristianismo, como lo probaría la fórmula litúrgica, calco de la cristiana: «En el nombre de Odín, de Thor y de Freya.» Pero sí es cierto que la trinidad de Gaeta, o la trinidad de la Peña de Francia (en Salamanca), a las que encomendaba Sancho a Don Quijote en el momento de descender a la cueva de Montesinos (II, 22) son manifestaciones de la Trinidad genuina del catolicismo (Padre, Hijo, Espíritu Santo).
Las tríadas del Quijote
Si nos decidimos a dejar de lado el esquema dualista de estructuración, que nos impone la asociación en pareja entre Don Quijote y Sancho, por fundamental que esta asociación sea (unas veces explicada por su complementariedad, otras veces por su conjugación: Don Quijote mantiene la unidad entre los distintos episodios de su carrera a través de Sancho; y Sancho mantiene la unidad entre los episodios de la suya a través de Don Quijote) entonces, la reestructuración trinitaria de las figuras del Quijote se nos manifiesta con fuerza, y esto independientemente de que Cervantes hubiera sido consciente de esta estructura: tanto más interesante sería el caso de una estructura objetiva que se impone «por encima» o independientemente de la voluntad del autor.
Lo cierto es que Don Quijote aparece siempre como un miembro de la trinidad (Don Quijote, Sancho, Dulcinea); lo que no quiere decir que los miembros de esta trinidad no estén a su vez involucrados en otras trinidades diferentes. Don Quijote, por ejemplo, forma también triángulo con su ama y su sobrina (II, 6). Sancho aparece siempre involucrado con su mujer, Teresa Cascajo, y con su hija; así también con el cura y el barbero (I, 26). Dulcinea, según su figura más real de labradora, se le aparece a Sancho montada en un asno junto con otras dos mujeres también labradoras. «Y sucedióle todo tan bien [a Sancho], que cuando se levantó para subir en el rucio vio que del Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara…», y poco después, cuando Sancho anuncia a su señor que ha visto a Dulcinea, «salieron de la selva y descubrieron cerca a las tres aldeanas. Tendió Don Quijote los ojos por todo el camino de El Toboso, y como no vio sino a las tres labradoras, turbose todo, y preguntó a Sancho si les había dejado fuera de la ciudad» (II, 10).
En cualquier caso, la «trinidad básica» en torno a la cual Cervantes parece moverse a lo largo de toda su obra es la constituida por Don Quijote, Sancho y Dulcinea. Si confrontamos, como desde nuestras hipótesis estamos obligados a hacerlo, esta trinidad con la Trinidad católica, se concederá que a Don Quijote le corresponde el papel del Padre; Sancho es el Hijo (al menos, así le llama una y otra vez su señor); en cuanto a Dulcinea habría que ponerla en correspondencia con el Espíritu Santo, que Sabelio interpretaba como entidad femenina, como la Madre Iglesia. En efecto, ¿cómo no reconocer que Dulcinea, como figura ideal, procede a la vez del Padre (Don Quijote) y de su Hijo (Sancho)?
Don Quijote concibe, desde luego, a la figura de Dulcinea, porque aunque su nombre real fue el de Aldonza Lorenzo, una moza labradora, hija de Lorenzo Corchuelo y de Aldonza Nogales, y de muy buen parecer (I, 25), y de quien él un tiempo anduvo enamorado, sin embargo nació, en cuanto Dulcinea, «por decreto» de Don Quijote, cuando a este le pareció bien darle el título de «señora de sus pensamientos». Pero fue Sancho quien también contribuyó al nacimiento y fortificación de la figura de Dulcinea, un moza de chapa, hecha y derecha, nada melindrosa, y teniendo mucho de cortesana: «¡Qué rejo que tiene, y qué voz!», dice Sancho a Don Quijote. «Ahora digo, señor Caballero de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse, que nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo.»
Y esta figura así concebida hubiera permanecido como una sombra de recuerdo meramente imaginario, si no hubiera sido por la industria que Sancho tuvo para encontrar a la señora Dulcinea, es decir, para establecer el vínculo entre la figura del recuerdo y algún correlato real, el que necesita re-anudarse, aunque no sea con la gallarda Aldonza, sino con una labradora carirredonda y chata (II, 10). De este modo resulta ser Sancho (y no ya la mente enferma y delirante de Don Quijote) quien, arrodillado, finge saludar a Dulcinea en la figura de la labradora chata y carirredonda, que Don Quijote, puesto de hinojos junto a Sancho, miraba también con «ojos desencajados y vista turbada», es decir, miraba a la labradora, a la que Sancho llamaba reina y señora. Y entonces la labradora, que había hecho la figura de Dulcinea, pica a su borrica con un aguijón, que en un palo traía; la pollina dio en correr prado adelante, de forma que Dulcinea dio en el suelo; «lo cual visto por Don Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, (…) y queriendo Don Quijote levantar a su encantada señora en los brazos sobre la jumenta, (…) le quitó de aquel trabajo, porque, haciéndose algún tanto atrás, tomó una corridica y, puestas ambas manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un halcón». Y dijo Sancho (a Don Quijote): «…es la señora nuestra ama más ligera que un alcotán y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mexicano!, (…) Y no le van en zaga sus doncellas, que todas corren como el viento.»
¿No es evidente que Cervantes, que ha querido demorarse en la descripción de la visión poética de la labradora que Sancho ofrece a Don Quijote, poniendo en primer lugar la agilidad de esta labradora que su señor estaba viendo, como para ocultar tras ella su cara carirredonda y chata que también Don Quijote había visto? En cualquier caso, la transfiguración de la figura de la labradora en Dulcinea no puede atribuirse a un proceso endógeno psicológico propio de un demente en pleno delirio alucinatorio. Don Quijote ve, no a Dulcinea, sino, reforzado por Sancho, a una labradora ágil (también chata y carirredonda). No padece, por tanto, en absoluto, alucinación alguna: ni siquiera esta labradora podría evocarle la Aldonza de su juventud. Y «te hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma». Cervantes parece tener aquí buen cuidado en subrayar que si Don Quijote relaciona a esta labradora con Dulcinea es por culpa de Sancho. Dulcinea se nos muestra aquí como asunto de fe, no de alucinación; de fe en la «autoridad revelante», que en este caso es Sancho, en cuya palabra Don Quijote confía y cree, cuando al salir de la selva las tres aldeanas, anunciadas como Dulcinea y sus doncellas, el caballero de la Triste Figura dijo:
—Yo no veo, Sancho –dijo Don Quijote–, sino a tres labradoras sobre tres borricos.
Y Sancho replicó:
—¡Agora me libre Dios del diablo! –respondió Sancho–. ¿Y es posible que tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor que me pele estas barbas si tal fuese verdad!
—Pues yo te digo, Sancho amigo –dijo don Quijote–, que es tan verdad que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo menos, a mí tales me parecen.
Por lo demás, la resistencia a ver el milagro de la transfiguración de la labradora en Dulcinea, milagro en el que Don Quijote ha de creer por la fe que le merece la autoridad de Sancho (en otras ocasiones tan crítico de las alucinaciones de su señor, ante los molinos de viento, ante los rebaños de ovejas…) no deja de recibir una «explicación teológica»: «Si yo no veo a Dulcinea en la figura de esta labradora, no es porque no lo sea, sino porque el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos, y no para otros, ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre.» Si los psiquiatras se empecinan en ver aquí delirio, habrían de agregar que no se trata de un delirio alucinatorio (la percepción de un labradora como Dulcinea) sino de un delirio de «racionalización teológica», orientado a explicar por qué esta labradora que veo no es la Dulcinea que Sancho dice ver; un delirio de racionalización teológica que los psiquiatras deberían también reconocer en la operación de Santo Tomás cuando pretende explicar por qué el trozo de pan, y el trago de vino que el consagrante está manipulando en el altar, son en realidad la transmutación milagrosa del cuerpo de Cristo invisible e intangible. ¿Y qué psiquiatra se atrevería a diagnosticar de loco a Santo Tomás de Aquino?
La locura de Don Quijote, como se demuestra por su comportamiento ante Aldonza Lorenzo, y ante la labradora anónima; pero también sobre todo, por su comportamiento ante los duques, que son los responsables de todos los «delirios» (en realidad engaños) que Don Quijote y Sancho experimentan en su compañía –incluyendo aquí a las escenas de Clavileño o a las de la ínsula Barataria– no son solo un proceso psicológico que hubiera afectado Alonso Quijano; es también, y muy principalmente, un proceso social, inducido por otras personas que rodean a Don Quijote, y que actúan como «genios malignos» engañadores cartesianos, aún teniendo al parecer voluntad de ayudarle, o simplemente de entretenerle. Genios malignos que actúan sobre Don Quijote, pero como contrafiguras de aquellos que actúan a través de Mefistófeles cuando va a presentarse ante Fausto: «Yo soy el espíritu que buscando siempre el mal hace siempre el bien.» Y en todo caso es gratuito atribuir la locura y el delirio a Don Quijote, reservando para Sancho la prudencia y el sentido común. Si Don Quijote se dice loco, porque emprende aventuras descabelladas, tan loco está Sancho que lo acompaña, y no en la primera ni en la segunda salida, sino también en la tercera. «Mirad, Teresa, –respondió Sancho–, yo estoy alegre porque tengo determinado de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere así mi necesidad.» (II, 5.)
El escenario del Quijote contiene tres tipos de referencias: unas «circulares», otras «radiales» y unas terceras «angulares»
Desde el presupuesto general de que la persona implica siempre pluralidad de personas, hemos tratado de delimitar la estructura de esta pluralidad de personas en la que se mueven los personajes del Quijote.
Y descartando, como metafísicas, las estructuras monistas (que atribuyen a la persona la situación originaria propia de una persona absoluta, solitaria, «sublime soledad», propia del Dios neoplatónico: «Sólo con el Solo»), así como también las estructuras binarias (dualistas, dioscúricas o maniqueas), hemos encontrado la conveniencia de operar, en el momento de interpretar a Don Quijote, con estructuras trinitarias entretejidas, de las cuales, en cualquier caso, podemos obtener estructuras más complejas, como puedan serlo, según hemos dicho, las eneadas o las docenas, también presentes en la novela, bajo la forma del recuerdo de los doce signos del Zodiaco, de los doce apóstoles o de los doce caballeros de la tabla redonda.
La disciplina hermenéutica que impone este postulado estructural es bien clara: evitar sistemáticamente el tratamiento de Don Quijote (o de cualquier otro personaje), incluso en su soliloquios, como si se tratase de un personaje ab-soluto, o incluso como si se tratase de un personaje ligado a su complementario, aunque fuera al modo maniqueo (el que inspiró los famosos versos de Antonio Machado –su caletre no daba para más– que «la izquierda española» tomó como divisa durante décadas: «Españolito que vienes al mundo, salveos Dios: una de las dos Españas ha de helarte el corazón»); estimular sistemáticamente la investigación de las conexiones de los personajes del Quijote con otros personajes de los que aparecen en el escenario de la novela, es decir, sin necesidad de salirnos fuera de su inmanencia, buscando referencias extraliterarias o extraescénicas (que, sin embargo, habrá que encontrar en el momento oportuno).
El Quijote, se ha dicho muchas veces, es una novela escrita desde una óptica teatral (Díaz Plaja observó que el Quijote es la única novela cuyo personaje central va siempre disfrazado). Y aquí radicaría su virtualidad para hacer de ella representaciones pictóricas o escultóricas, y después cinematográficas o televisivas. Cervantes nos ofrece ante todo a sus personajes en escenarios bien definidos. En los escenarios se mueven, en principio, varias personas (sólo excepcionalmente un único actor, en monólogos, o en diálogos). También el triángulo es la estructura elemental del teatro.
Ahora bien, un escenario teatral, como pueda serlo la gran novela de Cervantes, no puede circunscribirse a los límites de su estricto recinto. Un escenario teatral en el que los actores individuales, al ponerse la máscara (per-sonare, pros-opon) comienzan a actuar como personas, es siempre una parte de un círculo de personas humanas, una parte del espacio antropológico.
En consecuencia, al escenario, además de las dimensiones «circulares» (las relaciones de las personas humanas con otras personas humanas) en las que se mueven las personas humanas, que en él desarrollan el drama, la comedia o la tragedia, le corresponde también una dimensión cósmica, en la que quedan englobadas, desde luego, las referencias geográficas e históricas externas a la inmanencia del escenario, pero involucradas internamente en él (llamamos «radiales» a esta red de relaciones e interacciones que las personas humanas mantienen con las cosas impersonales que las rodean); y al margen de estas referencias sería imposible, como trataremos de demostrar en lo sucesivo, entender la filosofía de Don Quijote, que permanece oculta, o sepultada, en las imágenes literarias o cinematográficas. Por último, el escenario, además de referencias y de figuras contenidas en el círculo de las personas humanas, o en la región radial del espacio, contiene también figuras y referencias que desbordan aquel círculo y esta región, porque aún siendo personales (de condición muy semejante a la de las personas humanas, por tener o pretender tener apetitos, conocimientos y sentimientos), no son de naturaleza humana (llamamos a estas referencias «angulares», y entre ellas pondremos a ciertos animales numinosos, a demonios, ángeles, diablos…).
En el Quijote aparecen varias menciones «angulares» a diablos, a aves de mal agüero (como la infinidad de grandísimos cuervos y grajos que salieron de la maleza que cubría a la boca de la cueva de Montesinos) y algún mono que «habla con el estilo del diablo» (II, 25). También se hace referencia a gigantes, como el gigante Morgante (que era afable y bien criado), que en Amadís es uno de los tres con los que se enfrenta Roldán, o bien el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula de Malindrania, a quien Don Quijote espera vencer en singular batalla a fin de enviarle presentado ante su dulce señora.
Y, por supuesto, entre estas personas no humanas, hemos de contar también a las personas de la Trinidad de Gaeta antes citada, o a las de la Peña de Francia, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a las que Sancho encomienda a Don Quijote en el momento de ponerse a descender a la cueva de Montesinos. En cualquier caso, conviene siempre recordar que Cervantes insiste una y otra vez en que él no quiere entrometerse en los asuntos reservados a la fe de la Iglesia católica.
Traduciendo estas reservas a nuestro lenguaje: Cervantes afirma rotundamente que él desea mantenerse siempre en torno al escenario humano (circular) y cósmico (radial), y también religioso (angular), al que parece atribuir un ritmo propio, aunque finito e inmanente (que contrasta con el ritmo indefinido y trascendente que conviene a los asuntos de la fe católica).
El escenario del Quijote no se refiere al «espacio antropológico» en general, sino al Imperio español
Ahora bien, ¿cómo determinar las referencias personajes humanos, de los contenidos radiales, o de las entidades angulares que figuran en la «inmanencia» de este escenario?
Podría decirse que tales referencias no están definidas en el Quijote, lo que es un modo de afirmar que no existen, al menos como referenciales determinados. Según esto, las figuras de Don Quijote, Sancho o Dulcinea, por ejemplo, habría que «referirlas» a la Humanidad, en general (a figuras de la Humanidad que podríamos encontrar en cualquier lugar y tiempo). Y en ello cifrarían algunos la «universalidad» atribuida comúnmente a la obra de Cervantes. Asimismo, como referenciales «radiales» podrían tomarse cualquiera de los contenidos del mundo cósmico, geográfico o histórico. Y, por supuesto, como referencias angulares, valdrían todas aquellas que, en todo lugar y tiempo, reunieran las características adecuadas. Dicho de otro modo: las referencias de Don Quijote serían universales o, lo que es lo mismo, los personajes y el escenario de Don Quijote, tendría referencias, dicho de forma positiva, pancrónicasy pantópicas, lo que equivaldría a decir, en forma negativa, que es ucrónico y utópico, y que ahí reside la raíz de su universalidad.
Sin embargo, y sin perjuicio de reconocer la posibilidad de estas interpretaciones «universalistas» (posibilidad a la que se orientan las interpretaciones éticas o psicológicas de los personajes del Quijote, de su idealismo o de su realismo, de su fortaleza o de su avaricia, y otras tantas características de la «condición humana») preferimos atenernos a las interpretaciones, y no son escasas, históricas y geográficas muy precisas de Don Quijote, como condición suficiente, por no decir necesaria, para penetrar en su significado.
En una palabra, nos parece (como también les parece a otros muchos intérpretes) que el escenario del Quijote, en cuanto símbolo, nos remite a referencias históricas y geográficas muy precisas. Referencias que podrán ser puestas entre paréntesis, sin duda, si se pretenden mantener las interpretaciones humanistas, éticas o psicológicas. Pero cuando reinterpretamos las referencias históricas y geográficas, entonces se nos imponen, en primer lugar, las interpretaciones políticas del Quijote, que han de girar, de un modo a otro, en torno al significado del Imperio español, del «fecho del Imperio», si utilizamos la fórmula de la que se sirvió cuatro siglos antes Alfonso X el Sabio.
Según estas interpretaciones políticas, Cervantes ofrece en su escenario una interpretación del Imperio español, como primer «Imperio generador» que alcanza su culmen a lo largo de los siglos XV y XVI (el Imperio inglés o el Imperio holandés se habrían levantado a partir del Imperio español, e inicialmente como sus depredadores). El Imperio español habría alcanzado sus cimas más altas a partir de 1521, con la conquista de México, y después, del Perú, o de Flandes; y sobre todo a partir de 1571, en Lepanto. En Lepanto fue detenido el Imperio otomano, que amenazaba seriamente a Europa. Cervantes intervino en la batalla de Lepanto a las órdenes de Don Juan de Austria, y allí perdió su brazo izquierdo, recuerdo permanente, durante toda su vida, de la realidad de la ofensiva musulmana; además fue hecho prisionero por los moros, permaneciendo preso cinco años en Argel, hasta que fue liberado mediante rescate económico.
(Una «ministra de cupo» del gobierno de Rodríguez Zapatero, de cuyo nombre no quiero acordarme, pero cuya connatural ignorancia está empapada del irenismo pánfilo de su grupo, declara en El País de 19 de mayo de 2004 que: «También creo que es importante nuestra proyección en el Mediterráneo. Si muchos nos hemos negado a la barbaridad de esta guerra [la del Iraq], es porque todavía sigue viva una vieja relación con el mundo árabe. Cervantes, sin ir más lejos, estuvo en Argel, en Orán… Tenemos que estar atentos a nuestra historia para saber quiénes somos.»)
Pero en 1588, fecha del gran desastre de la Invencible (aunque no de su destrucción, ni menos aún de la potencia, aún temible, que España representaba para Inglaterra, Holanda y Francia), tiene lugar una inflexión en el curso de su historia. No puede decirse que haya entrado en situación decrépita, todavía se mantiene como gran Potencia dos siglos más, los siglos XVII y XVIII. Pero su curso ascendente ha sido frenado, principalmente por los otros Imperios que han surgido a su sombra. Este es el momento en el cual Cervantes habría comenzado su meditación sobre el Imperio católico, una meditación que le conducirá a escribir su gran obra, Don Quijote de la Mancha.
La meditación acerca del Imperio español la entendemos como una tarea cuya importancia filosófica tiene un alcance mucho mayor, desde luego, que la meditación humanística sobre «la condición humana», aparentemente más profunda, pero que en realidad es una uniforme monotonía abstracta y vacía. En efecto, la meditación sobre «el Hombre» (o sobre la «condición humana») se presenta como una meditación metafísica a todo aquel que sepa que «el Hombre» (el Género humano, la Humanidad, la Condición humana) no existe, al margen de los Imperios universales; y que sólo desde los Imperios universales (que son una parte de la humanidad, pero no el todo) es posible tomar contacto con esa «condición humana».
Porque el hombre, en general, es una mera formalidad cuya materia sólo puede adquirirla a partir de sus determinaciones, no ya históricas, cuanto histórico-universales, es decir, a partir de las determinaciones o «modos de hombre» que han ido conformándose en la sucesión de los grandes Imperios, desde el Imperio persa hasta el Imperio de Alejandro, desde el Imperio romano de Augusto hasta el Imperio romano de Constantino y de sus sucesores, entre ellos, principalmente, el Imperio Hispánico, el Imperio Inglés y el Imperio Soviético. Sólo desde la plataforma de estos Imperios universales cabe aproximarse al fondo de eso que llamamos «condición humana», en tanto que ella no es algo invariante (salvo en sus estructuras genéricas, comunes con los primates), sino cambiante y dada en el curso de la Historia. La plataforma de los Imperios universales es, desde nuestras coordenadas, el más preciso criterio positivo disponible para diferenciar los análisis antropológicos (etológicos, psicológicos) de la «condición humana» de los análisis filosófico históricos de esta misma condición.
Dicho de otro modo, la interpretación de Don Quijote, como figura universal, en el sentido del Género humano (¿qué tienen que ver los llamados valores del Quijote con los valores de los hombres musulmanes, en cuanto tales?), es una meditación vacía que recae, de un modo u otro, en puro psicologismo.
Y cuando nos decidimos a cultivar, una vez más, el género de interpretaciones políticas histórico-filosóficas del Quijote, en el sentido expuesto, lo primero que tenemos que despejar es la cuestión de las referencias extraliterarias que nos ofrece el escenario de Don Quijote, por el cual transita constantemente la trinidad Don Quijote, Sancho y Dulcinea.
Las referencias de las personas de la trinidad fundamental quijotesca
Ante todo, ¿cómo determinar las referencias extraescénicas de las figuras que aparecen en el escenario del Quijote?
Tomaremos como criterio las palabras que pronuncia, desde la propia inmanencia literaria de la novela, uno de los personajes más significativos que rodearon al Caballero de la Triste Figura, a saber, el bachiller Sansón Carrasco, «socarrón famoso» que, abrazando a Don Quijote, y con voz levantada, le dijo (en el capítulo 7 de la segunda parte):
—¡Oh flor de la andante caballería! ¡Oh luz resplandeciente de las armas! ¡Oh honor y espejo de la nación española!
Don Quijote, según palabras del bachiller (a través de quien muy bien podría estar hablando Cervantes), tiene como referencia inequívoca a la «nación española». Lo que tiene para nosotros un significado político del mayor alcance, no sólo porque demuestra que la nación española está ya reconocida en el siglo XVI, mucho antes de que fuera reconocida la nación inglesa o la nación francesa –o, por supuesto, la nación catalana o la nación vasca– sino porque nos ofrece explícitamente la referencia extraliteraria que Cervantes atribuía a la figura de Don Quijote.
Cierto que la «nación española» que, según el bachiller Carrasco, se refleja en Don Quijote, no es una Nación política en el sentido en el que ésta puede ser constatada en la batalla de Valmy, que ya hemos citado. La nación española a la que se refiere el bachiller Carrasco no es la nación política que surgirá a partir de las ruinas del Antiguo Régimen; pero tampoco es una nación meramente étnica, que viviera en los márgenes de algún Imperio, o acaso integrada, junto con otras, en el Imperio español. La «nación española» del bachiller Carrasco es una nación histórica, cuya extensión se superpone con la extensión misma de la Península Ibérica (cuando el bachiller Carrasco pronuncia su imprecación, Portugal está integrado en esa nación española: el propio Cervantes intervino el 26 de julio de 1582 en el combate naval de la Isla de San Miguel de Azores, contra mercenarios franceses que apoyaban las pretensiones de Don Antonio por convertirse en Rey de Portugal). La unidad y consistencia de esta nación española había podido ser captada desde fuera del Imperio entonces hegemónico y visible, había podido ser captada desde Francia, desde Italia, desde Inglaterra, desde América.
¿Y cual es la referencia de Sancho? También nos es dada, acaso, desde el mismo «escenario»: Sancho es un labrador de la Mancha, cabeza de una familia compuesta por su mujer y dos hijos. Sancho representa así a cualquier labrador de los que viven en la Península Ibérica, y cuya vida está destinada, junto con su mujer, a sacar adelante a su familia; porque Sancho, dotado de gran inteligencia (y no sólo labradora, sino también verbal y aún literaria), se entiende a la perfección con los otros labradores y gentes de su rango. Y, como ellos (o como muchos de ellos), Sancho, que está bien alimentado (no es un paria de la India, condenado a mantener miserablemente su vida en su propio lugar, aunque sea en presencia «del Todo»), está dispuesto a salir de su lugar, sirviendo a un caballero que puede llevarle a descubrir horizontes más amplios, sin perjuicio de los riesgos que su aventura le ha de deparar.
¿Y Dulcinea? Según decía, ya va para el siglo, Ludwig Pfandl (Cultura y costumbres del pueblo español de los siglos XVI y XVII, Barcelona 1929), «Dulcinea no es otra cosa que la encarnación de la monarquía, de la nacionalidad, de la fe. Por ella se esfuerza el manco, luchando contra los molinos de viento.»
Pero, si aceptásemos la interpretación de Pfandl, la referencia de Dulcinea, ¿no se confundiría con la referencia que el bachiller Carrasco señala para Don Quijote, es decir, la «nación española»?
De algún modo sí, de un modo general, como también Sancho (tal como lo hemos presentado) hay que referirlo a esa misma nación española que parece ya consolidada o existente como tal nación histórica, sin perjuicio de la profunda crisis que está padeciendo tras el desastre de la Invencible. Pero la circunstancia de que la referencia de Don Quijote, de Sancho y de Dulcinea sea, en términos generales, la misma, es decir, España, no significa que las perspectivas desde las cuales cada uno de estos personajes de la trinidad se refiere a España no sean distintas.
Despliegue histórico de la trinidad quijotesca: pasado, presente y futuro
Acaso Don Quijote va referido a España desde la perspectiva del pretérito, Sancho va referido a España desde la perspectiva del presente, y Dulcinea desde la perspectiva del futuro (y, por ello, Dulcinea es asunto de fe, no de evidencia sensible).
Son tres perspectivas involucradas necesariamente entre sí, como involucradas están las personas de la trinidad quijotesca. Dicho de otro modo, si cada persona de esta trinidad escénica, Don Quijote, Sancho, Dulcinea, va referida a una España que ha entrado en una crisis profunda, es porque cada persona se refiere a ella a través o por mediación de las otras. Don Quijote, desde un pretérito que, aún en el tiempo escénico, está cercano (el tiempo en el cual los caballeros españoles usaban lanzas y espadas, en lugar de utilizar arcabuces y cañones); Sancho, desde el presente de un pueblo que vive gracias a los frutos que la tierra da tras el duro trabajo, y que ha se seguir produciendo en cada momento. Y Dulcinea representa el futuro, como símbolo de la madre-España, pero tomando esta referencia en sentido literal, que tiene poco que ver (la referencia) con el sentido de una «figura ideal» del «eterno femenino», si es que representa a la madre que puede parir a los hijos que, como labradores o soldados, podrán hacer posible el futuro de España.
Ahora bien, presente, pasado y futuro no son, en un tiempo histórico como el que corresponde a España, meros puntos de la línea que representa el tiempo astronómico. El tiempo histórico, el tiempo de España como Imperio emergente generador, que comienza a acusar las profundas heridas que le están infligiendo sus enemigos, los imperios depredadores europeos, es un conjunto fluyente de millones de personas en agitación e interacción constante, y que tienen la costumbre de «tener que comer todos los días». Este conjunto fluyente, este oceánico río de personas que hacen la historia y son arrastrados por ella, puede clasificarse en tres clases o círculos de personas teóricamente bien definidos:
En primer lugar, el círculo constituido por las personas que se influyen mutuamente, apoyándose o destruyéndose, durante los años de su vida; un círculo cuyo diámetro puede estimarse en cien años, los que corresponden a lo que llamamos el presente histórico (que no es, por supuesto, el presente instantáneo, adimensional, que corresponde al punto fluyente de la línea del tiempo).
En segundo lugar, el círculo (de diámetro finito, pero indeterminado) constituido por las personas que influyen, para bien o para mal, sobre las personas del presente, que tomamos como referencia, moldeándolas casi por completo; pero sin que quienes viven en el presente puedan influir en modo alguno, profunda o superficialmente, sobre aquellas, porque ya han muerto. Este es el círculo constitutivo de un pretérito histórico, el círculo de las personas muertas, aquellas que «cada vez mandan más sobre las vivas».
Y en tercer lugar el círculo (de diámetro indefinido) constituido por las personas en las cuales quienes viven en el presente influyen profundamente, hasta el punto de moldearlas casi por entero, marcando además sus caminos, pero sin que ellas puedan a su vez influir sobre aquellos que viven en el presente, porque todavía no existen. Es el círculo del futuro histórico.
Venimos suponiendo –si se prefiere, partimos de la suposición– que España es el lugar en el que hay que poner las referencias de los personajes simbólicos (alegóricos) que Cervantes nos ofrece en el escenario de su obra capital. Pero España es un proceso histórico. Afirmar que España es el lugar en el que hay que poner las referencias de los personajes escénicos –ante todo, Don Quijote, Sancho y Dulcinea– no es decir todavía mucho.
Hay que comenzar determinando los parámetros del presente, en el cual nuestro escenario está situado, como plataforma desde la cual podemos mirar también hacia su pretérito y hacia su futuro. Estos parámetros hay que obtenerlos, sin duda, siguiendo el método de análisis del propio escenario inmanente en el que actúan los personajes, es decir, de su inmanencia literaria. Y son varias, y concordantes, las que nos llevan a fijar las fechas en las que actúan los personajes en la época «del gran Filipo III». Más precisamente, la carta que Sancho, como gobernador de la Insula Barataria, escribe a su mujer Teresa Panza, está fechada el 20 de julio de 1614. Ha de concluirse, por tanto, que Don Quijote, cuando marchaba en busca de Dulcinea, también lo hacía en aquellos días.
Pero esto no significa que Cervantes haya querido ofrecer un escenario referido a la España de su presente, un presente que estará comprendido (si mantenemos nuestras hipótesis) en un círculo de cien años de diámetro que podrían ir desde 1616, año de su muerte a 1516, año en el que murió Fernando el Católico. El punto central de este diámetro se encuentra muy próximo a 1571, la fecha de la batalla de Lepanto, en la que Cervantes, con veinticuatro años de edad, estuvo gloriosamente presente.
Cervantes no se proponía hacer una crónica del presente, en el que suponemos ha situado su escenario. Desde su presente, por supuesto, Cervantes emplaza un escenario cuya referencia es España, pero no propiamente la España de la Edad Media (como pensó Hegel, cuando interpretaba a Don Quijote como símbolo de la transición de la época feudal a la época moderna). Don Quijote recorre una península ya unificada, sin fronteras interiores entre los reinos cristianos y, más aún, sin fronteras interiores con los reinos moros: la España que Don Quijote recorre es posterior a la toma de Granada en 1492, por los Reyes Católicos. Este es el «escenario literario» (no un escenario histórico) del Quijote.
Sin embargo Don Quijote no camina todavía a través de una España moderna (la del propio Cervantes, que ya sabe lo que es el olor y el ruido de la pólvora, los galeones que van y vienen a América, de la que no hay prácticamente referencia en su obra). Cervantes tiene buen cuidado de decirnos, en el primer capítulo de su obra, que lo primero que hizo Don Quijote, antes de salir de su casa, «fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón». Alonso Quijano (que vive en el presente) se disfraza por tanto de Don Quijote, un caballero del pretérito, pero de un pretérito que sigue influyendo, como es propio de todo pretérito histórico, de modo determinante en el presente, porque «los muertos cada vez mandan más que los vivos».
Sin embargo, como hemos dicho, Don Quijote y los suyos no se mueven en una época medieval, sino moderna. Ya no hay en España reyes moros. Incluso algunos de los moriscos que fueron expulsados vuelven a España, y se encuentran con Sancho:
—¿Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar? (II, 54.)
Parece evidente que Cervantes ha querido referirse, desde su escenario de 1614 (fecha de la carta de Sancho a su mujer) a la España de un siglo anterior, de 1514; una España que, aunque no es medieval, sigue siendo inmediatamente anterior a la llegada de Carlos I a España, y sobre todo a la entrada de Hernán Cortes en Nueva España, en México. Ocurre como si Cervantes hubiera deliberadamente querido regresar a una España ibérica anterior, si no al momento del descubrimiento de América, sí al momento de la «entrada» masiva de los españoles en el Nuevo Mundo (México, Perú, &c.) y a las repercusiones que de tal entrada hubieron de seguirse en la España de partida.
La España que Cervantes ve desde su escenario es una España que no aparece involucrada con el Nuevo Mundo, pero tampoco con el viejo continente (con Flandes, con Italia, con Constantinopla, ni con África). No es, por tanto, una España contemplada a escala de sociedad política coetánea, aunque el escenario esté emplazado en esa sociedad política que es su plataforma. Como si Cervantes hubiera querido iluminar las referencias que ve desde su escenario, que no es anacrónico políticamente hablando, sino sencillamente abstracto, como si estuviera siendo iluminado por una luz ultravioleta, capaz de desvelar una sociedad civil que seguía existiendo y moviéndose a su propio ritmo en el trasfondo de la sociedad política. Una sociedad civil con curas y barberos, duques y titiriteros, caballeros andantes arcaicos pero aún reconocibles, pero que aparecen, mediante los artificios de la iluminación, con un cierto aire intemporal.
El aire intemporal de una sociedad que, como la española, ya ha madurado, la primera, como nación histórica, pero que, aún abstraída de sus responsabilidades políticas perentorias (que obligan a movilizar ejércitos dotados de armas de fuego, hoy diríamos: de misiles con cabezas nucleares) necesita el cuidado de los caballeros armados con lanzas y espadas, porque la paz interior «intemporal» en la que se vive, la paz que los caballeros creen poder encontrar si se disfrazan de pastores, no tiene mucho que ver con la paz celestial, por cuanto siguen actuando los bandidos, los asesinos, los ladrones, los mentirosos, los engañadores, los desalmados, los canallas.
¿Cómo no tomar en serio, cuando queremos alcanzar alguna interpretación política del Quijote, esta «España intemporal» que artificiosamente habría iluminado Cervantes con esa luz ultravioleta de la que hablamos? ¿No parece imprescindible ver en esa «nación española», reconocida por Cervantes, y dispuesta para comenzar a flotar en esa atmósfera intemporal «ultravioleta» el artificio alegórico más significativo de la gran obra cervantina, cuando tratamos de interpretarla desde categorías políticas?
Así puestas las cosas, nos parece que cualquier intento de interpretación directa del escenario quijotesco mediante la referencia inmediata a las figuras históricas de su presente (como pudieran serlo Carlos I, Hernán Cortés, el Gran Capitán o Diego García de Paredes) habría que considerarla como primaria o ingenua («¡Dos higas para el Gran Capitán y para ese Diego García que dice!», replicó el ventero al cura).
El escenario del Quijote va referido a España, y a la España histórica, a su Imperio político; pero no de modo inmediato, sino por la mediación de una España intemporal, pero no irreal, sino simplemente vista a una luz ultravioleta, en la que una sociedad civil, dada en un tiempo histórico que habita la península ibérica, vive según su propio ritmo. Desde esta «mediación ultravioleta» tendremos que intentar interpretar los símbolos alegóricos de Don Quijote, que sólo a los lectores más bastos o primarios (aunque se hayan hecho eruditos) pueden parecer transparentes y sencillos.
Dos tipos de interpretaciones filosófico políticas del Quijote:
catastrofistas y revulsivas
Las dificultades aparecen ahora en el momento de la interpretación de las figuras del Quijote, aún en el supuesto de que se admita su condición de símbolos alegóricos con referencias ambiguas, tal como las hemos sugerido (referencias que juegan en el doble plano de la sociedad política y de la sociedad civil).
Hay muchas interpretaciones, formuladas a escalas muy diversas. Y lo primero que nos importa, desde la perspectiva histórico filosófica y política que mantenemos, es clasificar estas diversas interpretaciones en dos grandes grupos, el de las interpretaciones catastrofistas(o derrotistas,como pudiéramos llamarlas) y el de las interpretaciones no catastrofistas (o simplemente críticas, o revulsivas, en la medida en que interpretan al Quijote no tanto como la expresión de un derrotismo político irreversible, que sólo podría refugiarse en un pacifismo evangélico –propio de la izquierda extravagante– cuanto como ofrecimiento de un revulsivo que termina poniendo en las armas la condición necesaria –no suficiente– para remontar la decadencia o la derrota).
Interpretaciones catastrofistas del Quijote
Examinemos, aunque sea muy brevemente, algunas interpretaciones del significado de Don Quijote pertenecientes al grupo que hemos rotulado como «catastrofista», y en cuya reserva se encuentra el «panfilismo pacifista».
Según estas interpretaciones, Cervantes habría ofrecido en su obra fundamental la visión más despiadada y derrotista que de la España imperial podría haberse ofrecido jamás. Cervantes (dirán los agudos intérpretes psicologistas), resentido y decepcionado (escéptico, al borde del nihilismo) por los innumerables fracasos que su vida le deparó (mutilación, cautiverio, cárcel, fracasos, desaires, especialmente la denegación de su petición para trasladarse a América, a la que creía tener derecho como héroe de Lepanto), habría eliminado de su genial novela cualquier referencia a las Indias, así como también a Europa. Y las locuras de los caballeros reales españoles (Carlos I, Hernán Cortés, don Juan de Austria), que habrían acabado arruinando a su patria, estarían siendo aludidas alegóricamente por los héroes de los libros de caballerías que inspiraron a los conquistadores a ir a las Indias en busca de El Dorado, de California, o de Patagonia: «a las gentes de Hernán Cortés –dice Américo Castro– su entrada triunfal en México les pareció un episodio del Amadís o cosas de encantamiento», o ir a Inglaterra o a Flandes con una escuadra tan arcaica e «invencible» como pudiera serlo la propia lanza de Don Quijote, que se hizo añicos en el primer asalto.
Y si el bachiller Sansón Carrasco dijo a Don Quijote que era «el honor y espejo de la nación española», es fácil entender lo que quería decir. Pues, ¿qué es lo que reflejaba este espejo? Un caballero de esperpento, que acomete empresas delirantes y ridículas de las cuales sale continuamente derrotado. ¿No es este el reflejo de la nación española?
Y según esto, a Cervantes habría que ponerlo en la serie de aquellos hombres que, no ya desde el exterior, sino desde el interior de la nación española, más han colaborado (aunque de un modo más sutil y más cobarde) al entramado de la Leyenda Negra. En los lugares de salida de esta serie legendaria figuran Bartolomé de las Casa y Antonio Pérez; en los lugares terminales figura el último Premio Cervantes, Rafael Sánchez Ferlosio, que escribió, en 1992, un libro titulado Esas Yndias equivocadas y malditas (que mereció, en época de gobierno socialista, el Premio Nacional de Literatura). Pero como figura central de la serie habría que poner, si fueran coherentes los que mantienen esta interpretación catastrofista, al propio Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616). Cervantes, con su Don Quijote, habría ofrecido el marco genial y oculto de la Leyenda Negra contra España, y habría contribuido a difundirla por Europa. Montesquieu ya lo habría advertido: «El más importante libro que tienen los españoles no es otra cosa sino una crítica a los demás libros españoles.»
En resolución, ningún español que mantenga un átomo de orgullo nacional podría sentirse reflejado en el espejo de Don Quijote. Sólo un pueblo como el español «inflado de orgullo» y «cargado de derechos» –decía un catalán, ya en 1898, Prat de la Riba– podría identificarse con algunas cualidades abstractas del Caballero de la Triste Figura. Folch y Torres, otro separatista que se regodeaba con los fracasos de Don Quijote (sin duda en la medida en que ellos representaban los fracasos de España) llegará a decir, también en ese año, en el que los «quijotes castellanos cometieron la locura de declarar la guerra a Estados Unidos» (en el curso de los conflictos con Cuba y Filipinas): «Quédense los castellanos con Don Quijote, y buen provecho les haga.»
Más aún: esta interpretación derrotista a partir de Don Quijote, por tanto, desde dentro del Imperio español, como obra de un delirio megalómano y cruel, no sólo habría dado el marco, sino que habría alimentado la Leyenda Negra promovida desde el exterior de las Potencias enemigas (Inglaterra, Francia, Holanda), Imperios depredadores y piratas carroñeros que se alimentaban, en su infancia y durante su juventud, de los despojos que iban arrancando a España. Y no falta quien sugiere (últimamente Javier Neira) que el mismo éxito extraordinario que el Quijote alcanzó muy pronto en Europa pudo ser debido, en gran medida, precisamente a su capacidad de servir de alimento para el odio y el desprecio que sus enemigos querían dirigir contra España.
¿Habría que avanzar, a partir de esta interpretación derrotista de Don Quijote, en la senda que ya inició el propio Ramiro de Maeztu, cuando aconsejaba atemperar el culto a Don Quijote, no sólo en la escuela, sino también en el ideario nacional español?
Si Don Quijote es un antihéroe español, loco y ridículo, mera parodia y contrafigura del verdadero hombre y caballero moderno, ¿por qué empeñarse en mantenerlo como emblema nacional, celebrando con pompa inusitada sus aniversarios y centenarios? Tan solo los enemigos de España –y sobre todo, los enemigos internos, los separatistas catalanes, vascos o gallegos– podrán regocijarse con las aventuras de Don Quijote de la Mancha.
Con todo, cabría intentar reivindicar un simbolismo de Don Quijote menos deprimente, aún reconociendo sus incesantes derrotas, si nos situásemos en las posiciones del pacifismo más extremado, ya fuera el pacifismo defendido por esa izquierda extravagante, tan próxima al pacifismo evangélico de los actuales Papas (cuyo «Reino –de ahí su extravagancia– no es de este Mundo») ya fuera el pacifismo defendido por la izquierda divagante, que proclama en la Tierra la Paz perpetua y la Alianza de las Civilizaciones. Para estos pacifistas radicales las aventuras de Don Quijote podrán servir como ilustración, por vía apagógica de hecho o de contraejemplo, de la inutilidad de la guerra, y de la estupidez de la violencia y del uso de las armas.
Los intérpretes más audaces de esta ralea, deseando salvar a Cervantes, acaso se atrevan a decir: la «lección ética» que Cervantes ha dado a España y al mundo en general con su Don Quijote nos enseña la inutilidad de las armas y de la violencia.
De este modo los pánfilos verán en Cervantes a un pacifista convencido, que intenta demostrar la importancia de la paz evangélica, de la tolerancia y del diálogo, por la vía apagógica de los contraejemplos, de las armas que resultan ser inútiles por esforzado que sea el ánimo de quien las empuña.
Sin embargo, quienes creen poder extraer semejantes conclusiones –«moralejas»– de los fracasos de Don Quijote con sus armas, cometen una imperdonable confusión entre las armas de Don Quijote y las armas en general. Una conclusión o moraleja sacada desde la petición de principio de que las armas de Don Quijote representan a las armas en general. Pero, ¿y si Don Quijote estuviera insistiendo, mediante su peculiar modo críptico de hablar, en la diferencia esencial entre las armas de fuego (con las cuales se obtuvo la victoria de Lepanto) y las armas blancas de los caballeros antiguos? En este supuesto, los fracasos de Don Quijote, con sus armas blancas, herrumbrosas, se convertirían inmediatamente en la apología de las armas de fuego con las que se abre la guerra moderna, a cuyas primeras batallas asistió Cervantes en varias ocasiones (Lepanto, Navarino, Túnez, La Goleta, San Miguel de las Azores).
Sin embargo, es preciso constatar que, en todo caso, las interpretaciones catastrofistas del Quijote, afectarían antes a Cervantes que a Don Quijote. Según la tesis de Unamuno, Cervantes, hombre resentido y escéptico, se habría comportado como un miserable con Don Quijote, intentando ponerle una y otra vez en ridículo. Pero no lo habría conseguido, y la mejor prueba sería la admiración universal que Don Quijote suscita, y no precisamente (salvo en los psiquiatras) como un loco paranoico. Porque, por más que Don Quijote cae y se descalabra, también se levanta y se recupera: representa de este modo la fortaleza, la firmeza y la generosidad del caballero, que vive, no en un mundo de fantasía, sino en el mundo real y miserable, pero sin rendirse ante las miserias.
Además, no es nada claro que Cervantes mantuviera ante el Imperio español la actitud nihilista del resentido que Unamuno le atribuye. Cervantes conservó siempre el orgullo de soldado combatiente en Lepanto, en donde la Liga impulsada por el Imperio español, detuvo las oleadas del Imperio otomano, «la mejor ocasión que vieron los siglos», dijo Cervantes. También nos consta, por el propio Quijote, que Cervantes aprobó la política española de expulsión de los moriscos, y que siempre se manifestó convencido súbdito de la Católica Monarquía Hispánica.
No dibujó Cervantes la figura de un héroe con los trazos groseros y primarios según los cuales fue dibujada a lo largo de los siglos la figura del rey Arturo, o la de Amadís de Gaula. El procedimiento de Cervantes fue más sutil y, sin duda por ello, sus resultados más ambiguos. Tanto como para dar pie a que los enemigos de España lo transformasen en motivo de escarnio para su historia y para sus hombres.
El Quijote como revulsivo
Examinemos ahora algunas interpretaciones críticas susceptibles de ser incluidas en el grupo de las interpretaciones revulsivas, pero no catastróficas, de Don Quijote.
En efecto, en el Quijote, podríamos ver, ante todo, la demoledora crítica dirigida contra todos aquellos españoles que, tras haber participado en las batallas más gloriosas, en aquellos hechos de armas a partir de los cuales se forjó el Imperio español, habían vuelto a sus lugares o a la corte, como hidalgos o caballeros satisfechos, dispuestos a vivir de sus rentas en un mundo intemporal, y de sus recuerdos de los tiempos gloriosos. Y olvidándose de que el Imperio, que protegía su bienestar –su felicidad–, es decir, su pacífica vida, más o menos apacible, estaba, después de la Invencible, siendo atacado por los cuatro costados, y comenzaba a presentar vías de agua alarmantes.
Esta masa de gentes satisfechas, tras el primer gran esfuerzo del Imperio, que está comenzando a desmoronarse, tiene el peligro de ser un lugar de cuyo seno podrá surgir el «quiero y no puedo» de algún caballero esforzado, a quien solo le queda esperar el ridículo, si intenta valerse de las armas herrumbrosas de sus bisabuelos, es decir, por ejemplo, de los barcos paralíticos de la Armada Invencible.
Las lanzas y espadas de los bisabuelos, o el baciyelmo que el propio Don Quijote se fabrica, podrán comenzar a ser vistos como alegorías a través de las cuales Cervantes, sin necesidad siquiera de ser muy consciente de ello, estaba intentando representar aquella España que él iluminaba con la luz ultravioleta de la que hemos hablado. Cervantes, según esto, con su Don Quijote, podría haber intentado, o al menos (si lo que había intentado hubiera sido dar suelta a su escepticismo casi lindante con el nihilismo) podría haber logrado ejercer el papel de agente de un revulsivo ante los gobiernos de los reyes sucesores de sus majestades católicas, de Carlos I y aún de Felipe II, de los tiempos de Lepanto.
Lo que Cervantes les estaría diciendo a sus compatriotas es que, con lanzas y espadas oxidadas, con barcos paralíticos, o con aventuras solitarias, menos aún, disfrazados de pastores bucólicos y pacíficos, los españoles estarían destinados al fracaso, porque su Imperio, que les protegía y en el que vivían, estaba seriamente amenazado por los Imperios vecinos. Cervantes estaría viendo también, sin embargo, aunque con escepticismo, que sería posible remontar la depresión, que afloraba sin duda en algunos de sus personajes, y entre ellos Alonso Quijano transformado en Don Quijote. Y por eso Cervantes parece querer subrayar en todo momento que sus personajes tienen efectivamente esa energía, aunque ella tuviera que expresarse en forma de locura.
Según esto, el mensaje de Don Quijote no sería un mensaje derrotista, sino un revulsivo destinado a remover de su ensueño a quienes, después de la batalla victoriosa, pensaban poder vivir satisfechos, paladeando la paz de la victoria, o simplemente disfrutando de su «estado de bienestar» (como los españoles dirán siglos más tarde).
Es decir, el nuevo orden que había logrado imponer a sus antiguos enemigos, olvidándose de que ese bienestar procedía del exterior de las fronteras, de esa América que el propio Cervantes elimina del Quijote. Estaría explicando el por qué en el Quijote no se dice nada de todo lo que rodea al recinto peninsular, con sus islas y territorios adyacentes, por qué no se dice nada de América, de Europa, de Asia o de África.
Por eso Don Quijote, al mismo tiempo que sus locuras, estaría ofreciendo algunos indicios de los caminos que sería preciso seguir. Ante todo recorrer y explorar todo el solar de la nación española: Cervantes se ha preocupado que Don Quijote de la Mancha salga de su lugar de los campos de Montiel, traspase Sierra Morena; incluso se ha preocupado de hacerle llegar hasta la playa de Barcelona (aquella misma, al parecer, en la que Cervantes vio cómo se hacía a la mar, sin que él, en una última oportunidad, pudiera ya alcanzarlo, el barco que llevaba a Italia a su protector, el Conde de Lemos).
Pero recorrer España peninsular no simplemente para solazarse en un «merecido descanso», o acaso para insultar en privado a sus gentes, sino para esforzarse, sin descanso («mis arreos son las armas, mi descanso el pelear»), interviniendo en sus vidas, en actitud de intolerancia ante lo intolerable (por ejemplo, el retablo de Maese Pedro). O induciendo a estas vidas a la fabricación de armas que no fueran baciyelmos, sino armas nuevas, armas de fuego (hoy diríamos, bombas de hidrógeno), necesarias para mantener la guerra que sin duda van a desatar las naciones que acosan a la nación española, si ésta no se les somete.
Porque Don Quijote no cree en la Armonía universal, ni en la Paz perpetua, ni en la Alianza de las civilizaciones. Don Quijote vive en un cosmos cuyo orden no es otra cosa sino la apariencia que cubre las convulsiones profundas que experimentan sus partes, que jamas ajustan las una a las otra: «Dios lo remedie [dice en el capítulo del barco encantado, II, 29], que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más.»
Por ello el Quijote ofrecerá no ya a los hombres (al «Hombre», en general), sino a los hombres españoles, un mensaje preciso: la apología de las armas, «que lo mismo es decir armas que guerra». Bien está que quienes se dirigen al Hombre en general, o bien al Género humano, o a la Humanidad, dirijan mensajes de esperanza en una paz perpetua; porque estos mensajes serán inofensivos si tenemos en cuenta que su destinatario (el Género humano, la Humanidad) no existe. Pero un mensaje de paz perpetua y de desarme dirigido a la «nación española» sería letal; sólo podría entenderse como un mensaje enviado a España por sus enemigos, esperando, una vez que España se hubiera desarmado, entrar en ella para repartírsela.
En cualquier caso no es necesario suponer que Cervantes se propuso deliberadamente, como finis operantis de su obra maestra, ofrecer una parodia que sirviera de revulsivo a aquellos validos de la monarquía, caballeros de Corte, duques, curas o barberos, a fin de hacerles ver, a través de las aventuras de un esperpéntico caballero, adonde podía conducir su complacencia, su bienestar, incluso sus aficiones literarias por la caballería andante o por la vida pastoril.
Es suficiente admitir la posibilidad de que Cervantes pudiera haber percibido de inmediato en ese hidalgo, loco por sus lecturas de libros de caballería, un hidalgo, al que llamó Alonso Quijano, y de quien tuvo sin duda noticias precisas, que le interesaron, tanto por su condición de loco como, sobre todo, por la naturaleza de su locura (poco tiene que ver la locura del licenciado Vidriera con la locura de Don Quijote, aunque las diferencias entre ambos quedan borradas groseramente cuando sólo se atiende a su común denominación de «locos»). Una locura que lo aproximaba en seguida a los caballeros de corte, caballeros entusiasmados, no ya sólo acaso por Amadís o por Palmerín, sino también por Hernán Cortés o por el Gran Capitán, aunque Cervantes habría querido separarlos, desviando la atención hacia aquellos, para no levantar sospechas incómodas o peligrosas, o desviar la dirección de su argumentación apagógica.
En suma, en el hidalgo loco por las caballerías, convertido en caballero, y «armado caballero por escarnio», podría Cervantes haber intuido la ridiculez de aquellos caballeros felices y complacientes que se alimentaban de aquellas historias. Más aún: puede concederse que esta alegoría, intuida desde el principio, pero en claroscuro, habría asumido como estímulo constante, que tomaba fuerzas al andar, sobre el autor, impulsado para entregarse, cada vez con mayor dedicación, al desarrollo de un personaje tan ambiguo y, por ello, inagotable; un personaje que tanto prometía, ya desde su simple definición inicial.
El febril desarrollo de su genial invención, es decir, el descubrimiento del «hidalgo loco de la Mancha por su afán de transformarse en caballero andante» pudo ser, desde luego, el cauce que recogiera la poderosa corriente que en Cervantes manaba, sin duda, desde hacía algunos años, y en la que iban disueltos tantos resentimientos, desencantos y desprecios hacia los caballeros, validos o duques satisfechos. Hacia esos próceres, que en pleno Estado de bienestar, se complacían con las memorias heroicas, propias o ajenas, que les acompañaban en las cacerías o en los salones, ya fueran los de Madrid, ya los de Valladolid, ya fueran los de Villanueva de los Infantes.
Podría haber sido en el curso de estos desarrollos de la ambigüedad de la figura inicial –ambigüedad que suponemos constitutiva de la figura de Don Quijote–, en la medida en que debe ir siendo desplegada tanto en función de las aventuras interesantes en el terreno psicológico psiquiátrico, como en función de los contenidos de tales aventuras, de interés ético o político. Sería a partir del desarrollo de esta figura ambigua, en su principio, como Cervantes habría ido advirtiendo, por el peso mismo de los contenidos específicos caballerescos de esta específica locura, el alcance alegórico, filosófico político de su ficción.
Alonso Quijano es un loco, pero Don Quijote canaliza su locura por cauces que generalmente son violentos, pero al mismo tiempo llenos de firmeza y generosidad. Además el héroe, un loco por sus hechos o hazañas, es héroe discreto e ingenioso en sus discursos, impropios de un loco; pero puesto que Cervantes piensa que los discursos son los que conforman y dan sentido a los hechos (hasta el punto de que estos puedan ser borrados o transformados por aquellos), Cervantes se habría visto obligado, por la fuerza objetiva del personaje con quien se enfrenta, Don Quijote, así como de las personas individuales involucradas en él, a ir atribuyendo los constantes fracasos de Don Quijote, más que a su locura a los instrumentos de los cuales esta locura se valía, tales como armas arcaicas, caballos famélicos, ridículos baciyelmos.
De este modo, el Quijote se habría ido transformando poco a poco en una obra que objetivamente (según su finis operis) iba asumiendo, simplemente por el filtro escéptico de Cervantes, la función de un revulsivo dirigido a los mismos caballeros cortesanos o villanos, a los duques y a los bachilleres que Cervantes conocía, y que eran aquellos que en la segunda parte ridiculizaban ellos mismos los trabajos de Don Quijote. Es como si Cervantes, desarrollando las virtualidades de su personaje, hubiera llegado a alcanzar una disposición de ánimo tal que le hubiera hecho capaz de decir a sus compatriotas: «Ved cómo del magma complaciente y satisfecho de los próceres, ociosos, caballeros, villanos, escribas y legistas, curas y barberos, han emergido las figuras de Don Quijote, Sancho y Dulcinea, cuyo rango los eleva inmediatamente por encima de la vulgar muchedumbre ambiente.»
¿Por qué entonces resultan risibles, sobre todo la figura de Don Quijote? No por su esfuerzo, fortaleza, firmeza o generosidad, sino porque utiliza instrumentos o se propone objetivos risibles: lanzas quebradas, baciyelmos, molinos de viento, rebaños de ovejas, incluso gobierno de una ínsula; pero manteniendo siempre aquella energía esforzada, firme y generosa, heredada de su estirpe.
Sustituyamos lanzas quebradas por cañones, caballos famélicos por naves artilladas y ligeras, caballeros andantes por compañías o batallones (la violencia individual no sirve para «desfacer entuertos» sino para encadenar otros nuevos), molinos de viento por gigantes ingleses o franceses que nos atacan; sustituyamos al escudero Sancho por millones de labradores que salen de sus lugares para acompañar a los caballeros en la lucha contra los enemigos reales, y a Dulcinea por millares de mujeres que arrojan al mundo nuevos labradores y soldados.
Cervantes pudo entrever esta alegoría a medida que su relato iba avanzando. Lo importante es que tal alegoría fuera entrevista por Cervantes, porque sólo entonces podría entenderse su disposición para llevar a Don Quijote, en un momento dado de su carrera, a colgar las armas y, al mismo tiempo, a decretar su muerte. Porque lo que no puede olvidarse es que la lección final y más profunda del Quijote, que Cervantes parece querer ofrecernos, es ésta: que aunque los proyectos esforzados de Don Quijote y de los caballeros armados que representa parezcan locuras, la disyuntiva es la muerte. Para renunciar a estas locuras, para curarse de ellas, tras la gran calentura, habrá que colgar las armas; pero con esto (que es lo que no ve el pánfilo pacifista) viene la muerte. La muerte física de Don Quijote, al recluirse, tras colgar las armas, en el cuerpo de Alonso Quijano, simboliza así la muerte de España, al colgar las suyas.
«Razones tan discretas que borran y deshacen sus hechos»
La facultad de hacer discursos discretos e ingeniosos, que es facultad propia de los letrados –que son ante todo quienes dominan las letras de las leyes–, es una facultad que Cervantes atribuye a Don Quijote, pero no en abstracto, sino poniendo en su boca los mismos discursos discretos e ingeniosos que acreditan esa facultad, que aparece en Don Quijote con tanta o más fuerza cuanto más débiles y quebradas nos parecen sus acciones, sus armas y sus hechos.
No puede afirmarse, por lo demás, desde luego, que Don Quijote, en su locura, careciera de discurso, como tampoco carece de armas. Pero tampoco puede afirmarse (con don Diego Miranda) que la «incongruencia» (locura o tontería) de Don Quijote se encuentre sólo en el terreno de la coordinación de los discursos y sus acciones. La incongruencia de Don Quijote se encuentra ya en su propio discurso, y es éste el que enferma o degenera. Aunque no es fácil determinar cual es la línea divisoria que separa el discurso sano y el discurso degenerado, que en Don Quijote toma la forma de locura, y según una figura ya conocida, si damos por buena la tesis de Menéndez Pidal sobre el entremés de Bartolo.
En el momento de tratar de establecer esta línea divisoria habría que tener en cuenta que la «parte sana» del discurso de Don Quijote tendría que ser compartida por el propio Cervantes; o, dicho de otro modo, que Cervantes estaría expresando su pensamiento a través del discurso sano de Don Quijote, y que un discurso no se opone solo, en globo, a las acciones –a los hechos, en cuanto acciones–, sino también al juicio sobre los hechos de experiencia, que no son tanto acciones cuanto percepciones, sin perjuicio de que, a su vez, estas percepciones estén «recortadas» por alguna acción previa o virtual, con tal de que esté integrada en el discurso.
Cervantes (si es que es Cervantes quien habla, en el capítulo XVIII de la segunda parte, por boca de Diego de Miranda) no parece diagnosticar quiebra alguna en el discurso de Don Quijote, y su locura la pone más bien en la incongruencia entre su discurso, en sí mismo sano, y sus acciones, entre sus «palabras» y sus «hechos», dirán otros. Cuando don Lorenzo, el hijo poeta de don Diego, pregunta a su padre su opinión sobre el caballero que ha invitado a su casa («el nombre, la figura y el decir que es caballero andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos»), don Diego responde:
—No sé lo que te diga, hijo; sólo te sabré decir que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos. (II, 18; cursiva nuestra.)
No es por tanto propiamente que los hechos deshagan las palabras; la situación es mucho más interesante: son las palabras las que, según don Diego, deshacen los hechos.
Don Diego, según este diagnóstico, parece desplazar la incongruencia de Don Quijote a un lugar distinto (aquel en el que se contraponen los discursos y las acciones), en el que su hijo don Lorenzo, el poeta, parecía ponerla inicialmente (el lugar en el que se contrapone el discurso y los hechos, sin distinción, por un lado, y por tanto el comportamiento global de Don Quijote, que será coherente en sí mismo, y la expresión personal, no solo verbal, de los mismos («que el nombre, la figura y el decir que es caballero andante…»).
Cabe, en resumen, ensayar diferentes criterios. El que nos parece más plausible se basa en una distinción entre el discurso doctrinal (necesariamente abstracto, político, filosófico) y el juicio de aplicación del discurso a las circunstancias concretas del momento, en el que ha de intervenir la prudencia, y la sindéresis, y no sólo la sabiduría de los principios o de la ciencia de las conclusiones (la coherencia) de la doctrina. Cabría poner en correspondencia el discurso doctrinal con el «registro representativo del lenguaje», mientras que el juicio preferiría el registro del lenguaje expresivo o apelativo, que se dirige a personas en concreto.
Por ejemplo, en el capítulo 29 de la segunda parte (en el que Cervantes expone la famosa aventura del barco encantado) se le supone a Don Quijote una ciencia sólida en su discurso sobre la Esfera, puesto que utiliza conceptos que Sancho no conoce: qué cosas sean coluros, líneas, paralelos, zodiacos, eclípticas, polos, solsticios, equinocios, planetas, signos, puntos, medidas… Pero el discurso se quiebra –como se quebraría la lanza– al aplicarlo a las circunstancias concretas, allí donde el buen juicio, o la facultad de juzgar, de subsumir lo particular en lo universal, o recíprocamente, ha de ejercitarse rectamente. Don Quijote comienza a calcular «cuantas paralelas» ha de atravesar el barco arrastrado por la corriente del Ebro; comienza a interpretar las aceñas como castillo en el que debe encontrarse alguna infanta o princesa malparada. El buen juicio lo mantiene aquí Sancho, pero también la «canalla malvada» y los molineros de las aceñas «que vieron venir aquel barco por el río, y que se iba a embocar por el raudal de las ruedas». «Los cuales [molineros], oyendo y no entendiendo aquellas sandeces [de Don Quijote], se pusieron con sus varas a detener el barco, que ya iba entrando en el raudal y canal de las ruedas.»
Lo que parece aquí imprescindible indicar es que la locura de Don Quijote, definida como quiebra del juicio, es tal que permite mantener intacto el discurso doctrinal «académico» (científico, filosófico, político). No es una locura común, propia del esquizofrénico que padece confusión y caos mental. La locura de Don Quijote es solo un caso particular de la misma quiebra de juicio que padecen los hombres más sabios, los políticos o los científicos, por ejemplo, que una vez que han construido firmemente su doctrina o su diagnóstico, tratan de aplicarlos al caso concreto, y si este se resiste, echarán la culpa al caso, y no a la doctrina («el cadáver miente»).
Otra cosa es el origen de ese desajuste entre la doctrina y el hecho. ¿Se debe simplemente al dogmático empecinamiento del político o del científico (que llega a proponer, pongamos por caso, como doctrina cierta, la teoría del big bang, sin perjuicio de los hechos en contra)? ¿Se trata de que los hechos son «trastocados» desde fuera (por ejemplo, desde el palacio de los duques), a fin de que aparezcan distintos a como deberían aparecer? Descartes, en días muy próximos a aquellos en los que Cervantes escribía el Quijote, cuando juzgaba que «acaso esta estufa sea una ilusión propiciada por un Genio Maligno engañador», se enfrentaba con el mismo encantador con el que se encuentra Don Quijote.
Porque también Don Quijote recurre al encantamiento de un Genio Maligno para explicar la falta de ajuste entre las doctrinas sanas y los hechos de experiencia. El propio Sancho llegaba a veces a «perder el juicio» como le ocurrió en el episodio de los cueros de vino acuchillados por Don Quijote (I, 35), que los tomó por gigantes, y al vino derramado por sangre. ¿Quién no asocia este «encantamiento» de la transformación del vino en sangre con los debates del siglo XVII, entre galileanos, gassendistas y cartesianos, a propósito de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, y de la transubstanciación eucarística? Pero la doctrina de Santo Tomás, si la consideramos como un propotipo de discurso teológico racional, casi perfecto, dentro de los principios del hilemorfismo creacionista, ¿qué tiene que ver con esa locura de ver en el pan y el vino el cuerpo y la sangre de Cristo?
Nos permitimos advertir que la dificultad no aparece tanto en el terreno del discurso doctrinal teológico de Santo Tomás, cuanto en el juicio concreto acerca de si este pan de trigo, como hostia consagrada, es el cuerpo de Cristo, y si este vino de uva, consagrado, es la sangre de Cristo. Pero sólo puede asentirse a semejante juicio apelando a la acción divina, a un milagro, que es de algún modo obra de encantamiento. De un encantamiento que, como en el caso de Don Quijote, transforma el vino en sangre, y el pan en carne. (Cuando se cambiaba el discurso tomista, la doctrina, por ejemplo el hilemorfismo por el atomismo, el encantamiento se hacía mucho más difícil; y la defensa de la doctrina atomística sería el motivo por el cual, y no por su heliocentrismo, habría comenzado la persecución de Galileo.)
El discurso de las armas y las letras
Y entre los discursos más famosos, y también más racionales y sanos, atribuidos a Don Quijote por Cervantes (en cuya exposición, según hemos insinuado, estaría Cervantes manifestando su propio pensamiento), hay que contar, sin duda alguna, el «Curioso discurso de las armas y las letras» (Primera parte, final del capítulo 37 y 38).
Este Discurso, en sí mismo, no tiene quiebra, ni la tienen las armas a las cuales allí se aluden. Precisamente porque son «armas aludidas» (pintadas) y no armas utilizadas (vivas). La quiebra del discurso de las Armas y las Letras no aparece en alguna grieta o inconsistencia que en el mismo discurso podamos advertir, sino en el momento de su aplicación, pongamos por caso, en la falta de juicio que se manifiesta al tomar las aspas de los molinos por brazos armados de gigantes.
¿Y cual es la sustancia de este discurso perfecto de las armas y las letras? Es decir, ¿contra quien se dirige?
En nuestros días, en los cuales el «síndrome de pacifismo fundamentalista» (SPF)sacude intensamente a los ciudadanos y a los fieles (otros dirán, aún situados en «la izquierda», pero con reminiscencias clericales: sacude intensamente «a las conciencias»), quienes exaltan, en su cuarto centenario, a Don Quijote, esperarán poder levantar a su figura como un emblema más del pacifismo salvador. ¿No dice Don Quijote en su discurso que «las armas tienen por fin y objeto la paz»? ¿Acaso no recuerda Don Quijote en su discurso, aunque sin citarlo expresamente, a San Lucas, que en palabras de su Evangelio, con las que después se comenzará el cántico de la misa, dice: «Gloria sea en las alturas, y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad»?
Más aún, quienes, con Bataillon y tantos otros, ven a Cervantes como uno más de los españoles impregnados por Erasmo (¿qué escritor del siglo de oro español merecería ser citado por estos eruditos sectarios si no fuera porque en aquel discurso ven reproducida alguna idea de Erasmo?), leerán el curioso discurso de Don Quijote como una versión de la doctrina del pacifismo evangélico erasmista.
A fin de cuentas, Erasmo fue el gran abanderado del pacifismo de su época; la época en la que, en España, Vitoria y otros teólogos argumentaban a favor de la guerra, de la guerra que llamaban «justa». Pero a Erasmo no le gustaba España, porque era tierra en donde se toleraba con exceso a los judíos; aparte de ello el pacifismo de Erasmo no era tampoco un pacifismo puramente evangélico, porque estaba entretejido con intereses mundanos del siglo. Erasmo decía ser neutral: Francisco, rey de Francia, busca la paz, pero también Carlos la busca. Por eso diría Francisco: «Mi primo y yo estamos siempre de acuerdo, los dos queremos Milán.»
Pero el Discurso de las armas y de las letras de Don Quijote no es un discurso pacifista, ni, menos aún, es un discurso «erasmista». A lo sumo podría interpretarse como un discurso contra Erasmo (salvo que se suponga, y es mucho suponer, que Cervantes elogia la locura de Don Quijote cuando éste empuña sus armas). Y esto porque la doctrina que Don Quijote expone es, ni más ni menos, no la doctrina de Erasmo, sino la doctrina de Aristóteles.
Erasmo, en su Querella de la paz de cualesquiera pueblos, echada y derrotada, publicada en 1529, defiende, desde luego, la paz, atacando a las armas, en beneficio de las letras y, sobre todo, de las letras divinas: la paz de Erasmo es la paz evangélica.
¿En qué se diferencia el hombre de los animales? En que el hombre, dice Erasmo, a pesar de tener inteligencia, se comporta de un modo más bestial del que las bestias acostumbran para relacionarse con las de su misma especie. Pero Erasmo, inventándose la etología, y sobre todo la etología humana, dice: «Entre las bestias más feroces encuentro yo más grata hospitalidad que entre los hombres.» Los animales viven en concordia cuasi civil. A menudo los elefantes se comportan entre sí como hermanos; los leones no se embravecen ante los leones; la víbora no muerde a la víbora. Debería bastar el vocablo «hombre» para establecer la avenencia entre los hombres. Y aunque la naturaleza los hubiera derribado o hecho caer, ¿no les bastaba Cristo? Cristo es el principio de la paz. A Cristo no le anuncian bélicas trompetas. ¿Por qué los hombres mueven guerras permanentes, a pesar de su inteligencia? Acaso por su pecado original. Pero Erasmo parece estar diciendo que si la inteligencia, o la razón, no hubiera sido menoscabada en el hombre por el pecado, como decía San Agustín, los hombres dejarían de cultivar las armas, precisamente en virtud de su racionalidad.
Se ha señalado una posible relación entre la Querela pacis de Erasmo, en que acusa la ambición de los príncipes belicosos, y el programa de Vitoria, De iuri belli. Manuel de Montoliu (Alma de España, págs. 632, 633) defiende esta relación. Pero semejante apreciación, a nuestro juicio, carece de todo fundamento, y es sólo fruto de la erasmomanía. Vitoria no es pacifista al modo de Erasmo; su posición sobre la guerra justa es precisamente la contraria a Erasmo.
Pero mientras que Erasmo afirmaba que los hombres deberían dejar de cultivar las armas, precisamente en virtud de su racionalidad, Don Quijote comienza reivindicando la condición racional de las armas. El hombre es animal racional, luego también han de serlo las armas, inventadas por el hombre. Tanto más importante es esta conclusión de Don Quijote cuando advertimos que sus armas no son armas-máquina (armas de disparar, como flechas, bolas, armas de fuego, granadas; menos aún armas automáticas, como cepos o misiles inteligentes) sino armas-instrumento (armas de blandir, como espadas o lanzas).
No imaginamos a Don Quijote manejando un arco o un arcabuz. Don Quijote sólo utiliza, como buen caballero andante, armas-instrumento, es decir, armas cuyo impulso lo reciben directamente del cuerpo del caballero, de forma que sea él quien directamente tome contacto con el cuerpo del enemigo, y en lucha «cuerpo a cuerpo» con él pueda percibir sus reacciones inmediatas. Los etólogos de hoy toman este criterio como base para distinguir la conducta agresiva animal (la conducta agresiva que actúa directamente sobre el cuerpo del enemigo) y la conducta agresiva humana, cuando ésta establece una desconexión cada vez mayor entre el agredido y el agresor. Lorenz habló de un «descarrilamiento del instinto de agresión», derivado de esta desconexión, cuyos primeros grados aparecerían ya en chimpancés, u otros animales que lanzan piedras, aunque propiamente no las disparan: la aceleración que experimenta la piedra lanzada con la mano –dejamos de lado la aceleración de la piedra lanzada con honda o la que es efecto de la gravedad– toma su fuerza de la mano que la lanza.
Pero no nos autorizaría esta distinción entre armas-instrumento (cuya energía procede del organismo, que utiliza los instrumentos como si fuesen órganos suyos: garras, colmillos, puños) y armas-máquina, a clasificar las armas instrumentales como armas animales irracionales. Las «armas orgánicas» no son, sencillamente, armas, sino órganos de ataque o defensa de un animal, o incluso a veces de una planta (espinas, venenos). Pero las armas instrumentales ya son armas estrictas, herramientas normadas, contenidos de la cultura humana, por lo tanto, como dice Don Quijote, racionales.
En consecuencia, ni las armas ni la guerra es propia de animales irracionales. La guerra no es cuestión de fuerza bruta, asentada en el cuerpo. La guerra supone el espíritu, el ingenio:
«Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio [de las armas de la andante caballería] excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras [las letras de los letrados, de los legistas, del Estado de derecho] hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quienes se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutarlos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo.»
Y todavía dirá más: las armas tienen un fin superior a las letras («y no hablo ahora de las [letras] divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo»), porque mientras las letras [las que giran en torno a las normas éticas, morales, políticas o jurídicas] tienen como fin y paradero «entender y hacer que las buenas leyes se guarden», este fin no es digno de tanta alabanza como la que merece «aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz (…) Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mismo es decir armas que guerra.»
Ahora bien, esta famosa proposición («La paz es el fin de la guerra») procede, como es sabido, de Aristóteles (Política, 1334 a15). Pero hay dos modos principales de interpretarla:
(1) La Paz, universal y perpetua, es el fin de todas y cada una de las guerras; una paz que habría que entenderla, por tanto, como una reconciliación mutua y sempiterna de los contendientes.
(2) La Paz no es un fin universal e indiferenciado de todas las guerras, sino el fin particular y específico de cada guerra: quien está en guerra busca la Paz, pero esta paz es la Paz de su victoria. Quien entra en la guerra colabora a un desorden; y el fin de la guerra es restablecer el orden, pero tal como lo entiende el que quiere vencer. Por ello, el fin de la guerra es la Paz, la Paz de la victoria, del orden victorioso y estable que haya logrado establecer el vencedor.
La primera interpretación de la proposición de Aristóteles es claramente meta-histórica, por no decir metafísica. Si la Paz fuese la ley universal de los hombres, como animales racionales, la única manera de explicar históricamente las guerras sería suponer que los hombres, a lo largo de la historia, han entablado guerras por su irracionalidad; es decir, habría que suponer que toda la historia del hombre es la historia de la sinrazón.
Sólo la segunda interpretación puede recibir un significado histórico positivo, desde el supuesto de que la humanidad no tiene existencia como tal, sino que está originariamente distribuida en partes que no tienen por qué ser compatibles ni congruentes entre sí. La guerra habrá sido la forma extremada de la relación ordinaria entre esas partes.
Cuando, desde este supuesto, hablemos de paz, como fin de la guerra, nos referiremos a la guerra real, a cada guerra en particular; y entonces hablar de paz ya puede tener un sentido político e histórico, y no metafísico o metahistórico. Hablar de la paz como fin de la guerra es hablar de una paz política: bien sea de la Pax Romana, bien sea de la Pax Hispana, bien sea de la Pax Británica o bien sea de la Pax Soviética (de la que Stalin se proclamó abanderado en 1950). La paz es el fin al que aspira la guerra con el objetivo de instaurar el orden inestable que la misma guerra ha comprometido, reconstruyéndolo a medida del vencedor.
Que la proposición de Aristóteles entiende la paz como fin de la guerra, en este sentido positivo, se corrobora con otro pasaje suyo, un poco anterior al citado (Política, 1333), en donde Aristóteles pone en correspondencia la contraposición trabajo/ocio con la contraposición guerra/paz, y dice: «La guerra tiene como fin la paz, como el trabajo el ocio.»
Por eso la guerra, en cuanto actividad racional que tiene como fin la paz, o el orden justo obtenido tras la victoria, implica también racionalidad de este orden y de las operaciones que conducen a él. Por ello la guerra no puede tener como fin la esclavización de los hombres que no lo merecen, y menos aún su exterminio. La paz a la que aspira la guerra ha de tener como fin:
(a) O bien evitar ser esclavizados por otros: es el fin al que aspiran las guerras defensivas.
(b) O bien lograr obtener la hegemonía sobre otros, no para dominarlos simplemente, sino para proporcionarles bienes mejores de los que disfrutan. Se trata de lo que después se han llamado guerras de civilización, o también guerras de liberación.
(c) O bien la guerra tiene como fin gobernar a los que merecen ser gobernados, incluso como esclavos. Vitoria, incluso Sepúlveda, asumirán este tercer fin de la guerra como un título de guerra justa, si es que él se propone tutelar y educar a los pueblos incapaces de gobernarse a sí mismos, hasta lograr que desarrollen sus propias capacidades.
(Sobre estos asuntos véase nuestro libro La vuelta a la caverna. Terrorismo, guerra y globalización, I, 4: «La Paz como objetivo final de la Guerra». Para la polémica Sepúlveda, Vitoria, Las Casas, véase el análisis de Pedro Insua, «Quiasmo sobre ‘Salamanca y el Nuevo Mundo’», El Catoblepas, número 15, mayo de 2003 [http://nodulo.org/ec/2003/n015p12.htm].)
No parece, en conclusión, que pueda afirmarse que Don Quijote está predicando, en su famoso discurso, un pacifismo político y una requisitoria contra las armas a favor de las letras. Podrá estar dibujada en su horizonte una Edad de Oro, que por otra parte tampoco se identifica con la Paz evangélica, que él invoca en otras ocasiones. A lo sumo Don Quijote estaría defendiendo un orden –una paz– susceptible de ser mantenida a través de leyes justas, que a su vez sólo por la fuerza de las armas podrían ser efectivas. Este es el fundamento de la superioridad que, en su famoso discurso, Don Quijote (Cervantes) atribuye a las armas sobre las letras: sobre las letras humanas (de las letras divinas no quiere hablar), sobre las letras propias de los letrados, es decir, sobre las letras de las leyes.
Si utilizásemos el concepto que, dos siglos después, crearon algunos letrados alemanes (como Robert von Mohl), el concepto de Rechtsstaat, que nosotros traducimos como «Estado de Derecho», tendríamos que concluir que, para Don Quijote, el «Estado de Derecho» –el Estado de los letrados, el Estado de los legistas– carece de fuerza por sí mismo, y que la fuerza de obligar que él pueda tener la recibe de las armas capaces de hacer cumplir las sentencias de los jueces; así como también fueron las armas las que hicieron posible que el orden representado por esas leyes prevaleciera sobre otros órdenes distintos, contrapuestos o alternativos.
Don Quijote, por su parte, se considera siempre muy lejos de cualquier tribunal de justicia: «¿Y dónde has visto tú o leído jamás que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que hubiese cometido?» (I, 10.) Don Quijote, como caballero andante soberano, asume la posición tradicional de todo soberano, de la Iglesia, dotada de fuero propio, o del Rey de las monarquías absolutas, y residualmente de las constitucionales: «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.» (artículo 56.3 de la Constitución española de 1978.) Pero también asume la posición que siempre corresponde a la soberanía política efectiva, la de un Imperio (como pueda serlo actualmente Estados Unidos de Norteamérica), a quien ningún Tribunal Internacional de Justicia (real y no de papel, como los que actualmente fingen serlo) puede juzgar, porque el cumplimiento de sus sentencias sólo es posible si es el Imperio mismo quien obliga a cumplirlas.
El orden representado en las leyes que pueda presidir a una Nación, tal como la Nación española, sólo puede mantenerse por la fuerza de las armas, que lo crearon y lo sostienen por debajo: las armas que lleva Don Quijote, pero no en solitario, sino asistido por Sancho y por Dulcinea, de la cual podrán salir los nuevos soldados y los nuevos legistas.
Una Nación desarmada o débil sólo podrá asumir el orden que le impongan otras Naciones o Imperios mejor armados. Y, por ello, las armas deben ser consideradas superiores y más racionales que las letras, que las leyes:
«Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio [de las armas] excede a todas aquellos y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras [la leyes del Estado de Derecho] hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutarlos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo.»
Las armas, en resolución, tienen un fin superior a las letras («y no hablo ahora de las letras divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo»), porque mientras las letras tienen por fin y paradero entender y hacer que las buenas leyes se guarden, este fin no es digno de tanta alabanza, como el que merece aquel al que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz. La paz es el verdadero fin de la guerra, puesto que lo mismo es decir armas que guerra.
Don Quijote nos obliga a afirmar –tal es nuestra interpretación– que si España existe, que si España puede resistir sus amenazas, que si España es una Nación y quiere seguir siéndolo, todo esto no pudo resultar ni podrá mantenerse solamente con las letras, con las leyes, con el Estado de derecho. Son necesarias las armas, es decir, es necesario estar preparados para la guerra, puesto que como afirma Don Quijote: «Lo mismo es decir armas que guerra.»