¿Por qué nos gustan las comedias?¿qué tiene el teatro que nos atrae tanto?.
A lo largo del tiempo, estas preguntas siempre han rondado nuestras cabezas y, una vez iniciada la reflexión, se van transformando en preguntas más profundas, como: ¿el teatro debe solamente entretener o también tiene que educar?, ¿qué es más importante la trama o los personajes?, ¿creatividad imaginativa o reglas y verosimilitud?, ¿dónde está la realidad y qué la diferencia de la ficción teatral?.
Muchas reflexiones me han surgido leyendo al genial Jose Luis Alonso de Santos (Valladolid, 1942): dramaturgo, director escénico, guionista, narrador y profesor de escritura dramática en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid… un gran hombre de teatro.
Su conocido libro, La escritura dramática, Madrid, 1998, es una referencia obligada para todo aquel interesado en el arte dramático. El libro repasa todo el proceso de creación del texto teatral: el proceso imaginativo, el proceso técnico y el proceso filosófico. Algunas de sus ideas, muy resumidas, pueden verse en el texto transcrito a continuación (ver http://www.uclm.es/centro/ialmagro/publicaciones/pdf/CorralComedias/8_1997/3.pdf) que nos pueden ayudar a entender mejor el arte de las comedias:
“Toda obra de teatro se podría resumir así: dos fuerzas (dos personajes) se encuentran por un incidente, y se origina un conflicto que desencadena una incertidumbre en los personajes -y en el espectador- sobre cómo se va a desarrollar su vida escénica de ahí en adelante. La peculiaridad de la comedia -y la comedia de enredo especialmente- es que ese incidente tiene que ser lo suficientemente importante para que nos interese, pero el conflicto que origine ha de desarrollarse con un estudiado equilibrio entre los elementos emocionales en pugna (las dificultades que tienen los personajes para alcanzar sus metas), y el optimismo y la vitalidad que presiden el género. Es decir, los personajes han de luchar por conseguir sus fines con intensidad, fuerza y deseo, pero sin dramatismo ni tragedia.
(…) Muchas comedias rozan la tragicomedia y el drama, o queda claro que los rozarían si la acción siguiera un minuto más tras la caída del telón. La diferencia estriba, sobre todo, en que la comedia cuida de no romper el delicado equilibrio que su género impone. Las armas básicas del autor son, en ella, el regocijo y la diversión. A partir de estar armas se establece una corriente comunicativa con el espectador que va a permitirle hacer con él un discurso más o menos oculto acerca de sus verdaderas intenciones que, paradójicamente, aunque se realizan a través de la alegría, tienen siempre que ver con el sufrimiento, punto de partida aceptado por autor y espectador: la vida es muy difícil, pero podemos convertirla en comedia con nuestra actitud. Esa es la primera de las muchas complicidades establecidas, pues la comedia no puede ser “disfrutada” de una forma no participativa por el espectador, que tiene que aceptar su finalidad, sus convenciones, su tradición, y una dimensión no heroica, ni trágica, ni siquiera dramática, de la existencia. Es decir: no se puede disfrutar de una comedia sin estar predispuesto de alguna forma a darle a la vida, en esos momentos, una dimensión cómica.
El autor teatral trata de comunicar en sus comedias una euforia ante el mero hecho de vivir que se traduce en una defensa de la existencia. Toda buena comedia siempre nos dice: “La vida a pesar de todas las dificultades que hemos visto en el escenario, y a pesar de todas las dificultades que sabemos que pueden venir (y que vendrán después); merece la pena vivirse”.
La comedia toma la fragilidad humana como punto de partida, y trata de superarla después, en un acto de venganza y dominio de esa misma fragilidad. Pero, al mismo tiempo, tiene una aguda conciencia de los grandes obstáculos que se van a interponer en el camino del personaje -y del ser humano- hacia sus metas.
Esa es una convención básica: un acuerdo con el espectador para que los conflictos vitales y esenciales se aplacen, y veamos nada más los primeros actos de esa tragedia que vendría después del final, si se prolongara la comedia.
(…) otro de esos grandes debates que nos llegan desde Horacio: si las comedias tiene otra finalidad además de la de entretener; si son un juego en sí mismas o hay algo detrás; si son para enseñar o para educar; una escuela del sentido común, una escuela para el propio conocimiento, el “nacimiento” del sentido del ridículo (para que no hagamos lo que hacen algunos personajes en el escenario), etc. Yo creo que ningún autor jamás en la historia del teatro se ha puesto a escribir ninguna comedia -ni ninguna obra de teatro de cualquier género- sólo para “entretener” en el sentido más vulgar del término, sino para aportar, de algún modo, su punto de vista sobre cuestiones que nos afectan en nuestra existencia.
Estos debate sobre si la vida merece la pena, si el amor puede solucionar otros problemas esenciales, si los jóvenes pueden vivir en un mundo construido por los viejos (que es básico en todas las comedias), si es posible burlarse y transgredir las normas, si es posible luchar contra las prohibiciones y alcanzar cierta felicidad, etc., todos estos debates están presentes en las sociedades de todos los tiempos, y los dramaturgos, aunque escriban la más liviana, más ingenua, más vodevilesca y más sencilla de las comedias, los conocen, y escriben impregnados de ellos.
Los escritores sabemos que los seres humanos nos comportamos de modo semejante a la célebre paloma Kantiana, que “sueña, al notar la resistencia del aire en las alas, que volaría mejor en el vacío”. La paloma no podría volar en el vacío, pero ella sueña que lo haría. Lo mismo nos sucede a los seres vivos, y a los personajes de nuestras obras. Los seres humanos nacemos, crecemos, nos desarrollamos, y morimos, rodeados de conflictos, problemas y prohibiciones. La vida es condenadamente complicada. Afortunadamente y gracias a ello, gracias a los problemas y las dificultades de la vida, los escritores escribimos obras (dramáticas y cómicas). la comedia es, pues, un modo de afrontar las dificultades que la lucha por la vida provoca en sus protagonistas, en la escena y en el mundo. Y trata de enfrentarse a estas dificultades con su mejor arma: riéndose de ellas. Es decir, enfrentándose a la realidad por los caminos indirectos que el ingenio y la burla facilitan. Por ello, los temas de la comedia son casi siempre el crimen, la caída, y la muerte. En general, esta burla o engaño de la comedia va a restituir un equilibrio destruido previamente, que el protagonista -y con él el autor y el espectador- desea ver restituido.
Pero la buena comedia no sólo va a condenar el mal social, la mentira impuesta, y las limitaciones y desdichas que el individuo padece en la vida, sino que va a tratar de adentrarse también en el propio individuo, y va a ridiculizar la falta de conocimiento que los personajes -y los espectadores reflejados en ellos. tienen de sí mismos. Así, una de las grandes aportaciones de la comedia es que nos enseña a vernos a nosotros mismos, a pesar de los prejuicios que sobre nosotros mismos tenemos.
(…) uno de los elementos clave de la comedia es encontrar la medida adecuada a la densidad, la profundidad y la importancia del conflicto. Si éste es muy ligero, la comedia se vuelve insustancial, y si es muy denso y muy importante, se vuelve tan dramático que deja de ser comedia. Una de las claves es, pues, encontrar la dimensión justa del conflicto. Y otra de las grandes dificultades del autor de comedias de todos los tiempos es trabajar con las reglas de la verosimilitud y las creencias de su tiempo. La verosimilitud marca las leyes del género en esa estudiada ligereza, y en unas convenciones estilísticas que, lógicamente, van variando a lo largo de la historia del teatro, según varían las relaciones comunicativas espectáculo-público.
Uno de los grandes temas del Siglo de Oro es el enfrentamiento entre el deseo de pecado y el deseo de salvación (ese gran debate humano no sería posible en una sociedad de no creyentes, por ejemplo). Las creencias marcan las reglas filosóficas de comunicación entre lo que sucede en el escenario y lo que sucede en el patio de butacas. Evidentemente, a una sociedad que no tenga unas creencias determinadas, una obra que esté hablando de esas creencias le resultaría inverosímil, porque la verosimilitud de cada época está basada en la construcción tradicional, en la ideología y las creencias, y en la filosofía y conocimientos de su tiempo (no tendría sentido plantear, por ejemplo, el conflicto cristianismo-moralidad en el mundo musulmán).
Las reglas de las convenciones teatrales, como vemos, van modificándose. El teatro es un acuerdo entre la realidad y la convención. El Siglo de Oro es el siglo del verso, porque los demás elementos del hecho teatral (luz, escenario, vestuario. etc.) eran menos convencionales que en la actualidad; en el verso descansaba la originalidad, la creación y el juego de cada uno de los poetas.
El sentido de la verosimilitud en la historia del arte, y concretamente en la historia del teatro, siempre ha tenido mucho que ver con el sentido del imaginario y de lo real: ¿Qué es real y qué pertenece al imaginario?¿Qué está aceptado por una sociedad?¿Qué podemos entender y asimilar?¿Qué podemos disfrutar y qué no podemos disfrutar?
Hay tres grandes reglas en el teatro desde su nacimiento hasta hoy; son las reglas del espacio, el tiempo y la causalidad. El espacio teatral es un espacio reducido, convencionalmente reducido, y no sólo porque lo sea al representarse una obra, sino que ya lo es en el imaginario del autor. La obra original no es la del texto. La obra original se construye en la imaginación del escritor, y cuando la construye lo hace ya en un espacio reducido.
(…) El autor imagina, por tanto, sus criaturas (sus personajes) y sus situaciones en una síntesis de espacio. Y también en una síntesis de tiempo. La vida de un personaje dramático se reduce a una cuantas intervenciones: nace, crece, se desarrolla y muere en veinte o treinta frases. Si contamos, en términos de tiempo, las palabras que dice Hamlet (o cualquier otro de los grandes personajes del teatro) su vida escénica no pasa de los tres cuartos de hora.
Estas dos síntesis (de espacio y tiempo) obligan a una tercera: la síntesis causal. Lo que sucede en nuestra vida está originado por la expectativa de muchos espacios, muchos tiempos y mucha vida. (…) en la vida real no hay una relación causal directa. Un ejemplo: algunas personas guardan un arma en su casa, y eso no significa que alguien vaya a pegarse un tiro forzosamente. Pero en el teatro, “si en el primer acto hay un arma colgada en la pared, es necesario que se dispare antes de que acabe la obra”, porque si no, ¿qué pinta en el escenario?. Así pues, mientras que las relaciones en la vida son “casuales”, en el teatro son “causales”, y toda frase, toda pausa, toda entrada de un personaje, toda acción y toda emoción, están hechos para construir una cadena de acontecimientos causales que lleven por esos raíles del espacio y del tiempo, el tren de la obra desde su comienzo hasta su final. Si se estudia detenidamente ese desarrollo causal, se ve que hay una situación previa, un incidente, un conflicto, un protagonista y un antagonista, unos desarrollos, una serie de variables, etc. (…)
El arte de la comedia es, en conclusión, un arte desengañador, desenmascarador de nuestra personalidad, de nuestra sociedad, de nuestras ideologías, nuestras mentiras y nuestros esquemas. Es un arte que intenta ayudarnos a que nos liberemos de algunas de las ideas erróneas que tenemos sobre la realidad, el mundo, y sobre nosotros mismos. No se trata, pues, aquí del concepto trágico o heroico de obligar al individuo a aceptar y enfrentarse a los obstáculos que la vida ha puesto en su camino. Por el contrario, en la comedia se permite al personaje -y al público identificado con él- rehuir y eludir al enemigo en lugar de salir a su encuentro. Está, pues, la comedia muchos más al servicio de la supervivencia que de la moral; más al servicio del pequeño personaje que somos todos cada día frente al espejo, que al de las grandes ideas. Por eso son tradicionalmente hostiles a la comedia los moralistas de todos los tiempos. Y cuenta con el favor del público con menos prejuicios culturales, ideológicos y morales.
La comedia está mucho más cerca de la biología que de la religión, lo que es para el espectador sumamente agradable, pues le libera de muchas de sus pulsiones y le sirve de válvula de escape a la presión ideológica que ha de soportar diariamente en su existencia, en choque constante contra la realidad. De una forma indirecta, la comedia se entiende con muchos de sus reprimidos deseos y les da la razón, lo que produce, lógicamente, en la carnalidad del espectador una cierta euforia.
Por eso a la buena comedia nunca le ha faltado ni le ha de faltar público, ya que éste la necesita como elemento de compensación y de venganza frente a sus muchas opresiones sufridas en la vida.”