España no es un mito – Pregunta 4: ¿España es una nación?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la cuarta pregunta:

¿ESPAÑA ES UNA NACIÓN?

Es necesario partir, por razones de método, de la respuesta afirmativa a esta pregunta

Si sobreentendemos que la «Nación» a la que se refiere esta pregunta es la «Nación política», entonces la respuesta tiene que ser contestada de un modo rotundamente afirmativo e inapelable: sí, España es una Nación política.

No estamos aquí, por tanto, ante una cuestión discutible: estamos ante una cuestión de hecho, y no cabe dar beligerancia alguna al adulto que la pone en duda, aunque sea en nombre de su disposición a un «diálogo abierto a todas las hipótesis». Porque no cabe hacer hipótesis positivas, salvo que seamos metafísicos o epistemólogos, sobre los hechos que se dan por incontrovertibles. En nuestro caso, por los «hechos constitucionales» (que son una clase particular de los «hechos normativos»).

Otra cosa es que la discusión se lleve al terreno no de los hechos, sino, por ejemplo, al terreno de los derechos; o bien al terreno del mal llamado deber ser, como si éste pudiera enfrentarse al ser, como si, el ser, el hecho, no pudiera contenerse ya implícito en el deber ser, en el «hecho que hace derecho». Porque una cosa es afirmar, en el terreno de los hechos constitucionales, que España es una Nación política, y otra cosa es dudar o negar, en el terreno que se quiera, que deba o pueda seguir siéndolo, o que lo hubiera sido ya en el siglo X o en el XVII.

La cuestión se complica inmediatamente cuando el término «nación» deja de mantener su significado en el terreno de la «Nación política» y comienza a ser utilizado en otros sentidos, por ejemplo, en el sentido de la «nación étnica» o incluso en el sentido de la «nación histórica», que es, a nuestro entender, el sentido que el bachiller Carrasco empleaba cuando le decía a Don Quijote que era «honor y espejo de la nación española». Pero en el siglo XVII, ninguna Constitución política había establecido la institución de la «Nación española»; por lo que las palabras del bachiller no podrían tomarse como prueba de un «hecho constitucional».

Desde la perspectiva de los «hechos constitucionales», aquellos en los que se apoya el positivismo jurídico más estricto, que se atiene a las leges datae (y no a las leges ferendae), la respuesta a la pregunta titular, en cuanto cuestión de hecho, es inequívoca: España es una Nación, una Nación política. Y esto implica que es necesario reconocer esta respuesta afirmativa como punto de partida inapelable para cualquier debate ulterior. Nos parece capciosa, y en todo caso lógicamente inadmisible, la aceptación de la duda, ni siquiera metódica, como punto de partida del debate, o simplemente la aceptación de la ambigüedad ante la respuesta a una pregunta entendida como cuestión de hecho, y como cuestión que debe ser decisible de modo rotundo y terminante. Porque la duda, o la ambigüedad, en este caso, equivaldría a confundir el hecho efectivo con la supuesta posibilidad de otros hechos, es decir, a incurrir en la confusión entre el factum y el posse.

Y esta confusión es intolerable lógicamente, incluso ante quienes pretenden remover o destruir el hecho efectivo, sustituyéndolo, por ejemplo, por un «hecho futuro» que, por razón de ser futuro, no es todavía un hecho, aunque quienes lo desean lo contemplen como si fuera real, envolviéndolo en la «aureola» de su supuesta indefectibilidad futura (o eventualmente, en la supuesta realidad de un pretérito no menos cierto). Quienes buscan remover o destruir la condición de España como Nación política tienen también que partir necesariamente del hecho de España como Nación política. No pueden fingir, ni siquiera metódicamente, que ellos ya saben (desde el futuro) que España no es una Nación política, como si quienes lo afirman fuesen quienes tuvieran que demostrarlo. En las cuestiones de hecho, quien niega es el que tiene que cargar con la prueba. Son quienes dudan del hecho, o quienes lo niegan, o simplemente quienes le quitan importancia para debates ulteriores (Peces Barba, Zapatero: «La distinción entre naciónnacionalidad es mera cuestión semántica»), aquellos que tienen que comenzar reconociendo el hecho efectivo: que España es una nación política.

Sólo en debates escolares (que a veces se prolongan en las academias universitarias y hasta en los Parlamentos), entre alumnos indocumentados, puede tener algún sentido comenzar poniendo en tela de juicio las respuestas evidentes a la pregunta que nos ocupa. Pero en un debate político entre gentes adultas, que hay que suponer «documentadas», porque han dejado ya muy atrás su época escolar, la época de la existencia propia de los adolescentes, sería una concesión gratuita y estúpida, tomada en nombre de una «disposición dialogante y abierta a todas las hipótesis», la de evitar partir del hecho irrebatible de que España es una Nación política, y de que este hecho, por tanto, debe tener sus causas objetivas.

Las «pruebas del hecho»

En efecto, y aun cuando los fundamentos históricos del hecho que tomamos como punto de partida de nuestros análisis (el «hecho» de que España es una Nación política) vienen de muy atrás, sería suficiente, y seguramente necesario, atenernos, como fundamentos fundamentales más relevantes del «hecho constitucional» que obligadamente han de ser tenidos en cuenta en la discusión, a los seis siguientes. Los dos primeros manifiestan el reconocimiento «interno» del hecho, los cuatro últimos expresan el reconocimiento «externo» o internacional del mismo hecho:

  1. El primero y principal, los artículos 1 y 3 de la Constitución española de 1812, que define «la Nación española» como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios» (artículo 1) y a la que se hace depositaria de la soberanía, «la soberanía reside esencialmente en la Nación» (artículo 3).
  2. El segundo (si omitimos, huyendo de la prolijidad, la referencia a las Constituciones de 1837, 1845, 1869, 1876, 1931) el artículo 1 de la Constitución española de 1978, hoy vigente, que establece la realidad de la Nación española «una e indivisible»
  3. El tercero, la condición que España alcanzó como miembro adherido al Pacto de la Sociedad de Naciones, que fue aprobado el 28 de abril de 1919.
  4. El cuarto, la condición de España, desde 1955 (veinte años antes de la muerte del general Franco), como miembro de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), creada en el año 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial.
  5. El quinto fundamento es la pertenencia de España, desde 1986, a la Organización del Atlántico Norte (OTAN), creada en 1949.
  6. El sexto fundamento es la pertenencia de España al Mercado Común Europeo desde 1986, y desde 1991 como uno de los diez Estados nacionales (ampliados diez años después a veinticinco) que suscriben el Tratado de Maastricht por el que se crea la Unión Europea.

Nos permitimos subrayar que estos documentos, en los que se acredita a España la condición de Nación política, se mantienen a una escala muy distinta -la escala de la política real- de aquella en la que pueden hacerse valer los documentos que indican, por ejemplo, que hace diez siglos un hijo de Alfonso III, don Ordoño, recibió el título (muy efímero por cierto) de rey de Galicia; o aquellos otros que acreditan que Wifredo el Velloso o Borrel I se emanciparon del Imperio de Carlomagno; o los que acreditan que no sólo Pisa, sino también Marsella, así como el rey de Aragón y el de Navarra, reconocieron a Alfonso X como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

Sin embargo escuchando a los ideólogos o portavoces de los partidos nacionalistas separatistas españoles de nuestros días -a los ideólogos y partidarios del Bloque Galego, a los ideólogos y partidarios del Partido Nacionalista Vasco, o a los ideólogos y portavoces de Izquierda Republicana de Cataluña-, se recibe la impresión de que estos personajes conceden más peso, en el terreno de la política real actual, al testamento de Alfonso III que a la Constitución de Cádiz. Que es como si concediéramos más peso político actual al documento llamado «donación de Constantino» que al Tratado de Maastrich. Y no es lo malo que estos ideólogos o portavoces separatistas confundan de modo infantil planos tan diferentes, porque a fin de cuentas ellos están haciendo propaganda de sus «comunidades», considerando que es cosa ya probada por la Historia su condición de naciones o de reinos soberanos. Lo peor es que los gobiernos centrales españoles, por condescendencia o pacto criminal, den beligerancia a semejantes confusiones y patrañas, en lugar de comenzar exigiendo que se retire cualquier apelación a los «derechos históricos» de Cataluña, País Vasco o Galicia, en el momento mismo de comenzar el debate sobre la reforma de los estatutos respectivos.

También es un hecho político la pretensión de rebajar importancia al hecho constitucional de que España es una Nación

Ahora bien, también es cierto que, sin perjuicio de sus fundamentos documentales irrefutables, la respuesta terminantemente afirmativa con la que hemos comenzado este capítulo («España es una Nación ») es puesta en tela de juicio en nuestros días, cada vez con mayor insistencia, por los nacionalistas separatistas, o por los historiadores «de izquierdas». En el debate sobre si España es o no es Nación (si no en el presente constitucional, sí en un futuro próximo inmediato, que interesa dar como presente real, y que, por tanto, repercute sobre la interpretación misma del presente constitucional) es muy importante reiterar la necesidad de tomar como punto de partida del análisis el reconocimiento de la afirmación «España es Nación política».

Comenzar no ya por la negación («España no es una Nación») sino por la mera interrogación («¿España es una Nación?») o por una evaluación previa («España es una Nación política pero sólo en el terreno de las superestructuras») podría dar lugar al sobreentedido de que sólo debiéramos creernos obligados a mantener nuestra afirmación central (España es Nación) como si fuera una afirmación superficial cuya profundidad habría que comenzar por demostrar, cuando, en realidad, quien tiene que demostrar que el reconocimiento de España como nación política se mantiene solamente en el terreno superficial o superestructural es el que niega, duda o minimiza la afirmación de partida.

Pues tal sobreentendido equivaldría a obligar a partir del supuesto de que España, «en el fondo», no es una Nación, y que todos los documentos que pudieran exhibirse para acreditar que lo es son «meramente ideológicos» o superestructurales (frente al «fondo firme» que, sin documentos fehacientes, se quiere dar por supuesto a las comunidades autónomas fraccionarias).

No es lo mismo, por tanto, enfrentarnos con la proposición «España es una Nación» (o «¿España es una Nación?») desde la evidencia indiscutible de que España es una Nación (cualquiera que sea la naturaleza del terreno en el que apoyemos esta evidencia) que enfrentarnos a ella desde el supuesto de que no es una Nación, o desde la duda de que lo sea, o desde su menosprecio: «A lo sumo, será una Nación de Naciones». Decimos menosprecio, pues bajo la apariencia de este título grandilocuente se esconde una simple vaciedad, porque el concepto de «Nación de Naciones» es imposible, y la mejor manera de menospreciar algo es tratar de reducirlo a la clase vacía.

En el primer caso, cuando partimos de la afirmación rotunda, obligaremos al que la niega o la pone en duda a demostrar su concepción sobre la supuesta naturaleza superficial y efímera del terreno en el que apoyamos la afirmación, y que sin duda tiene que reconocer; porque, si así no lo hiciera, el debate sería imposible desde el principio, y habría que darlo por acabado. Es intolerable que nadie deje de admitir los fundamentos de nuestra respuesta afirmativa; otra cosa es que pretenda regresar aún más por debajo de tales fundamentos.

En el segundo caso, cuando partimos de la respuesta negativa, el que sigue negando o dudando se siente dispensado, ya al empezar, de probar sus supuestos, a saber, que los fundamentos dados en el plano constitucional, o en el del derecho internacional, son todos ellos aparentes, superestructurales o puramente coyunturales, «porque la razón de fondo es que España no es una Nación política». Cualquiera de los nacionalismos históricos será considerado legítimo, pero no el «nacionalismo español».

Cuando partimos de la afirmación «España es Nación», apoyándonos en fundamentos jurídicos, históricos, constitucionales y de derecho internacional, lo que estamos dando a entender es que no tenemos por qué comenzar devaluando tales fundamentos. Dada la oscuridad de la idea de «superestructura», es completamente gratuita la tesis según la cual las superestructuras (las «Naciones de Naciones») flotan sobre la base (las «nacionalidades históricas»).

En conclusión, quien parte del hecho indiscutible, reconocido en la afirmación «España es Nación», ha de esperar que quien impugna que «en el fondo» España sea una Nación (política, ni siquiera una nación étnica o histórica) tenga que demostrar la fragilidad de los fundamentos que ofrecemos de esa afirmación, como cuestión de hecho y que, en cualquier caso, le exigimos reconocer, así como también le exigimos que muestre las pruebas de su afirmación sobre el carácter primario y básico de su «nacionalidad histórica».

La energía de quienes niegan que España es Nación no brota de las «izquierdas» sino de la «derecha», del Antiguo Régimen

¿Cómo comenzó a madurar en muchos la duda sobre la condición de España como Nación, más aún, la evidencia, en algunos, acerca de la necesidad de negar que España, salvo en el plano superestructural, sea una Nación política?

Para empezar, tendremos en cuenta que la negación o la duda de la condición de Nación política a España presupone ya, en cualquier caso, el reconocimiento de España como una entidad dotada de algún tipo de unidad social o política. La negación o la duda en torno a este punto no podría haber nacido a partir de la supuesta visión de «la pluralidad irreductible» de pueblos, naciones, regiones, castas o reinos que, aun considerados como contenidos en una misma península Ibérica, fueran sin embargo percibidos como independientes los unos de los otros, aunque yuxtapuestos por circunstancias diversas (es decir, obligados a co-existir). Si así fuese, la negación de que «España es Nación» no podría ir referida a una España considerada como una «comunidad de pueblos», que tuviese o bien el carácter de sociedad política -por ejemplo de un reino- o bien el carácter de un «conglomerado civil». El rótulo «España» sólo podría significar algo así como el concepto geográfico de «península Ibérica», en cuanto lugar en el que vive aquella pluralidad de pueblos, naciones castas o reinos.

Si el rótulo «España» designase al conglomerado de estos supuestos pueblos o naciones desuncidas, al negar la Nación española, estaríamos formulando una tautología que ni siquiera merecería el honor de ser tomada en consideración. Menos aún se entendería de dónde sacan la fuerza quienes mantienen con tal energía y saña semejante tautología: «La multiplicidad de pueblos o naciones desligados (desuncidos, aunque estén yuxtapuestos) que viven en el recinto de la península Ibérica e islas y territorios adyacentes no mantienen la unidad social o política que corresponde a una Nación».

A nuestro entender, la explicación debe tomar en cuenta algo más, a saber: que Epaña como unidad social o política, estaba ya reconocida con evidencia anteriormente a su redefinición como Nación política. Como Nación política en su sentido moderno, proclamado en la Revolución Francesa, cuando, por ejemplo, en la batalla de Valmy, los soldados de Kellerman, en lugar de decir «¡Viva el rey!», gritaron «¡Viva la Nación!». Dicho de otro modo: España, como Francia (pero no Cataluña, el País Vasco o Galicia), existía antes de haberse reorganizado como Nación política. Porque el Estado moderno no procede de la Nación política, sino que es la Nación política la que surge de la reorganización del Estado antiguo, del Antiguo Régimen.

Francia o España existían ya como Sociedades políticas, como Reinos (el Antiguo Régimen) antes de que las Constituciones respectivas las redefiniesen como Naciones políticas.

Encontramos aquí un prometedor indicio para aproximarnos a la fuente de la cual pudo brotar la enconada protesta contra quienes proclamaron a España (o a Francia) como Naciones.

La «izquierda» suele dar por supuesto que el impulso nacionalista-soberanista que se enfrenta con la Nación española, como si fuera una «prisión de naciones», mana de las mismas fuentes de donde manan todos los impulsos reconocidos por la izquierda libertaria, que pone en primer plano la «autodeterminación de los pueblos». De ahí el enfrentamiento contra la Nación española o contra la Nación francesa. Sin embargo, esta «izquierda» se equivoca de medio a medio. Porque las fuerzas que se enfrentan a las Naciones políticas surgidas de la Revolución no eran las «fuerzas de la izquierda», sino precisamente las «fuerzas de la derecha», a saber, las fuerzas del Antiguo Régimen. Y estas fuerzas se alimentan de la fuente más profunda y reaccionaria del Antiguo Régimen, simbolizada por el Trono y el Altar:

«En cien otros pueblos, en mil otras localidades, a imitación de Sevilla [escribe don Modesto Lafuente, describiendo las consecuencias de los incidentes ocurridos en la España de Fernando VII el 11 de junio de 1823] el ignorante y ciego vulgo, al estúpido grito de “¡Muera la nación y vivan las cadenas!” persigue, atropella, golpea brutalmente…».

No hacía aún treinta años, el día 26 de junio de 1791, cuando Luis XVI, tras el fracaso de su fuga a Varennes, volvió a las Tullerías y fue dejado en suspenso por la Asamblea allí reunida, ésta recibió una carta del marqués de Bouille, que pretendía autoinculparse del proyecto de fuga del rey, y en la que figuraban estas palabras: «No acuséis a nadie de la supuesta conspiración contra lo que llamáis Nación, y contra vuestra diabólica Constitución».

En resolución, la ofensiva contra la idea de una Nación política española, como la ofensiva contra la idea de una Nación política francesa, no procedía de corrientes de izquierdas anarquistas, federalistas o independentistas surgidas en el Nuevo Régimen, proceden de los defensores del Antiguo Régimen más reaccionarios.

En España fueron los carlistas vascos y los catalanes, que se enfrentaban, como representantes del Antiguo Régimen, contra la izquierda representada por los liberales y progresistas que defendían el trono constitucional de Isabel II. Los carlistas prepararon los movimientos foralistas que más tarde se trasformaron en PNV, en ETA, en CIU y en ERC. Movimientos canalizados por el clero vasco o por el clero catalán (en este caso, incluso a través de un cura tan peculiar como mosén Jacinto Verdaguer). ¿Cómo olvidar que Sabino Arana, ante cuya estatua todavía rinden homenaje hoy sus secuaces peneuvistas, proyectó una república vascongada presidida por el Sagrado Corazón de Jesús? ¿Cabe citar algo más próximo al Antiguo Régimen, a la derecha más reaccionaria y cavernícola, que la referencia a aquella víscera exaltada por santa Margarita María de Alacoque? (Sin perjuicio de lo cual tanto Arzallus o Anasagasti, como Ibarreche o Madrazo, se consideran de «izquierdas», porque del brazo con el clero vascongado se opusieron a Franco.) ¿Y cómo no olvidar que, efectivamente, dígalo Agamenón o su porquero, ETA nació en un seminario?

También es un hecho político, no constitucional, la pretensión de transformar las comunidades autónomas en Naciones políticas

Que España es una Nación política es un «hecho constitucional». Pero también es un hecho político, aunque no sea constitucional, la pretensión de algunos partidos nacionalistas, o incluso de algunos miembros del Gobierno central, de conseguir el título de Nación política para alguna de las comunidades autónomas, o para todas.

Estas pretensiones han subido su tono, llegando a presentarse como «reivindicaciones» inapelables y sagradas (lo que no debe sorprender, teniendo en cuenta sus orígenes clericales), precisamente durante los años que siguen al ingreso de España, en 1991, como «miembro de número» de la Unión Europea.

Este hecho político (no constitucional, sino precisamente anticonstitucional) se explica, en algunos casos (Cataluña, País Vasco, Galicia), por la esperanza de que en un futuro muy próximo la Unión Europea transforme su estructura actual, basada en los Estados nación («la Europa de las Patrias», del general Degaulle), en una nueva estructura política, inspirada en ideas decimonónicas (de Krause, por ejemplo), basada en las llamadas «Regiones naturales» o «Pueblos europeos». La «Europa de los pueblos» sería una Europa constituida por unidades tales como el «pueblo vasco», el «pueblo catalán», el «pueblo bretón», el «pueblo aquitano», el «pueblo bávaro», etc. «En Europa [después de habernos liberado del Estado español] nos encontraremos», le decía un dirigente nacionalista catalán a los dirigentes nacionalistas vascos y gallegos en una reunión en la que se firmó el llamado «Pacto de Barcelona».

En otros gobiernos autónomos, o en otros partidos nacionalistas, pero no separatistas, el «hecho político» de su reivindicación del título de Nación política quedaría suficientemente explicado por mimetismo (no menos estúpido), por no ser menos que sus vecinos.

Sin embargo, lo que, a nuestro parecer, resulta más notable de este «hecho reivindicativo» son las razones que los gobiernos y los partidos o coaliciones nacionalistas aducen para justificar sus pretensiones. O, si se prefiere, sus reivindicaciones orientadas a transformar su condición de comunidades autónomas en la condición de Naciones políticas: que ya lo son, que son ya naciones históricas y que, por serlo, sólo reivindican ser reconocidas como tales.

Y dicen ser Naciones políticas desde tiempos inmemoriales, muy anteriores a la época en la que los «reyes castellanos» (incluyendo aquí a los mismos Reyes Católicos, y luego a los Borbones) habrían comenzado su política imperialista. En realidad, según ellos, «castellanista», porque, entre otras cosas, aunque principalmente, buscaban extender uniformemente por toda la Península la «lengua del Imperio».

Esta teoría es, desde luego, falsa, una mera tergiversación ideológia (por ejemplo, el español no se extendió coactivamente, utilizando algún método que tuviera que ver con una «impregnación lingüística», porque fueron otros los mecanismos que determinaron su expansión y predominio internacional). Pero los nacionalistas no se paran en barras, con tal de llegar a demostrar (en realidad, a «demostrarse a sí mismos») que sus comunidades autónomas ya existían como Naciones políticas en tiempos de Carlomagno. ¿No triunfó Jaun Zuría en la batalla de Arrigorriaga en el año 870? (sólo que Jaun Zuría es un mero invento poético vasco, como Breogán es un mero invento poético gallego). En general, los nacionalistas históricos retroceden a tiempos anteriores a Carlomagno: retroceden hasta el tiempo de los godos, o antes aún, a los tiempos prehistóricos, en los que había celtas, y también autrigones, caristios, várdulos, vascones, berones y, por supuesto, layetanos.

Por eso decimos que los «nacionalistas históricos» reclaman la condición de Nación fundándose en el supuesto de que ya lo son, y sobre todo, que lo fueron anteriormente a la Nación española. Por ello consideran a la Nación española como una superestructura que envolvió artificiosamente a esas supuestas e imaginarias Naciones políticas. Por ello también presentan su reclamación como una «reivindicación» y no como una petición extemporánea. «Somos Naciones políticas desde siempre, desde antes de Jesucristo, desde antes de que existiera la Nación española; exigimos, por tanto, simplemente, que se nos reconozca lo que ya somos.»

A esto se reducen las argumentaciones de las denominadas hoy en España «naciones históricas», orientadas a pedir (a «exigir», dicen, como si dispusieran ya de la fuerza económica o militar suficiente para apoyar su exigencia) que se les «reconozca» el título de Naciones políticas. La argumentación ha de rellenarse, desde luego, con historias ficción, laboriosamente entretejidas por poetas, historiadores, periodistas y maestros de escuela, licenciados y doctores, párrocos, obispos y consejeros de cultura, durante las últimas décadas alimentados durante años por los presupuestos públicos que subvencionan también sus libros, sus ikastolas, sus institutos y sus universidades.

Las «naciones históricas» son excluyentes de la Nación española

Ahora bien: la dificultad más grande con la que se encuentran las pretensiones de los nacionalistas -y ello al margen de que sus historias sean meras patrañas (que lo son) o de que tengan algún fundamento real- es ésta: que para que los «pueblos» (en nombre de los cuales tales pretensiones se reclaman) sean reconocidos como Naciones políticas, es necesario que la ación española deje de serlo.

La tan traída y llevada distinción entre «nacionalidades excluyentes» y «nacionalidades no excluyentes» que muchos políticos vienen ofreciendo como si se tratase de una auténtica panacea política (siempre que se tome partido, desde luego con el «espíritu de la tolerancia», por el «nacionalismo no excluyente»), parece que tiene alguna aplicación en el contexto de las relaciones entre las nacionalidades fraccionarias entre sí, pero fracasa estrepitosamente cuando se aplica a la Nación española.

Una Nación política (no hablamos de naciones étnicas) es excluyente de cualquier otra Nación política que quiera introducirse en su territorio, o bien «nacer y crecer» dentro de él. La penetración en el territorio nacional de una Nación extranjera se llama invasión; el nacimiento y desarrollo de una supuesta nación étnica, que vive dentro de un territorio pero que busca transformarse en Nación política, se llama secesión.

Y tanto la invasión como la secesión son incompatibles, y excluyentes, de la Nación política que toman como referencia. En nuestro caso de la Nación española, puesto que precisamente tratan de excluir a esta Nación política, en todo o en parte, del territorio que le es propio, y de secuestrar o robar no sólo su patrimonio, sino también su propia historia nacional.

Porque nacionalistas «coherentes» sólo pueden ser aquellos que, al exigir su reconocimiento como Nación política, exigen también su separación de España (sin perjuicio de que ulteriormente quieran establecer tratados de asociación con ella). Lo cual, dicho sea de paso, es una prueba de que la «coherencia» podrá ser una virtud lógica formal, pero no una virtud política. Lo peor que le puede pasar a un político que parte de premisas erróneas o disparatadas es que, además, sea coherente; porque entonces sus disparates podrían llegar a transformarse en auténticos delirios criminales: su coherencia delataría su falta de sindéresis (la coherencia de Adolfo Hitler, con sus estúpidas premisas arias, le llevó a «concluir» el asesinato de millones de judíos). Un político prudente, con sindéresis, es el que sabe sacrificar su coherencia formal al advertir el error de las conclusiones que se deducen lógicamente de las premisas que él creía verdaderas.

Pero existen también nacionalistas secesionistas no tan coherentes. Y no porque apelen a una coherencia dialéctica, o de sindéresis, sino sencillamente porque son incoherentes al creer que es posible transformar las «nacionalidades históricas» del presente en Naciones políticas sin por ello destruir o eliminar a la Nación española. Algunos dicen: bastaría transformar la Nación española en una «super-Nación», o bien, dicen otros, en una «Nación de Naciones». Jordi Solé Tura, que participó en la ponencia constitucional como representante del Partido Comunista de España, definió a la nación «como un conjunto de clases sociales, un bloque (¿histórico, querría decir Solé, en el sentido de Gramsci?) que también mantiene relaciones con bloques exteriores: una Nación de Naciones puede culminar en Estado de Estados, o en otras cosas, según como se articule el poder político» (resumen, en Mundo Obrero, de 18-24 de mayo de 1978).

Ahora bien, la construcción «Nación de Naciones» o es una redundancia (cuando se interpreta la primera nación de la fórmula como nación política, y las naciones que comprende como naciones étnicas o culturales, y es una redundancia porque toda Nación política resulta de una «refundición» de naciones étnicas o culturales) o es una contradicción, si la fórmula se interpreta como «Nación política de Naciones políticas», que es a lo que se refiere sin duda la «culminación aclaratoria» de la frase: «… puede culminar en un Estado de Estados». Probablemente aquello que estaba insinuando Solé Tura era que esas naciones eran ya «Estados en sí» (como se decía entonces por los marxistas afrancesados, que bebían tanto de Sartre y Poulantzas como de Hegel) aunque no fueran aún «Estados para sí».

Las expresiones «Nación (política) de Naciones (políticas)» y su culminación, «Estado de Estados», son en realidad meras construcciones verbales, porque tras ellas no hay conceptos correlativos, sino sólo groseras y pedantes metáforas, tomadas de la albañilería más elemental («bloques», «articulación de bloques»).

Es muy fácil construir con palabras expresiones como las citadas («Nación de Naciones» o «Estado de Estados»). Pero es imposible construir con Estados un «Estado de Estados», salvo que se pretenda denominar con este nombre a una «Confederación de Estados», que ya no será un Estado. Y es imposible construir con Naciones políticas reales (que presuponen un Estado) otra Nación política. Pero esto es lo que pretenden quienes, desde Cataluña o desde el País Vasco, proyectan en 2005 reformar la Constitución de 1978 sobre la base de definir a Cataluña o a «Euskadi» como Naciones políticas.

Con palabras puedo construir muy fácilmente la expresión «dodecaedro de dodecaedros». Pero esta construcción es imposible cuando manipulamos no palabras, sino dodecaedros reales, de madera o de metal. Un dodecaedro de dodecaedros es construcción posible en el «espacio gramatical», pero es imposible en el espacio geométrico, por la sencilla razón de que es incompatible con la ecuación de Euler. En cambio, un «hexaedro de hexaedros» ya tiene más sentido, como también lo tiene la expresión «nación étnica de naciones étnicas», que representaría no otra cosa sino la etnia resultante de aquella fusión; como -para poner un ejemplo convencional, la etnia o nación «celtíbera» resultó de la fusión de las etnias o naciones íberas con las etnias o naciones celtas.

Y cuando las etnias o naciones étnicas se funden en una Nación política, es porque aquéllas han dejado de considerarse como proyectos de Naciones políticas: «Ya no habrá francos y galos -decía Renan-, todos se han refundido en la Nación francesa».

¿Y por qué es imposible en el espacio político la construcción «Nación (política) de Naciones (políticas)»?

Porque la Nación política se define por la soberanía, y la soberanía es una e indivisible («Así como no caben dos Soles en el Cielo, tampoco cabemos en la Tierra Darío y Alejandro»). Ésta es la razón por la cual es imposible hacer una Nación política (España) con otras supuestas Naciones políticas (Cataluña, País Vasco, Galicia, Aragón…). O, lo que es lo mismo, la razón por la que es imposible dividir una Nación política dada (España, en nuestro caso) en varias Naciones políticas (Cataluña, País Vasco, etc.). Tanto en el caso, de la construcción de una Nación política nueva, como en el caso de la división de una Nación política en otras Naciones políticas, sería preciso practicar lo que algunos llaman «cesión de soberanías»: en un caso, las Naciones deberían «ceder parte de su soberanía» a la pretendida Nación de Naciones; porque sólo así esa súper-Nación podría disponer de algo de soberanía; en el otro caso, la Nación política originaria (España) debería ceder parte de su soberanía a las Naciones fraccionarias que resultasen de su descomposición, porque sólo así estas Naciones fraccionarias podrían tener también algo de soberanía.

Pero la soberanía es una e indivisible. Es «una magnitud» que se rige, como la vida de un organismo, por la «ley de todo o nada»: o el organismo está vivo, o está muerto. Como caso particular: o la muchacha está embarazada o no lo está -pero no cabe decir, con el espíritu de la transigencia, que está «un poquito embarazada».

Sencillamente, la soberanía no se puede ceder en la más mínima parte, ni compartir, porque la soberanía del Estado no es compartida por sus diferentes miembros, como tampoco comparten la vida del animal sus diferentes órganos: la vida es la del organismo e involucra a todos sus órganos. Lo que se llama «cesión» de la soberanía es un modo torcido de designar, por ejemplo, a la eventual delegación o reparto de algunas funciones suyas, por ejemplo, las funciones recaudatorias en el proceso de tributación. Y la prueba definitiva de que no hay tal cesión es que el Estado que ha «cedido» parte de su soberanía a un supuesto súper-Estado (a una Confederación de Estados), o a unas regiones o partes suyas, ha de poder en cualquier momento recuperar la soberanía «cedida». Prueba de que la cesión no había sido una «cesión de propiedad», sino un préstamo o una delegación de funciones. En los debates que en el año 2005 están teniendo lugar con motivo de la aprobación del «Proyecto de Tratado por el que se establece una Constitución para Europa» se insiste una y otra vez, por parte de los «europeístas», en que la Unión Europea requiere que cada Estado nación cedaa la Unión Europea parte de su soberanía. Pero estos propagandistas del  pasan, como sobre ascuas, sobre el artículo 10 del Proyecto: «Cualquier Estado podrá, en el momento oportuno, retirarse de la Unión». Lo que significa sencillamente que su soberanía no la había cedido puesto que la había conservado íntegramente intacta.

Argumentos de los «soberanistas»

En cualquier caso, ¿qué fundamentos históricos alegan los soberanistas del presente (apoyados en sus «nacionalidades históricas») para justificar sus «legítimas pretensiones» a ser reconocidos corno Naciones políticas?

Principalmente que en siglos anteriores muchos pueblos de España, dicen, fueron ya reconocidos como Naciones. Así por ejemplo, los nacionalistas asturianos (que también los hay, y con mucho voltaje, aunque con muy poco amperaje) aducen que en el Poema de Almería se cita a la «nación asturiana» entre las tropas del emperador Alfonso VII que intervinieron en el asalto de Almería (« … no irrumpe el último el arrojado astur, a nadie resulta odioso o molesta. Ni el mar ni la tierra pueden vencerlo… pidiendo en todo momento la protección del Salvador, esta nación abandona cabalgando la región de las hinchadas olas y se une a otras compañeras con las alas extendidas»).

Pero es en este texto en donde el término «nación» precisamente no tiene el sentido de la Nación política, sino que tiene el sentido de la nación étnica, el sentido que Varrón, por ejemplo (De lingua latina, V, XXXII, IV), utilizaba al afirmar que «son muchas las naciones que habitan los diversos lugares de Europa» (Europae loca multae incolunt nationes).

Podría decirse, sin embargo, que los nacionalistas, que desde el siglo XIX se han guiado por el principio que Pascual Estanislao Mancini formuló en 1861 como el cogito ergo sum de la política, a saber, el principio «cada Nación un Estado», han creído siempre que la nación (étnica) es la premisa necesaria, y casi siempre suficiente, para construir un Estado. Sobre todo si la nación tiene una cultura propia (una cultura nacional), expresión del «espíritu del Pueblo» o del «Genio nacional».

Fue el idealista alemán Juan Teófilo Fichte quien, a principios del siglo XIX, inventó la idea de «Estado de Cultura», asignando al Estado, como si fuera su misión suprema no ya la organización del Derecho -Estado de derecho- ni la custodia del orden -Estado gendarme- o la felicidad pública -Estado de bienestar-, sino precisamente la preservación y despliegue de la cultura del pueblo, de la nación.

Pero la concepción de la nación, como supuesta poseedora de una cultura sustantiva propia, como premisa necesaria, y casi siempre suficiente, del Estado, es una concepción metafísica. Una premisa alimentada por el «mito de la Cultura» y desprovista de toda base histórica.

Sin perjuicio de lo cual esta concepción no sólo sirvió de cobertura ideológica a muchos movimientos políticos (por ejemplo, al nacionalismo racista alemán de los nazis), sino que sigue sirviendo de guía ideológica a los nacionalismos secesionistas en España, que han comenzado siempre por hacer creer (y lo han logrado, incluso con algunos gobiernos socialdemócratas) que están en posesión de una cultura nacional sustantiva propia, con su lengua nacional incluida (catalán, euskera, gallego), y con una historia nacional también propia.

Pero la realidad histórica es muy diferente: las Naciones políticas y los Estados nación no son el resultado del desarrollo de naciones étnicas preexistentes, dotadas de cultura propia; son las Naciones políticas aquellas que proceden de la transformación revolucionaria de sociedades políticas previas, a saber, las sociedades del Antiguo Régimen. Sólo a lo largo del siglo XX los nacionalistas secesionistas españoles han llegado a creer en la posibilidad de transformar su supuesta nación cultural en Estado nación. En realidad están también, de hecho, procurando obedecer a la ley general que establece que las Naciones políticas proceden de Estados previamente establecidos, aunque en su caso, y para contradicción suya, el Estado del que pretenden surgir sea un Estado nación, España. Sin él, las llamadas «nacionalidades históricas» ni siquiera hubieran alcanzado la maduración política, social e industrial indispensable (¿cómo puede explicarse la historia del País Vasco al margen de España?, ¿quién aportó las instituciones, el idioma internacional, los capitales y la mano de obra para su industria?, ¿y cómo puede explicarse la historia de Cataluña al margen de España? Sin ir más lejos, la mitad de la población trabajadora de Cataluña en nuestros días no es catalana más que por decreto: procede de Andalucía, de Murcia, de Galicia…).

En conclusión, no es la Nación la que precede al Estado -como tampoco el cogito (el pensar) precede al sum (al existir)-, sino que es el Estado el que precede a la Nación política moderna y la dota de su propia cultura nacional.

El término «nación» es un universal que comprende varios géneros y especies

La confusión lamentable, culpable e interesada, entre la nación en su sentido étnico (las naciones a las que se refiere Arnobio, en el siglo IV, en su libro Adversus nationes, que san Jerónimo cita como Adversus gentes) y la Nación en su sentido político (el que aparece en el grito, tantas veces recordado, de los soldados franceses en la batalla de Valmy, «¡Viva la Nación!») es el recurso constante de quienes -catalanes, vascos, gallegos, aragoneses, asturianos o bercianos- «reivindican» la condición de nación (política) apoyándose en la condición de nación (étnica) que se les atribuye. Condición que considerará implicada en el título, las que lo tienen, de «nacionalidades históricas», que les fue otorgado en los años de la transición (o metamorfosis) del régimen franquista al régimen democrático.

Es imprescindible deshacer esta confusión lamentable, culpable e interesada, y no tanto por la esperanza de que tal confusión pueda deshacerse en las cabezas de los nacionalistas radicales («inútil es querer meter el espíritu en un perro dándole a mascar libros»), sino por convencimiento de que la distinción entre naciones étnicas y Naciones políticas puede ser útil a quienes no estén intoxicados con la furia nacionalista secesionista.

Ahora bien: la distinción entre nación étnica y Nación política forma parte de un sistema de distinciones sistemáticas, a través de las cuales se despliega el sentido del término «nación», de parecido modo a como el sentido del término «vertebrado» se despliega, sucesivamente, a través de sus cinco clases consabidas: peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. Y no porque el término «nación» sea término unívoco, dado a una escala genérica tal que se despliega en géneros subalternos (clases, especies) a la manera como se despliega el concepto unívoco de vertebrado, sino simplemente porque cabe asimilar, en virtud de un cierto paralelismo clasificatorio, las fases del despliegue de un unívoco con las fases o modos de despliegue de un término análogo de atribución. En virtud de este paralelismo clasificatorio cabría decir, buscando «fijar conceptos», que el término nación es un universal que se despliega en tres géneros (que se presuponen los unos a los otros, a partir del primero), a saber, el género de la nación biológica, el género de la nación étnica y el género de la Nación política.

Estos géneros se despliegan a su vez en distintas especies, de las que citamos tres (naciones organismo, naciones parte de organismo, naciones grupales) correspondientes al primer género; otras tres correspondientes al segundo (naciones periféricas, naciones integradas y naciones históricas); y dos más correspondientes al tercer género (naciones canónicas y naciones fraccionarias). Estas especies o modos del genérico «nación» no hay que entenderlas como meras alternativas independientes de una tabla taxonómica, sino como fases de un despliegue evolutivo o histórico global, con interacciones mutuas y muy profundas.

Además, es muy importante advertir que la mayoría de estas especies o modos del universal «nación» están concebidas desde una pers- pectiva oblicua, es decir, desde una plataforma situada en un estadio posterior al que conviene al concepto específico definido. Así, la «nación del organismo» sólo puede concebirse desde la «plataforma» del organismo adulto (no del organismo naciente); la «nación étnica periférica» está concebida desde la plataforma de la sociedad política (Reino, Imperio, Estado) respecto de la cual se dice «periférica»; y lo mismo habrá que decir de la nación integrada o incluso de la nación fraccionaria (que es fraccionaria respecto del Estado del que busca desprenderse).

La «nación histórica», en cambio, está concebida en el punto de intersección (o superposición) entre una nación étnica dada y una determinada plataforma política. Tan sólo el concepto de Nación política asumirá como plataforma la misma entidad que se pretende delimitar, precisamente mediante la determinación de su soberanía.

La nación biológica y sus especies: nación-organismo, parte de organismo y grupo de organismos

«Nación» -de nascor= nacer- tiene originariamente un significado biológico (zoológico). Ante todo, según el modo o especie que se refiere al organismo animal completo: nación equivale ahora a «naturaleza», como participación individual de un grupo (o nación zoológica de tercera especie). Cervantes utiliza alguna vez esta acepción en el Quijote: «Es un caballero novel, de nación francés» (I, 18); «francés» como adjetivo que, por su género gramatical, se refiere inequívocamente a «caballero», no a la nación francesa en el sentido de nación étnica.

Varrón hablaba de la «buena nación» de las crías de animales domesticados; y todavía hoy, en muchas regiones de España, se llama «nación» a la cría de la vaca o yegua que acaba de nacer. También se habla de nación refiriéndose a una parte del organismo en proceso de formación (nación de los pechos en las adolescentes; natio dentium, «nacimiento de los dientes», designando a los abultamientos de las encías infantiles, abultamientos que sólo podrían considerarse corno tales «proyectos de dientes» cuando nos situamos en la plataforma de los dientes ya formados en otros). También un grupo de individuos, en cuanto grupo zoológico (aunque sea humano, pero considerado desde la perspectiva zoológica de una camada o estirpe), se llama nación. Más aún, el concepto de nación, como concepto social primario, alude ante todo a este tercer modo o especie zoológica de nación.

La nación étnica y sus especies: naciones periféricas, naciones integradas, naciones históricas

El segundo género, el étnico, del término «nación» nos remite ya a un terreno que no es propiamente zoológico, sino antropológico. Un terreno en el que no solamente asumimos una perspectiva social (común a los animales), sino también cultural, pero no cultural en el mero sentido etológico (porque también hoy se reconocen las cultura animales), sino en el sentido antropológico, que definimos en función de las instituciones y, por tanto, de las normas (instituciones cerámicas, instituciones de armas, lanzas, puntas de flecha, instituciones de parentesco, instituciones lingüísticas, instituciones musicales, etc.).

En este terreno cultural-institucional, las naciones étnicas (sin perjuicio de que su conformación presuponga las naciones grupales, de signo zoológico) se delimitan principalmente desde plataformas políticas. Ante todo, y principalmente, como naciones periféricas, es decir, como grupos o estirpes marginales o periféricas, no plenamente integradas en la república o en el Imperio romano. Esta primera especie del segundo género de nación se encuentra abundantemente representadas en los escritores antiguos (Cicerón: «Las otras naciones pueden perder la servidumbre; la libertad es propia del pueblo romano»; Quintiliano: «Todas las naciones pueden ser llevadas a la esclavitud o servidumbre, nuestra ciudad no»). Son las naciones que describe César -los helvecios, los eduos, los belgas…- o aquellas contras las que se dirige Arnobio en el libro ya citado, Adversus nationes (las naciones que por no haberse integrado en el Imperio permanecen en un estado lamentable de paganismo bárbaro).

El segundo modo de la nación étnica es la «especie» que designamos como «nación integrada en una sociedad política» (reino, imperio o estado). Ésta es una acepción de nación muy frecuente en la Edad Media y Moderna europea. En los mercados europeos importantes -Brujas o Medina del Campo- se llamaban «naciones» a los agrupamientos de mercaderes, según su condición de origen (que servía para indicar la «denominación de origen» -diríamos hoy- de sus mercancías). En las universidades, los estudiantes se encuadraban por «naciones», pero sin que ello tuviera un significado político (en la universidad de París, entre los maestros y estudiantes que se encuadraban en la nación inglesa, figuraban los alemanes; en la «nación francesa» figuraban estudiantes procedentes de reinos italianos y españoles). En sus Cartas persas, Montesquieu, hablando de España, se refiere claramente a naciones que existen dentro de ella, y que sin duda sólo pueden tener un significado étnico, incluso grupal biológico: «Han hecho [los españoles] inmensos descubrimientos en el Nuevo Mundo, y no conocen todavía su propio continente; en sus ríos hay puentes que no se han descubierto aún, y en sus montañas, naciones que les son desconocidas». [¿Los habitantes de las Batuecas?, ¿los habitantes de Babia?]

El mismo concepto de nación que ofreció Stalin (antes de haber alcanzado el primer puesto en la plataforma política de la Unión Soviética) puede interpretarse como un concepto unívoco circunscrito al modo o especie de la nación étnica integrada: «Nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología manifestada en la comunidad de cultura». Sin embargo, Stalin tendió a conceder a las naciones (al menos en sus escritos anteriores a su posición al frente de la Unión Soviética) la condición de premisas del Estado, en función de la metafísica idea de la «autodeterminación», coordinada con la idea, también metafísica, de la concordia universal entre los pueblos, una vez superada a la lucha de clases. Unas ideas que tanta influencia estaban llamadas a tener en el Partido Comunista de España, e incluso en algunas corrientes del Partido Socialista Obrero Español.

Más difícil es delimitar la que designamos como tercera especie de la nación étnica, es decir, la nación histórica. Porque la nación, en esta tercera acepción étnico-cultural, no es todavía formalmente una Nación política, principalmente porque ella no es utilizada todavía como sujeto de la soberanía que se atribuye al Monarca o a un Pueblo que recibe el poder de Dios y se lo entrega al Príncipe. Es una nación percibida aún como nación étnico-cultural, en realidad como una sociedad humana resultante histórico de la confluencia de diversas naciones o pueblos, que ha logrado configurar una cultura, un idioma, unas costumbres e instituciones bien definidas, al menos ante las terceras sociedades políticas, reinos o imperios que la contemplan. Pero esta nación histórica no es propiamente una nación formal (por definición) política, aunque materialmente (o por extensión) pueda superponerse o conmensurarse prácticamente con el contorno de alguna sociedad política (reino o imperio). Y éste es sentido que el término «nación» toma ante los estudiosos que han creído poder demostrar la tesis, apoyados en argumentos filológicos, de que España, es decir, la nación española, es el primer y temprano ejemplo de nación europea, en sentido moderno (supuestamente político).

La nación histórica no es aún la Nación política

Pero ¿sería legítimo confundir esta nación española de hace cinco siglos, que es una nación histórica (acaso la primera delimitada en Europa), con una Nación política?

En modo alguno. La confusión sería un mero anacronismo, porque la Nación política es un género o modo de nación que aparece en el proceso de holización política que se inició en la Revolución francesa y no antes. Mero anacronismo en el que recaen tantos eruditos, incluso aquellos que están movidos, como hispanistas, por un gran afecto hacia España. (En cualquier caso, conviene subrayar aquí que la nación española, en este sentido histórico, es anterior en siglos a lo que después, y desvergonzadamente, se llamará nación catalana, nación vasca o nación gallega, que, a la sazón, eran sólo naciones étnicas integradas en esa nación histórica española.)

¿Quién podría confundir el sentido étníco-histórico del término «nación española» que aparece en el Quijote, y que ya hemos citado (Don Quijote, «honor y espejo de la nación española»), con un sentido político? Otro tanto se diga del uso del término «nación» que el conde duque de Olivares hace en su Gran Memorial (en torno a 1624), cuando propone para España «hacerla nación comercial, hacerla nación industrial». Ni siquiera Luis XIV utiliza el término «nación» en sentido político cuando, señalando a su nieto Felipe V, dice a la corte de Versalles: «Caballeros, aquí tenéis al Rey de España, su origen y linaje le llaman al trono y el difunto Rey [Carlos II] así lo ha testado; toda la nación lo quiere y me lo suplica…». La palabra «nación», en boca de Luis XIV, y aunque utilizada en un contexto materialmente político (pero no formalmente político, porque la nación de la que habla Luis XIV no elige como rey a Felipe V, sino que pide y suplica al Rey Sol que cumpla la «voluntad del Cielo») dista mil leguas de lo que significará esta misma palabra noventa años después, cuando Bailly, como presidente de la Asamblea Nacional, le diga a Luis XVI (a punto ya de ser destronado y guillotinado): «La Nación no puede recibir órdenes».

El género de la Nación política y sus dos especies: nación canónica y nación fraccionaria

Muy brevemente, bosquejaremos los contornos del tercer género de la Idea de Nación, a saber, la Idea de Nación política. En otras ocasiones (principalmente en El mito de la Izquierda) hemos insistido en la presentación de la Idea de Nación política como la gran novedad que corresponde a la doctrina política moderna. La Idea de Nación política no podría entenderse como una mera transformación «natural», incluso pacífica, de la nación biológica, étnica o histórica, sino como un resultado de la violenta y sangrienta agitación que se produjo en la transición del Antiguo Regimen (caracterizado por la alianza del Trono y del Altar) al Nuevo Regimen. En el curso de esta transformación, iniciada en la Revolución Francesa, habrían madurado los principios de racionalización de la sociedad política del Antiguo Regimen, racionalización cuyo parentesco con el racionalismo de los científicos coetáneos -matemáticos, físicos, citólogos- hemos intentado establecer desde el concepto de holización. Proyectos de racionalización que habrían culminado en la constitución de la nueva idea de Nación política como sociedad compuesta por hombres y por ciudadanos, en quienes, desde entonces, descansará la soberanía política.

Las Naciones políticas modernas surgen, por tanto, como Naciones republicanas, y cuando vuelvan a asumir la figura de la monarquía, ya no lo harán a título de la monarquía absoluta del Antiguo Régimen, sino a título de las monarquías constitucionales, en las cuales, según la célebre y cínica formulación de Thiers, «el rey ya no gobierna, sino que tan sólo reina».

La ola de nacionalismo político que levantó la gran Revolución en toda Europa -y que en España se concretó en la Constitución de 1812- no podría explicarse, por tanto, a la manera de los románticos (o de los neorrománticos catalanes, vascos o gallegos de nuestros días) como un impulso procedente del «amor a las propias culturas nacionales», o bien al «despertar del genio o espíritu de cada pueblo», sino como un proceso de las clases emergentes en lucha con las clases dominantes del Antiguo Régimen. Una lucha de clases (en este caso, burguesía aliada con los desclasados contra aristocracia) que simultáneamente quedará involucrada en una dialéctica de Estados, que constituye el argumento sangriento de la gloriosa historia política y social de los siglos XIX y XX.

Eso si, en estos Estados resultantes de la gran Revolución burguesa, se fueron madurando y se fueron cocinando las nuevas naciones culturales, en gran medida a consecuencia de las sistemáticas oposiciones que unos Estados mantuvieron frente a sus vecinos. Cada Estado reconstruyó su historia, favoreció el desarrollo de su música o la inventó, impulsó su arquitectura, sus costumbres y sus fueros nacionales. De este modo, la nación cultural comenzó a pasar al primer plano del escenario. Los Estados modernos se edificarían sobre ellas. Lo que era un resultado (la Nación política) aparecerá, por un juego interesado y aun calculado de espejos, como el principio (del Estado).

El proceso fácilmente será trasladado a las partes de los Estados, partes que no siendo desde luego Estados se arriesgaban a decir que eran naciones (al menos, étnicas y culturales). También tenían su propia lengua (o si no la inventaban), folclore característico. El proceso tuvo lugar sobre todo en España, cuando el Estado -sostenido por el Imperio- cayó a sus niveles más bajos. Aquí comenzó el proyecto de naciones fraccionarias, que en codo caso también proceden del Estado, y no al revés: Cataluña, País Vasco etc. Con anterioridad a la Primera Guerra Europea, las provincias catalanas ya se habían reunido en una Mancomunidad de las Diputaciones Provinciales, que quedó en suspenso al final de la dictadura del general Primo de Rivera.

Pero en abril de 1931 se constituyó la Segunda República. Companys no proclama la independencia, sino el Estado catalán (dentro, eso sí, de la república federal que él proyectaba). Por supuesto, los efectos de semejante declaración duraron muy poco; sin embargo, Azaña logró sacar en el Parlamento, contra viento y marea el Estatuto de Cataluña, como región autónoma dentro de la República española. El Estatuto resultaba ser el punto intermedio de confluencia entre la Mancomunidad inicial y el Estado efímero de Companys. Y en esto seguimos hoy, tras el paréntesis de los cuarenta años aún después de que a raíz de la Constitución de 1978, Cataluña asumiera la consideración, no ya de Estado ni de Mancomunidad, sino de comunidad autónoma y de «nacionalidad histórica». (La denominación «nacionalidad histórica>) no debe confundirse con el concepto de «nación histórica», entendida como especie del género «nación étnico-cultural»; la deliberada ambigüedad derivada de la expresión «nacionalidad», en cuanto distinta de Nación y más próxima a «región>, viene arrastrándose desde la Constitución de 1978.)

En cualquier caso, cabe concluir que las Naciones políticas que fueron constituyéndose a partir de 1793 como sujetos de las nuevas soberanías no surgieron, como pretenden los ideólogos pacifistas, de pactos sociales serenamente calculados, o de contratos sociales «racionalmente» establecidos «entre los ciudadanos». Difícilmente podrían haber surgido de este modo si tenemos en cuenta que fueron los ciudadanos aquellos que fueron creados por la Nación política, y no al revés. Las Naciones políticas modernas sólo pudieron resultar, y precisamente gracias a cálculos muy racionales (en modo alguno por impulsos irracionales dejados a su propio gobierno), tras las batallas sangrientas que las clases sociales que las movían tuvieron que librar contra las capas sociales que apoyaban al Antiguo Régimen.

¿Seguirá siendo la sangre condición necesaria para que lleguen término los proyectos de nuevas Naciones políticas que intentan constituirse por fraccionamiento de la Nación política de la que forman parte, es decir, para que puedan llegar a existir las naciones fraccionarias, en su lucha contra la Nación política madre?

Involucración de las especies y géneros de naciones entre sí

No ha de pensarse que los géneros y especies de la Idea de Nación, que hemos ya presentado, permanezcan inertes o incomunicables, unos al lado de los otros, como permanecen inertes e incomunicadas las especies y géneros de insectos de una taxonomía o de un animalario. Todo lo contrario. La involucración de los géneros y especies de la Idea de Nación es muy profunda. A título de ejemplo, los conceptos racistas de Nación política -el concepto de «Nación vasca» de Sabino Arana, o después de Federico Krutwig Sagredo, o de los portadores del Rh positivo en tiempos de Arzallus; o el concepto de Nación alemana de Adolfo Hitler- son el más evidente resultado de la involucración de los conceptos de nación zoológica (estirpe, phylum) y de Nación política («república vascongada», «Tercer Reich»).

O bien, para citar otro tipo de ejemplos de involucración de las acepciones zoológicas de nación en contextos políticos, recordaremos dos situaciones referidas ambas a las dinastías borbónicas. La primera situación se refiere a los Borbones de Francia: se sabe que Luis XVI, a consecuencia de una fimosis, no pudo consumar su matrimonio con María Antonieta hasta después de siete años de su boda. El requerimiento de que el sucesor de Luis XVI tuviese que ser hijo biológico suyo (nación suya), certificado por los testimonios de los cortesanos que presenciaban el comportamiento de sus majestades en la noche de bodas y sucesivas, determinó, según algunos historiadores, una concatenación de los acontecimientos que facilitaron el estallido de la Revolución.

La segunda situación se refiere a los Borbones felizmente reinantes en España. «La corona de España (dice el artículo 57 de la Constitución de 1978) es hereditaria en los sucesores de S. M. Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica.» Y este artículo fundamental de la Constitución política española vigente no se limita a dar esta indicación global, sino que se introduce a fondo en los detalles propios de la nación biológica: «La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a la posterior; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer; y en el mismo sexo la persona de más edad a la de menos». ¿Se quieren mayores precisiones técnicas relativas a la nación biológica involucrada en una Nación política?

«Pueblo» y «Nación»

No faltan quienes creen saber que los interrogantes que plantea la Nación política se despejarán, y en sentido pacífico, si en lugar de «Nación» hablamos de «Pueblo»; si en lugar de considerar a la Nación como depositaria de la soberanía, consideramos al Pueblo como su verdadero depositario, o, si se prefiere, identificamos a la Nación con el Pueblo, reduciendo aquélla a éste, es decir, reduciendo la soberanía nacional a la soberanía popular.

Sin embargo, entre estos términos, «Pueblo» y «Nación», hay importantes diferencias conceptuales, y no sólo «semánticas» (como gusta decir a tantos políticos de los gobiernos actuales). En efecto: «Pueblo» designa, ante todo, a una muchedumbre viva que, en el presente, es concebida como capaz de expresar su voluntad política («voluntad del Pueblo», «el Pueblo unido jamás será vencido»); pero la Nación no sólo designa al Pueblo que vive en ella, sino también a los muertos que la crearon, y a los hijos que todavía no han comenzado a vivir.

El «Pueblo», en todo caso, no es solamente la muchedumbre viviente que, como plebe, se opone al Senado (Senatus populusque romanus); es también la muchedumbre que es concebida como capaz de tomar decisiones y llevarlas adelante democráticamente y, si es posible, por democracia directa, por aclamación asamblearia, o por «plebiscito» (es decir, por consulta a la plebe). Algunos doctrinarios deducen de ahí que el «Pueblo» no es otra cosa sino el conjunto de los ciudadanos, de las personas que integran el cuerpo electoral, en el caso de una democracia; y esta perspectiva «populista» habría jugado un gran papel en los días de la elaboración de la Constitución de 1978, cuando, por ejemplo, a raíz de una enmienda suscrita por Tierno y Morodo («el Pueblo español… proclama en uso de su soberanía…») se presentó un Proyecto de Preámbulo que no prosperó.

Sin embargo, el enfrentamiento, en el proceso constituyente de 1978, entre quienes hablaban de «Nación» y quienes preferían hablar de «Pueblo» acaso no tenía tanto que ver, como algunos doctrinarios sugieren, con las diferencias establecidas dentro de una misma sociedad política, entre la democracia indirecta (a través de representantes elegidos por los partidos en listas cerradas y bloqueadas) y la democracia directa, sino que sobre todo tuvo que ver con la cuestión de la determinación y reconocimiento de la unidad de esa misma sociedad.

Dicho de otro modo: muchos de quienes preferían el «Pueblo» a la «Nación», en 1978, no lo hacían tanto pensando (por recelo ante los que invocaban una Nación que se mantuviera «por encima de la voluntad de los ciudadanos») en la democracia de los ciudadanos vivos de una sociedad indeterminada y teórica, sino también, y sobre todo, pensando en los pueblos diversificados respecto del «Pueblo español». Es decir, pensando en un pueblo catalán, en un pueblo vasco, en un pueblo gallego… No se buscaba tanto determinar si el cuerpo electoral, ya definido en su unidad, corresponde al Pueblo o a la Nación, sino cuál sería la definición de ese Pueblo (de las unidades de ese Pueblo) del que los ciudadanos formaban parte. El referendum para la aprobación de la Constitución debía someterse, sin duda, a la consulta del Pueblo. Pero, ¿de qué Pueblo se estaba hablando?¿Del Pueblo español, o bien de los diversos pueblos de España?

No era, según esto, por tanto, la definición teórica de la democracia, directa o indirecta, lo que preocupaba: todos eran ;111 demócratas, todos apelaban al Pueblo, y, en segundo lugar, entonces, a la Nación, como conceptos políticos funcionales. Pero en lo que diferían, de un modo más o menos explícito, era en los parámetros de esas funciones. Y, como se fue viendo en los años sucesivos -aquellos en los que, tras la LOAPA, la democracia española fue deslizándose cada vez con mayor velocidad hacia la política de «cesión» de las competencias del Estado a las comunidades autónomas (un deslizamiento llevado a cabo por «fraude de ley», según el dictamen de José Manuel Otero Novas, que es quien diseñó nada menos el Título octavo de la Constitución, con un sentido totalmente diferente)-, se hará cada vez mayor la distancia entre los «pueblos» incluidos en las diversas comunidades autónomas (y sobre todo entre los pueblos de aquellas comunidades autónomas con un mayor nivel de renta) y el «Pueblo español» tomado como unidad, que es la que los «nacionalistas fraccionarios» ponen en tela de juicio.

En todo caso es un error monumental dar por evidente que «la democracia une», y que los demócratas españoles, por serlo, habrían de mantenerse unidos; y que las dificultades suscitadas en la democracia por las nacionalidades secesionistas podrían resolverse con «más democracia».

¿Acaso no es más democracia lo que piden esos «pueblos» que reclaman ser nacionalidades históricas, cuando invocan su derecho a la autodeterminación como naciones históricas que son? ¿No es ridículo que un gobierno democrático (como el actual gobierno de Rodríguez Zapatero) conceda beligerancia en el Parlamento español, en nombre de la democracia, a un proyecto soberanista de secesión como el que presentó el «presidente de Euskadi», Ibarreche? ¿No es esto algo así como «criar la sierpe en su propio seno»? Una democracia no puede tolerar que se discuta, en su propio Parlamento, no ya la idea de democracia en general (idea que se discute en la doctrina), sino la idea de una democracia ya constituida, la española. La libertad inherente a una democracia implica poder escribir libros contra la democracia, pero no defender la secesión en forma pública organizada. La democracia podrá a lo sumo tolerar que las ideas separatistas se publiquen, a título particular, en libros o en artículos «científicos» o de opinión, o en discursos de quien, al hablar, sólo se representa a sí mismo; pero es ridículo permitir que a estas especulaciones se les dé beligerancia en el mismo Parlamento contra cuya existencia están atentando.

Y no se trata de que el Parlamento rechace democráticamente las pretensiones soberanistas (independentistas), porque con este rechazo debe ya contar antes de comenzar la sesión. En todo caso, el «rechazo democrático» no sirvió para enfriar los impulsos soberanistas del PNV-Batasuna-ETA; sirvió para medir sus fuerzas y replantear su estrategia soberanista. Por tanto, el repliegue táctico y muy relativo del terrorismo no hay que atribuirlo a la democracia en absoluto, ni menos aún al Estado de derecho, aún más abstracto, si no se le pone en conexión con la actuación de la policía o, en su caso, del ejército, sin los cuales las normas y sentencias emanadas de ese Estado de derecho no serían nada más que papel mojado.

No es tampoco, en modo alguno, nada claro que la soberanía popular, cualquiera que sea el parámetro adoptado para la función «Pueblo», pueda interpretarse por vía nominalista, como una suma o conjunto de los ciudadanos que componen el Pueblo erigido en cuerpo electoral. Esta interpretación (supuesto, desde luego, un cuerpo electoral no censitario, sino con sufragio universal) podría tener algún viso de realidad en los casos en los que se diera unanimidad entre las voluntades individuales. Pero la interpretación nominalista («individualista», porque contempla a los individuos garantizados antes por los derechos del hombre que por los derechos del ciudadano) del Pueblo y de la soberanía popular fracasa estrepitosamente mando se enfrenta con el hecho de que no es la «voluntad del pueblo», como un todo, la que prevalece, sino la voluntad de aquella parte del pueblo que obtuvo la mayoría (aunque esta mayoría fuera sólo la de la mitad más uno); y esto sin entrar en las situaciones, cada vez más frecuentes, de las coaliciones de las partes en minoría que logran obtener una mayoría parlamentaria.

En estos casos, que son los normales, desde el punto de vista estadístico (cuando hay unanimidad práctica la consulta electoral se llama populista o plebiscitaria, en son despectivo, y aun en contra de los principios mismos de la democracia), el «Pueblo» ya no puede tomarse como simple sujeto unitario, porque en realidad es un sujeto re-partido en fracciones o partidos, cada uno de los cuales tiene su voluntad particular propia, enfrentada contradictoriamente a otras voluntades particulares. El recurso a la «voluntad general» que Rousseau propuso en su momento no es mucho más que un truco metafísico orientado a recomponer aparentemente la unidad del pueblo que se suponía dada cuando «todos los ciudadanos racionales luchaban solidariamente contra el Antiguo Régimen», pero que se fragmentaba tan pronto este régimen comenzaba a resquebrajarse.

El consenso establecido entre los partidos de la democracia no tiene, por tanto, nada que ver con una voluntad general, que no existe ni puede existir; es un recurso de «segundo grado» entre las partes enfrentadas del pueblo, para aceptar ciertas reglas prudenciales de conducta que permitan la coexistencia pacífica, y precisamente la reproducción del proceso de fragmentación del pueblo en partes o partidos. Una reproducción cuya utilidad para el sistema democrático nadie discute cuando es recurrente. Lo que sí hay que discutir es la creencia de que esa recurrencia exprese la «voluntad del Pueblo» y, sobre todo, que ella sea el motor de la sociedad política, y no más bien un efecto de esa sociedad, cuando mantiene, dentro de los márgenes permitidos, las variables de mercado pletórico vinculadas al Estado de bienestar.

En la doctrina, «Pueblo» y «Nación» pueden superponerse plenamente, como se superponen plenamente, en la doctrina geométrica, circunferencias y elipses al alcanzar éstas la distancia focal cero. Y se superponen en todos aquellos casos en los cuales el «pueblo» del presente pide precisamente llegar a ser una «nación soberana» en el futuro. Porque entonces la nación soberana que se postula para el futuro (la nación catalana, la nación vasca, la nación gallega…) actuará en nombre de una idea aureolar, dotada ya de historia, pero de una historia futura, que se ve muy próxima, y que se percibe como un presente virtual (sin perjuicio además de que sea retrotraída, mediante las manipulaciones ideológicas pertinentes, al pasado mítico de la «nación histórica»).

En estos casos las ideas de Nación política y de Pueblo se identificarán en las jornadas revolucionarias, sin perjuicio de que la Nación (por ejemplo, la Nación francesa de Sièyes o Constant) fuera pensada como una entidad que estaba «por encima» del pueblo, al menos del pueblo censado para constituir el cuerpo electoral. En la Constitución de 1978, que consagra a la Nación española, se establece (artículo 1.2) «que la soberanía nacional reside en el pueblo». ¿Quién podría aspirar a decir algo más claro? ¿Reside la soberanía en el pueblo español, o bien -supuesto que se niegue la existencia de este Pueblo, y se declare inadmisible, como propio de la derecha más reaccionaria, el «nacionalismo español»- en esos pueblos de España que junto con los pueblos de Francia, de Italia o de Alemania, van a integrar esa «Europa de los pueblos» del futuro que sustituirá a la arcaica «Europa de las Naciones» de Maastricht?

Los dos planos en los que se mueve la Idea federal: el plano ético y el plano político

La «Idea federal» -o la idea del federalismo- que Francisco Pi Margall predicó, con una ingenuidad suficiente como para neutralizar su pedantería, en el último tercio del siglo XIX (la primera edición de su obra fundamental, Las nacionalidades, se publicó en Madrid en 1877) penetró profundamente en muchos españoles, ya sean considerados individualmente, ya lo sean como militantes de partidos políticos. La «idea federal», sin embargo -y conviene advertir que la distinción que vamos a introducir no suele ser percibida por los propios federalistas-, se presentó, y sigue presentándose, en dos planos muy diferentes, que se realimentan mutuamente: un plano de naturaleza ética y un plano de naturaleza política.

La Idea federal, en el plano ético (que, en cualquier caso, no tiene que entenderse como algo separado de la realidad política, puesto que también atraviesa a esta realidad), gira en torno al Hombre, y equivale a la idea de la solidaridad, de la paz, del diálogo, del pacto, etc., como instrumentos obligados de convivencia civilizada. El federalista, cuando se mueve en el plano ético, no grita, no presenta batalla, no llega a las manos, practica en todos los órdenes la estrategia de la «coexistencia pacífica», del diálogo: calcula, pacta, concede, recupera y va ampliando sus pactos de unos individuos a otros, de unas familias a otras, de unos municipios a otros, de unas provincias a otras, hasta llegar al Hombre en general. «El pacto al que me refiero en este libro [Las nacionalidades] es el espontáneo y solemne consentimiento de más o menos provincias o estados en confederarse para todos los fines comunes bajo condiciones que estipulan y escriben en una constitución.»

Pero la idea federal, en el plano político, gira en torno al Ciudadano (que ya forma parte de una Nación política) y equivale al proyecto de transformar a las Naciones políticas, en general, y a España en particular, en un Estado federal: frente al centralismo, identificado (erróneamente) con el unitarismo, el federalismo.

Ahora bien, la tesis que aquí mantenemos es que el «principio activo» del federalismo, la idea federal -que prendió como la pólvora en tantos ciudadanos y partidos políticos-, fue el principio ético de la Idea federal, más que su principio político. Y decimos esto porque el proyecto político de un Estado federal fue, y sigue siendo, un proyecto imposible, algo así como lo sería el proyecto de un escultor que quisiera tallar un decaedro regular. De ningún escultor podrá decirse que proyectó, con arrebatada inspiración, crear un decaedro regular, por la sencilla razón de que este poliedro es imposible; luego habrá que decir que cuando ese escultor trabaja con afán en la «creación» de un decaedro regular, en rigor habrá que decir que está trabajando por otros objetivos.

Así también del federalista que trabaja con ardor, dedicación y entusiasmo para construir un Estado federal, habrá que decir que en rigor está trabajando por otra cosa. Porque el «Estado federal» es tan imposible como el decaedro regular. Un Estado no puede jamás ser federal, porque para ello debería estar constituido por otros Estados federados. Pero al federarse estos Estados dejarán de ser Estados; y si lo fueron previamente (como ocurrió con los Estados que se federaron en los llamados «Estados Unidos de América») dejaron de serlo en el momento de federarse, y si se sigue hablando allí de Estados federados es sólo por metonimia histórica. Al ceder su soberanía a la Federación, desaparecen como Estados.

Otra cosa es que en lugar de en una Federación, se hubiesen asociado en una Confederación, en la que cada socio pudiera retirarse en cualquier momento (con lo que demostraría que no había cedido parte de su soberanía, sino que la conservaba intacta). Por esta razón las comunidades autónomas de España, que no son soberanas, no pueden en modo alguno ni federarse ni confederarse. Para federarse, pretendiendo seguir el curso que siguen los Estados Unidos de Norteamérica, tendrían previamente que hacerse soberanas, para renunciar a esa soberanía que hipotéticamente hubieran adquirido en el momento de la federación. Para confederarse tendrían que comenzar por ser soberanas, es decir, demostrar que lo son con la fuerza de los hechos: no se trata de una cuestión de palabras de letrados, de letras jurídicas, de controversias meramente dialogadas.

Según esto, quien defiende el Estado federal en nombre de la «idea federal» sólo puede estar defendiendo, en rigor, y a lo sumo, el principio ético federalista. Quien expresa con evidencia que el federalismo político es la única vía sensata, racional y pacífica de convivencia política, lo que está propiamente queriendo decir es que sólo mediante el diálogo, la tolerancia, el «pacto racional» cabe que un «conjunto de hombres» (que aún no son ciudadanos) cree una Constitución política. El federalista está en realidad alejándose con horror de la vía violenta, de la organización despótica del Estado. Y de este modo es como el federalista llega a creer que la Constitución duradera de un pueblo es un sistema que «el pueblo se ha dado a sí mismo».

Pero el federalista sólo puede pasar del plano ético al plano político pidiendo el principio del modo más ingenuo y pánfilo posible: presuponiendo que las unidades pactantes ya están dadas de antemano, ya fueran estas unidades pactantes los individuos (aunque, en rigor, si Pi Margall se hubiera atenido a las ideas en boga en su tiempo habría tenido que comenzar no por los individuos, sino por las células, puesto que, por aquellos años, ya se definía el organismo como una «federación de células», y el cáncer como una dolencia producida por un «brote anarquista de células rebeldes»), ya fueran las familias, los municipios, las provincias o las naciones. Pero estos supuestos no sólo son gratuitos, sino ridículos. ¿Por qué elegir, en el conjunto de todo lo que tiene que ver con el Género humano, como unidades pactantes elementales, a las provincias? ¿Por qué no a los individuos o a las células? ¿Por que no a los municipios, a los cantones, a las barriadas o las calles, y aun a las comunidades de vecinos?

A quienes decían a Pi Margall: «Español, ante todo», les respondía: «Somos y seguiremos siendo, antes que español, hombre, pese a quien pese». Constatamos plenamente en la respuesta de Pi Margall cómo la inmersión de la «especie» españolen el género hombre equivale a una disolución de la especie en el género, al anegamiento de la especie en el océano del género, proceso que no es meramente literario, o meramente lógico, en todo caso, inofensivo; porque la fórmula de Pi Margall, rebosante de sublime humanismo, deja abierta la puerta para poner, en lugar de España a Tarragona, a Guipúzcoa, a Aquitania o al cantón de Cartagena. Bajo el sublime ideal del humanismo ético de Pi Margall, de la Humanidad, se esconde un descarado nacionalismo político.

Uno de los puntos más oscuros de este debate suscitado por los federalistas en los días de la Primera República, pero que llega hasta nosotros, fue la oposición entre unitarismofederalismo, oposición que interpretaba al unitarismo como herencia del Antiguo Régimen, como herencia «de la derecha». Lluís Companys, siguiendo a Pi Margall, atribuía el unitarismo a «la burocracia centralizada y forastera» que trajeron a España los Habsburgos y los Barbones; por lo que el federalismo quedaría como el gran descubrimiento de la izquierda democrática. Ahora bien, si el federalismo, en sentido político, lo consideramos imposible, la disyunción entre unitarismo y federalismo habrá que considerarla vacía, puramente verbal, pero sin conceptos que la respalden.

Dicho de otra manera: el Estado es unitario o no es Estado. Otra cosa es que, en lugar de referir la oposición unitarismo/federalismo al Estado la traspongamos a la Administración, distinguiendo la administración centralista y la administración descentralizada, pero siempre dentro de un Estado unitario.

Radicales, liberales, anarquistas, socialistas y comunistas ante la Idea de Nación política

La Idea de Nación, en su formato canónico, que fue instituida a partir de la Revolución Francesa (en la que se formó la izquierda de «primera generación», la izquierda radical), y que fue asumida por la revolución liberal española (identificable con una «segunda generación» de izquierdas), expresada en la Constitución de Cádiz de 1812, experimentó una crisis profunda con el anarquismo («tercera generación») y con el marxismo, tanto en su versión socialdemócrata («cuarta generación») como en su versión comunista (la «quinta generación» de las izquierdas).

El anarquismo tendió a ver en la Nación canónica una especie de artefacto de la burguesía para mover al Estado; un Estado explotador que bloqueaba, además, las tendencias, según ellos innatas, hacia la federación de los pueblos, desbordando los límites del Estado nación burgués. Marx y Engels también consideraron a la Nación canónica como producto de la revolución burguesa, pero al mismo tiempo la consideraron como una fase necesaria en el proceso de la evolución humana hacia el comunismo, como plataforma indispensable para establecer, en el momento oportuno, la dictadura del proletariado. Por ello prefirieron las que llamaron «naciones con historia» -las que nosotros llamamos «naciones canónicas»- porque en ellas, por su tamaño y desarrollo, sería posible contar con una masa importante de trabajadores industriales, de proletarios; y subestimaron por ello las que llamaron «naciones sin historia» (entre ellas citaron, precisamente, al País Vasco). La socialdemocracia, influida por Lasalle tanto como por Marx, reconoció al Estado y a la Nación correspondiente como la plataforma ideal para llevar adelante, pero de un modo gradual y sin contemplar formalmente el fin del Estado, el socialismo.

En cambio, los comunistas (el leninismo y luego el stalinismo) tendieron siempre a subordinar la Nación a los intereses revolucionarios vinculados al «internacionalismo proletario», reconociendo sin embargo las naciones a título de naciones étnicas. Incluso reconociéndoles un «derecho de autodeterminación política», como repúblicas socialistas constituidas dentro de un Estado multinacional como el constituido por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Ahora bien: esta idea de la nación étnica, en el fondo, con autodeterminación dentro de un Estado multinacional, aplicada fuera del Estado soviético, venía a equivaler, en España, a una crítica a la Nación canónica española de 1812, precisamente por el reconocimiento del derecho de autodeterminación de las naciones o pueblos en ella comprendidos. En el Congreso de Toulouse de diciembre de 1945 fue aprobado por el Partido Comunista de España un programa en el que se hacía la siguiente declaración: «Reconocimiento de la personalidad nacional de los pueblos de Cataluña, Euskadi y Galicia, dando satisfacción a sus legítimas aspiraciones nacionales, en el marco de una Federación Democrática de los pueblos Hispanos».

La socialdemocracia española se contagió pronto de este «nacionalismo regional», que veía como un poderoso instrumento para luchar electoralmente con el nacionalismo burgués, catalán y vasco, que ocupaban casi la mitad del espacio político autonómico. Y sobre todo vieron, en el «nacionalismo regional», un gran instrumento para suavizar (por no decir desviar) los planteamientos de los conflictos sociales y políticos en términos de lucha de clases, que habían llevado a la Guerra Civil. El nacionalismo regional permitía, en efecto, sustituir el principio de «división dicotómica» de España en dos («Una de las dos Españas ha de helarte el corazón») por el principio de la división de España en cinco, ocho, o diecisiete «nacionalidades o regiones». Ningún poeta ha dicho todavía a los españolitos que han nacido después de 1978, que sepamos: «Una de las diecisiete Españas ha de helarte el corazón».

También percibió la socialdemocracia europea (juntamente con los separatistas españoles) la utilidad del nacionalismo regionalista con ocasión del ingreso de España en Europa. Y creyó llegado el momento de lanzar una política de acoso y derribo de la Nación canónica española, en beneficio no sólo de las grandes Naciones canónicas europeas (Francia, Alemania, Inglaterra) sino también de las nuevas naciones «diseñadas» dentro del imaginado futuro Estado federal: «El Estado español se compone de tres naciones y catorce regiones», dijo Pascual Maragall, actual presidente de la Generalidad catalana. Rodríguez Zapatero o Peces Barba insistieron, por su parte, en que las diferencias entre naciones, nacionalidades y regiones son cuestiones de «mera semántica».

Los fundamentos de la «cruzada democrática»

No puede asegurarse, por tanto, que las Naciones canónicas y, en particular España, como Nación, tengan el futuro asegurado. Durante muchos años, muchos partidos de izquierdas han trabajado en su erosión y desprestigio. Pero la Nación canónica, por su tamaño y su historia, fue el espacio más adecuado para constituir una democracia viable. Una democracia parlamentaria, sobre todo si está vinculada al Estado de bienestar, social y de derecho, puede ser de hecho condición necesaria para su sostenibilidad, al menos en el contexto de la Sociedad de las Naciones.

Quienes, por un lado, proyectan el fraccionamiento de las Naciones canónicas actuales (sobre todo en España, algo en Italia, prácticamente nada en Francia o en Alemania) o, por otro lado, a veces convergente con aquél, proyectan una Constitución europea que, avanzando sobre las propuestas vigentes, consagre una Confederación europea cuentan con la inminente desaparición, por transformación, de las Naciones canónicas en otro género de Naciones políticas, el género de las naciones fraccionarias (consideradas como «pueblos» ).

Sin embargo, todos parecen estar de acuerdo en que subsistirán las democracias parlamentarias. Sobreentienden que, sin perjuicio de haberse constituido la democracia, a partir del siglo XVIII, a escala de las Naciones canónicas, la estructura democrática del Estado (sea nacional, sea multinacional, sea continental) es la forma final de la historia política, la forma más elevada y definitiva que el Género humano ha encontrado para vivir «en paz, en libertad y en solidaridad».

Ser demócrata se hace así equivalente, en las democracias fundamentalistas, a «ser hombre honrado»; no ser demócrata se hace equivalente a ser un hombre miserable, un protohombre o un subhombre, es decir, un hombre no plenamente desarrollado, un hombre subdesarrollado.

Según esto, todo «demócrata auténtico» (fundamentalista) tratará continuamente de extender el sistema democrático a todas las sociedades que actualmente habitan el globo terráqueo (incluyendo en estas sociedades a la sociedad mauritana, a la angoleña, a la congolesa, a la cubana, a la iraní, a la afgana, incluso a la china). Se trata de que el Globo terráqueo civilizado esté organizado en Naciones, tanto da que sean grandes o pequeñas, con tal de que hayan asumido la forma de la democracia parlamentaria homologada. Concebirán el proyecto de esta extensión universal de la forma parlamentaria de la democracia como una cruzada; a la manera como los apóstoles de la Buena Nueva asumieron (o asumen) como forma de vida que los «justifica» el intento de extender el cristianismo por toda la redondez de la Tierra. «¡Id y predicad a todas las gentes la Democracia!», podría ser la fórmula de la Buena Nueva de nuestros tiempos.

Lo que no se entiende bien es de dónde brota la evidencia de que la Buena Nueva haya de tener hoy el signo de la democracia parlamentaria; y se entiende aún peor (aun concediendo que esa evidencia se apoya en fundamentos no gratuitos) la voluntad de extenderla y darla a participar a todos los hombres. Porque decir que esa voluntad deriva de la solidaridad, de la caridad o de la filantropía sería tanto como decir que la capacidad somnífera del opio deriva de su virtud dormitiva.

¿En qué razones se apoya el fundamentalismo democrático para considerar a la democracia parlamentaria como la única forma superior, o decente al menos, de sociedad política? El fundamentalismo democrático apela a la libertad, a la dignidad humana, a la solidaridad. Pero todo esto es mera metafísica escolástica. ¿Es que no hay libertad, o dignidad, o solidaridad en un pueblo budista o islamista (las mayores muestras de solidaridad interna las ofrecen los mahometanos que se inmolan conjuntamente en la lucha contra sus enemigos los politeístas cristianos), o en una sociedad comunista?

Y acaso podrá decirse con razón que no la hay, cuando la libertad se toma en el sentido de la libertad de elección propia de las democracias parlamentarias. Pero con estos razonamientos se incurre en meras tautologías, porque lo que habría que demostrar es que esa libertad de elección de representantes equivale, sin más, a la libertad en el sentido filosófico de la palabra.

¿Y de dónde mana el «impulso misionero» que lleva a los políticos demócratas a predicar la cruzada de la democracia parlamentaria?

No es fácil encontrar la fuente, sobre todo si excavamos en el terreno de las subjetividades psicológicas.

Pero hay un terreno en el que, al menos, podremos explorar los motivos objetivos que las democracias parlamentarias tienen para propagar la forma democrática a toda la redondez de la Tierra. Es el terreno del mercado pletórico.

Si reconocemos la involucración interna entre la libertad de elección de representantes y la libertad objetiva de elección de bienes en el mercado pletórico; si, en concreto, reconocemos la involucración entre la democracia parlamentaria, formada por ciudadanos libres (en la elección) y el mercado pletórico formado por compradores libres (de bienes), la explicación del «impulso misionero» de las democracias homologadas se hace muy sencilla: lo que las democracias de mercado buscan, y lo buscan porque lo necesitan objetivamente (y no ya subjetivamente) al tratar de extender la democracia, y no sólo extender los valores de la democracia, sino principalmente los valores de la Bolsa, es extender sus mercados, es decir fabricar «nuevos consumidores» para que pueda funcionar la producción industrial masiva de bienes, más o menos individualizados (siempre desde criterios abstractos, de clase).

Según estas premisas puede afirmarse que las democracias de mercado subsistirán en tanto en cuanto subsistan los mercados pletóricos. Y no hace falta añadir aquí nada más.

«Unidad» o «Unión»

Pero si volvemos, en esta excursión sobre la democracia, a nuestro asunto, la pregunta que hay que replantear es la siguiente: ¿qué tiene que ver la subsistencia de la democracia de mercado con las Naciones políticas y, en particular, con la Nación canónica española? Pues no parece posible afirmar que las naciones políticas fraccionarias, proyectadas en España desde las plataformas de las «nacionalidades históricas» reconocidas por la Constitución, no puedan ser democráticas.

Estas naciones fraccionarias, si lograsen sus pretensiones, conculcarían el artículo 1 de la Constitución democrática española definida en 1978; pero esta democracia no es la única posibilidad de democracia, y en este sentido es infundada la acusación de antidemócratas que suele hacerse a los nacionalistas secesionistas. Y la circunstancia de que históricamente las democracias parlamentarias hayan surgido de los Estados nacionales canónicos no significa que las futuras democracias parlamentarias «estén atadas» a la forma canónica del Estado nacional canónico; sobre todo si las futuras democracias fraccionarias asumen ellas mismas la forma de un Estado nación, aunque sea en un volumen más reducido.

La cuestión que nos interesa no es, por tanto, la cuestión de las posibles democracias futuras, en diferente formato de volumen, en general. Lo que nos importa son las repercusiones que estas supuestas futuras democracias fraccionarias puedan tener en la Nación española.

No nos afecta, ni poco ni mucho, lo que a un demócrata fundamentalista parece afectarle ante todo: la gozosa contemplación de la multiplicación de las democracias, aunque esta multiplicación no tenga tanto la forma de la reproducción de la democracia en nuestras sociedades no excluyentes, sino que tenga la forma de una escisión directa de una democracia en partes que excluyen la integridad del todo del cual proceden, la Nación española.

Lo que nos importa no es que las supuestas futuras naciones fraccionarias democráticas multipliquen el número de las naciones democráticas realmente existentes; lo que nos importa son las consecuencias que esta multiplicación por escisión pueden tener para la Nación española, también realmente existente.

Y es indudable que la principal consecuencia habrá que ponerla en el descuartizamiento o «balcanización» de esta Nación política. Descuartizamiento que implicaría también, necesariamente, el expolio del patrimonio nacional español, y no sólo el espectáculo de la deslealtad, propia de renegados, de quienes se separan después de que durante los años y aun siglos de expansión se sintieron orgullosos de ser españoles.

Pero el descuartizamiento de la Nación española tiene mucho de latrocinio, por lo menos para todos los españoles que consideran suyo el País Vasco, Cataluña, Galicia… No sólo porque allí tienen también antepasados, sino porque han contribuido con su trabajo o con su capitales a la formación de las propias partes en trance de separación. Todos estos españoles no podrán advertir ningún objetivo interesante, noble o digno en los procesos secesionistas de quienes formaron siempre parte de su organismo político; sólo podrán ver resentimiento, odio y vacío entendimiento de la libertad, o simplemente intereses vulgares. Y estupidez económica y social, porque con su separación prescindirían de un espacio de libertad mucho mayor (por no hablar de un espacio mayor en el que ejercitar la solidaridad), que es el que España íntegra les ofrece. Pero ellos lo habrán querido. Como quiere un joven, en plena crisis de adolescencia, librarse de su familia. Los rostros de los manifestantes que observamos en Bilbao o en San Sebastián, pidiendo libertad y soberanía para «su pueblo», recuerdan muy de cerca a los rostros adolescentes que piden «libertad» movidos por impulsos primarios. Impulsos primarios que han sido desencadenados por intelectuales divagantes o por políticos interesados.

Ahora bien, el expolio tendría lugar incluso en el supuesto de que las naciones escindidas mantuvieran de algún modo la unidad -o la unión, según que utilizásemos la terminología unitarista o la federalista- de los españoles, por ejemplo, mediante la forma de una Confederación. Forma muy improbable, puesto que las probabilidades de alianza de Cataluña o del País Vasco, en el supuesto de que ETA tomase las riendas y transformase Euskadi en una república socialista -muy alejada de la forma democrática parlamentaria-, con Francia o con Inglaterra, serían mucho mayores.

La situación planteada será también muy distinta si las nuevas democracias adoptan la forma republicana o la monárquica. La unidad de esta supuesta futura Confederación de naciones españolas podría acaso quedar mejor garantizada por una monarquía que por una república.

No vamos a entrar aquí en el análisis de las dificultades que se presentan por vía legal en el momento de transformar la unidad actual de la Nación española, una e indivisible (que los federalistas consideran como centralista), en una unión federal, una unión a la que sólo podría llegarse tras el despedazamiento previo del Estado español en diecisiete Estados, si éstos decidieran acordar el «pacto federal» libre e igualitario (despedazamiento contemplado ya por Valentín Almirall en los años del sexenio revolucionario).

Y otra gran cuestión interrogante se nos plantea aquí: la secesión, aunque no sea más que por lo que tiene de expolio y de saqueo, ¿podría tener lugar pacíficamente? ¿Acaso cabe esperar que los españoles permanezcan cruzados de brazos ante el espectáculo ofrecido por unos individuos que, avalados por pactos y convenios burocráticos, semiclandestinos, se disponen a apropiarse de un patrimonio en el que todos tienen parte y parte irrenunciable?¿Hasta tal punto se habrá enfriado la sangre de los españoles que nadie esté dispuesto a perder ni una gota en el forcejeo con los expoliadores?

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