España no es un mito – Pregunta 2: ¿España amenazada?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, proseguimos la edición digital de esta obra, con la segunda pregunta:

¿ESPAÑA AMENAZADA?

Las amenazas a España no están contempladas en los artículos 169 y 171 del Código Penal

No faltará quien piense (sobre todo si es jurista en ejercicio) que la pregunta «¿España amenazada?» está fuera de lugar, o incluso carece de sentido. Para un abogado, que se atiene a los textos propios de su oficio (Código Penal, Jurisprudencia, «Doctrina») la amenaza es una intimidación de un mal futuro, dependiente de la voluntad del que intimida, hecha con intención de producir temor en la persona intimidada.

Si nos atuviéramos al Código Penal español vigente desde hace diez años encontraríamos que las amenazas constituyen un capítulo (el segundo) de los «Delitos contra la libertad» (de los que trata el título VI del libro II). Pasemos por alto, en aras de la brevedad, la síncopa del rótulo de este título VI, teniendo en cuenta que en él, además de delitos, se contemplan las faltas por amenaza, es decir, las «amenazas de un mal que no constituyen delito», y que serán castigadas con penas de prisión de seis meses a dos años, o multa de doce a veinticuatro meses (Art. 171.1).

Más grave nos parece (en cuanto síntoma de la deficiente conceptuación o, si se quiere, de «avería» en la maquinaria lógica de los redactores del Código) la clasificación de las amenazas entre los «delitos contra la libertad», y ello (sin entrar en consideraciones más profundas, sino simplemente argumentando ad hóminem) porque en el artículo 169, en el que se enumeran delitos [o faltas] vinculados a males contenidos en las amenazas -que se hacían figurar en la clasificación como delitos contra la libertad-, nos encontramos relacionada, como especie, lo que el rotulo del Título figura como género: «El que amenazare a otro con causarle a él, a su familia o a otras personas con las que está íntimamente vinculado, un mal
que constituya delitos de homicidio, lesiones, aborto, contra la libertad, torturas, y contra la integridad moral, la libertad sexual, la intimidad, el honor, el patrimonio y el orden socioeconómico…». Esta enumeración, sin perjuicio de su solemnidad lapidaria, nos recuerda la célebre enumeración que el soldado de Napoleón expuso en su hoja de servicios: «Edad: 65 años; número de hijos: 5; años de ser- vicios al emperador: 17; batallas en las que ha intervenido: 12; heridas recibidas: 8. Total: 107».

Pero demos como leves estas «imperfecciones» literarias o lógicas (otros dirán «semánticas», aunque en realidad son imperfecciones «de concepto»). Ellas no estorban al objetivo del Código: delimitar el «terreno de las amenazas» a efectos de establecer una normativa penal convencional. El terreno delimitado parece circunscribir las amenazas al círculo de relaciones entre personas -las personas que las formulan o las personas destinatarias de esas amenazas, quienes las reciben-. Pero no está nada claro que España quepa en este terreno o campo de las amenazas, por la sencilla razón de que España (en cuanto Estado, en cuanto Nación, en cuanto Reino, en cuanto Cultura…) no es una persona, ni siquiera un grupo de personas. Porque un grupo de personas no es una persona, y la idea de «persona jurídica» es una simple «ficción jurídica». Por lo que, en todo caso, la amenaza a una «ficción jurídica» ya no sería, salvo por ficción, una amenaza a las personas.

Es cierto que en un artículo posterior (el 170) se contemplan las amenazas «dirigidas a atemorizar a los habitantes de una población, grupo étnico o a un amplio grupo de personas…», pero una «población», un «grupo étnico» o un «grupo de personas», por amplio que sea, sigue siendo un conjunto de personas individuales, de suerte que las menazas a esos grupos habrán de entenderse como dirigidas a cada una de las personas que componen el grupo. Y, en ningún caso, un Estado, una Nación, un Reino, una Cultura, no se reduce a la condición de grupo de personas vivientes, aunque no sea más que porque en esa Nación han de estar necesariamente incluidas las personas muertas (los antepasados), y las que aún no han nacido, pero sin las cuales no podría hablarse de España como Nación, o como Cultura, o como Sociedad política. La realidad de una Nación, de una Cultura o de una Sociedad política desborda los límites de una vida individual, o los de una generación: implica muchas generaciones.

¿Qué sentido podría tener, por tanto, si nos atenemos a las amenazas, tal como son delimitadas en el Código Penal español, hablar de «amenazas contra España», o preguntar siquiera si España está amenazada? Tenemos en cuenta que la imposibilidad, en el Código Penal español, de amenazas contra España, no excluye la posibilidad de considerar delitos las ofensas contra España, su bandera, el jefe del Estado…, que ya no están tipificadas a título de amenazas, sino a título de ofensas.

Lo que no está en el Sumario sí puede estar en el Mundo

Pero quien no sea abogado en ejercicio, ni tenga mucho que ver con el Código Penal, podrá mantenerse a cierta distancia de sus definiciones. La suficiente para constatar sus limitaciones, en nuestro caso, en lo que tienen que ver con la materia de las amenazas. Limitaciones sabias, en principio, sin duda, desde el punto de vista práctico, porque sólo circunscribiéndonos a marcos precisos, aunque lo sean por convención (por ejemplo, circunscribiendo las amenazas de personas a personas y no, por ejemplo, de personas a animales, o de animales o númenes a personas humanas), podrán dibujarse las figuras delictivas o los tipos de ilícitos correspondientes y, de este modo, hacer aplicables las normas a los casos concretos, con una mínima «seguridad jurídica».

Sin embargo, es evidente que esta «delimitación técnica» del «campo de las amenazas» no puede pretender encerrar en sus retículas a la integridad de un material superabundante, que tiene que ver con las amenazas reales tanto o más que con aquellas amenazas que han entrado en la retícula jurídica. «Lo que no está en el sumario no está en el mundo… jurídico», sin duda; pero puede estar en el mundo real, que desborda los límites del mundo jurídico. Sólo un pedante puede llegar a creer que un lugar que no está en el mapa no está en el terreno. Si así fuera, ¿en qué quedarían las palabras de Cervantes cuando dijo que «esto de la hambre arroja a los ingenios a lugares que no están en el mapa»?

Y no hace falta buscar mucho para encontrarnos con amenazas que no están contempladas en el Código Penal vigente, pero sí lo están en el «Código de la lengua viva».

¿No hablamos una y otra vez de la «amenaza de ruina» de un edificio en mal estado? Incluso muchas veces ese concepto de la «amenaza de ruina» se ve obligado a entrar en la retícula jurídica, a través de los tribunales de justicia, no ya porque se haga culpable al edificio de la amenaza -de acuerdo con la definición de amenaza que da el Código-, sino porque se hace culpables a las personas responsables de su cuidado. También hablamos de «amenaza de tormenta», y entonces es más difícil «echar la culpa» de estas amenazas a alguna persona humana. Durante siglos se echó la culpa de las «amenazas de tormenta», sobre todo si las amenazas eran graves, a personas diabólicas, incluso a personas divinas, al propio Júpiter que utiliza el rayo, ]upiter fulgor; los tribunales de justicia pueden conocer estas amenazas de tormenta, no porque esté en su competencia procesar a las tormentas (menos aún a Júpiter), pero sí acaso, por negligencia o mala fe, a los meteorólogos encargados de anunciarlas, haciendo posible que quienes puedan ser afectados por ellas tomen las prevenciones oportunas.

Ahora bien, en la circunstancia de que los responsables que tienen que ver con las amenazas de ruina, o con las amenazas de tormenta, suelan «personificarse», podría apoyarse un argumento a favor de la legitimidad de ampliar el «concepto penal» de amenaza (aunque fuera mediante la introducción de ficciones jurídicas pertinentes) a estas amenazas «impersonales», pero personificadas por el lenguaje o por la ficción, salvando de este modo el concepto penal de amenaza. Sin embargo, el argumento es muy débil, en la medida en que pretende pasar de la génesis a la estructura del significado.

Aun en el supuesto de que el género (masculino o femenino) de los términos de un lenguaje (artículos, sustantivos, adjetivos) tuviera un origen sexual, no se deduciría que «el monte», por ejemplo, arrastra la connotación de macho y «la mar», la connotación de hembra. Aunque pudiera ser demostrado que en la génesis que determina la construcción «amenaza de tormentas» hubiera una prosopopeya, de ahí no se seguiría que en la estructura del significado «amenaza de tormenta» hubiera que suplir la persona amenazante. El significado de la expresión «amenaza de tormenta» sólo alcanza su estructura objetiva cuando ha segregado a cualquier sujeto operatorio, divino o humano, como presunto responsable de las mismas, a la manera como cuando alcanzamos el significado de la expresión «circunferencia como conjunto de puntos que equidistan de uno central» es porque, entre otras cosas, hemos segregado por completo al sujeto dibujante. En el momento en que introdujéramos el dibujante en el acto de dibujar la circunferencia, ésta desaparecería, como desaparece el fotógrafo de la fotografía que hace a su vecino, una vez que la fotografía haya sido revelada.

«Amenazas» y «Peligros»

Suponemos, en resolución, que el concepto general o filosófico de «amenaza» es, sin perder su rigor, mucho más amplio que el concepto jurídico de amenaza, que es sólo una especificación de aquél. «Amenaza de tormenta» y «amenaza de extorsión» tienen en común, por lo menos, un contenido unívoco, a saber, el ir referidos (cualquiera sea su procedencia: natural o sobrenatural, humana o divina) a procesos que se orientan a producir males (daños, incluso la muerte) a personas, principalmente, pero también a animales o cosas, con tal de que todos ellos (personas, animales o cosas) puedan resultar dañados. Las amenazas anuncian un mal, que va a recaer sobre algunas determinadas personas, animales o cosas; pero «sobreviniéndolas», es decir, sin que los destinatarios de las amenazas intervengan en el proceso de su cumplimiento.

Es preciso establecer aquí la diferencia esencial entre los conceptos de «amenaza» y de «peligro», conceptos muy próximos y confundidos en la práctica.

La diferencia puede apreciarse contrastando la construcción «El torero se puso en peligro»-que tiene pleno sentido en español- con la construcción, muy rebuscada y sin sentido, «El torero se puso en amenaza». «Ponerse en peligro» implica, sin duda alguna, que alguien interviene de algún modo como agente en el proceso de «desencadenamiento» del mal. Ponerse en peligro equivale por ello a «correr el riesgo». En cambio carece de sentido decir «ponerse en amenaza», porque la amenaza no procede de su destinatario, ni éste interviene en ella. Por la misma razón tiene pleno sentido la sentencia: «Quien busca el peligro perece en él»; pero no tendría ningún sentido una sentencia paralela que dijera: «Quien busca la amenaza es víctima de ella», porque nadie «busca la amenaza», aunque puede provocarla, incluso intencionadamente.

Una señal de tráfico, puesta en un desfiladero, significando «Peligro de desprendimiento de piedras», la interpretaremos, según su concepto, como una transferencia de responsabilidad al conductor del vehículo en tanto el conductor puede contribuir al desencadenamiento de ese desprendimiento (por ejemplo, haciendo sonar con fuerza su claxon), o simplemente recibir el daño por no haber tomado las precauciones precisas (entre ellas, la precaución de tomar una ruta alternativa al desfiladero). En cambio, si interpretásemos la señal de tráfico citada como una señal de amenaza, estaríamos haciendo responsable de los eventuales daños a la propia montaña, o acaso a los agentes encargados de asegurarla.

Se presentan obviamente situacione ambiguas, pero no porque la distinción entre amenaza y peligro desaparezca en ellas, sino porque surgen situaciones para escoger una u otra, según circunstancias. Así, la expresión, que se puso de moda hace un siglo, «peligro amarillo» no puede confundirse con la expresión «amenaza amarilla»; decir amenaza es definir una fuente inmanente de males que, procedentes de China o del Japón, sobrevienen sobre Occidente sin que los occidentales intervengan en el fatal proceso de expansión de la raza amarilla; decir peligro nos advierte que corremos un gran riesgo si no tomamos medidas para atajar esa expansión.

La definición que estamos ofreciendo del concepto de peligro, en cuanto contrapuesto al concepto de amenaza, podría corroborarse por la etimología latina del término (periculum), emparentada (según Ernout-Meillet) con «prueba», «ensayo», «ex-perimento» (periculum facere), es decir, por tanto, con actuaciones u operaciones de un sujeto que está interviniendo o incluso provocando el desencadenamiento de un proceso que puede causar dalos, o incluso la muerte, ad propio experimentador. «Franklin puso en peligro su vida al experimentar con el rayo», o bien, «Herman el alemán, experimentando la posibilidad de volar cubriendo su cuerpo con alas de ave, puso en peligro su vida y se mató al arrojarse de la torre de Plasencia». Pero sería excesivamente rebuscado o laberíntico decir que «Franklin buscó las amenazas de los fenómenos del rayo». Por último, «vivir peligrosamente» es tanto como vivir buscando el peligro, o, al menos, vivir sin temor al riesgo; poco o nada significará quien «vive buscando las amenazas».

En cualquier caso, «estar amenazado» no es lo mismo que «estar en peligro»; y ponerse en peligro no es lo mismo que estar amenazado. Lo que no quiere decir que alguien que está amenazado no pueda pasar a la situación de peligro, si no advierte la existencia y el alcance de las amenazas, es decir, si no interviene en la situación de peligro por omisión culpable (por ejemplo, por ignorancia culpable).

Concluimos: cuando preguntamos «¿España está amenazada?» no estamos formulando la misma pregunta que se expresa en la interrogación «¿España está en peligro?».

España podrá estar amenazada, sin que por ello hubiera que presuponer que España está en peligro. Más difícil sería la suposición inversa: que España pudiera estar en peligro sin que mediase amenaza alguna.

Ocho clases de amenazas

El concepto ampliado de amenaza, tal como hemos intentado fijarlo, necesita urgentemente, precisamente por su amplitud, ser especificado según determinaciones más precisas. Los criterios para establecerlos son muy variados, y muchos de ellos son obvios o triviales, por ejemplo, cuando distinguimos las amenazas graves de las leves, o las amenazas internas de las externas, respecto del círculo en el que vive o existe el amenazado o el amenazante. Introduciremos aquí brevemente, por medio de cuatro distinciones, ocho «especies» de amenazas que requieren de conceptos algo más sutiles.

1. Amenazas formales y amenazas materiales

Ante todo una distinción entre amenazas formalesamenazas materiales. La amenaza formal supone el anuncio, verbal o gestual, procedente de algún sujeto conductual (hombre o animal: un perro nos amenaza enseñándonos sus colmillos, gruñendo, etc.), de una secuencia de sucesos orientados a producir, por iniciativa del amenazante, algún mal (daño, lesión, robo) a algunas personas, animales o cosas determinadas. La amenaza formal implica por tanto un telos o intención dañina. Sin embargo, no toda intención dañina o malhechora constituye una amenaza formal, porque podría acogerse a la forma de una amenaza material.

La amenaza formal se constituye por el anuncio formal o público de la intención de producir daño; por ello, es obvio que la amenaza del daño no puede confundirse con el daño, pues éste puede hacerse sin amenaza previa. (Un loco, sin amenaza previa, asesina con su pistola a un ciudadano. Los japoneses destruyeron el 7 de diciembre de 1941, sin amenaza formal previa -pues no puede considerarse tal al anuncio que hicieron cuando ya estaban en vuelo sus aviones-, a la flota norteamericana de Pearl Harbor.) La amenaza formal, en tanto pone su objeto formal propio, en atemorizar, forma parte esencial del proceso terrorista (puede verse La vuelta a la caverna, Ediciones B, Barcelona, 2004, págs. 136-160).

Sin embargo, cuando el terrorismo es político (no sólo individual), el daño efectivo, incluso la muerte, producido sobre una persona, grupo de personas, animales o cosas, puede desempeñar también el papel de anuncio o símbolo de daños ulteriores y, en este sentido, el asesinato o la masacre terrorista implicaría una amenaza dirigida a aterrorizar a una población determinada; y por ello son actos terrorristas y no sólo cumplimientos de sentencias o «propaganda del hecho».

En cambio, la amenaza material no se anuncia de modo público, y no se anuncia ya sea porque no puede anunciarse, por carecer su agente de intención amenazadora (es el caso de la amenaza de tormenta, o de la amenaza de ruina), ya sea porque podría anunciarse, pero no interesa su anuncio, sino más bien su ocultación (acaso porque su intención no es tanto producir miedo o terror, sino causar daño efectivo), o ya sea porque quien amenaza (por profecía -por
ejemplo, los signos del Juicio Final, o del Apocalipsis- o por predicción racional -un meteorito de efectos catastróficos-) no pretende tener intervención en los sucesos (cuando la amenaza es material y meramente manifestada por el profeta o por el predictor). Otra cosa es que los anuncios catastróficos puedan ser tomados como amenazas por quien recibe la revelación o la información, o simplemente como noticias oficiosas impertinentes y nocivas, que pueden causar la muerte del mensajero (Pedro el Cruel recibió en Nájera la noticia de un clérigo de Santo Domingo de La Calzada que le anunciaba su asesinato próximo, que un sueño la noche anterior le había revelado; el rey mandó decapitar de inmediato al agorero).

En consecuencia, la distinción entre la amenaza formal y la material no reside en la intencionalidad o en la ausencia de ella. Una sociedad política puede estar gravemente amenazada por una conjuración minuciosamente preparada (la conjuración de Catilina) sin que por ello podamos hablar de amenaza formal. En general, las conspiraciones implican amenazas, pero materiales, no formales. Se comprende que las amenazas formales han de considerarse, en general, como amenazas patentes (y la responsabilidad de quien las recibe es no saber interpretarlas, por estupidez, o por mala fe); mientras que la responsabilidad de las amenazas materiales corresponde no sólo a los conspiradores, sino también a los encargados de descubrirlas.

2. Amenazas intencionales y amenazas objetivas

Las amenazas intencionales están dispuestas por un sujeto o grupo de sujetos que orientan sus actos mediante «diseños inteligentes» precisamente hacia la intimidación de otras personas o animales; las amenazas objetivas no están dispuestas por nadie, pero sí se orientan por un «atractor» en virtud de la concatenación de los acontecimientos (por ejemplo, la confluencia de ríos de deshielo en una balsa contigua a una aldea).

3. Amenazas reales y amenazas aparentes

Las amenazas reales (o solventes) son aquellas que efectivamente revelan la posibilidad real de su cumplimiento por quien las formula o por la disposición de cosa amenazante (por ejemplo, un edificio desvencijado y sostenido en equilibrio por un puntal puede constituir una amenaza real de ruina); la propuesta que un chantajista solvente ofrece a alguien capaz de aceptar el chantaje es también una amenaza real.

En cambio la amenaza del chantajista que no tiene capacidad para desplegar sus ofertas o del fanfarrón que amaga y no puede dar, porque no tiene fuerza para dar, es una amenaza aparente (insolvente o inocua). La «amenaza» de la madre a su hijo pequeño que acaba de hacer una travesura -«te voy a matar»- es una amenaza retórica, insolvente, aunque, a veces, no inocua.

4. Amenazas puras y amenazas terroristas

Las amenazas puras son las que se mantienen en el terreno del anuncio estricto de los hechos dañosos; las terroristas son las amenazas acompañadas de la ejecución de algunos de los hechos anunciados, y, en el límite, ni siquiera anunciados, sino inmediatamente ejecutados como signos de ulteriores daños.

Amenazas de fuente personal humana y amenazas de fuente impersonal

Por último, si atendemos al origen o fuente de las amenazas, cualquiera que sea su especie, acaso la clasificación más pertinente sea la que pone a un lado (A) las amenazas de fuente anantrópica, no humana (aunque sean los propios hombres quienes las dispongan, cuando estos hombres actúan como simples mecanismos de un dispositivo impersonal, por ejemplo, como masas de espectadores que, intentando escapar caóticamente de un teatro en llamas, amenazan a los más débiles o peor situados); y al otro lado, (B) las amenazas de fuente antrópica, o humano-operatoria.

La distinción entre las amenazas de la clase A y las de la clase B no es siempre nítida. La amenaza del agujero de ozono o la del «efecto invernadero» son, atendiendo a su mecanismo, de clase A, pero suele atribuirse la responsabilidad última a la industria humana, por lo que habría que considerarlas incluidas en la clase B. El incremento demográfico de la humanidad, o de una sociedad determinada, es considerado muchas veces como una amenaza para la sociedad, pero no es fácil decir si esta amenaza es de tipo A o de tipo B.

Si tiene alguna verosimilitud la teoría de que la progresiva utilización, por las familias acomodadas del Imperio romano, del plomo (en cañerías, copas, bandejas) fue la causa de la «caída del Imperio» (porque los usuarios, entre quienes se encontraba la «red dirigente», se habrían ido intoxicando lentamente), cabría considerar a estas instalaciones como una amenaza real, de tipo estrictamente material, para aquella sociedad; una amenaza que, aunque incluida en la clase B por su génesis, habría actuado, por estructura, como si fuera de la clase A (como si fuera un virus).

Las amenazas de la clase B abarcan un campo muy extenso en el que hay que incluir tanto los planes o programas del terrorismo internacional (que toma la forma de las amenazas formales), como los planes nazis de exterminio de los judíos (que, sin embargo, por su carácter secreto, no tenían la forma de amenazas formales, aunque fueran amenazas materiales sólo conocidas o sospechadas por algunos afectados). Sin duda, a la policía o a los servicios de inteligencia de un Estado les corresponde la responsabilidad de descubrir o denunciar las amenazas materiales del tipo B; en cambio, el descubrimiento de las amenazas del tipo A corresponde más bien a los físicos, a los geólogos, a los químicos o a los epidemiólogos.

Y cuando tomamos como referencia del destino de las amenazas a un grupo social determinado o a una Nación dada, es evidente que puede alcanzar gran importancia la clasificación de las amenazas orientadas a ese destino, según que la fuente de su procedencia sea externa o interna; por supuesto, esa clasificación no es disyuntiva.

Amenazas a la existencia y a la esencia de España; amenazas exteriores e interiores

Si tenemos a la vista la diversidad de situaciones, clases, tipos de amenazas que en función de un destino determinado (como pueda serlo España como Estado, como Nación, o como Cultura con identidad propia) pueden distinguirse, se comprende que la pregunta titular, «¿España amenazada?», se llena evidentemente de sentido; un sentido que acaso podría ser puesto en duda por quien pretendía entender la pregunta manteniéndose en su «aspecto global» o por el contrario en su estricto «aspecto jurídico». Desde una perspectiva global incluso podría atreverse alguien a ironizar con otra preguntas del tipo: «¿De qué amenaza me habla usted?», «¿es que usted cree en teorías conspiratorias?». La intención irónica que acaso se pretendió inyectar en esas preguntas adquiere el aspecto estúpido que es propio de toda ironía formulada por persona pretenciosa o indocta que desconoce el alcance de la pregunta.

La pregunta «¿España amenazada?» no sólo tiene sentido sino que además requiere una inmediata respuesta afirmativa, aunque no fuera más que porque no admite respuesta negativa inmediata es decir, previa a una discusión por las diversas situaciones, clase o tipos, que suponemos ya reconocidos en el concepto de «amenaza». La pregunta se desplaza, por lo tanto, del terreno en el que se dirime la decisión entre una respuesta global afirmativa o una negativa al terreno de la determinación del tipo, clase, situación o alcance de las amenazas que, sin duda, pueden afectar a España, como a todo grupo social que haya tenido un comienzo en el tiempo, aunque este tiempo sea lejano. «Todo lo que comienza acaba»; una sentencia que tenemos por cierta, aunque no sea nada fácil demostrarla; pero si algo puede acabar será debido, ante todo, a que sobre ese algo pesan amenazas reales, solventes. Y, en todo caso, las amenazas que resulten dirigidas contra España no tienen por qué entenderse únicamente como amenazas que ponen en peligro su existencia; también pueden entenderse como amenazas que ponen en peligro su consistencia, por ejemplo, su integridad, su bienestar, o el puesto económico, tecnológico, de prestigio… que ocupa en el orden de las naciones.

Por otra parte, la discusión, así planteada, sobre la naturaleza y alcance de las amenazas que pueden pesar sobre España requiere un grado tal de prolijidad que hemos de renunciar, desde luego, a entrar en ella. Nuestro propósito es mostrar cómo la pregunta tiene sentido, cómo tiene respuesta afirmativa y cuáles son los caminos generales para distinguir sus sentidos, teniendo a la vista la posibilidad de diversas alternativas en cuanto a la situación, clase o tipo que pueda corresponder a cada amenaza, o a cada grupo de amenazas sospechadas.

Nos limitaremos por tanto a dar algunas indicaciones, a modo de ilustración, de cómo, según lo entendemos, podrían marchar las investigaciones.

Amenazas exteríores

Ante todo, habrá que establecer hasta qué punto son ciertas hoy las «amenazas exteriores». Amenazas que hace todavía muy poco tiempo podrían haber sido consideradas como frutos de un alarmismo injustificado, o fundado en alguna «teoría conspiratoria» gratuita.

Después de la masacre del 11 de marzo de 2004, la amenaza de raíz islámica que pesa sobre España es ya incontestable. Y lo es como amenaza formal, no sólo material; y como amenaza dirigida a su existencia como Nación, y no sólo como amenaza a algunas instituciones suyas que, sin embargo, forman parte de su consistencia.

Sin embargo, no todos estarán de acuerdo con este diagnóstico. Me refiero a aquellos que consideran la «amenaza islámica a España » como cosa del pasado. Se dice: si hubo amenaza, al menos material, durante los años 2002 y 2003 -amenaza que los servicios de inteligencia no habrían podido o no habrían querido desvelar a tiempo-, esta amenaza habría cesado con su cumplimiento en la terrible masacre del 11-M, porque la amenaza habría tenido una motivación y un alcance circunscrito en el tiempo: la represalia contra la España de Aznar por su participación en la guerra de Irak. Si el gobierno de Aznar hubiera continuado, la amenaza seguiría pesando sobre España; pero, una vez que el gobierno socialista de Zapatero retiró las tropas españolas del Irak, podremos considerar las presuntas amenazas como aparentes o irreales, frutos de un mero alarmismo.

No podemos entrar aquí en la cuestión. Tan sólo recordamos que la explicación de la masacre del 11-M mediante la operación de circunscribirla a la condición de represalia contra la política del gobierno popular en Irak dista mucho de ser evidente y, en cambio, despide un intenso tufo partidista (como parte de la propaganda del PSOE para desacreditar al PP y minar sus posibilidades de recuperación en la próxima legislatura).

Sin embargo, el argumento que deja sin base a la «teoría de la represalia» es éste: que las amenazas de atentados a España inspirados por Al Qaeda (amenazas materiales, pero desveladas puntualmente por la policía y por los servicios de inteligencia) se produjeron ya mucho antes del inicio de la guerra del Irak, como también fue anterior a esta guerra la masacre de Casablanca, dirigida inequívocamente contra España. Porque 1492, que para los españoles es historia, para muchos musulmanes que todavía viven en el siglo XV (el 11-M en su cómputo se produjo el 19 de muharram de 1425) es actualidad.

Sólo una hora después de la primera intervención de Estados Unidos de Norteamérica y sus aliados contra Afganistán, el domingo 7 de octubre de 2001, Al Qaeda difundió un vídeo, reproducido por casi todas las televisiones del mundo, en el que su portavoz, Solimán Abu Gehiz, aludió al ataque norteamericano a Afganistán (habían previsto por tanto que se iba a producir) y proclamó: «La declaración de guerra de Estados Unidos de Norteamérica contra Afganistán es un claro acto de hostilidad contra el islam. […J El mundo tiene que saber que no vamos a permitir que se vuelva a repetir con Palestina la tragedia de Al Andalus».

Consta, por este y otros datos, que estos anuncios o amenazas, o estas acciones, no son puntuales, sino que forman parte de unos planes más amplios de recuperación de Al Andalus por el islam, planes y programas que incluyen también la coranización de los españoles.

Otra cuestión es la determinación del alcance de estas amenazas. ¿Son amenazas solventes o son insolventes? ¿Y en qué casos? Es decir, ¿ponen en peligro a España, o sólo ponen en peligro a algunos cientos de ciudadanos españoles, cuya terrible desaparición no afecta sin embargo a la propia existencia de España?

Más aún, se ha hablado con frecuencia de las probabilidades de la intervención, por acción o por omisión, de Francia en la preparación de la masacre del 11-M. Y aunque estas probabilidades sean muy escasas, por no decir nulas, reavivan el debate sobre la persistencia de la política francesa, sólo dos siglos después de la invasión napoleónica, en cuanto orientada a dividir a España y a prestar ayuda a algunos movimientos secesionistas (sobre todo catalanes) que no pusieran en peligro su propia integridad nacional (por lo que a las provincias francesas de «Euskalherría» se refiere). No entramos ni salimos aquí en estas sospechas; simplemente las citamos como ilustración de lo que pudieran significar las amenazas exteriores para España.

Y aquí es obligado acordarse de las amenazas que podrían pesar sobre España procedentes de la Unión Europea (o de Francia y Alemania a través de la Unión Europea). No hace falta que estas amenazas fueran intencionales; sería suficiente admitir que fueran objetivas, incluso no deseadas por nadie. ¿Hasta qué punto el ingreso de España en una confederación de Estados, o acaso de Pueblos europeos, no facilitaría el descenso en rango y aún la balcanización de España? Y, en consecuencia, ¿hasta qué punto no cabe acusar de aventurerismo a quienes defienden la integración (sin condiciones) de España en Europa, sin advertir los peligros de una tal integración, y sin medir la responsabilidad que asumen con su política?

Amenazas interiores procedentes de plataformas oficiales

En cuanto a las amenazas interiores, podemos afirmar, con toda rotundidad, que hay amenazas formales contra España, contra su Constitución y contra su integridad; amenazas proclamadas explícitamente (aunque sin considerarlas muchas veces como amenazas); acaso porque han sido concebidas como chantajes al gobierno de Rodríguez Zapatero por parte de los dirigentes vascos (el Plan Ibarreche) o de los dirigentes catalanes (los proyectos de reforma del Estatuto de Cataluña, de Rovira y Maragall).

Tampoco procede entrar aquí en el análisis de este asunto. Lo que sí nos importa, y mucho, es fijar la interpretación de esta política de reforma estatutaria de algunas comunidades autónomas como una política que amenaza formalmenteobjetivamente a España.

Es ya un lugar común la observación de que es característica de España, en el conjunto de las naciones europeas (y característica que colabora estúpidamente con un clima de amenazas), la inclinación ordinaria de tantos españoles a denigrar a su patria y a su historia y, sobre todo, a estar poniendo continuamente en cuestión su unidad, su existencia, su naturaleza y su estructura. Ni los franceses, ni los ingleses, ni siquiera los alemanes (menos aún los norteamericanos o los chinos), se dedican, con tanta prolijidad y tanto esmero, a poner diariamente en tela de juicio las cuestiones básicas relativas a su existencia o a su esencia (a su historia, por ejemplo). Parece como si una gran parte de los españoles, y sobre todo de aquellos «que se reclaman» de izquierdas, se hubieran tragado entera la Leyenda Negra y no la hubieran digerido todavía.

Habría que explicar, sin duda, las fuentes de esta característica tan paradójica. Algunos sospechan que la Iglesia católica, que tanto ha influido, por su «cosmopolitismo internacionalista», en los españoles y particularmente en tantos ideólogos de izquierdas (muchos fueron seminaristas o incluso curas, en los tiempos del «diálogo en la Tierra entre marxistas y cristianos») se ha mantenido siempre a distancia del Trono y del Estado, considerando el amor a la Patria, cuando los gobiernos no se plegaban a sus intereses, como «un sentimiento puramente vegetativo y primario».

De hecho, tanto en el Antiguo Régimen (en su dialéctica con el Trono), en la entrada en América, como en el actual Estado de las Autonomías, la Iglesia católica ha marchado siempre por su cuenta, Y con frecuencia ha apoyado a los movimientos separatistas, que atentan en la línea de flotación del Estado. Porque una cosa es que España tomase a la Iglesia católica corno instrumento de su Imperio («por Dios hacia el Imperio») y otra cosa es que la Iglesia católica tomase a España como instrumento suyo («por el Imperio hacia Dios»). En cambio, en el cesaropapismo característico de los Estados protestantes modernos, el Estado se identifica con la Iglesia y, por tanto, a las iglesias nacionales reformadas les interesa que la unidad de las parte de sus Estados permanezca firme.

Otra cuestión es la de determinar si estas amenazas formales y objetivas desde el interior son solventes o insolventes, si son pura fanfarronería o simples fórmulas introducidas en un proceso de chantaje.

Pero cabe también identificar otros muchos tipos de amenazas, si no contra la existencia de España, sí contra instituciones o contenidos básicos suyos, como puedan serlo la lengua española o la propia Historia de España. La política constante y tenaz de algunos gobiernos y Parlamentos autónomos, política orientada a impregnar lingüísticamente a sus ciudadanos, a sustituir las grandes figuras nacionales por figuras regionales, o las grandes instituciones del Estado (como el Tribunal Supremo, o el Ministerio de Cultura) por sus equivalentes autonómicos, de hacer lo posible para dificultar a los ciudadanos de otras autonomías el acceso a puestos del funcionariado autonómico (como profesores, corno jueces, etc.), todas estas políticas constituyen amenazas seguras contra la integridad y el prestigio de España; porque estas políticas deterioran las instituciones, las debilitan y amenazan en el futuro su mismo funcionamiento.

El tabú del nombre «España»: sus dos versiones principales

Por último, me referiré a la existencia de otro tipo de amenazas contra España, que proceden de los españoles particulares (de círculos muy extendidos de ciudadanos), cuya conducta habitual puede considerarse como una contribución permanente, más o menos importante, a las amenazas, más objetivas que intencionales, que gravitan sobre España o sobre su decoro. Una conducta que, por otra parte, puede considerarse como una constante en una gran masa de ciudadanos españoles. Y principalmente en los círculos progresistas de intelectuales y artistas. Joaquín M. Bartrina (1850-1880), que era de Reus, dijo:

Oyendo hablar a un hombre, fácil es
acertar dónde vio la luz del Sol:
si os alaba a Inglaterra, será inglés;
si os habla mal de Prusia, es un francés;
y si habla mal de España, es español.

El análisis de las mil maneras de contribuir a esta amenaza colectiva es urgente y requiere puntualidad y laboriosidad. No podemos aquí entrar en este análisis. Tan sólo me referiré, como ejemplo, a dos versiones muy concretas de una misma «conducta verbal», muchas veces observada, por lo demás, que podríamos definir como «tabú del nombre de España» para muchos españoles. Es el tabú que conduce a la evitación de la pronunciación o de la escritura del nombre de España. Pero como es imprescindible para cualquier ciudadano utilizar con cierta frecuencia un nombre o una expresión con la que designar a la nación política de la que forma parte, el tabú determinará la elección de sustitutos (considerados algunas veces como eufemismos) del nombre de España.

Y dos son los nombres-sustitutos más utilizados, a saber: el «Estado», por antonomasia, y «este País».

Ahora bien, se podría decir acaso que las plataformas desde las cuales se forman estos sustitutos que dan lugar a las dos versiones más importantes del tabú que analizamos son muy distintas: la plataforma del «Estado» sería interior a la propia Nación española, la plataforma de «este País» sería intencionalmente exterior a la misma Nación española de referencia.

En efecto, el nombre sustituto de España, el «Estado», muy utilizado por las izquierdas vanguardistas (que paradójicamente no tienen en cuenta, o ignoran, que la denominación de España como «Estado» fue propuesta por el Generalísimo Franco en octubre de 1936, y no ya para evitar el nombre de España, sino para evitar los nombres de «República» o de «Reino»), supone una perspectiva precisa: la de que las relaciones de unidad entre las supuestas naciones particulares (Cataluña, País Vasco, Galicia, etc.) no tiene que ver con una realidad histórica llamada «España», sino a lo sumo con una superestructura burocrática llamada «Estado», y a veces, la «Administración». «El Estado» como sustituto de España implica pues la visión de España desde una plataforma apoyada en partes suyas que no quieren ver a España como una unidad histórica, la Patria, sino como un Estado constitucional, establecido por convenio consensuado por diecisiete «partes contratantes». Desde esta perspectiva llega a tener resonancias ridículas y pedantes la fórmula habermasiana «patriotismo constitucional», tan mimada por la democracia española.

En cambio, «este País» es denominación llevada a cabo desde una perspectiva diferente. Ahora España aparece como una unidad, pero como una unidad de tantas, una unidad que se ve «desde fuera». Quien dice «este País» parecería estar situado en una plataforma cosmopolita: hay muchos países (un galicismo, «Amigos del País», relacionado con paisaje, que sugiere que «mi País» es el lugar donde me toca vivir, como podría haberme tocado cualquier otro, o simplemente el lugar en donde está mi dirección postal, mi «puesto de trabajo» y las oficinas de mi banco). Y «este País», entre otros, es España. España existe, pero como país: quien tuvo tanto interés en recuperar la cabecera del diario decimonónico El País acaso lo hacía sin saber muy bien los que estaba haciendo.

La amenaza del panfilismo

La actitud más peligrosa que cabe adoptar ante este cúmulo de amenazas de tan diverso alcance y peso es la actitud de ignorarlas, o de minimizarlas a priori. Es decir, desde los supuestos del panfilismo, propio de aquellos individuos, acaso políticos de primer rango, que confían en la armonía universal, en la paz perpetua y en la alianza de las civilizaciones (como el secretario general de la ONU, Kofi Annan, o el presidente del Gobierno de España, Rodríguez Zapatero).

Quienes también contribuyen a incrementar las amenazas difusas contra España, procedentes de los propios españoles, aun sin la menor «mala intención», son en gran medida los pacifistas fundamentalistas. Estos pánfilos individuos son acaso más peligrosos para España que aquellos que la amenazan formalmente, desde los ángulos más diversos.

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