España no es un mito – Pregunta 1: ¿España existe?

Dado el indudable interés de este libro del profesor Gustavo Bueno (España no es un mito. Madrid: Temas de Hoy, 2005) que se encuentra actualmente descatalogado, continuamos aquí la edición digital de esta obra con la primera pregunta:

¿ESPAÑA EXISTE?

Dos anécdotas personales

Un día de verano del año 2000, en Bilbao, después de una rueda de prensa en la que yo acababa de presentar un libro (España frente a Europa), y ya en la calle, dos periodistas, que habían participado en la rueda, me abordaron con la actitud de dos doctorandos asombrados por la exposición de un profesor (así me llamaban) por quien en principio parecían tener una cierta consideración:

-¿Cómo puede usted decir semejantes cosas sobre España? España no existe. Es una entelequia.

Mi asombro, por cierto, no fue menor que el de mis interlocutores, si bien derivaba, ante todo, de constatar cómo salía de aquellas bocas la palabra «entelequia», palabra del vocabulario aristotélico, remozada hace un siglo por Hans Driesch, siendo así que los periodistas jóvenes no suelen tener nada claro quién fue Aristóteles, y menos aún Driesch. Sin duda, y de ello me di cuenta en la breve conversación que siguió a su intervención, utilizaban el término en el sentido vulgar y peyorativo que el Diccionario de la Academia define así: «Entelequia. Cosa irreal». Seguramente lo que aquellos periodistas querían expresar al decir: «España no existe, es una entelequia», era algo similar a lo que en otra ocasión, y mutatis mutandis, hubieran expresado, en algún reportaje de encargo, diciendo: «El monstruo del lago Ness no existe; es una entelequia».

Lo más curioso viene ahora: por aquellas fechas, más o menos, fui invitado a pronunciar una conferencia sobre «La idea de Nación» en la Casa de la Cultura de Noreña, villa asturiana muy famosa, próxima a Oviedo. Al llegar a los jardines, entre la numerosa concurrencia que se disponía a entrar en la sala, destacaba una fila o secuencia de cinco individuos, dos veteranos (que parecían disfrazados de obreros; y digo disfrazados, porque a las ocho de la tarde los trabajadores no suelen usar el mono de la fábrica) y tres muchachos de alrededor de veinte años. Los individuos que formaban este ala se habían colocado sin duda en disposición estratégica para «recibirme». Cuando me aproximaba a ellos, el veterano número uno me dijo, en tono enunciativo (no agresivo) y casi susurrante:

-¡Fascista!

Interpreté de momento este saludo tan insólito como una rara ironía, procedente de algún antiguo minero conocido; pero inmediatamente, el veterano número dos me obligó a corregir esta interpretación al increparme, ya subido de tono:

– ¡Colonialista!

-¿Por qué yo soy colonialista? -le pregunté ya realmente asombrado.

-Porque tú eres de los que, desde Madrid, vienen a poner la bota sobre Asturias para sujetarla mientras chupan de la colonia.

Y, a continuación, encadenando con las palabras del veterano número dos, el joven número uno me dijo, casi fuera de sí:

-¡Antiasturiano!

-¿Por qué? -le pregunté también.

-Porque tú dices que en Asturias no hubo celtas, ¡y yo soy celta! gritaba, mientras corroboraba su autodefinición con fuertes palmadas sobre su pecho.

Le respondí, en tonalidad adecuada:

-Tú no eres celta; tú eres un imbécil.

Agitación subsiguiente entre el público que presenciaba la escena, mientras los jóvenes número dos y tres gritaban a su vez a grito pelado:

-¡España no existe! ¡Es una entelequia!

Calmado el barullo, tras la intervención del público (entre él actuaba un capitán de barco, gran amigo mío), entramos a la sala de conferencias, y todo transcurrió sin mayores incidentes (tan sólo uno digno de mención: mediada la conferencia, se acercó una azafata a pedir mi consentimiento para atender el deseo de entrar en la sala que había manifestado uno de los tres jóvenes de la fila; por supuesto, se lo di, y pude ir observando la satisfactoria «evolución» del joven, sin duda poco instruido, a juzgar por su aspecto, a lo largo de mi análisis de la Idea de Nación). Al salir de la Casa de Cultura los amigos me proporcionaron muestras de pasquines y panfletos que Andecha Astur (una organización minoritaria bablista-nacionalista) había colocado en muros o postes del concejo. En estos pasquines y panfletos, que conservo, se pedía, con insultos para el conferenciante y caricaturas malignas, el boicot de la conferencia anunciada.

Lo que el lector ya habrá subrayado en estos episodios es el hecho de que tanto los periodistas bilbaínos (que, por su profesión, podían haber oído hablar de Aristóteles, aunque es muy improbable que hubieran oído siquiera hablar del vitalismo de Driesch) como el comando o secuencia asturchal (cuyos individuos tenían pinta de analfabetos funcionales) utilizaban las mismas fórmulas lapidarias: «España no existe, es una entelequia».

Me pareció evidente que la conexión entre aquellos nacionalistas vascos y estos asturchales no era ninguna «entelequia». La fórmula «España no existe, es una entelequia» tenía todo el aspecto de ser una «cápsula verbal» cuidadosamente elaborada por algunos grupos activistas, mutuamente solidarios, porque sus objetivos son los mismos, aunque procedan de orígenes muy diversos: separarse de España y, si encuentran resistencia, tratar de destruirla.

Desconozco el origen concreto de esta fórmula de combate, aunque no me parece que sea de vital importancia la determinación de tal origen. La fórmula se le podría haber ocurrido a cualquier activista aberchale semiculto: un seminarista (que hubiera estudiado en sus libros de texto algo de Aristóteles), un obispo aranista o un «intelectual o artista» de «Euskalherría».

Dos sentidos diferentes de la proposición «España no existe»

Ahora bien: la formula «España no existe, es una entelequia», cuando se la considera no ya como una mera conjunción de dos proposiciones, sino como un lema de pancarta, a pesar de la concisión con la que logra expresar una negación y una afirmación, no es una fórmula transparente. Su concisión disimula, en su rotundidad, una gran rudeza ideológica, a la manera como la concisión del vasco del sermón disimulaba una gran rudeza o simplicidad de entendederas («-¿De dónde vienes, Pancho? -Del sermón. -¿ Y de qué habló el cura? -Del pecado. -¿Y qué dijo? -No es partidario»).

En efecto, si «España no existe», si es «una entelequia», ¿qué sentido puede tener la utilización de esa fórmula por los secesionistas, por los separatistas aberchales, asturchales, catalanes o gallegos? Si «España no existe», ¿qué puede querer decir el proyecto de separarse de ella? ¿Cómo puede uno separarse de lo que no existe?

Acaso para responder a esta pregunta el separatista ha agregado a la proposición negativa («España no existe») la proposición afirmativa, con la cual la fórmula se completa: «España es una entelequia». De lo que el separatista quiere separarse, lo que quiere destruir, no es España, que no existe, sino su entelequia. De quien quiere separarse no es de España, sino de otras gentes que alimentan esa entelequia.

Lo malo es que esta entelequia, o las entelequias que brotan de las cabezas de sus vecinos, los aberchales más rudos quieren borrarlas con tiros en la nuca o con coches bomba, y no con «diálogo», que únicamente les llevaría a enfrentar unas entelequias con otras. Si una entelequia es (como me dijo una vez un estudiante) mero «caldo de cabeza», acaso el modo más expeditivo de refutar una entelequia sería agujerear la cabeza en la que se contiene, es decir, el cráneo que contiene el caldo, para dar lugar a que sus entelequias se derramen o se volatilicen.

Dejemos pues las entelequias en su acepción vulgar (que es la acepción psicologista del término, el «caldo de cabeza»), no vaya a ser que semejantes entelequias, tratadas como si fueran «cosas» (pero «irreales», como dicen los señores académicos), no sean a su vez tam- bién entelequias. Porque si las entelequias son irreales, no serán cosas, ni siquiera secreciones cerebrales («caldo de cabeza»), sino ensueños, ilusiones, mitos. Pero los ensueños, las ilusiones, los mitos, ya desbordan el recinto psicológico que se encierra dentro de un cráneo, porque tienen que ver necesariamente con las cosas que están fuera de ese cráneo, con la realidad, a la manera como el espejismo del desierto tiene que ver con la calima y con la luz que refracta en ella, con la temperatura y con otras muchas cosas.

Si «España no existe» no será simplemente porque sea una entelequia, una pura secreción del alma o del cerebro (es lo mismo), sino, por ejemplo, porque existe algo fuera de las cabezas que segregan entelequias a partir de lo cual habrá que explicar qué pueda ser esa España de la que se dice que no existe. La proposición ha de ir referida a alguna «cosa real», y no a una cosa supuesta, irreal desde el principio (a una «entelequia»). Sólo de este modo cabe dar beligerancia a quien sostiene semejante proposición. Pero hay muchas «cosas reales» que tienen que ver con España, pero que pueden no tener nada que ver con la proposición que nos ocupa.

Por de pronto, el nombre de España designa un concepto geográfico bien preciso, a saber, junto con Portugal, la península Ibérica; y quien dice que «España no existe» es evidente que, si está en su sano juicio, no puede referirse a la España geográfica o geológica. Sólo un geólogo, especialista en tectónica de placas, podría afirmar con sentido, y en determinadas circunstancias, que «España no existe»; sólo que estas circunstancias se habrán dado hace un determinado número de millones de años, o se darán después de un número aún más indeterminado de millones de años.

Quien mantiene la proposición «España no existe» no lo hace, a poco que reflexione, en un sentido geográfico o geológico, lo hace, sin duda, en un sentido histórico, es decir, refiriéndose a España en cuanto sociedad humana (civil, política, cultural…) constituida por españoles. Y en cuanto al término «sociedad» dice también algo más de lo que puede decir en un contexto antropológico, «conjunto de individuos o de grupos que viven en la península Ibérica», como pudieron vivir las bandas dispersas de hace 800.000 años, algunos de cuyos restos fósiles están siendo extraídos de Atapuerca; bandas cuyos individuos no pueden llamarse españoles, pero tampoco burgaleses, salvo en el sentido de la mera localización geográfica actual.

La proposición «España no existe» se refiere, inicialmente al menos, a las sociedades humanas que viven o vivieron, a partir de un determinado momento del tiempo histórico, en la península Ibérica, y cuya existencia tampoco puede negar nadie que esté en su sano juicio. Tan incontestable es la existencia de esas sociedades humanas históricas que han poblado la península Ibérica durante siglos y siglos, como la existencia de las rocas, de las cordilleras, de los ríos o de los valles ibéricos, o de sus islas y territorios adyacentes.

Según esto, la proposición «España no existe» sólo puede ir referida a «otras dimensiones» o «estructuras» vinculadas con las interrelaciones e interacciones entre esas sociedades humanas históricas que viven o vivieron en la península Ibérica. Estas «dimensiones» o «estructuras» tienen que ver con la unidad social o política de tales sociedades humanas (por ejemplo, tienen que ver con la «Nación española»); o bien con la identidad (esencial) que esa unidad puede alcanzar, principalmente en el contexto de otras sociedades históricas del entorno de la península Ibérica, del planeta, en general.

Permítaseme reiterar aquí un ejemplo rápido con el que ilustramos la diferencia entre unidad e identidad, en cuanto Ideas aplicables a una sociedad humana (como pueda serlo «España» o «Europa»): el ejemplo constituido por una «estructura» formada por dos largueros metálicos o de madera, solidarios por efecto de tener soldados o trabados unos travesaños paralelos entre sí y perpendiculares a los largueros. La unidad de esta estructura no es otra cosa sino la misma solidaridad entre sus partes; la identidad de esta unidad puede variar, aun permaneciendo la unidad misma: si la «estructura» se dispone horizontalmente, sujetada entre dos jambas, adquiere la identidad de una verja; si la «estructura» se dispone verticalmente, o con una inclinación suficiente para apoyarla en un muro, adquiere la identidad de una escalera. Y, por supuesto, la «identidad» puede repercutir sobre la «unidad», así como recíprocamente.

La unidad de España se mide por la interacción entre los grupos humanos que habitan la Península e islas y territorios adyacentes. Estas interacciones (que sólo comenzaron a ser globales a raíz de las guerras Púnicas) pueden ser armónicas o polémicas. Es decir, pueden resultar de la solidaridad de unos grupos frente a otros, o de la solidaricdad de todos los grupos de la Península frente a los exteriores, frente a los extranjeros.

La identidad de España ha ido cambiando. La identidad de Hispania, en el siglo IV, era la propia de una diócesis del Imperio romano; en los siglos ulteriores, la identidad de España se definió, ante todo, por su condición de parte de la cristiandad. Más tarde España alcanzó la identidad de «parte de la Monarquía hispánica», y en nuestro siglo muchos políticos dan por evidente que la identidad de España sólo puede lograrse a través de su condición europea. Algunos creen que esta nueva identidad reforzará su unidad; otros opinan que esta nueva identidad aflojará de tal modo los lazos entre sus partes que éstos acabarán por disolverse en el seno del Océano europeo: el mismo tipo de vinculación (o todavía más débil) mantendrá Cataluña con Andalucía que la que pueda mantener con Aquitania.

En resumidas cuentas: la proposición «España no existe» está formulada no ya en contextos geográficos o antropológicos, sino en contextos históricos (por tanto, políticos y culturales). La proposición se refiere a la existencia de estructuras que tienen que ver con la unidad (por ejemplo, con la Nación española) o con la identidad (por ejemplo, su condición europea) de la sociedad española. Quien dice «España no existe» quiere decir, por ejemplo: «España no existe (o no debe existir) como Nación política»; o bien: «España no existe como parte de la Hispanidad, sino como parte de Europa».

Dos «entonaciones» de la proposición «España no existe»

Pero aún diferenciados los dos sentidos tan toscamente confundidos en la proposición «España no existe», es necesario distinguir todavía las dos «entonaciones» o «registros» en los cuales puede estar pronunciada esta proposición.

Estas dos entonaciones o registros, aunque generalmente son confundidas en la más completa inconsciencia por los hablantes, tienen intenciones bien diferenciadas, cuya naturaleza hay que determinar.

Nos inclinamos a caracterizar estas dos entonaciones de las que hablamos (las entonaciones de la proposición «España no existe») por medio de las dos funciones que (además de la función expresiva) se distinguen en el lenguaje humano, a saber, la función representativa y la función apelativa.

En la «entonación representativa» el sujeto habla como si estuviese a distancia de lo que representa; se mantiene a distancia como testigo especulativo de lo representado por él. Y mantenerse a distancia es tanto como «abstraerse a sí mismo» (abstraer los componentes expresivos, como irrelevantes), y, sobre todo, abstraer cualquier tipo de beligerancia hacia las personas que escuchan sus enunciados representativos («España no existe», en nuestro caso).

En la «entonación apelativa», en cambio, el principio activo es la intención beligerante respecto de quien escucha, porque se supone que éste ha de sentirse interpelado por quien habla.

Variedad de modulaciones de la frase «España no existe», en entonación representativa

Detengámonos un momento en el enunciado «España no existe», cuando se dice con entonación representativa. Este enunciado puede transformarse en una proposición gramaticalmente afirmativa mediante la utilización del predicado «inexistente». De este modo la proposición «España no existe» resulta ser lógicamente equivalente a la proposición «España es inexistente»; y con frecuencia escuchamos o leemos enunciados semejantes (hace unos años, en 1998, J. P. Quiñonero publicó, en Taurus, un libro con el título De la inexistencia de España, que, sin perjuicio de su metodología idealista, ofrece muy variadas e interesantes noticias).

Lo primero que constatamos es que, con esta entonación, la proposición «España no existe», lejos de ser un enunciado inaudito, es un tópico, o por lo menos una fórmula aguda y lapidaria de abundar en un pensamiento común, vulgar y muy antiguo. Un pensamiento que, por referirse a España en su presente realidad histórica (por referirse a su unidad política, o a su identidad), puede ser reconocido en muy diversas modulaciones.

Podríamos clasificarlas en dos grupos, según que la inexistencia vaya referida al presente vivido o narrado (como un intervalo del tiempo histórico), o a su pretérito, siempre narrado (es obvio que esta clasificación no es disyuntiva, y que, en muchos casos, no sería fácil una discriminación en sentido exclusivo).

Con referencia al presente

Cuatro son los principales «presentes» (vividos o narrados) a los que suele ir referida la proposición «España no existe»:

  1. El primer «presente» (vivido o narrado) giraría en torno a 1492, fecha de la «expulsión de los judíos que no se bautizaron» por los Reyes Católicos. Con la expulsión de los judíos (a la que habría que agregar, poco más de un siglo después, la «expulsión de los moriscos») la España que se dice «realmente existente» del siglo XIII (la España de Fernando III, que Américo Castro llamaba la «España de las tres religiones», y que hoy día se narra -incluso Domínguez Ortiz transige con la nueva denominación- como la «España de las tres culturas») deja de existir. Los Reyes Católicos habrían «truncado el proyecto» de una España en real unidad de convivencia «multicultural». España se habría derramado en un exilio extenuante.
    Primero, el exilio de los expulsados formalmente, entre los cuales habría que citar tanto a Benito Espinosa, el más grande filósofo judío español de todos los tiempos, como al tendero Ricote, el morisco vecino de Sancho Panza, que es quien le confiesa la verdadera condición de los expulsados: «Doquiera que estamos, lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural» (Don Quijote, II, 54). Segundo, el exilio de los «expulsados por el hambre» (se dice) es el de aquellos españoles que se fueron a los Tercios de Flandes o a las Indias -los mejores, según decía Alfredo Fouillée- dando lugar a una hemorragia que habría dejado a España exhausta, vacía. El vacío se habría intentado disimular con la retórica del Imperio, de un Imperio que «bien mirado (dice Sánchez Ferlosio) no llegó a existir». Y la razón que da este escritor es la propia de un «hombre de letras», de un hombre del espectáculo, de un «idealista profesional»: «Todo espectáculo necesita, para serlo, conseguir la credibilidad ante los espectadores; si no es creído por los espectadores, el espectáculo como tal; la tragedia del gran espectáculo, de la gran ópera wagneriana que hoy [1992] muchos querrían que hubiese sido el Imperio español, es que no pudo llegar a ser creído por los espectadores de su tiempo, porque hubo todo un gallinero abarrotado de reventadores que, desde que se alzó el telón hasta que los alguaciles se vieron obligados a desalojar la sala, no dejaron de patear un solo instante».
  2. El segundo «presente» vivido o narrado, en el que España habría dejado de existir, habría tenido lugar en 1808, con ocasión de la invasión napoleónica. El Reino, entonces, se desvaneció: el rey legítimo en Bayona, en Madrid el rey títere de Bonaparte, y España descuartizada en «Juntas Soberanas» que comenzaron a hacer la guerra por su cuenta. Larra: «Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumada y violenta».
  3. El tercer «presente» gira en torno a 1898, la culminación de la descomposición de aquel «Imperio inexistente». Cuando Gaspar Núñez de Arce se encuentra con Rubén Darío en Madrid (se supone que el 13 de octubre de 1899) y ante los entusiastas presentimientos del joven poeta nicaragüense sobre el futuro de España, le dice: «¿La nacionalidad española? Un sueño. Al primer cañonazo que se oiga en la Península ya verá como se deshace la nacionalidad española».
  4. El último «presente» en el que España habría dejado de existir, o al menos habría entrado en un profundo y largo coma, tendría como punto de iniciación el 18 de julio de 1936, y como punto de cierre el 30 de noviembre de 1975, el día de la muerte de Francisco Franco. Los «cuarenta años» de vacío en los cuales, se dice, España vuelve a las cavernas medievales y deja propiamente de existir en el interior, porque ha perdido la libertad. A lo sumo, España, la España moderna y libre, sigue viviendo en el exilio. Es la España que Antonio Machado veía: «Es la España que pasó y no ha sido». Ahora sí que podría decirse «España no existe», y no porque no existe ninguna, sino porque existen dos irreconciliables: cada una de ellas tiene como objetivo matar a la otra; «una de las dos Españas ha de helarte el corazón».

Con referencia al pretérito

Y en cuanto a quienes defienden la inexistencia de España durante el pretérito perfecto o indefinido, muchas referencias podrían darse. Pero acaso la más enjundiosa sea la de Ortega, en muchos de sus escritos, pero muy principalmente en La estética del enano Gregorio Botero [Ortega se refiere al cuadro de Zuloaga]. Porque Ortega interpreta al enano Botero como un simulacro de España: «Tú, duende familiar, espíritu de la raza, les llevas tus odres henchidos de sangre de nuestro suelo, la cual es un fuego que enciende las pasiones, pone los odios crespos, y consume los nacientes pensamientos». Y también, desde luego, en España invertebrada. España, dice aquí Ortega, nunca existió propiamente como realidad propia, porque esta realidad debiera haber nacido de la coyunda de la Madre Roma y de los pueblos germánicos que la invadieron. Pero a la Península llegaron los visigodos, el pueblo germánico más débil y más civilizado ( «… alcoholizado de romanismo»); un pueblo que se aisló de los demás pueblos germánicos que crearían a Europa. España no llegó a vertebrarse como una Nación compuesta de minorías capaces de dirigir a las mayorías. España, sostiene Ortega, ha vivido siempre medio muerta, invertebrada, sin feudalismo. Éste es su problema, y sólo Europa puede ser su solución.

Continuamente nos sorprendemos del prestigio que estas tesis de Ortega han merecido ante un público español muy extendido, incluyendo a los más eruditos historiadores. Y nos sorprendemos no ya tanto por sus tesis doctrinales, como por una argumentación tan gratuita, que es negada por los mismos historiadores que admiran a Ortega, sobre el papel de los visigodos, del feudalismo y de la invertebración de España: se diría que es la metáfora de la «invertebración» la que fascina a sus lectores, como la raya blanca fascina al gallo cuyo pico se clava en ella. (Todavía es más sorprendente el prestigio de las tesis de Ortega, una vez que tenemos experiencia de las consecuencias que tuvieron las ideas racistas, arias y nietzscheanas sobre la «bestia rubia» y el Superhombre, que impregnaron la cabeza del filósofo madrileño en el momento de la incubación del nazismo.)

«España no ha existido nunca realmente.» Esta fórmula, que Ortega no se atrevió a formular explícitamente, es la que ha inspirado y sigue inspirando, desde Pi y Margall a los «intelectuales», a los «historiadores progresistas», a los nacionalistas federalistas, a los confederalistas, cantonalistas o simplemente anarquistas: España es un conglomerado de pueblos, de lenguas y de naciones; incluso España es una «prisión de naciones», na jaula en la que los castellanos quisieron meter a todos los pueblos que en ella querían y siguen queriendo vivir libremente.

Ésta es la ideología casi oficial de las coaliciones nacionalistas-secesionistas que gobiernan hoy Cataluña y el País Vasco, cuyos respectivos presidentes son, sin embargo, aliados del gobierno central de Rodríguez Zapatero, y son recibidos en el Parlamento de la Nación que ellos mismos dicen no reconocer. «La Nación española no existe, ni ha existido nunca»: ésta es la ideología-madre de Maragall-Rovira o la de Ibarreche-Madrazo. Ideología que es respetada y tolerada desde todas las instancias, incluyendo a los periodistas y tertulianos de casi todos los medios, «porque la democracia así lo requiere».

Algunos autores españolistas, tan señalados como José Manuel Otero Novas, llegan a dar la voz de alarma: «Peligro de desaparición del Estado», nos dice en su último libro (Asalto al Estado. España debe subsistir, Madrid, 2005). Como si dijera: España existe pero su existencia está en peligro inminente, por el desarrollo degenerativo del Estado de las Autonomías.

La proposición «España no existe» en entonación apelativa

En cuanto a la entonación apelativa de la proposición «España no existe», tan sólo merece la pena subrayar el hecho de que el componente agresivo y desafiante (respecto del interlocutor español a quien se dirige) que esta proposición encierra se manifiesta aquí directa y explícitamente, y no sólo indirecta o implícitamente (como seguramente ocurre en la entonación representativa).

Lo que quieren expresar, dirigiéndose en son de desafío a nosotros, los españoles, quienes dicen: «España no existe» sería algo tan perentorio o práctico como lo siguiente: «No admito que afirmes la existencia de España si al mismo tiempo no demuestras tu afirmación y me reduces al silencio, y no ya mediante el diálogo (porque yo utilizo pistolas y bombas), sino mediante una demostración de fuerza que tú, español, no puedes llevar a cabo porque no la tienes».

El argumento tiene una gran fuerza cuando se le interpreta como argumento ad hóminem: «Si tú afirmas que España existe como unidad indivisible de la Nación española -tal como lo dice el artículo 2 de tu Constitución- pero yo afirmo mi decisión de autodeterminación y mi voluntad de segregación de España, sin que tú tomes las únicas medidas adecuadas para detener mi proyecto, estoy demostrando que esa España que tú supones no existe, puesto que yo estoy ya afirmando mi segregación y aproximándome a ella, sin que nadie, más que de boquilla, me lo impida».

De otro modo: «La España cuya existencia tú defiendes sólo con palabras es una entelequia, pues una realidad política como la que tú defiendes para España no es una cuestión que haya que defender sólo con palabras, es una cuestión que hay que defender con hechos».

No es nada clara la proposición «España no existe»

El exabrupto que me dirigieron los periodistas de Bilbao o los asturchales de Noreña -«España no existe, es una entelequia»- está muy lejos de poder reducirse a la condición de una mera anécdota ocasional o pintoresca, porque no es sino la manifestación ocasional de una ideología que ha logrado «tomar cuerpo» no solamente en el estrato consejeril y concejil de las administraciones autonómicas (que ven en las «autonomías avanzadas» una fuente prometedora de empleos administrativos y culturales) sino también entre los «intelectuales y artistas», que además, de un modo u otro, por ejemplo, mediante la financiación de sus «creaciones», se comportan como servidores a sueldo de estos gobiernos regionales.

En cualquier caso, la evidencia de la proposición «España no existe» es mucho menor de lo que creen los ideólogos consejeriles o concejiles, que la defienden más o menos secretamente. La «luz de evidencia» que los intelectuales y artistas logran proyectar es muy precaria, casi de candil. Cada uno de sus argumentos puede ser retorcido.

Por ejemplo, «los Reyes Católicos asesinaron la España de las tres culturas». Semejante argumento cae por su base desde el momento en el que negamos de plano la existencia de esa «España de las tres culturas». No había tres culturas en convivencia armónica, sino a lo sumo grupo sociales coexistentes que se toleraban cuando no procuraban destruirse mutuamente, pero gobernando siempre uno u otros los cristianos o lo musulmanes. Por esa razón no cabe decir que los Reyes Católicos destruyeron la «España de las tres culturas». Lo que hicieron fue desarrollar las idea medievales que impulsaron al Imperio católico porque sabían que era imposible llevar adelante su proyectos políticos sin establecer simultáneamente una «concordia» religiosa.

Y esto lo sabían también muchos de los judíos conversos (la mayoría de los que se quedaron que por cierto eran menos fanáticos que los que se fueron fieles y prisioneros de sus creencias religiosas) y muchos de los morisco que, como el Ricote que ya hemos nombrado, se sentían españoles y buscaban volver a España como a su patria. Es un error grave, o un descuido no menos grave, presentar la afirmación de Ricote («todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado y podrido») como si ella estuviera referida a la nación española, cuando está referida precisamente a la nación morisca. Es Ricote quien le dice a Sancho: «Porque bien vi, y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones [que Su Majestad Felipe III mandó publicar contra los de mi nación] no eran solo amenazas, como algunos decían sino verdaderas leyes que se habían de poner en ejecución a su determinado tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían, y tales que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución» (II, 54; cursiva nuestra).

¿Y qué decir de la visión del Imperio como tramoya teatral? Una visión presentada, en pleno ejercicio de un idealismo histórico tremendista por el eximio novelista y cuentista Sánchez Ferlosio (Premio Nacional de Ensayo, y después Premio Cervantes), que parece no querer darse cuenta del hecho real de que, pese al «gallinero abarrotado de revendedores» (él mismo no es sino una gallina más que sigue cacareando al cabo de cinco siglos mientras recoge con su pico las toneladas de maíz que le suministran las instituciones oficiales españolas), la función seguía adelante, y Hernán Cortés entraba en México obviamente de la única manera que podía hacerlo. ¿O es que nuestro cuentista seráfico, que llega a hacer responsable a Dios de los hechos, cree que podía hacerse de otro modo, o que era mejor que no se hubiera hecho? ¿Y no es ridícula la pretensión de corregir el pretérito?

Por último: ¿acaso España dejó de existir tras la invasión napoleónica? No, cayó el Antiguo Régimen en España como había caído en Francia. Y fue entonces cuando España se reorganizó como Nación política. Constitución Política de 1812: «Título I. De la Nación española y de los españoles. Capítulo I. De la Nación española. Artículo 1. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Artículo 2. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Artículo 3. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales. Artículo 4. La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen».

¿Y qué decir de 1898 y de 1936-1975? Para referirme a este último «presente»: es cierto que los exiliados pudieron creer, desde su particular espejismo, que España había dejado de existir en la Península, sencillamente por la razón de que ellos, con su Gobierno en el exilio, estaban fuera. Pero lo cierto es que durante aquellos cuarenta años España pasó de ser un país subdesarrollado a convertirse en la novena potencia económica e industrial del mundo. Y esto precisamente porque la dictadura de Franco hizo el «trabajo sucio» necesario para cualquier acumulación capitalista. Al menos ésta es la única explicación, desde una perspectiva materialista con suficientes ecos marxistas, que puede tener el llamado «milagro español» que se produjo en España durante la época de Franco.

Cómo responder a la pregunta «¿España existe?» con entonación apelativa

Pero la entonación apelativa de la proposición «España no existe» debe recibir respuestas adecuadas también apelativas. Estas respuestas podrán apelar también a la fuerza. El Estado no puede subsistir sin las armas, y cuando un ministro de Defensa pide que sea borrado de la Constitución el término «guerra», es porque vive en Babia o en Sinapia.

Pero la pregunta necesita también argumentos, necesita respuestas a muchas preguntas que hoy día están en el aire, y entre ellas las preguntas que en este libro se examinan con intención de responderlas.

En las respuestas a las preguntas que siguen ofrecemos los argumentos de los que disponemos para contestar afirmativamente a esta primera pregunta: «¿España existe?». Una existencia, en tanto es siempre una coexistencia, no se puede demostrar en abstracto, sino a través de sus contenidos internos y de los de su contorno.

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